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Authors: Agatha Christie

Poirot investiga (7 page)

BOOK: Poirot investiga
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—¡La señora Robinson! —exclamé.

—Bien, cabe esa posibilidad —admitió Poirot—. Y también se ha sabido que un hombre moreno, extranjero, estuvo preguntando por los inquilinos del número cuatro esta misma mañana. Por consiguiente,
mon ami
, me temo que esta noche tendrá que renunciar a su dulce sueño y hacer guardia conmigo en el piso de abajo... armado con su excelente revólver,
bien entendu
.

—Estupendo —repliqué entusiasmado—. ¿Cuándo empezaremos?

—La medianoche es una hora solemne y conveniente.

A las doce en punto nos instalamos con grandes precauciones en el montacargas y fuimos descendiendo hasta el segundo piso. Gracias a las manipulaciones de Poirot, la puerta de madera se abrió rápidamente. De la despensa pasamos a la cocina, donde nos acomodamos en sendas sillas, dejando entreabierta la puerta del recibidor.

—Ahora sólo tenemos que esperar —dijo Poirot, contento y cerrando los ojos.

La espera se me hizo interminable. Tenía miedo de quedarme dormido. Cuando me parecía que llevábamos allí unas ocho horas... y en realidad había transcurrido sólo una hora y veinte minutos, como luego averigüé... llegó a mis oídos un ligero rumor y noté que Poirot asía mi mano. Me puse en pie y juntos nos acercamos silenciosamente al recibidor. El ruido venía de allí. Poirot acercó sus labios a mi oído.

—Es la puerta principal. Están quitando la cerradura. Cuando yo le avise, y no antes, salte por detrás sobre él y sujétele con fuerza. Tenga cuidado porque llevará un cuchillo.

Al fin se oyó un crujido final y un pequeño círculo de luz penetró en la estancia. Se extinguió inmediatamente y luego la puerta se fue abriendo despacio. Poirot y yo pegamos nuestras espaldas a la pared, y oí la respiración de un hombre que pasaba ante nosotros. Luego volvió a encender su linterna, y en aquel momento Poirot siseó a mi oído:


Allez
.

Saltamos a un tiempo. Poirot, con un movimiento rápido, envolvió la cabeza del intruso con una ligera bufanda de lana, mientras yo sujetaba sus brazos. Todo se llevó a cabo silenciosamente. Le quité la daga de la mano, y en tanto que Poirot lo amordazaba, yo saqué mi revólver para que pudiera verlo y comprender que toda resistencia sería inútil. Cuando dejó de debatirse, Poirot acercó sus labios a su oído y empezó a susurrar a toda velocidad. Al cabo de unos instantes el hombre asintió. Luego, imponiendo silencio con un gesto, Poirot salió del piso y empezó a bajar la escalera. Nuestro prisionero le seguía y yo cerraba la marcha encañonándole con el revólver. Cuando estuvimos en la calle, al momento Poirot volvióse hacia mí.

—Hay un taxi parado en la esquina. Deme el revólver. Ahora ya no lo necesitamos.

—Pero ¿y si intenta escapar?

Poirot sonrió.

—No hay cuidado.

Regresé con el taxi. Poirot había quitado la mordaza al desconocido y yo lancé una exclamación de verdadera sorpresa.

—No es un japonés —dije a Poirot en un susurro.—¡La observación ha sido siempre su fuerte, Hastings! Nada se le escapa. No, este hombre no es japonés, sino italiano.

Subimos al taxi y Poirot dijo al chófer una dirección del Bosque de St. John. Ahora estaba completamente a oscuras y no quería preguntarle adónde íbamos. Traté en vano de adivinar cuáles eran sus intenciones.

Nos apeamos ante la puerta de una casita situada cerca de la carretera. Un peatón ligeramente beodo casi tropieza con Poirot en la acera, y éste le dijo algo que no pude entender. Subimos los escalones de la entrada, y después de pulsar el timbre Poirot nos dijo que nos apartásemos de la puerta. No hubo respuesta y llamó una y otra vez. Por último asió el picaporte y con él golpeó la puerta durante varios minutos con todas sus fuerzas.

