¿Por qué leer los clásicos? (36 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Los dos modos de considerar el diseño de la historia, en la perspectiva del futuro o en la del pasado, se cruzan y se superponen en
Flores azules
: ¿es la historia lo que se ha fijado como punto de llegada Cidrolin, un ex presidiario que holgazanea tendido en una barcaza amarrada en el Sena? ¿O es un sueño de Cidrolin, una proyección de su inconsciente para llenar el vacío de un pasado suprimido de la memoria?

En
Flores azules
Queneau se burla de la historia negando su devenir para reducirla a la sustancia de lo vivido cotidiano; en
Une histoire modèle
había tratado de algebrizarla, de someterla a un sistema de axiomas, de sustraerla a lo empírico. Podríamos decir que se trata de dos
démarches
antitéticas pero que se corresponden perfectamente aun siendo de diferente signo, y en cuanto tales representan los dos polos entre los cuales se mueve la investigación de Queneau.

Mirándolo bien, las operaciones que Queneau efectúa con la historia corresponden exactamente a las que efectúa con el lenguaje: durante su batalla por el neofrancés desacraliza la pretendida inmutabilidad de la lengua literaria para acercarla a la verdad de lo hablado; en sus amores (vagabundos pero constantes) con la matemática, tiende repetidas veces a experimentar enfoques aritméticos y algebraicos de la lengua y de la creación literaria. «Comportarse frente al lenguaje como si fuera matematizable», así define otro matemático poeta, Jacques Roubaud
[21]
, la preocupación principal del Queneau que propone un análisis del lenguaje a través de las matrices algebraicas
[22]
, que estudia la estructura matemática de la sextina en Arnaut Daniel y sus posibles desarrollos
[23]
, que promueve la actividad del
Oulipo
. Precisamente movido por este espíritu funda en 1960 el
Ouvroir de Littérature Potentielle
(abreviado en
Oulipo)
, junto con el amigo más cercano de sus últimos años, el matemático y ajedrecista François Le Lionnais, feliz personalidad de docto excéntrico, con sus inagotables invenciones siempre suspendidas entre racionalidad y paradoja, entre experimento y juego. También en las invenciones de Queneau siempre ha sido difícil establecer un límite entre experimento y juego. Podemos distinguir aquí la bipolaridad a que me referí antes: por una parte diversión con tratamiento lingüístico insólito de un tema dado, por la otra diversión con formalización rigurosa aplicada a la invención poética. (En uno y otro caso hay un guiño a Mallarmé típico de Queneau, a diferencia de todos los cultos del maestro habidos durante el siglo, porque salva su fundamental esencia irónica.)

En la primera dirección se sitúa una autobiografía en verso
(Chêne et chien)
en la que el virtuosismo métrico es el que obtiene sobre todo efectos divertidos; la
Petite cosmogonie portative
, cuyo propósito declarado es hacer entrar en el léxico de la poesía los más ásperos neologismos científicos; y naturalmente, la que tal vez sea su obra maestra, justamente por la extremada simplicidad del programa, los
¡Ejercicios de estilo
, donde una anécdota trivialísima referida en estilos diferentes da origen a textos literarios muy distantes entre sí. En la otra dirección encontramos su amor por las formas métricas como generadoras de contenidos poéticos, su aspiración a ser el inventor de una estructura poética nueva (como la propuesta en el último libro de versos,
Morale élémentaire
, 1975), y naturalmente la máquina infernal de los
Cent mille milliards de poèmes
(1961). En una palabra, tanto en una dirección como en la otra, hay un intento de multiplicación o ramificación o proliferación de las obras posibles a partir de una actitud formal abstracta.

«El campo privilegiado del Queneau productor de matemática es la combinatoria», escribe Jacques Roubaud, «combinatoria que se inserta en una tradición antiquísima, casi tan antigua como la matemática occidental. Desde este punto de vista, el examen de los
Cent mille milliards de poèmes
nos permitirá situar este libro en el paso de la matemática a la literalización. Recordemos el principio: se escriben diez sonetos con las mismas rimas. La estructura gramatical es tal que, sin esfuerzo, cualquier verso de cada soneto “base” es intercambiable con cualquier otro verso situado en la misma posición del soneto. Habrá pues, para cada verso de un nuevo soneto por componer, diez posibles opciones independientes. Como los versos son 14, habrá virtualmente 1014 sonetos, o sea, cien billones.

»[...] Hagamos la prueba, por ejemplo, de hacer algo parecido con
un
soneto de Baudelaire, por ejemplo: sustituir uno de sus versos por otro (tomado del mismo soneto o de otro), respetando aquello que “hace” un soneto (su “estructura”). Tropezaremos con dificultades de orden sobre todo sintáctico, contra las cuales Queneau se había precavido de antemano (y por eso su “estructura” es “libre”). Pero, y esto es lo que enseñan los “cien billones”,
contra
las constricciones de la verosimilitud semántica, la estructura soneto hace, virtualmente, de un soneto único todos los sonetos posibles mediante las sustituciones que las respetan.»

