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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

Rambo. Acorralado (25 page)

BOOK: Rambo. Acorralado
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No, pensó. No, moriría antes de correr otra vez.

Los cuerpos tirados en el peñasco. La policía del estado había tratado de buscarlos con un helicóptero, pero todos los peñascos parecían iguales vistos desde arriba, la policía no pudo encontrar el lugar indicado y finalmente los llamaron para ayudar a proseguir con la búsqueda. ¿Estarían cubiertos los cuerpos con las hojas y la tierra arrastrada por la lluvia? ¿Merodearían animales alrededor de ellos, treparían insectos por sus mejillas? ¿Cómo estaría Orval tras su caída por el precipicio?

En la mañana de ayer había tenido lugar el funeral de Galt mientras él luchaba por atravesar el campo arado. Se alegraba de no haber estado presente. Esperó no tener que ir al entierro de los otros, cuando finalmente los encontraran y trajeran de vuelta lo que quedaba de ellos después de haber estado varios días muertos en el bosque.

Un entierro colectivo. Todas las cajas en fila frente al altar, las tapas cerradas, el pueblo entero mirándolo a él y luego a las cajas, y luego otra vez a él.

¿Cómo iba a explicarles a todas esas personas por qué había sucedido todo esto, por qué había pensado que sería mejor alejar al muchacho de la ciudad y por qué el muchacho, presa de amargura, se empeñó en desafiarlo y que ninguno de los dos pudo evitar apremiar al otro una vez que se metieron en este asunto?

Dirigió una mirada a Trautman que dormía tirado en el suelo cubierto por la manta del ejército y se dio cuenta de que estaba empezando a pensar en el muchacho desde el punto de vista de Trautman. No totalmente, pero lo suficiente como para comprender por qué el muchacho había actuado de esa forma y sentir cierta simpatía por él.

Claro, pero tú no mataste a nadie cuando volviste de Corea, y habías pasado prácticamente por lo mismo que él pasó.

Pero por más que se pusiera a pensar que el muchacho debía haberse controlado, eso no devolvería la vida a Orval ni a Shingleton ni al resto, y su furia contra el muchacho por haber matado a Orval era demasiado grande como para seguir aguantándola. Durante las últimas horas su fatiga se había encargado de dominarla. No tenía ya las fuerzas como para imaginar las cosas espantosas que le gustaría hacerle al muchacho.

Pensó un poco en todo ello y en medio del aturdimiento que sentía por la falta de sueño, tuvo la extraña sensación de que todo había estado fuera de control aún antes de que se topara con el muchacho, entre él y Anna, el muchacho y la guerra. Anna. Se sorprendió al darse cuenta de que no había pensado en ella desde hacía dos días, desde que empezó la matanza.

En esos momentos le parecía que estaba mucho más lejos que California y el dolor por haberla perdido quedaba reducido a lo más mínimo frente a todo lo que había sucedido desde el lunes. Pero, por más que fuera pequeño, no dejaba de ser un dolor y él no quería sufrir más.

Se le hizo un nudo en el estómago. Tuvo que tomar otras dos pastillas y al recordar el sabor amargo que tenían, le parecieron más desagradables todavía que antes. Por la abertura en la parte posterior del camión pudo ver el sol pálido y frío que apenas asomaba sobre el horizonte, los soldados preparados a lo largo del camino y el aliento que se helaba al salir de sus bocas. El radio-operador llamaba a cada grupo para asegurarse de que estaban listos.

Teasle se inclinó hacia adelante y sacudió a Trautman para despertarle.

—Ya empieza.

Pero Trautman ya estaba despierto.

—Ya lo sé.

Kern se acercó en su vehículo y trepó presurosamente a la parte de atrás del camión.

—He estado revisando las líneas de arriba a abajo. Todo parece bien. ¿Qué se sabe del cuartel general de la Guardia Nacional?

—Están preparados para comenzar a repartir instrucciones. En cuanto nosotros estemos listos —dijo el radio— operador.

Ni una palabra más.

—¿Por qué me mira? —inquirió Teasle.

—Pues como usted fue el que inició las operaciones, se me ocurrió que podía querer dar la orden de partida.

VII

Tirado sobre la cresta de una sierra alta, Rambo miró hacia abajo y los vio venir. En primer término, pequeños grupos que se internaban por los bosques lejanos y luego, una metódica y bien organizada batida del terreno, con más hombres de los que podía contar. Estarían a una milla y media de distancia de donde él se encontraba; parecían pequeños puntos cuyo tamaño crecía rápidamente. Helicópteros sobrevolaban el lugar impartiendo órdenes por altavoces, pero él decidió ignorarlas al no poder decidir si eran reales o falsas.

Supuso que Teasle pensaba que él retrocedería al ver la línea de hombres y se internaría bien adentro. Se deslizó en cambio por la sierra hacia donde estaban los hombres, quedándose allí abajo, escondiéndose detrás de cada matorral. Cuando llegó abajo corrió hacia la izquierda, sujetándose con una mano las costillas. Dentro de poco podría dejar de correr. No podía permitir que el dolor lo obligara a aminorar la marcha.