De pronto se encendió una luz y la puerta fue abierta con toda precaución.

—¿Qué diablos quieren ustedes? —preguntó una irritada voz masculina.

—Deseo ver al doctor. Mi esposa se ha puesto enferma.

—Aquí no hay ningún doctor.

El hombre se disponía a cerrar, mas Poirot introdujo el pie con decisión entre la puerta y el quicio, convirtiéndose de pronto en la caricatura de un francés irritado.

—¿Qué dice usted? ¿Qué no hay ningún médico? ¡Daré parte a la policía! ¡Tiene que acompañarme! Me quedaré aquí y llamaré toda la noche.

—Mi querido amigo... —La puerta se abrió de nuevo y el hombre en batín y zapatillas, se adelantó para apaciguar a Poirot, dirigiendo una mirada inquieta a su alrededor.

—Llamaré a la policía.

Poirot se puso a bajar los escalones.

—¡No, no lo haga, por amor de Dios! —El hombre corrió tras él.

De un empujón, Poirot lo lanzó al suelo, y al minuto siguiente los tres estábamos en el interior de la casa y cerramos la puerta.

—De prisa... por aquí. —Poirot nos condujo hasta la habitación más próxima y encendió la luz—. Y usted... detrás de la cortina.

—Sí, signor —dijo el italiano, deslizándose rápidamente tras los pliegues del terciopelo rosado que enmarcaba la ventana.

Precisamente a tiempo. En cuanto hubo desaparecido de nuestra vista penetró una mujer en la habitación. Era alta, de cabellos rojizos, y un kimono rojo envolvía su esbelta figura.

—¿Dónde está mi marido? —exclamó dirigiéndonos una mirada asustada—. ¿Quiénes son ustedes?

Poirot se adelantó, haciendo una reverencia.

—Espero que su esposo no se resfriará. He observado que llevaba zapatillas y su batín era de bastante abrigo.

—¿Quién es usted? ¿Y qué hace en mi casa?

—Es cierto que no tenemos el gusto de conocernos, madame. Y es de lamentar, puesto que uno de los nuestros ha venido especialmente de Nueva York para verla a usted.

Se abrieron las cortinas y apareció el italiano. Observé con horror que blandía mi revólver, que sin duda Poirot dejó descuidadamente sobre el asiento del coche.

La mujer lanzó un grito y quiso echar a correr, mas Poirot se interpuso entre ella y la puerta, que estaba cerrada.

—Déjeme pasar —suplicó—. Me matará.

—¿Quién era ese tan cacareado Luigi Valdarno? —preguntó el italiano con voz ronca, mientras nos amenazaba apuntándonos con el revólver. No nos atrevimos a movernos.

—Dios mío, Poirot. Esto es horrible. ¿Qué vamos a hacer? —exclamé.

—Me obliga usted a recordarle que no es conveniente hablar demasiado, Hastings. Le aseguro que nuestro amigo no disparará hasta que yo no se lo autorice.

—Está seguro, ¿eh? —dijo el italiano mirándole de soslayo.

La mujer se volvió hacia Poirot.

—¿Qué es lo que desea?

Poirot se inclinó.

—No creo que sea necesario insultar a la inteligencia de Elsa Hardt diciéndoselo.

Con un rápido movimiento, la mujer cogió un gran gato de terciopelo negro que servía de cubierta del teléfono.

—Están cosidos al forro.

—Muy inteligente —murmuró Poirot en tono apreciativo, en tanto se apartaba de la puerta—. Buenas noches, madame. Entretendré a su amigo de Nueva York mientras usted huye.—¡Qué tontería! —rugió el italiano, y alzando el revólver disparó a la espalda de la mujer en el preciso momento en que yo me abalanzaba con toda decisión sobre él.