La estructura es libertad, produce el texto y al mismo tiempo la posibilidad de todos los textos virtuales que pueden sustituirlo. Esta es la novedad que hay en la idea de la multiplicidad «potencial» implícita en la propuesta de una literatura nacida de las constricciones que ella misma escoge y se impone. Hay que decir que en el método del
Oulipo
la calidad de estas reglas, su ingeniosidad y elegancia es lo que cuenta en primer término: si a ella corresponde después la calidad de los resultados, de las obras obtenidas por esta vía, tanto mejor, pero de todos modos la obra no es más que un ejemplo de las potencialidades que se pueden alcanzar, a las que no queda sino obedecer. En una palabra, se trata de oponer una constricción elegida voluntariamente a las constricciones sufridas, impuestas por el ambiente (lingüísticas, culturales, etc.). Cada ejemplo de texto construido según reglas precisas abre la multiplicidad «potencial» de todos los textos virtualmente escribibles según esas reglas, y de todas las lecturas virtuales de esos textos.

Como ya había escrito Queneau en una de las primeras declaraciones de su poética: «Hay formas de novela que imponen a la materia todas las virtudes del Número», desarrollando «una estructura que transmite a las obras los últimos reflejos de la luz universal o los últimos ecos de la Armonía de los Mundos».

«Últimos reflejos», atención: la Armonía de los Mundos se manifiesta en la obra de Queneau desde una lejanía remota, como puede ser entrevista por los bebedores que miran el vaso de Pernod con los codos apoyados en la barra. Las «virtudes del Número» parecen imponerle la propia evidencia sobre todo cuando consiguen transparentarse a través de la espesa corporeidad de la persona viviente, con sus humores imprevisibles, con sus fonemas emitidos torciendo la boca, con su lógica en zigzag, en esa trágica confrontación de las dimensiones del individuo mortal con las del universo que se puede expresar sólo con risitas, o con sonrisas burlonas o con risotadas o con estallidos de risa convulsiva, y en el mejor de los casos con carcajadas francas, carcajadas hasta desternillarse, carcajadas homéricas...

[1981]

Pavese y los sacrificios humanos

Todas las novelas de Pavese giran en torno a un tema oculto, a algo no dicho que es lo que verdaderamente quiere decir y que sólo se puede decir callándolo. Alrededor se forma un tejido de signos visibles, de palabras pronunciadas: cada uno de esos signos tiene a su vez una faz secreta (un significado polivalente o incomunicable) que cuenta más que la faz evidente, pero su verdadero significado está en la relación que los vincula con lo no dicho.

La luna y las hogueras
es la novela de Pavese más densa de signos emblemáticos, de motivos autobiográficos, de enunciaciones sentenciosas. Incluso demasiado: como si del característico modo de narrar pavesiano, reticente y elíptico, se desplegase de pronto esa prodigalidad de comunicación y de representación que permite al relato transformarse en novela. Pero la verdadera ambición de Pavese no estaba en ese objetivo novelesco: todo lo que nos dice converge en una sola dirección, imágenes y analogías gravitan en torno a una preocupación obsesiva: los sacrificios humanos.

No era un interés del momento. Vincular la etnología y la mitología grecorromana con su autobiografía existencial y su construcción literaria había sido el programa constante de Pavese. En la base de su dedicación a los estudios de los etnólogos estaban las sugestiones de una lectura juvenil:
La rama dorada
de Frazer, una obra que ya había sido fundamental para Freud, para Lawrence, para Eliot.
La rama dorada
es una especie de vuelta al mundo en busca de los orígenes de los sacrificios humanos y de las fiestas del fuego. Temas que volverán en las evocaciones mitológicas de los
Dialoghi con Leucò
[Diálogos con Leuco], cuyas páginas sobre los ritos agrícolas y sobre las muertes rituales preparan
La luna y las hogueras
. Con esta novela concluye la exploración de Pavese: escrita entre septiembre y noviembre de 1949, se publicó en abril de 1950, cuatro meses antes de que el autor se quitase la vida, tras recordar en una carta los sacrificios humanos de los aztecas.

En
La luna y las hogueras
el personaje que dice «yo» vuelve a los viñedos del país natal después de hacer fortuna en Norteamérica; lo que busca no es sólo el recuerdo o la reinserción en una sociedad o el desquite de la miseria de su juventud; quiere saber por qué un país es un país, el secreto que vincula lugares y nombres y generaciones. No por azar es un «yo» sin nombre: un niño expósito, criado por agricultores pobres para quienes trabaja como peón con un salario ínfimo, que se ha hecho hombre emigrando a Estados Unidos, donde el presente tiene menos raíces, donde todos están de paso y nadie tiene que rendir cuentas de su nombre. Ahora, de vuelta al mundo inmóvil de su tierra, quiere conocer la sustancia última de esas imágenes que son la única realidad de sí mismo.