Los hombres estaban a sólo cincuenta minutos de distancia, tal vez menos, pero si él conseguía llegar a donde pensaba, antes que ellos, entonces tendría oportunidad de descansar todo lo que quisiera.

Trepó por una pendiente boscosa, disminuyendo el ritmo de su marcha a pesar suyo, llegó a la cumbre jadeando y allí estaba el arroyo. Había estado buscándolo desde que salió de la mina. El arroyo en el que se quedó tirado después de que Teasle huyera entre las zarzas. Supuso que tenía que estar cerca de la mina, y nada más salir de ésta, trepó al lugar más alto para tratar de localizarlo. Pero no tuvo suerte. El arroyo estaba muy abajo y demasiado protegido por árboles para que él pudiera divisar un reflejo de agua o una hendidura zigzagueante en el terreno. Casi se dio por vencido cuando advirtió que la señal que buscaba estaba frente a sus narices. Neblina. La neblina matutina que se levantaba del curso de agua. Corrió en esa dirección, dolorido, tropezando entre los árboles, para acercarse allí.

Llegó a un lugar donde el agua era poco profunda y corría sobre las piedras entre dos orillas cubiertas de pasto.

Siguió caminando, bordeó el arroyo hasta llegar a un profundo hoyo, pero sus orillas eran igual que las anteriores. Siguió un poco más, hasta que llegó a otro hoyo de orillas empinadas, pero de barro. Un árbol que se alzaba en la orilla donde él estaba, tenía sus raíces expuestas, posiblemente el agua había lavado la tierra donde se afirmaban. No podía pisar el barro sin dejar huellas. Tuvo que dar un gran salto desde el pasto cubierto de hojas en la parte alta de la orilla hasta las raíces del árbol, y una vez allí se dejó caer cuidadosamente dentro del arroyo, tomando la precaución de no remover el fondo barroso para que no quedara en suspensión y traicionara su presencia. Se introdujo entre las raíces del árbol y la orilla, donde se había formado una cavidad de tierra mojada sobre su cabeza y entonces comenzó a enterrarse meticulosamente, desparramando barro sobre sus pies y sus piernas, embadurnándose el pecho, acercando más hacia él las raíces del árbol, encogiéndose y metiéndose en el lodo como un cangrejo, ensuciándose la cara con barro, cubriéndose con él hasta sentir su peso frío y húmedo todo por encima suyo, respirando con dificultad, por un agujero no más grueso que una delgada rama. Era lo mejor que podía hacer. No le quedaba otro recurso. Y repentinamente recordó una vieja expresión que le pareció casi una broma: tú te has preparado una cama, ahora debes descansar en ella. Eso fue lo que hizo, y esperó.

Tardaron mucho en llegar. Según sus cálculos, les faltaba trepar todavía dos cuestas cuando él llegó al arroyo, y estimaba que se demorarían quince minutos, tal vez un poco más, hasta llegar adonde él estaba. Pasaron quince minutos, eso fue lo que le pareció, pero no se los oía. Supuso que su sentido del tiempo le fallaba, que al estar enterrado en el barro sin tener otra cosa que hacer que esperar, se había engañado al calcular que había transcurrido más tiempo cuando sólo habían pasado unos pocos minutos. La presión del barro dificultaba considerablemente su respiración. No tenía suficiente espacio para inspirar, pero no podía agrandarlo porque alguien podía sentir curiosidad al ver el agujero y descubrirle. La humedad comenzaba a condensarse en su nariz, taponándola como si fueran flemas. Tenía los ojos cerrados y los párpados cubiertos por una firme capa de lodo.

Ninguna señal de sus perseguidores. Necesitaba hacer algo, algo que le ayudara a mantenerse quieto y tranquilo, pues la presión que ejercía el barro le enervaba, se puso entonces a contar los segundos esperando oír a los hombres al cabo de cada minuto, y al no oír el menor sonido reanudaba nuevamente su cuenta. Cuando contó hasta sesenta por la decimoquinta vez, tuvo la certeza de que algo no andaba bien. El barro. A lo mejor era eso, tal vez el barro amortiguaba el ruido de la gente al pasar junto a él y la partida lo había dejado atrás hacía rato.

Tal vez sí y tal vez no. Si no los había oído hasta entonces, quizás todavía estaban por llegar. No podía correr el riesgo de sacar la cabeza para mirar; a lo mejor en ese preciso momento estaban aproximándose al arroyo, algo demorados por la espesa vegetación de alguna sierra. Esperó, sintiendo la humedad que invadía su nariz como si estuviera a punto de ahogarse, ansiando poder respirar. La presión que ejercía el barro contra su cara y su pecho era cada vez mayor y anhelaba desesperadamente poder librarse de esa coraza. Recordó que siendo niño jugaba un día junto a un acantilado, cavando para hacer una cueva en la arena y que una vez que se metió adentro, sintió una imperiosa necesidad de arrastrarse hacia el exterior justo en el preciso momento en que el acantilado se desplomaba sobre él, cubriéndole la cabeza; enloquecido por el miedo, se aferró a la arena luchando para poder salir, sintiendo que seguía cayendo arena encima de él. Logró salir justo a tiempo, pero esa noche mientras trataba de conciliar el sueño tuvo la seguridad de haber sentido una premonición que le salvó de morir asfixiado en la cueva y que esa premonición fue la que lo indujo a salir a tiempo. Y ahora, enterrado en el barro y el limo, se puso a pensar que si alguien caminaba por allí y pisaba la tierra encima de su cabeza, parte de la orilla podía derrumbarse, cerrando el orificio por el que respiraba. Tuvo la misma premonición que en la cueva de arena: iba a ser sepultado vivo y moriría en ese lugar.