Mas el arma sólo produjo un «clic» inofensivo y la voz de Poirot se alzó en suave reproche.

—¿Nunca confiará en su amigo, Hastings? No me gusta que mis amigos lleven pistolas cargadas y nunca permitiría que lo hiciera un mero desconocido. No, no,
mon ami
—agregó dirigiéndose al italiano, que lanzaba juramentos con voz ronca—: Vea lo que acabo de hacer por usted. Salvarle de la horca. Y no crea que nuestra hermosa amiguita consiga escapar. No, no, la casa está vigilada e irá directamente a caer en manos de la policía. ¿No es un pensamiento consolador? Sí, ahora puede salir de esa habitación. Pero tenga cuidado... mucho cuidado... Yo... ¡ah, se ha ido! Y mi amigo Hastings me mira con ojos de reproche. ¡Pero si todo es tan sencillo! Pero si desde el principio ha estado clarísimo que entre tantos cientos de posibles solicitantes del número cuatro de las Mansiones Montagu, sólo los Robinson fuesen aceptados. ¿Por qué? ¿Qué es lo que les diferencia del resto... a simple vista? ¿Su aspecto? Posiblemente, pero no era tan distinto. ¡Su apellido, entonces!

—¡Ah,
Sapristi
, pero exacto! Eso es precisamente. Elsa Hardt y su esposo, hermano, o lo que sea en realidad, vienen de Nueva York y alquilan un piso a nombre de los señores Robinson. De pronto se enteran de que una de esas sociedades secretas, la Mafia, o la «Camorra», a las que sin duda pertenecía Luigi Valdarno, está sobre su pista. ¿Qué hacen entonces? Trazan un plan de cristalina sencillez. Evidentemente saben que sus perseguidores no les conocen. De modo que resulta facilísimo. Ofrecen el piso a un alquiler irrisorio. Entre los cientos de parejas jóvenes que buscan piso en Londres no puede dejar de haber varios Robinson. Se trata sólo de esperar. Si miran en la guía telefónica la lista de Robinson, comprenderán que más pronto o más tarde habría de llegar una señora Robinson pelirroja. ¿Qué ocurrirá luego? El vengador llega. Conoce el nombre y la dirección. ¡Y da el golpe! Todo ha terminado, su venganza satisfecha y miss Elsa Hardt habrá escapado por los pelos una vez más. A propósito, Hastings, tiene que presentarme a la auténtica señora Robinson... esa deliciosa y veraz personita. ¿Qué pensarán cuando vean que han asaltado su piso? Tenemos que darnos prisa. Ah, me parece que oigo llegar a Japp y a unos cuantos de sus amigos.

Se oyó llamar a la puerta.

—¿Cómo conoció esta dirección? —pregunté mientras salimos al recibidor—. Oh, claro, hizo seguir a la primera señora Robinson cuando dejó el otro piso.


A la bonne heure
, Hastings. Por fin utiliza usted sus células cerebrales. Ahora vamos a dar una pequeña sorpresa a Japp.

Y abriendo la puerta lentamente asomó la cabeza del gato de terciopelo y lanzó un agudo: ¡Miau!

El inspector de Scotland Yard, que estaba con otro hombre, pegó un respingo a pesar suyo.—¡Oh, es sólo monsieur Poirot y una de sus bromitas! —exclamó al ver aparecer la cabeza de Poirot detrás de la del gato—. Déjenos entrar, monsieur.

—¿Tienen ya a nuestros amigos?

—Sí, los cazamos, pero no llevan encima lo que buscamos.

—Ya. Por eso quieren registrar la casa. Bien, estoy a punto de marcharme con Hastings, pero quiero darle una pequeña conferencia sobre la historia y costumbres del gato doméstico.

—Por amor de Dios, ¿es que se ha vuelto usted completamente loco?

