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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (12 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—¿Cómo lo sabes? —preguntó Pablo recelosamente.

—Estos que han pasado ahora, llevarán cazas detrás.

Justamente en aquel momento oyeron los cazas, con un zumbido más agudo, más alto, como un lamento, y, según pasaban, a unos mil doscientos metros de altura, Robert Jordan contó quince «Fiat», dispuestos como una bandada de ocas salvajes, en grupos de tres, en forma de V.

A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:

—¿No se habían visto nunca tantos aviones?

—Jamás —dijo Pablo.

—¿No hay tantos en Segovia?

—Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores, acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.

«Malo —se dijo Robert Jordan—. Malo, malo. Esta concentración de aviones es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna unidad puede estar en movimiento a estas horas.»

Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla, amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del océano...

No se oyó ningún bang, bang, bang, ningún estallido de bombas. Su reloj seguía haciendo tictac.

Deben de ir a Colmenar, a El Escorial o al aeródromo de Manzanares el Real, pensó, con el viejo castillo sobre el lago y los patos, que nadan entre los juncos, y el falso aeródromo, detrás del verdadero, con falsos aviones camuflados a medias y las hélices girando al viento. Tiene que ser allí adonde van. No pueden estar prevenidos para el ataque, se dijo; pero algo respondió en él: ¿Por qué no? Han sido advertidos en todas las ocasiones.

—¿Crees que habrán visto los caballos? —preguntó Pablo.

—Esos no van en busca de caballos —dijo Robert Jordan.

—Pero ¿crees que los habrán visto?

—No —contestó Jordan—, a menos que el sol estuviese por encima de los árboles.

—Es muy temprano —dijo Pablo apesadumbrado.

—Creo que llevan otra idea que la de buscar tus caballos —dijo Jordan.

Habían pasado ocho minutos desde que puso en marcha el resorte del reloj. No se oía ningún ruido de bombardeo.

—¿Qué es lo que haces con el reloj? —preguntó la mujer.

—Escucho, para averiguar adonde han ido.

—¡Oh!—dijo ella.

Al cabo de diez minutos Jordan dejó de mirar el reloj, sabiendo que estarían demasiado lejos para oírlos descargar, incluso descontando un minuto para el viaje del sonido, y dijo a Anselmo:

—Quisiera hablarle.

Anselmo salió de la cueva. Los dos hombres dieron algunos pasos, alejándose, y se detuvieron bajo un pino.

—¿Qué tal? —preguntó Robert Jordan—. ¿Cómo van las cosas?

—Muy bien.

—¿Ha comido usted?

—No, nadie ha comido todavía.

—Entonces, coma y llévese algo para el mediodía. Quiero que vaya a vigilar la carretera. Anote todo lo que pase, arriba y abajo, en los dos sentidos.

—No sé escribir.

—Tampoco hace falta —dijo Jordan, y, arrancando dos páginas de su cuaderno, cortó un pedazo de su propio lápiz con el cuchillo—. Tome esto y por cada tanque que pase, haga una señal aquí —y dibujó el contorno de un tanque—. Una raya para cada uno, y cuando tenga usted cuatro, al pasar el quinto, la tacha con una raya atravesada.

—Nosotros también contamos así.

—Bien. Haremos otro dibujo. Así; una caja y cuatro ruedas, para los camiones, que marcará con un círculo si van vacíos y con una raya si van llenos de tropas. Los cañones grandes, de esta forma; los chicos, de esta otra. Los automóviles, de esta manera; las ambulancias, así, dos ruedas con una caja que lleva una cruz. Las tropas que pasen en formación de compañías, a pie, las marcamos de este modo: un cuadradito y una raya al lado. La caballería la marcamos así, ¿ve usted?, como si fuera un caballo. Una caja con cuatro patas. Esto es un escuadrón de veinte caballos, ¿comprende? Cada escuadrón, una señal.

—Sí, es muy sencillo.

—Ahora —y Robert Jordan dibujó dos grandes ruedas metidas en un círculo, con una línea corta, indicando un cañón—, éstos son antitanques. Tienen neumáticos. Una señal también para ellos, ¿comprende? ¿Ha visto cañones como éstos?

—Sí —contestó Anselmo—; naturalmente. Está muy claro.

—Llévese al gitano con usted, para que sepa dónde está usted situado y pueda relevarle. Escoja un lugar seguro, no demasiado cerca, desde donde pueda ver bien y cómodamente. Quédese allí hasta que le releven.

—Entendido.

—Bien, y que sepa yo, cuando usted vuelva, todo lo que ha pasado por la carretera. Hay una hoja para todo lo que va carretera arriba y otra para lo que vaya carretera abajo.

Volvieron a la cueva.

—Envíeme a Rafael —dijo Robert Jordan, y esperó cerca de un árbol. Vio a Anselmo entrar en la cueva y caer la manta tras de él. El gitano salió indolentemente, limpiándose la boca con el dorso de la mano.

