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Authors: David Morrell

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Rambo. Acorralado (32 page)

BOOK: Rambo. Acorralado
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No podía levantarse. Se arrastró. Había una alambrada a un lado de la casa. Del otro lado pudo ver unas voluminosas formas envueltas por la oscuridad de la noche. Las llamaradas de la comisaría y del palacio de justicia las iluminaban con un color anaranjado, pero a pesar de ello no podía verlas claramente. Forzó la vista. Su visión se aclaró y consiguió ver bien. Sube-y-baja, la palabra resonó como una cantinela en su mente. Hamacas. Toboganes. Un campo de juegos. Se arrastró hacia a ellos apoyando la barriga en el suelo mientras el ruido de las llamas a sus espaldas resonaba como una tormenta de viento entre los árboles.

—¡Buscaré mi rifle! ¿Dónde está mi rifle? —oyó que gritaba el hombre en el interior de la casa.

—No. Por favor —dijo una mujer—. No salgas. No te metas allí.

—¿Dónde está mi rifle? ¿Dónde lo guardaste? Te advertí que lo dejaras donde estaba.

Apoyó los codos contra el césped, arrastrándose más rápido, llegó al alambre, abrió el portón, lo cruzó a gatas. Oyó el ruido de pisadas en la escalera de madera a espaldas de él.

—¿Dónde está? —decía el hombre cuya voz resonaba claramente allí afuera—. ¿Por dónde escapó?

—¡Por allí! —dijo la segunda mujer, totalmente histérica, y su voz era la de la mujer que le había visto en el porche de delante—. ¡Por allí! ¡Junto al portón!

Desgraciados, pensó Rambo mirando hacia ellos. Las llamas habían alcanzado gran altura y le permitieron distinguir al hombre junto a la casilla de herramientas, apuntándole con su rifle. El hombre tenía un aspecto algo desairado mientras le apuntaba con el arma, pero sus movimientos adquirieron una inusitada gracia cuando Rambo disparó contra él, agarrándose suavemente el hombro derecho, girando elegantemente para caer justo sobre una bicicleta que estaba al lado de la casilla de herramientas, pero volvió a adquirir el mismo aspecto desairado cuando la bicicleta se cayó y los dos se precipitaron al suelo enredados con las cadenas y los rayos.

—Dios mío, estoy herido —gemía el hombre—. Me hirió. Estoy herido.

Pero el hombre no sospechaba la suerte que había tenido. Rambo no había apuntado a su hombro sino a su pecho. Su visión borrosa no le permitía apuntar correctamente, no le era posible sujetar firmemente el revólver, perdía abundante sangre por el pecho, no tenía esperanzas de poder escapar ni recursos suficientes como para protegerse, no le quedaba nada. Excepto el cartucho de dinamita que guardaba todavía en el bolsillo. La dinamita, pensó. Al diablo con la dinamita. Le quedaban tan pocas fuerzas que no podría tirarlo a más de dos metros.

—Me hirió —seguía quejándose el hombre—. Me hirió. Estoy herido.

Y yo también, compañero, pero no me oyes gimotear por ello, pensó, y como no podía conformarse con quedarse allí esperando hasta que llegaran los hombres que venían en los coches haciendo sonar la sirena, comenzó a arrastrarse de nuevo.

Llegó hasta un estanque seco situado en el medio del campo de juegos. Llegó hasta el centro del estanque. Y allí sus nervios estallaron, cobraron vida y registraron gradualmente su dolor. El disparo de Teasle había entrado entre sus costillas rotas como una lanza que se clava en una úlcera gigantesca, despidiendo el veneno hacia afuera. El dolor se hizo abrumador. Comenzó a rascarse el pecho, clavando sus uñas en él, desgarrándolo. Sacudió la cabeza estiró su cuerpo tan convulsionado por el dolor, logró levantarse y salir del estanque con la cabeza inclinada hacia adelante, los hombros encogidos, tambaleándose en dirección al cerco que limitaba el campo de juegos. Era bastante bajo, se inclinó sobre él jadeando, levantó las piernas en el aire y dando una vuelta de carnero totalmente grotesca, cayó del otro lado, esperando tocar el suelo con la espalda pero incrustándose en cambio espinas agudas y ásperas ramas sin hojas. Un matorral de zarzas. Zarzamoras. Había estado antes allí. No recordaba cuándo, pero sabía que había estado allí. No. No, estaba equivocado.

Teasle era el que se había metido allí, cuando estaban en las montañas, y había conseguido escaparse metiéndose en la ladera cubierta totalmente por las zarzas. Sí, eso era. Teasle se había metido allí. Y ahora era precisamente al revés: Ahora le tocaba el turno a él. Las espinas se incrustaban en su cuerpo. Qué agradable, cómo le ayudaban a destripar su dolor. Teasle había escapado en esta misma forma, a través de unas zarzas iguales a estas. ¿Por qué no lograría hacerlo él también?

