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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (35 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Durante algún tiempo creyó que el Gaylord le hacía daño. Era lo contrario del comunismo puritano a estilo religioso de Velázquez 63, el palacete madrileño transformado en cuartel general de la brigada internacional. En Velázquez 63 uno se sentía miembro de una orden religiosa. La atmósfera del Gaylord estaba muy alejada de la sensación que se experimentaba en el cuartel general del Quinto Regimiento antes que fuera disuelto y repartido entre las brigadas del nuevo ejército.

Allí se tenía la sensación de participar en una cruzada. Era la única palabra que podía utilizarse, aunque se hubiera utilizado y se hubiera abusado tanto de ella, que estaba resobada y había perdido ya su verdadero sentido. Uno tenía la impresión allí, a pesar de toda la burocracia, la incompetencia y las bregas de los partidos, como la que se espera tener y luego no se tiene el día de la primera comunión: el sentimiento de la consagración a un deber en defensa de todos los oprimidos del mundo, un sentimiento del que resulta tan embarazoso hablar como de la experiencia religiosa, un sentimiento tan auténtico, sin embargo, como el que se experimenta al escuchar a Bach o al mirar la luz que se cuela a través de las vidrieras en la catedral de Chartres, o en la catedral de León, o mirando a Mantegna, El Greco o Brueghel en el Prado. Era eso lo que permitía participar en cosas que podía uno creer enteramente y en las que se sentía uno unido en entera hermandad con todos los que estaban comprometidos en ellas. Era algo que uno no había conocido antes aunque lo experimentaba y que concedía una importancia a aquellas cosas y a los motivos que las movían, de tal naturaleza que la propia muerte de uno parecía absolutamente insignificante, algo que sólo había que evitar porque podía perjudicar el cumplimiento del deber. Pero lo mejor de todo era que uno podía hacer algo por ese sentimiento y a favor de él. Uno podía luchar.

«Así es que has luchado», se dijo. Y en la lucha ese sentimiento de pureza se pierde entre los que sobreviven y se hacen buenos combatientes. Nunca dura más de seis meses.

La defensa de una ciudad es una forma de la guerra en la que se puede tener semejante sensación. La batalla de la Sierra había sido así. Allí lucharon con la verdadera camaradería de la revolución. Allí arriba, cuando hubo que reforzar la disciplina, él había comprendido y aprobado. Bajo los bombardeos algunos hombres huyeron por miedo. Él vio cómo los fusilaban y los dejaban hincharse, muertos, al borde de la carretera, sin que nadie se preocupase de ellos si no era para quitarles las municiones y los objetos de valor. Quitarles las municiones, las botas y los chaquetones de cuero era cosa ordinaria. Despojarlos de los objetos de valor era una cosa práctica. Así era el único medio de impedir que los cogieran los anarquistas.

Parecía justo y necesario fusilar a los fugitivos. No había nada malo en ello. La fuga era egoísta. «Los fascistas habían atacado y nosotros los habíamos detenido en aquella ladera de las montañas del Guadarrama, con sus rocas grises, sus pinos enanos y sus tojos. Resistimos en la carretera bajo las bombas de los aviones y luego bajo los obuses, cuando trajeron la artillería, y por la noche, los supervivientes contraatacaron y los obligaron a retroceder. Más tarde, cuando los fascistas intentaron deslizarse por la izquierda, colándose entre las rocas y los árboles, nosotros aguantamos en el Clínico, disparando desde las ventanas y el tejado, aunque ellos lograron infiltrarse por los dos lados y supimos entonces lo que era estar cercados, hasta el momento en que el contraataque los rechazó de nuevo, más allá de la carretera.

«En medio de todo aquello, entre el miedo que reseca la boca y la garganta, entre el polvo levantado por los escombros y el pánico de la pared que se derrumba, tirándose uno al suelo entre el fulgor y el estrépito de una granada, limpiando una ametralladora, apartando a los que la servían, que yacen con la cara contra el suelo cubierto de cascotes, protegiendo la cabeza para tratar de arreglar el cargador encasquillado, sacando el cargador roto, enderezando las cintas, pegándose luego al suelo detrás del refugio, barriendo después con la ametralladora la carretera, hiciste lo que tenías que hacer y sabías que estabas en lo cierto. Entonces conociste el éxtasis de la batalla, con la boca seca y con el terror que apunta, aun sin llegar a dominar, y luchaste aquel verano y aquel otoño por todos los pobres del mundo, contra todas las tiranías, por todas las cosas en las que creías y por un mundo nuevo, para el que tu educación te había preparado. Aquel invierno aprendiste a sufrir y a despreciar el sufrimiento en los largos períodos de frío, de humedad y barro, de cavar y construir fortificaciones. Y la sensación del verano y del otoño desaparecía bajo el cansancio, la falta de sueño, la inquietud y la incomodidad. Pero aquel sentimiento estaba allí aún y todo lo que se sufría no hacía más que confirmarlo. Fue en aquellos días cuando sentiste aquel orgullo profundo, sano y sin egoísmo... Todo aquel orgullo, en el Gaylord, te hubiera hecho pasar por un pelmazo imponente. No, no te hubieras encontrado a gusto en el Gaylord en aquellos tiempos. Eras demasiado ingenuo. Te hallabas en una especie de estado de gracia. Pero quizá no fuera el Gaylord así por entonces. No, en efecto, no era así por entonces. No era así en absoluto. Porque, sencillamente, el Gaylord no existía.»