—¿Qué tal? —preguntó el gitano—. ¿Te has divertido esta noche?

—He dormido.

—Bueno —dijo el gitano, y sonrió haciendo un guiño—. ¿Tienes un cigarrillo?

—Escucha —dijo Robert Jordan, palpando su bolsillo en busca de cigarrillos—, quisiera que fueses con Anselmo hasta el lugar desde donde vigilará la carretera. Le dejas allí, tomando nota del lugar, para que puedas guiarme a mí o al que le releve más tarde. Después irás a observar el aserradero y te fijarás si ha habido cambios en la guardia.

—¿Qué cambios?

—¿Cuántos hombres hay ahora por allí?

—Ocho, según las últimas noticias.

—Fíjate en cuántos hay ahora. Mira a qué intervalos se cambia la guardia del puente.

—¿Intervalos?

—Cuántas horas está la guardia y a qué hora se hace el cambio.

—No tengo reloj.

—Toma el mío —y se lo soltó de la muñeca.

—¡Vaya un reloj! —dijo Rafael, admirado—. Mira qué complicaciones tiene. Un reloj como éste debería saber leer y escribir solo. Mira qué enredo de números. Es un reloj que deja tamañitos a todos los demás.

—No juegues con él —dijo Robert Jordan—. ¿Sabes leer la hora?

—¿Y cómo no? Ahora verás: a las doce del mediodía: hambre. A las doce de la noche: sueño. A las seis de la mañana: hambre. A las seis de la tarde: borrachera. Con un poco de suerte, al menos. A las diez de la noche...

—Basta —dijo Jordan—. No tienes ninguna necesidad de hacer el indio ahora. Quiero que vigiles la guardia del puente grande y el puesto de la carretera, más abajo, de la misma manera que el puesto y la guardia del aserradero y del puente pequeño.

—Eso es mucho trabajo —dijo el gitano, sonriendo—. ¿No sería mejor que enviaras a otro?

—No, Rafael, es importante que ese trabajo lo hagas tú. Tienes que hacerlo con mucho cuidado y andar listo para que no te descubran.

—De eso ya tendré buen cuidado —dijo el gitano—. ¿Crees que hace falta advertirme que me esconda bien? ¿Crees que tengo ganas de que me peguen un tiro?

—Toma las cosas más en serio —dijo Robert Jordan—. Este es un trabajo serio.

—¿Y eres tú quien me dice que tome las cosas en serio después de lo que has hecho esta noche? Tenías que haber matado a un hombre y, en lugar de eso, ¿qué has hecho? Tenías que haber matado a un hombre y no hacer uno. Cuando estamos viendo llegar por el aire tantos aviones como para matarnos a todos juntos, contando a nuestros abuelos por arriba y a nuestros nietos, que no han nacido todavía, por abajo, e incluyendo gatos, cabras y chinches, aviones que hacen un ruido como para cuajar la leche en los pechos de tu madre, que oscurecen el cielo y que rugen como leones, me pides que tome las cosas en serio. Ya las tomo demasiado en serio.

—Como quieras —dijo Robert Jordan, y, riendo, apoyó una mano en el hombro del gitano—. No las tomes, entonces, demasiado en serio. Hazme ese favor. Y ahora, acaba de comer y márchate.

—¿Y tú? —preguntó el gitano—. ¿Qué es lo que haces tú, a todo esto?

—Voy a ver al Sordo.

—Después de esos aviones, es fácil que no encuentres a nadie en todas estas montañas —dijo el gitano—. Debe de haber mucha gente que ha sudado la gota gorda esta mañana cuando pasaron.

—Esos aviones tenían otra cosa que hacer que buscar guerrilleros.

—Ya —contestó el gitano, y movió la cabeza—; pero cuando se les meta en la cabeza hacer ese trabajo...

—¡Qué va! —dijo Robert Jordan—. Son bombarderos ligeros alemanes, lo mejor que tienen. No se envían esos aparatos a buscar gitanos.

—¿Sabes lo que te digo? —preguntó Rafael—. Que me ponen los pelos de punta. Sí, esos bichos me ponen los pelos de punta, como te lo digo.

—Van a bombardear un aeródromo —dijo Robert Jordan, entrando en la cueva—; estoy seguro de que iban con esa misión.

—¿Qué es lo que dices? —preguntó la mujer de Pablo. Llenó una taza de café y le tendió un bote de leche condensada.

—¿También hay leche? ¡Qué lujos!

—Tenemos de todo —dijo ella—, y desde que han pasado los aviones, tenemos mucho miedo. ¿Adónde dices que iban?

Robert Jordan derramó un poco de aquella leche espesa en su taza, a través de la hendidura del bote; limpió el bote con el borde de la taza y dio vueltas al líquido hasta que se puso claro.