El sombrío fondo fatalista de Pavese es ideológico sólo como punto de llegada. La zona ondulada del Bajo Piamonte donde había nacido («la Langa») es famosa no sólo por sus vinos y sus trufas, sino también por las crisis de desesperación que aquejan endémicamente a las familias paisanas. Puede decirse que no hay semana en que los diarios de Turín no den la noticia de un agricultor que se ha ahorcado o se ha arrojado al pozo o bien (como en el episodio que es el centro de esta novela) ha prendido fuego a la casa estando él mismo, los animales y la familia dentro.

Desde luego, no sólo en la etnología busca Pavese la clave de esta desesperación autodestructora: el trasfondo social de los valles de una pequeña propiedad atrasada está representado aquí en sus diversas clases con el fin de dar un panorama completo propio de la novela naturalista (es decir de un tipo de literatura para Pavese tan opuesta a la suya, que se creía en condiciones de recorrer su territorio y apropiárselo). La juventud del expósito es la de un
servitore di campagna
(sirviente rural), expresión cuyo significado pocos italianos conocen, como no sea —esperamos que por poco tiempo— los habitantes de algunas zonas pobres del Piamonte: un escalón por debajo del asalariado, el mozo que trabaja para una familia de pequeños propietarios o aparceros y recibe sólo alimento y el derecho de dormir en el henil o en el establo, más una mínima paga por estación o por año.

Pero identificarse con una experiencia tan diferente de la propia es para Pavese sólo una de las tantas metáforas de su tema lírico dominante: la de sentirse excluido. Los mejores capítulos del libro cuentan dos días de fiesta: uno vivido por el muchacho desesperado que se ha quedado en casa porque no tiene zapatos, el otro por el joven que debe conducir el coche de las hijas del amo. La carga existencial que en la fiesta se celebra y se desahoga, la humillación que busca su desquite, animan estas páginas en las que se funden los diversos planos de conocimiento en los que Pavese despliega su investigación.

Una necesidad de conocer había impulsado al protagonista a regresar a su tierra; y podríamos distinguir por lo menos tres niveles en los que se desarrolla su investigación: nivel de la memoria, nivel de la historia, nivel de la etnología. Hecho característico de la posición pavesiana es que en estos dos últimos niveles (histórico-político y etnológico) hay un solo personaje que hace de Virgilio para el narrador. El carpintero Nuto, clarinetista en la banda municipal, es el marxista de la aldea, el que conoce las injusticias del mundo y sabe que el mundo puede cambiar, pero es también el que continúa creyendo en las fases de la luna como condición de las diversas operaciones agrícolas y en las hogueras de San Juan que «despiertan la tierra». La historia revolucionaria y la anti historia mítico-ritual tienen en este libro la misma cara, hablan con la misma voz. Una voz que es sólo un refunfuño entre dientes: Nuto es la figura más cerrada y taciturna que quepa imaginar. Estamos en las antípodas de cualquier profesión de fe declarada: la novela consiste enteramente en los esfuerzos del protagonista por extraer a Nuto cuatro palabras. Pero sólo así Pavese habla verdaderamente.

El tono de Pavese cuando alude a la política es siempre quizá demasiado brusco y tajante, de encogimiento de hombros, como de quien lo ha entendido todo y no se molesta en gastar más palabras. Pero no había sido entendido nada. El punto de sutura entre su «comunismo» y su recuperación de un pasado prehistórico y atemporal del hombre está lejos de haber quedado claro. Pavese sabía bien cómo manejar los materiales más comprometidos con la cultura reaccionaria de nuestro siglo: sabía que hay algo con lo que no se puede bromear, y es el fuego.

El hombre que ha vuelto a su tierra después de la guerra registra imágenes, sigue un hilo invisible de analogías. Los signos de la historia (los cadáveres de partisanos y de fascistas que de vez en cuando todavía bajan las aguas del río) y los signos del rito (las hogueras de malezas que se encienden cada verano en lo alto de las colinas) han perdido su significado en la lábil memoria de los contemporáneos.

¿Cómo ha terminado Santina, la bella e imprudente hija de los amos? ¿Era verdaderamente una espía de los fascistas o estaba de acuerdo con los partisanos? Nadie puede decirlo con seguridad, porque lo que la guiaba era un oscuro abandonarse al vértigo de la guerra. Y es inútil buscar su tumba: después de fusilarla, los partisanos la habían envuelto en sarmientos de viña y habían prendido fuego al cadáver. «Al mediodía no era más que cenizas. El año pasado todavía quedaban las huellas, como las de una hoguera.»

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