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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (36 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Se había golpeado la cabeza al saltar al coche blindado, haciéndose una pequeña herida en la ceja, que comenzó a sangrar corriéndole la sangre por la cara. El muerto era muy pesado y se había quedado tan tieso que no se le podía manejar.

Jordan tuvo que golpearle la cabeza para sacársela de donde se había quedado embutida, con la cara hacia abajo, entre el asiento y el volante. Lo consiguió finalmente, pasando la rodilla por debajo de la cabeza del cadáver, luego tirándole de la cintura, y, una vez suelta la cabeza, consiguió sacarlo por la portezuela.

—Échame una mano —había dicho al conductor.

—No quiero tocarle —contestó el chófer.

Y en esos momentos Robert Jordan vio que lloraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas a uno y otro lado de la nariz, surcando su rostro cubierto de polvo. La nariz también le goteaba.

De pie, junto a la portezuela, tiró del cadáver, que cayó sobre la acera, junto a los raíles del tranvía, sin perder la posición que tenía, doblado por la mitad. Se quedó allí, el rostro de un color ceniciento sobre la acera de cemento, las manos plegadas debajo del cuerpo, como estaba en el vehículo.

—Sube, condenado —dijo Robert Jordan, amenazando al chófer con la pistola—. Sube ahora mismo, te digo.

Justamente entonces vio al hombre que salía de detrás del edificio. Llevaba un abrigo muy largo y la cabeza al aire; tenía cabellos grises, pómulos salientes y ojos hundidos y muy cerca uno de otro. Llevaba en la mano un paquete de Chesterfield, y sacando un cigarrillo se lo ofreció a Robert Jordan que, con el cañón de la pistola, empujaba al chófer obligándole a subir al coche blindado.

—Un momento, camarada —dijo a Robert Jordan, en español—. ¿Puede usted explicarme algo sobre la batalla?

Robert Jordan cogió el cigarro que se le tendía y se lo guardó en el bolsillo de su mono azul de mecánico. Había reconocido al camarada por las fotografías. Era el economista británico.

—Vete a la mierda —le dijo en inglés. Luego, dirigiéndose al conductor, en español—: Tira para abajo, hacia la plaza. ¿Comprendes? —Y había cerrado la pesada portezuela con un fuerte golpe. Empezaron a descender por la larga pendiente, mientras las balas repiqueteaban contra los costados del coche, haciendo un ruido como de cascotes arrojados contra una caldera de hierro. Luego la ametralladora abrió fuego con un martilleo continuo. Se detuvieron al llegar al arrimo de la plaza, en donde los carteles de la última corrida de octubre se exhibían aún junto a las ventanillas, al lado del lugar donde estaban las cajas de municiones apiladas y ya abiertas. Los camaradas, armados de fusiles, con las bombas en los cinturones y en los bolsillos, los aguardaban, y Montero había dicho: «Bueno, ya tenemos el tanque. Ahora podemos atacar.»

Después, aquella misma noche, cuando se tomaron las últimas casas de la colina, Jordan, tumbado cómodamente detrás de una cómoda pared de ladrillos, en la que había un agujero abierto, que servía de refugio y de tronera, contemplaba el hermoso campo de tiro que se extendía entre ellos y el reborde a donde los fascistas se habían retirado, y pensaba con una sensación de comodidad casi voluptuosa en la cresta de la colina, en donde había un hotelito destrozado que protegía su flanco izquierdo. Se había acostado sobre un montón de paja, con las ropas húmedas de sudor, y se había envuelto en una manta para secarse. Tumbado allí, pensó en el economista y se echó a reír. Luego se arrepintió de su descortesía. Pero en el momento en que el hombre le había tendido un cigarrillo en pago de sus informes, el odio del combatiente hacia el que no combate se había adueñado de él.

Se acordaba del Gaylord y de Karkov hablando de aquel hombre.