—El gato —recitó Poirot— fue adorado por los antiguos egipcios, y aún se considera símbolo de buena suerte ver cruzar un gato negro entre nosotros. Este gato se ha cruzado esta noche en su camino, Japp. Hablar del interior de cualquier persona o animal sé que está mal visto en Inglaterra. Pero el interior de este gato es sumamente delicado. Me refiero, en este instante, al sencillo forro que...

Con un gruñido, el hombre que acompañaba a Japp le arrebató el gato de la mano.

—Oh, me olvidé de presentarles —dijo Japp—. Señor Poirot, éste es el señor Burt, del Servicio Secreto de los Estados Unidos.

Los ágiles dedos del americano habían encontrado lo que andaban buscando. Alargó la mano sin encontrar palabras. Al fin estuvo a la altura de las circunstancias.

—Encantado de conocerle —dijo el señor Burt.

Capítulo IV
-
El misterio de Hunter's Lodge

Al fin y al cabo —murmuró Poirot— es posible que no muera esta vez.

Viendo el comentario de un convaleciente, me pareció una muestra de optimismo beneficioso. Yo ya la había pasado, y Poirot la sufrió también. Ahora hallábase sentado en la cama, recostado sobre una serie de almohadas, con la cabeza envuelta en un chal de lana, y sorbiendo lentamente una
tisane
particularmente nociva que yo había preparado siguiendo sus indicaciones. Su mirada se posó complacida sobre una hilera de botellas cuidadosamente ordenadas que había en la repisa de la chimenea.

—Sí, sí —continuó mi amigo—. Una vez más volveré a ser yo, el gran Hércules Poirot, el terror de los malhechores. Imagínese,
mon ami
, que me dedican un párrafo en los
Comentarios Sociales
. Pues sí. Aquí está: «¡Salgan todos los criminales sin temor! Hércules Poirot... y créanme, es un un Hércules el detective favorito de la sociedad que no podrá detenerles. ¿Por qué? Pues porque se halla prisionero de la gripe.»

Me reí.

—Bien, Poirot. Se está convirtiendo en un personaje célebre. Y afortunadamente no ha perdido nada de especial interés durante este tiempo.

—Es cierto. Los pocos casos que he tenido que rechazar no me han causado la menor pena.

Nuestra patrona asomó la cabeza por la puerta.

—Abajo hay un caballero que desea ver a monsieur Poirot, o a usted, capitán. Viendo que está muy apurado... y que es todo un caballero... he subido su tarjeta.

Me la entregó.

—Roger Havering —leí.

Poirot me indicó con la cabeza la librería y obediente fui a coger el libro «¿Quién es quién?». Poirot lo tomó de mis mano y empezó a volver sus páginas a toda prisa.

—Segundo hijo del quinto barón de Windsor. Casó en mil novecientos tres con Zoe, cuarta hija de William Grabb.

—¡Hum! —dije yo—. Me parece que es la muchacha que solía actuar en el
Frivolidad
.... sólo que se hacía llamar Ze Carrisbrook. Recuerdo que contrajo matrimonio con un joven de la ciudad poco antes de la guerra.

—¿Le gustaría bajar y ver qué es lo que le ocurre a ese caballero, Hastings? Preséntele todas mis excusas.

Roger Havering era un hombre de unos cuarenta años, de buena presencia y elegante. Su rostro expresaba una gran agitación.

—¿Capitán Hastings? Tengo entendido que es usted el compañero de monsieur Poirot. Es del todo preciso que venga hoy mismo a Derbyshire.

—Me temo que eso sea imposible —repliqué—, Poirot está enfermo... tiene gripe.

Su rostro se ensombreció.

—Dios mío, eso es un gran golpe para mí.

—¿Tenía que consultar acerca de algún asunto serio?

—¡Santo Dios, ya lo creo! Mi tío, el mejor amigo que tenía en el mundo, fue encontrado asesinado la noche pasada.

—¿Aquí en Londres?

No, en Derbyshire. Yo me hallaba en la ciudad y esta mañana recibí un telegrama de mi esposa. Inmediatamente decidí venir a ver a monsieur Poirot para rogarle que se ocupe de este caso.

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