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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (9 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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Kitiara había recuperado su daga; de hecho, la reluciente hoja se movía muy cerca del cuello de Drizzleneff. La mercenaria rodeaba con su brazo izquierdo el pecho de la criatura, en tanto que su mano derecha blandía la daga.

—¡Debería acabar con tu miserable existencia aquí mismo, y nadie me lo impediría, kender! —gritó Kitiara.

Unos cuantos vendedores vitorearon sus palabras.

—¡Te estaba buscando! —chilló Drizzleneff—. Encontré tu daga…

—… en la funda que llevo al costado, ¡ratera!

Drizzleneff Brincapuertas contuvo un momento su agitada respiración para considerar las palabras de Kitiara. Después se encogió de hombros.

—Bueno, si quieres que te dé mi opinión, no era un sitio muy seguro para guardarla. ¿Y si algún ladrón…? —La frase se cortó con un sonido ahogado al ceñir Kitiara con más fuerza el brazo con el que le rodeaba el pecho.

—Escúchame, kender. —Drizzleneff apenas fue capaz de asentir con la cabeza; su rostro había adquirido un tono rojizo—. No vuelvas a acercarte a mí. —La voz de Kitiara era poco más que un susurro, y los fascinados transeúntes tuvieron que acercarse para oír sus palabras—.
Nunca.
¿Entendido?

La kender se debatía para liberarse, y los ojos empezaban a ponérsele vidriosos. Tanis se adelantó para intervenir.

—¡Kit!

La mercenaria alzó la vista hacia él y le guiñó un ojo. Luego se dirigió de nuevo a Drizzleneff.

—De hecho, creo que deberías marcharte de Haven… ahora mismo. ¿Has comprendido?

—¡Kit! —interrumpió el semielfo—. ¡Apenas puede respirar!

Kitiara aflojó un poco el brazo y apartó unos centímetros la daga.

—¿Has comprendido? —repitió.

Drizzleneff Brincapuertas asintió con un cabeceo.

—Mañana por la mañana —jadeó con voz ronca—. Nada más desayu…

—¡Hoy! Esta misma tarde.

—Pero…

Kitiara hizo ondear la daga, y la kender movió la cabeza arriba y abajo.

—Bueno, vale. De todas formas, estaba pensando marcharme porque…

La espadachina la soltó, y Drizzleneff Brincapuertas, con el copete meciéndose a un lado y a otro, desapareció entre la multitud. La gente se dispersó tan pronto como comprendió que la diversión había terminado.

—¿No te parece que fuiste un poco ruda? —preguntó Tanis.

—Ahora lo pensará dos veces antes de robar.

—No, no lo hará —comentó el semielfo—. Los kenders no roban, desde su punto de vista. Desconocen el miedo y no tienen un verdadero concepto de lo que es propiedad privada… Sólo la curiosidad de un crío de cinco años.

La espadachina no respondió; estaba ocupada en sacar brillo a su nueva daga con el bajo de la blusa.

* * *

—¿Cómo conociste a Flint Fireforge? —preguntó Kitiara, a última hora de la tarde.

Habían cenado en Los Siete Centauros y ahora estaban sentados en los bancos casi vacíos que marcaban la circunferencia del patio de El Dragón Enmascarado, una de las posadas más grandes de Haven. Delante de ellos, unos cómicos preparaban un escenario bajo, y los criados del posadero encendían las antorchas de los hacheros situados en las paredes a intervalos regulares, a pesar de los nubarrones que empezaban a cubrir el cielo. La gente comenzaba a llenar los bancos poco a poco.

—Flint vino a Qualinost cuando yo era un chiquillo —dijo Tanis—. Nos hicimos amigos, y cuando se marchó me fui con él. Hace años que vivimos juntos en Solace.

No era toda la historia, por supuesto. El enano, un forastero en el reino elfo, se había hecho amigo del solitario semielfo, lo había apoyado en cada situación conflictiva, y mitigado el dolor de las heridas infligidas en su alma por el menosprecio con que era tratado en ocasiones, y, de hecho, a menudo pareció ser el único amigo que tenía en Qualinost. Más adelante, cuando Flint decidió abandonar la ciudad qualinesti para siempre, Tanis, ya casi adulto, se marchó con él sin demasiado pesar. A diferencia del enano, no obstante, el semielfo había seguido visitando la ciudad elfa de vez en cuando.

Kitiara no parecía muy inclinada a ahondar en detalles, sin embargo. Su atención estaba puesta en una pareja de músicos. La mujer, una criatura de aspecto etéreo, con cabello rubio y ojos azules, se colocó en el centro del escenario mientras su compañero, un hombre también muy esbelto, de cabello oscuro y sonrisa pronta, encendía unas antorchas en los hacheros situados a ambos lados de la plataforma.

El hombre se apartó un paso de la mujer y la miró con atención.

—Hay poca luz —le dijo. Acercó más las antorchas y bajó del escenario para apreciar el efecto.

—¿Mejor? —preguntó ella.

—Perfecto —contestó el músico, moviendo la cabeza arriba y abajo—. La luz, y también la cantante.