La humedad de su nariz entorpecía por completo su respiración. Tenía que salir, no podía aguantar esa sofocación, Dios mío, no tenía más remedio que sacudirse ese barro.

Se quedó petrificado al oírlos. El ruido amortiguado de unos pasos. Muchos pasos. Todos encima de él. Voces ahogadas, zambullidas en el arroyo, gente que caminaba remontando el curso del arroyo. Los pasos se acercaron, unos se detuvieron, luego retumbaron muy cerca, justo encima de su cabeza, asentándose en el barro, sobre su pecho, sobre sus costillas rotas, qué dolor. No podía moverse, no podía respirar. Hacía mucho que no respiraba. Tres minutos. Si hubiera podido inspirar varias veces antes. Dos minutos entonces. Trata de aguantar dos minutos más. Pero su noción del tiempo estaba tan distorsionada, que un minuto le parecieron dos y cuando no tuviera más remedio que respirar, se movería, retorcería y sacaría la cabeza antes de tiempo. Cuatro, cinco, seis, siete, contaba. Hasta veinte, hasta cuarenta, y al prolongarse la secuencia los números se mezclaron con los latidos de su corazón que cada vez eran más fuertes y rápidos, y sintió una opresión en su pecho. Listo. El barro que lo cubría se estremeció y la presión aflojó, el hombre que estaba encima debía haberse movido, Pero no lo suficientemente deprisa.

Las voces y la agitación de las aguas del arroyo disminuyeron, afortunadamente, pero con mucha lentitud. No podía arriesgarse a salir todavía. Podían haber quedado algunos rezagados. A alguno podía ocurrírsele mirar hacia atrás por casualidad. Oh, Dios, que se den prisa. Más de la mitad del segundo minuto, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, la garganta se le anudaba, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve. No pudo llegar a sesenta, no pudo aguantar más tiempo y pensó súbitamente que tenía la cabeza tan débil por la falta de aire que no tendría fuerzas para emerger. Empuja. Empuja, caramba. Pero el barro no se rompía y tuvo que luchar para levantarse, para romper la capa de lodo, hasta que gracias a Dios, sintió repentinamente el aire fresco en su cara, vio la luz, comenzó a jadear, y sacó medio cuerpo fuera del agua. El gris de su mente se transformó en blanco, llenó su pecho de aire con una profunda inspiración que le causó un gran dolor en las costillas, siguió inspirando hondo y expirando fuerte y sonoramente. Estaba haciendo demasiado ruido. Lo oirían. Dio vuelta rápidamente la cabeza para verlos.

No había nadie. Se oían voces y movimiento en la maleza. Pero no se veía a nadie, se habían ido ya, por fin estaba a salvo y solamente le quedaba por hacer una última cosa, aunque algo difícil: cruzar los caminos circundantes. Se recostó contra la orilla. Era independiente. Libre.

Todavía no. Tienes muchísimo que hacer antes de llegar a los caminos.

Caray, ¿crees acaso que no lo sé? se dijo a sí mismo. Siempre queda algo por hacer. Siempre. Nunca se termina, maldición.

Pues entonces manos a la obra.

En un minuto.

No. Ahora. Tendrás mucho tiempo para descansar si te pescan.

Respiró, asintió con la cabeza, se apoyó refunfuñando contra la orilla del arroyo, caminando por el agua hasta llegar al árbol cuyas raíces estaban expuestas. Llenó con barro el agujero donde había estado oculto detrás de las raíces para que si llegaba otro grupo no pudieran percatarse que el primero había pasado por alto su escondite. Debía hacerles creer que estaba en lo alto de la montaña y no al borde del camino.

Depositó el rifle en la orilla, se metió en la parte más honda del hoyo y se lavó el barro que le cubría. No tenía importancia ya si removía el barro y los sedimentos del fondo; los hombres que habían pasado por allí habían enturbiado por completo el agua y si se les ocurría volver o llegaba a aparecer otro grupo por allí, no podrían pensar que él había sido el causante de esa agitación. Metió la cabeza dentro del agua para lavarse la cara y sacarse la tierra del pelo, y aprovechó para hacer un buche y escupirlo junto con la arena que tenía en la boca y soplarse la nariz debajo del agua para librarse del barro que había aspirado por ella. El hecho de que viva como un animal, pensó para sus adentros, no significa que tengo que sentirme como si realmente lo fuera. Eso era algo que le habían inculcado durante su adiestramiento. Estar limpio siempre que se pueda. Te permite llegar más lejos y pelear mejor.

BOOK: Rambo. Acorralado
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