Karkov le había hablado de aquella época. Por aquellos días los rusos, los pocos que había en Madrid, estaban en el Palace. Robert Jordan no llegó a conocer a ninguno de ellos. Eso fue antes de que se organizaran los primeros grupos de guerrilleros, antes de que conociera a Kashkin y a los otros. Kashkin había estado en el norte, en Irún y en San Sebastián y en el combate frustrado hacia Vitoria. No llegó a Madrid hasta enero y mientras tanto Robert Jordan había combatido en Carabanchel y en Usera durante aquellos tres días en que contuvieron el ataque del ala derecha fascista sobre Madrid, haciendo retroceder a los moros y al Tercio, arrojándolos de casa en casa, hasta limpiar aquel suburbio destrozado, al borde de la meseta gris quemada por el sol, estableciendo una línea de defensa a lo largo de las alturas que pudiese proteger aquella parte de la ciudad; y en aquellos tres días Karkov había estado en Madrid.

Karkov no se mostraba cínico cuando hablaba de aquellos días. Aquéllos fueron unos días en los que todo parecía perdido y de los que cada cual guardaba ahora, mejor que una distinción honorífica, la certidumbre de haber obrado bien cuando todo parecía perdido. El Gobierno se había marchado de la ciudad, llevándose en su huida todos los coches del ministerio de la Guerra, y el viejo Miaja tuvo que ir en bicicleta a inspeccionar las defensas. Jordan no podía creer en aquella historia. No podía imaginarse a Miaja en bicicleta, ni siquiera en un alarde de imaginación patriótica; pero Karkov decía que era verdad. Claro es que, como lo había escrito así para que se publicara en los periódicos rusos, probablemente había deseado creerlo después de escribirlo.

Pero había otra historia que Karkov no había escrito. Había en el Palace tres heridos rusos, de los cuales era él el responsable: dos conductores de tanques y un aviador, los tres heridos demasiado graves para que se les pudiera trasladar, y como por entonces era de la mayor importancia que no hubiera pruebas de la ayuda rusa, que hubiese justificado la intervención abierta de los fascistas, Karkov fue encargado de que aquellos heridos no cayesen en manos de los fascistas, en el caso de que la ciudad fuera abandonada.

Si la ciudad iba a ser abandonada, Karkov tenía que envenenarlos, para destruir todas las pruebas de su identidad, antes de salir del Palace. Nadie debía hallarse en condiciones de probar, por los cuerpos de los tres hombres heridos, uno con tres heridas de bala en el abdomen, otro con la mandíbula destrozada y las cuerdas vocales al desnudo, y el tercero, con el fémur hecho añicos por una bala y las manos y la cara tan quemadas que le habían desaparecido las cejas, las pestañas y el cabello, que eran rusos. Nadie podría decir, por los cadáveres de aquellos tres hombres heridos, que él dejaría en su lecho en el Palace, que eran rusos. Porque nada puede probar que un cadáver desnudo es un ruso. La nacionalidad y las ideas políticas no se manifiestan cuando uno ha muerto.

Robert Jordan había preguntado a Karkov cuáles habían sido sus sentimientos cuando se vio ante la necesidad de hacer tal cosa, y Karkov le había respondido que la situación no había sido muy halagüeña. «¿Cómo pensaba hacerlo usted?», le preguntó Robert Jordan, añadiendo: «No es tan fácil, como usted sabe, envenenar a la gente en un momento.» Y Karkov le había dicho: «¡Oh, sí!, cuando se tiene encima todo lo que hace falta, para el caso en que uno tenga necesidad de ello.» Luego había abierto su pitillera y había enseñado a Robert Jordan lo que llevaba en una de las tapas. «Pero lo primero que harán, si cae usted prisionero, será quitarle la pitillera —había advertido Robert Jordan—. Le harán levantar las manos.»

—Llevo también un poco aquí —había dicho Karkov, mostrando la solapa de su chaqueta—. Basta con poner la solapa en la boca, así, morder y tragar.

—Eso está mucho mejor —había dicho Robert Jordan—. Pero dígame, ¿huele a almendras amargas, como se dice en las novelas policíacas?

—No lo sé —había respondido Karkov, muy divertido—. No lo he olido jamás. ¿Quiere usted que rompamos uno de esos tubitos para olerlo?

—Será mejor que lo guarde.

—Sí —había dicho Karkov, volviendo a guardarse la pitillera en el bolsillo—. No soy un derrotista, usted me entiende; pero es posible en cualquier momento que pasemos por un percance grave, y no puede uno procurarse esto en cualquier parte. ¿Ha leído usted el comunicado del frente de Córdoba? Es precioso. Es mi comunicado preferido por el momento.