—De manera que se encontró usted con él —dijo Karkov—. Yo no pasé del Puente de Toledo aquel día. Él estuvo, por lo demás, muy cerca del frente. Creo que fue su último día de bravura. Se fue de Madrid a la mañana siguiente. Fue en Toledo donde se comportó con más bravura, por lo que creo. En Toledo estuvo formidable. Fue uno de los artífices de la toma del Alcázar. Tenía usted que haberle visto en Toledo. Creo que gran parte de nuestro éxito en aquel lugar se lo debemos a sus consejos y a sus esfuerzos. Fue la porción más estúpida de la guerra. Allí se llegó al límite de la tontería. Pero, dígame, ¿qué se piensa de él en América?

—En América —había dicho Robert Jordan— se cree que está muy bien con Moscú.

—No lo está —dijo Karkov—; pero tiene una cara magnífica y su aspecto y sus modales consiguen gran éxito. Con una cara como la mía no se puede ir muy lejos. Lo poco que he logrado ha sido a despecho de mi cara, ya que nadie me quiere ni tiene confianza en mí a causa de ella. Pero ese tipo, Mitchell, tiene una cara que es una fortuna. Es una cara de conspirador. Todos los que saben algo de conspiradores, por haberlo leído en los libros, tienen pronto confianza en él. Y además tiene modales de conspirador. No se le puede ver entrar en una habitación sin creer inmediatamente que se está en presencia de un conspirador de primer orden. Todos esos compatriotas ricos de usted que sentimentalmente quieren ayudar a la Unión Soviética, según creen, o asegurarse contra un éxito triunfal del partido, ven en seguida en la cara de ese hombre y en sus modales a alguien que no puede menos de ser un agente de toda confianza del Komintern.

—¿Y no tiene relaciones con Moscú?

—No. Oiga, camarada Jordan, ¿conoce usted la broma sobre las dos especies de idiotas?

—¿El idiota corriente y el fastidioso?

—No. Las dos clases de idiotas que tenemos nosotros en Rusia. —Karkov sonrió y prosiguió diciendo—: Primeramente, está el idiota de invierno. El idiota de invierno llega a la puerta de tu casa y la golpea ruidosamente. Sales a abrirle y, al verle, te das cuenta de que no le conoces. Tiene un aspecto impresionante. Es un gran tipo con botas altas, abrigo de piel, gorro de piel y llega enteramente cubierto de nieve. Comienza sacudiéndose las botas y quitándose la nieve. Luego se quita su abrigo de piel, lo sacude y cae más nieve. Luego se quita su gorro de piel y lo sacude contra la puerta. Cae más nieve de su sombrero de piel. Luego, golpea con sus botas y entra en el salón. Entonces le miras y ves que es un idiota. Es el idiota de invierno. En verano vemos un idiota que va calle abajo sacudiendo los brazos y volviendo la cabeza a uno y otro lado, y cualquiera reconoce a doscientos metros que es idiota. Es el idiota de verano. Pues bien, ese economista es un idiota de invierno.

—Pero ¿por qué confían en él las gentes de por aquí? —preguntó Robert Jordan.

—Por su cara —repuso Karkov—. Por su magnífica
gueule de conspirateur
, por su jeta de conspirador y por su extraordinaria treta de llegar siempre de otra parte, en donde es muy considerado y muy importante. Desde luego —añadió, sonriendo— hay que viajar mucho para que esa treta tenga éxito continuo. Pero usted sabe lo extraños que son los españoles —prosiguió Karkov—. Este gobierno es muy rico. Tiene mucho oro. Pero no da nada a los amigos. ¿Usted es amigo? Muy bien, usted hará lo que está haciendo por nada y no debe esperar ninguna recompensa. Pero a las gentes que representan una firma importante o un país que no está bien dispuesto y que conviene propiciar, a esas gentes les dan todo lo que quieran. Resulta muy interesante cuando se puede seguir de cerca este fenómeno.