—Van a bombardear un aeródromo, eso es lo que yo creo. Pero pueden ir también a El Escorial o a Colmenar. Quizá vayan a los tres lugares.

—Que se vayan muy lejos y que no vuelvan por aquí —dijo Pablo.

—¿Y por qué aparecen ahora por aquí? —preguntó la mujer—. ¿Qué es lo que los trae en estos momentos? Nunca se han visto tantos aviones como hoy. Nunca pasaron en tal cantidad. ¿Es que preparan un ataque?

—¿Qué movimiento ha habido esta noche en el camino? —inquirió Robert Jordan. María estaba a su lado, pero él no le prestaba atención.

—Tú —dijo la mujer de Pablo—, Fernando, tú has estado en La Granja esta noche. ¿Qué movimiento había por allí?

—Ninguno —replicó un hombre bajo de estatura, de rostro abierto, de unos treinta y cinco años, con una nube en un ojo, y al que Robert Jordan no había visto antes—. Algunos camiones, como de costumbre. Algunos coches. No ha habido movimiento de tropas mientras yo he estado por allí.

—¿Va usted a La Granja todas las noches? —preguntó Robert Jordan.

—Yo u otro cualquiera —dijo Fernando—. Siempre hay alguien que va.

—Van por noticias, por tabaco y por cosas pequeñas —dijo la mujer.

—¿Tenemos gente nuestra por allí?

—Sí, los que trabajan en la central eléctrica. Y otros.

—¿Y qué noticias ha habido?

—Pues nada. No ha habido noticias. Las cosas siguen yendo mal en el Norte. Como de costumbre. En el Norte van mal las cosas desde el comienzo.

—¿No ha oído decir nada de Segovia?

—No, hombre; no he preguntado.

—¿Va usted mucho por Segovia?

—Algunas veces —contestó Fernando—; pero es peligroso. Hay controles y piden los papeles.

—¿Conoce usted el aeródromo?

—No, hombre. Sé dónde está, pero no lo he visto nunca. Piden muchos papeles por aquella parte.

—¿No le habló nadie de esos aviones ayer por la noche?

—¿En La Granja? Nadie. Nadie hablará seguramente esta noche. Anoche hablaban del discurso de Queipo de Llano por la radio. Y de nada más. Bueno, sí... Parece que la República prepara una ofensiva.

—¿Una qué?

—Que la República prepara una ofensiva.

—¿Dónde?

—No es seguro. Puede ser por aquí o por otra parte de la Sierra. ¿Ha oído usted algo de eso?

—¿Dicen eso en La Granja?

—Sí, hombre, lo había olvidado. Pero siempre hay mucha parla sobre las ofensivas.

—¿De dónde proviene el rumor?

—¿De dónde? Lo dice mucha gente. Los oficiales hablan en los cafés, tanto en Segovia como en Ávila, y los camareros escuchan. Los rumores se extienden. Desde hace algún tiempo se habla de una ofensiva de la República por aquí.

—¿De la República o de los fascistas?

—De la República. Si fuera de los fascistas lo sabría todo el mundo. No, es una ofensiva importante. Algunos dicen que son dos. Una, aquí, y la otra, por el Alto del León, cerca de El Escorial. ¿Ha oído usted hablar de eso?

—¿Qué más ha oído usted decir?

—Nada, hombre. ¡Ah, sí!, se decía también que los republicanos intentarían hacer saltar los puentes si hay una ofensiva. Pero los puentes están bien custodiados.

—¿Está usted bromeando? —preguntó Robert Jordan, bebiendo lentamente su café.

—No, hombre —dijo Fernando.

—Ese no bromea por nada del mundo —dijo la mujer—; es un mal ángel.

—Entonces —dijo Robert Jordan—, gracias por sus noticias. ¿No sabe usted nada más?

—No. Se habla, como siempre, de tropas que mandarían para limpiar estas montañas; se dice que ya están en camino y que han salido de Valladolid. Pero siempre se dice eso. No hay que hacer caso.

—Y tú —rezongó la mujer de Pablo a éste, casi con malignidad— con tus palabras de seguridad.

Pablo la miró meditabundo y se rascó la barba.

—Y tú —insistió— con tus puentes.

—¿Qué puentes? —preguntó Fernando, sin saber a qué se referían.

—Idiota —le dijo la mujer—. Cabeza dura. Tonto. Toma un poco de café y trata de recordar otras noticias.

—No te enfades, Pilar —dijo Fernando, sin perder la calma y el buen humor—; no hay que inquietarse por esos rumores. Te he contado a ti y a ese camarada todo lo que puedo recordar.

—¿No recuerda usted nada más? —preguntó Robert Jordan.

—No —contestó Fernando, con actitud de dignidad ofendida—. Y es una suerte que me haya acordado de eso, porque, como se trata de rumores, no hago mucho caso.

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