Subió de nuevo a la plataforma de un salto y la besó. Los tres hijos de la pareja, una niña mayor y su hermana y hermano más pequeños, estaban sentados con las piernas cruzadas en la parte posterior del escenario y rezongaron cuando sus padres se besaron. La pareja se apartó y sonrió sin cortedad a los pequeños. Kitiara puso los ojos en blanco.

—¡Qué encantador! —comentó con acritud.

Tanis reparó en que ésta era la misma pareja de músicos que había estado tocando en el mercado de Haven unas horas antes. Seguidos por los niños, los dos desaparecieron bajo un arco de madera que debía de conducir a un cuarto posterior. Durante los siguientes minutos, los cinco entraron y salieron llevando instrumentos de todo tipo y dejándolos con cuidado en el escenario. Tanis reconoció uno de ellos como un dulcimer, un instrumento de cuerda que se tocaba apoyándolo en el regazo, y que era muy popular entre las damas de la corte qualinesti. El hombre salió al escenario con las dos guitarras triangulares. Había también una especie de clavicordio, una caja oblonga con teclado que el hombre instaló sobre un soporte, delante de una banqueta. La mujer dejó un tambor en la parte trasera del escenario; su esposo la ayudó a maniobrar con otro instrumento de percusión, una especie de tambor hendido, hecho con un tronco hueco de madera pulida, al que se le había practicado una estrecha fisura. La hija mayor de la pareja instaló un gong junto a los tambores; la más pequeña se sentó en el escenario y empezó a practicar trinos con una flauta mientras que su hermano arrancaba gorjeos de una flauta dulce. Tanis los observaba como hipnotizado.

—Miras el escenario como si estuvieses deseando unirte a ellos —se mofó Kitiara, sacando al semielfo de su embeleso.

—Música. —Tanis señaló a la familia con un gesto de la cabeza—. Esa es la diferencia entre elfos y humanos. —Al ver que la mercenaria arqueaba las cejas en un gesto interrogante, agregó—: En Qualinost se da por hecho que todos los niños han de aprender a tocar un instrumento. A menudo, a la caída del sol, los elfos se reúnen en la Sala del Cielo y ofrecen conciertos improvisados.

—¿Y qué? —replicó Kitiara—. A los humanos también nos gusta la música.

—Pero los humanos la contempláis como algo que sólo hacen los músicos —respondió él, con el entrecejo fruncido—. No conozco muchos humanos que interpreten su propia música. Venís a sitios como éste. —Señaló el patio que se había ido llenando.

Los dos se habían sentado en la punta del largo banco, ya que a Kitiara la disgustaba sentirse atrapada entre la multitud, y los espectadores los empujaban constantemente para ocupar los pocos sitios que quedaban libres.

—¿Y qué tocas tú, semielfo? —preguntó Kitiara.

—El salterio, la vihuela…

—¿Qué instrumentos son ésos?

—El salterio es un tipo de dulcimer —explicó Tanis—. La vihuela se parece a la guitarra. He probado con otros instrumentos, pero mi maestría no va pareja con mi entusiasmo. Flint me hace salir de casa cuando quiero practicar. —Se volvió a mirar a la espadachina—. ¿Tocas algún instrumento, Kit?

La mujer frunció los labios en un gesto desdeñoso.

—La espada es mi instrumento. Pero la puedo hacer cantar como ningún miembro de ese patético grupo es capaz de hacer con los suyos. —Señaló el escenario, donde la familia cantaba quedamente una melodía alegre, aunque en apariencia interminable, pensada para calentar las cuerdas vocales—. Y mi espada es mucho más efectiva contra unos goblins.

El discurso de la mercenaria fue interrumpido por la mujer, que se adelantó al borde de la plataforma y dio la bienvenida a los espectadores. El timbre de su voz era bajo y tenue. Volvió la cabeza para mirar a su esposo, situado junto a los tambores y el gong, y a sus hijos, dispuestos ya con flauta, clavicordio y flauta dulce. Luego miró de nuevo al público y empezó a cantar:

Había una bella dama en el viejo Daltigoth,

a quien burló su amante, abandonándola al dolor…

Su voz era rica como la tierra en primavera, y el hombre rollizo que se sentaba al lado de Tanis se estremeció.

—«La bella dama de Daltigoth» —susurró—. Me encanta esa canción.

El público se dispuso a escuchar con atención. El crepúsculo había dado paso a la noche. Solinari estaba alta en el cielo, sobre el patio, y Lunitari, la luna roja, empezaba a salir. Las antorchas atraían la atención hacia el escenario, pero el semielfo vio que algunos espectadores cruzaban bajo las puertas de arco al interior de la taberna y después regresaban con jarras rebosantes de cerveza. También se dio cuenta de que Kitiara lo había advertido.

—¿Te apetece un poco de cerveza? —preguntó la mujer.