—A mí no me agrada. Además, ese dinero pertenece a los trabajadores españoles.

—No es cosa de que le guste o no le guste. Lo único que se espera de usted es que lo entienda —le dijo Karkov— Siempre que le veo le enseño algo nuevo, y puede ocurrir que, con el tiempo, llegue a tener una buena educación. Sería muy interesante para usted, siendo profesor, estar bien educado.

—No sé si seré profesor cuando vuelva a casa. Probablemente me echarán por rojo.

—Bueno, entonces podrá usted ir a la Unión Soviética a proseguir sus estudios. Será acaso la mejor solución para usted.

—¡Pero si mi especialidad es el español!

—Hay muchos países en donde se habla español —dijo Karkov—. Y no deben de ser todos tan difíciles de entender como España. Tiene usted que recordar, además, que desde hace nueve meses no es usted profesor. En nueve meses ha aprendido usted quizás un nuevo oficio. ¿Cuántos libros de dialéctica ha leído usted?

—He leído el
Manual del Marxismo
, de Emil Burns. Nada más que eso.

—Si lo ha leído usted hasta el final, es un buen comienzo. Tiene mil quinientas páginas y puede uno entretenerse en cada una de ellas un poco de tiempo. Pero hay otras cosas que debiera usted leer.

—No tengo tiempo de leer ahora.

—Ya lo sé —dijo Karkov—. Quiero decir después. Hay muchas cosas que conviene leer para comprender algo de lo que está pasando. De todo ello saldrá un día un libro, un libro que será muy útil y que explicará muchas cosas que hay que saber. Quizá lo escriba yo. Confío en ser yo quien lo escriba.

—No sé quién podría hacerlo mejor.

—No me adule usted —dijo Karkov—. Yo soy periodista; pero, como todos los periodistas, quisiera hacer literatura. En estos momentos estoy muy ocupado en un trabajo sobre Calvo Sotelo. Era un verdadero fascista, un verdadero fascista español. Franco y todos los demás no lo son. He estado estudiando todos los escritos y los discursos de Calvo Sotelo. Era muy inteligente y fue muy inteligente el que le mataran.

—Yo creía que usted no era partidario del asesinato político.

—Se practica muy a menudo —explicó Karkov—. Muy a menudo.

—Pero...

—No creemos en los actos individuales de terrorismo —dijo Karkov, sonriendo—. Y todavía menos, desde luego, cuando son perpetrados por criminales o por organizaciones contrarrevolucionarias. Odiamos la doblez y la perfidia de esas hienas asesinas de destructores bujarinistas y esos desechos humanos, como Zinoviev, Kamenev, Rikov y sus secuaces. Odiamos y aborrecemos a esos enemigos del género humano —dijo, volviendo a sonreír—. Pero creo, sin embargo, que puedo decirle que el asesinato político se usa muy ampliamente.

—¿Quiere usted decir...?

—No quiero decir nada. Pero, indudablemente, ejecutamos y aniquilamos a esos verdaderos demonios, a esos desechos humanos, a esos perros traidores de generales y a esos repugnantes almirantes indignos de la confianza que se ha puesto en ellos.

»Todos ellos son destruidos; no asesinados. ¿Ve usted la diferencia?

—La veo —dijo Robert Jordan.

—Y porque gaste bromas de vez en cuando, y usted sabe lo peligrosas que pueden resultar las bromas, no crea que los españoles van a dejar de lamentar el no haber fusilado a ciertos generales que ahora tienen mando de tropas. Aunque no me gustan los fusilamientos; ¿me ha comprendido?

—A mí no me importan —contestó Robert Jordan—; no me gustan, pero no me importan.

—Ya lo sé —contestó Karkov—; ya me lo habían dicho.

—¿Cree usted que tiene importancia? —preguntó Robert Jordan—. Yo trataba solamente de ser sincero.