—¿Qué dice? —preguntó Robert Jordan. Acababa de llegar del frente de Córdoba y sentía ese enfriamiento súbito que se experimenta cuando alguien bromea sobre un asunto sobre el que sólo uno tiene derecho a bromear—. ¿Qué es lo que dice?


Nuestra gloriosa tropa siga avanzando sin perder una sola palma de terreno
—había dicho Karkov, en su español pintoresco.

—No es posible —dijo Robert Jordan con tono incrédulo.

—Nuestras gloriosas tropas continúan avanzando sin perder un solo palmo de terreno —había repetido Karkov en inglés—. Está en el comunicado. Lo buscaré, para que lo vea.

Uno podía recordar a los hombres que habían muerto luchando en torno a Pozoblanco, uno por uno, con sus nombres y apellidos. Pero en el Gaylord todo aquello no era más que un motivo más para bromear.

Así era, pues, el Gaylord en aquellos momentos, y sin embargo, no siempre había habido un Gaylord, y si la situación actual era de esas que hacen nacer cosas como el Gaylord, tan lejos de los supervivientes de los primeros días, él se sentía contento por haber visto el Gaylord y haberlo conocido. «Estás ahora muy lejos de lo que sentías en la Sierra, en Carabanchel y en Usera. Te dejas corromper fácilmente. Pero ¿es corrupción o sencillamente que has perdido la ingenuidad de tus comienzos? ¿No ocurrirá lo mismo en todos los terrenos? ¿Quién conserva en sus tareas esa virginidad mental con la que los jóvenes médicos, los jóvenes sacerdotes y los jóvenes soldados comienzan por lo común a trabajar? Los sacerdotes la conservan, o bien renuncian. Creo que los nazis la conservan, pensó, y los comunistas, si tienen una disciplina interior lo suficientemente severa, también. Pero fíjate en Karkov.»

No se cansaba nunca de considerar el caso de Karkov. La última vez que había estado en el Gaylord, Karkov había estado deslumbrante a propósito de cierto economista británico que había pasado mucho tiempo en España. Robert Jordan conocía los trabajos de ese hombre desde hacía años y le había estimado siempre sin conocerle. No le gustaba mucho, sin embargo, lo que había escrito sobre España. Era demasiado claro y demasiado sencillo. Robert Jordan sabía que muchas de las estadísticas estaban falseadas por un espejismo optimista. Pero se decía que es raro también que gusten las obras consagradas a un país que se conoce realmente bien y respetaba a aquel hombre por su buena intención.

Por último, había acabado por encontrárselo una tarde durante la ofensiva de Carabanchel. Jordan y sus compañeros estaban sentados al resguardo de las paredes de la plaza de toros, había tiroteo a lo largo de las dos calles laterales, y todos estaban muy nerviosos aguardando el ataque. Les prometieron enviarle un tanque, que no había llegado, y Montero, sentado, con la cabeza entre las manos, no cesaba de repetir: «No ha venido el tanque. No ha venido el tanque.»

Era un día frío. Y el polvo amarillento volaba por las calles. Montero fue herido en el brazo izquierdo y el brazo se le estaba entumeciendo.

—Nos hace falta un tanque —decía—. Tenemos que esperar al tanque, pero no podemos aguardar más. —Su herida le había hecho irascible.

Robert Jordan había salido en busca del tanque. Montero decía que podía suceder que estuviese detenido detrás del gran edificio que formaba ángulo con la vía del tranvía. Y allí estaba, en efecto. Sólo que no era un tanque. Los españoles, por entonces, llamaban tanque a cualquier cosa. Era un viejo auto blindado. El conductor no quería abandonar el ángulo del edificio para llegar hasta la plaza. Estaba de pie, detrás del coche, con los brazos apoyados en la cobertura metálica y la cabeza, que llevaba metida en un casco de cuero, apoyada sobre los brazos. Cuando Jordan se dirigió a él, el conductor se limitó a mover la cabeza. Por fin se irguió sin mirar a Jordan a la cara.

—No tengo órdenes —dijo, con aire hosco.

Robert Jordan sacó la pistola de la funda y apoyó el cañón contra la chaqueta de cuero del conductor.

—Estas son tus órdenes —le dijo. El hombre sacudió la cabeza, metida en un pesado casco de cuero forrado, como el que usan los jugadores de rugby, y dijo:

—No tengo municiones para la ametralladora.

—Hay municiones en la plaza —le dijo Robert Jordan—. Vamos, ven. Cargaremos las cintas allí. Vamos.

—No hay nadie para disparar —dijo el conductor.

—¿Dónde está? ¿Dónde está tu compañero?

—Muerto —respondió el conductor—; ahí dentro.

—Sácale —dijo Robert Jordan—. Sácale de ahí.

—No quiero tocarle —dijo el chófer—. Además está doblado en dos, entre la ametralladora y el volante, y no puedo pasar sin tocarle.

—Vamos —replicó Jordan—. Vamos a sacarle entre los dos.

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