Tanis apenas había tenido tiempo de hacer un gesto de asentimiento cuando la espadachina ya estaba de pie y se dirigía hacia el interior del establecimiento. De pronto, le salió al paso un hombre musculoso, de cabello y ojos negros y semblante obstinado. Vestía polainas y botas negras, camisa blanca y una capa escarlata, y estaba plantado ante la mercenaria con aire de plena seguridad en sí mismo.

—Kitiara Uth Matar —dijo quedamente.

—Caven Mackid. —El tono de la mujer era frío como el hielo.

No presentó a Tanis, que se había levantado despacio del banco y se había acercado a ellos. Un larguirucho adolescente, de ojos verdes como esmeraldas, se aproximó al grupo y se puso junto a Tanis, desde donde observó la escena con interés. Caven no apartó la mirada de Kitiara.

—No tomas muchos tramos rectos en tus viajes, mujer —dijo—. Me llevó una semana encontrar tu rastro, y mas de un mes seguirlo hasta aquí. —Caven pareció advertir la presencia de Tanis por primera vez—. Por fortuna —comentó en voz más alta, dirigiéndose al semielfo—, Kitiara es la clase de mujer en quien se fija la gente por donde quiera que pase. Estoy seguro de que ya te has dado cuenta. —Se volvió a mirar a la espadachina—. Otro hombre que fuera más desconfiado que yo, pensaría que intentabas esquivarme, cariño.

Kitiara adoptó una postura más erguida, pero aun así sólo le llegaba al hombro a Mackid.

—Todavía soy tu oficial, soldado. ¡Cuida tus modales! —El tono era burlón, pero en sus ojos no había atisbo alguno de cordialidad.

Los artistas seguían cantando, pero varios espectadores, percibiendo que se avecinaba un espectáculo quizá más interesante, miraban boquiabiertos a Kitiara y a Caven.

Al oír las palabras de la mercenaria, las manos de Mackid colgaron a sus costados y la expresión amistosa desapareció de su semblante. El hombretón contempló a Kitiara con un extraño brillo en los ojos, una mezcla de cólera y algo más. Se estaba cociendo algo sobre lo que el semielfo no estaba al tanto, pero Tanis tenía suficiente experiencia con mujeres para comprender que, en algún momento, la espadachina había sido algo más que el oficial de ese hombre.

—Creo que tienes algo que me pertenece, capitana Uth Matar —dijo Caven con suavidad—. Una bolsa de dinero, ¿no? Sin duda, un descuido por tu parte; nuestras pertenencias personales se
mezclaron
un poco durante cierto tiempo, si no recuerdo mal.

—Ya lo creo —comentó el adolescente, que soltó una risotada al tiempo que echaba una mirada maliciosa a Tanis.

—Tal como yo recuerdo —continuó Caven Mackid, haciendo caso omiso del jovencito—, te marchaste con cierta prisa, querida… Tan deprisa, que ni siquiera tuviste tiempo de dejar una nota de despedida. Debían de perseguirte ogros, sin duda. Pero confío en que habrás guardado mi dinero a buen recaudo y ahora me lo devolverás.

El adolescente se acercó a Tanis para hablarle al oído.

—Se largó mientras él estaba cazando, llevándose un buen pellizco de sus ahorros —susurró—. Si se hubiese limitado a marcharse, no creo que le hubiese importado demasiado, pero fue la ratería lo que se le indigestó a Caven.

—¡Wode! —reprendió Mackid al muchacho sin alzar la voz—. Los buenos escuderos mantienen la boca cerrada cuando hay extraños.

A espaldas de Kitiara, los músicos habían terminado la balada y atacaban una animada contradanza. Por fin pareció que la espadachina advertía la presencia del semielfo.

—Tanis, éste es Caven Mackid, uno de mis
subordinados
en la última campaña.

Caven sonrió a Tanis de un modo casi amistoso, pero, cuando habló, sus palabras iban dirigidas a la mujer.

—¿Un semielfo, Kitiara? Has bajado tu nivel, ¿no? —El joven escudero soltó otra risotada, pero una mirada de Caven la cortó de raíz. El hombre volvió los ojos de nuevo a la espadachina. Sus siguientes palabras fueron una orden—: Dame mi dinero. Ahora.

* * *

A cierta distancia del cuarteto, sin que ninguno de ellos reparara en su presencia, una mujer, con la tez de un tono ocre como madera de roble bruñida, se retiró cautelosa a las sombras del portal. Una túnica de lana gris claro contrastaba con sus cetrinas facciones. Su mirada era directa, y sus azules iris rodeaban unas pupilas de negrura sorprendente. El cabello liso, oscuro como el azabache, caía en cascada sobre su espalda, cubriendo la capucha de la capa que llevaba retirada.

—Kitiara Uth Matar —musitó para sí—. Y el soldado de pelo oscuro.. A él también lo conozco.

Entrecerró los ojos, en tanto que los dedos acariciaban los saquillos de seda que colgaban de su cintura, y siguió observando en silencio desde las sombras.

4

Problema doble

El zumbido de miles de mosquitos no conseguía ocultar el ruido de las pisadas del monstruo de casi cuatro metros de estatura o las protestas de sus dos cabezas.

—¡Res calor!

—Lacua hambre.

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