—Es lamentable —replicó Karkov—; pero es una de las cosas que hacen que se tenga por seguras a gentes que, de otro modo, tardarían mucho tiempo en ser clasificadas dentro de esa categoría.

—¿Se me considera a mí de confianza?

—En su trabajo, está usted considerado como de mucha confianza. Tendré que hablar con usted de vez en cuando para ver lo que lleva dentro de la cabeza. Es lamentable que no hablemos nunca seriamente.

—Mi cabeza está en suspenso hasta que ganemos la guerra afirmó Robert Jordan.

—Entonces es posible que no necesite usted su mente en mucho tiempo. Pero debiera preocuparse de ejercitarla un poco.

—Leo
Mundo Obrero
—dijo Robert Jordan, y Karkov respondió:

—Muy bien, está muy bien. Yo también sé aceptar una broma. Además, hay cosas muy inteligentes en
Mundo Obrero
. Las únicas cosas inteligentes que se han escrito durante esta guerra.

—Sí —afirmó Robert Jordan—; estoy de acuerdo con usted. Pero para hacerse una idea completa de lo que sucede no basta con leer el periódico del partido.

—No —dijo Karkov—. Pero no llegará usted a hacerse esa idea ni aunque lea veinte periódicos, y, por otra parte, aunque llegue a hacérsela, no sabrá qué hacer con ella. Yo tengo esa idea sin cesar y estoy intentando deshacerme de ella.

—¿Cree usted que van tan mal las cosas?

—Van mejor de lo que han ido. Estamos desembarazándonos de los peores. Pero queda mucha podredumbre. Estamos organizando ahora un gran ejército, y algunos de los elementos, como Modesto, el Campesino, Líster y Durán, son de confianza. Más que de confianza, son magníficos. Ya lo verá usted. Y luego nos quedan todavía las brigadas, aunque su papel está variando. Pero un ejército compuesto de elementos buenos y elementos malos no puede ganar una guerra. Es preciso que todos hayan llegado a cierto desarrollo político. Es menester que sepan todos por qué se baten y la importancia de aquello por lo que se baten. Es preciso que todos crean en la lucha y que todos acaten la disciplina. Hicimos un gran ejército de voluntarios sin haber tenido tiempo para implantar la disciplina que necesita un ejército de esta clase a fin de conducirse bien bajo el fuego. Llamamos a éste un ejército popular; pero no tendrá nunca las bases de un ejército popular ni la disciplina de hierro que le hace falta. Ya lo verá usted; el método es muy peligroso.

—No está usted hoy muy optimista.

—No —había dicho Karkov—; acabo de volver de Valencia, en donde he visto a mucha gente. Nunca se vuelve de Valencia muy optimista. En Madrid se encuentra uno bien, se tiene por decente y no se piensa que pueda perderse la guerra. Valencia es otra cosa. Los cobardes que han huido de Madrid siguen gobernando allí. Se han instalado como el pez en el agua en la incuria y la burocracia. No sienten más que desprecio por los que se han quedado en Madrid. Su obsesión ahora es el debilitamiento del comisariado de guerra. Y Barcelona. ¡Hay que ver lo que es Barcelona!

—¿Cómo es?

—Es una opereta. Al principio, aquello era el paraíso de los chalados y de los revolucionarios románticos. Ahora es el paraíso de los soldaditos. De los soldaditos que gustan de pavonearse de uniforme, que gustan de farolear y de llevar pañuelos rojinegros. Que les gusta todo de la guerra menos batirse. Valencia es para vomitar; Barcelona, para morirse de risa.

—¿Y la revuelta del POUM?

—El POUM no fue nunca una cosa seria. Fue una herejía de chalados y de salvajes, y en el fondo no fue más que un juego de niños. Había allí gentes valerosas, pero mal dirigidas. Había un cerebro de buena calidad y un poco de dinero fascista. No mucho. ¡Pobre POUM! En conjunto, unos idiotas.

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