XIX

Teasle estaba tirado de espaldas en la acera de cemento, haciendo caso omiso de las llamas, contemplando fascinado la luz amarilla de un farol. Si fuera verano, pensó, habría mariposas nocturnas y mosquitos revoloteando alrededor de la bombilla. Se asombró luego por habérsele ocurrido pensar en semejante cosa. Su mirada se hizo más borrosa y comenzó a parpadear mientras sujetaba con ambas manos el agujero que tenía en el estómago. Le llamó la atención no sentir absolutamente nada salvo una apremiante picazón en los intestinos. Sabía que tenía además un gran agujero en la espalda, pero ese era también solamente un comezón. Tanto daño y tan poco dolor, pensó. Como si su cuerpo ya no le perteneciera.

Se puso a escuchar las sirenas, unas pocas al principio y luego una verdadera caterva, aullando detrás de las llamas. A ratos las oía sonar a lo lejos y otras veces las oía en esa misma calle.

—En esa misma manzana —dijo en voz alta para escuchar su propia voz, y sonó tan distante que indudablemente su mente debía estar separada de su cuerpo. Movió una pierna, luego la otra, levantó la cabeza, arqueó la espalda. Muy bien, por lo visto la bala había atravesado su cuerpo sin dañar la columna vertebral. Pero la cuestión es que te estás muriendo, se dijo a sí mismo. Un agujero tan grande y tan poco dolor son un claro indicio de que te estás muriendo, y se sorprendió también al poder pensar en ello con tanta tranquilidad.

Apartó su vista del farol desviándola hacia el palacio de justicia que tenía el techo en llamas, y luego la comisaría de la que salían lenguas de fuego por todas las ventanas. Y pensar que acababa de hacer pintar todas las paredes interiores.

Alguien estaba junto a él. Arrodillado. Una mujer. Una mujer vieja.

—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó amablemente.

Eres una buena vieja, pensó. A pesar de toda esta sangre te acercaste a mí.

—No. No, gracias —dijo con una voz que sonaba distante—. No creo que pueda hacer nada por mí. A menos. ¿Sabe usted si lo herí? ¿Está muerto?

—Me parece que cayó —dijo ella—. Yo vivo en la otra casa más abajo. Al lado de la comisaría. No estoy muy segura de lo que pasó.

—Bueno —dijo él.

—Mi casa está en llamas. Creo que alguien de esta casa resultó herido. ¿Quiere que le traiga una manta? ¿Un poco de agua? Tiene los labios resecos.

—¿Están resecos? No. No, gracias.

Era fascinante oír tan lejos su voz y tan cerca la de ella, retumbando en sus tímpanos y las sirenas, oh, las sirenas, aullando cada vez más fuerte en el centro de su cabeza. Todo parecía invertido, él afuera y los de afuera dentro de él. Fascinante. Tenía que contárselo. Merecía saberlo. Pero cuando la miró se encontró con que había desaparecido, y tuvo la sensación de haber estado con un fantasma. ¿Qué clase de síntoma sería el no haberse dado cuenta de que se había ido?

Las sirenas. Demasiado fuertes. Como cuchillos que se incrustaban en su cerebro. Alzó la cabeza y miró entre las llamas, hacia el final de la plaza; vio varios coches patrulla que doblaban una esquina dirigiéndose a toda velocidad hacia donde él estaba, con las señales luminosas girando rápidamente. Contó seis. Nunca había visto algo con tanta nitidez, todos los detalles enfocados con gran precisión, especialmente el color de las luces, alternando rápida e intermitentemente el rojo, los faros delanteros permanentemente amarillos, y los hombres que se veían detrás del parabrisas, teñidos de naranja por el reflejo de las llamas. La visión fue demasiado intensa. La calle comenzó a dar vueltas y tuvo que cerrar los ojos para no marearse. Era justo lo que le faltaba. Vomitar y destrozar aún más el estómago, y tal vez, morir allí mismo, antes de poder averiguar cómo terminaría todo. Fue un milagro que no se hubiera mareado todavía. Hacía rato que debía haber empezado a vomitar. Aguanta. Eso era todo lo que podía hacer. Si había de morir, y tenía la certeza de que eso era lo que iba a pasar, no podía permitir que la muerte se adueñara ya de él. Tenía que esperar hasta el final.

Oyó el chirrido de las gomas y cuando abrió nuevamente los ojos, vio los automóviles que frenaban abruptamente frente a la comisaría y los agentes que salían de los coches patrulla antes de que éstos se detuvieran totalmente y cesara el ulular de las sirenas. Un policía señaló hacia adelante, hacia donde él estaba tirado, y todos echaron a correr por la calle flanqueada por ambos incendios, cubriéndose la cara por el calor que irradiaba el fuego, arrastrando los pies sobre el pavimento, y pudo advertir que Trautman formaba parte del grupo. Habían desenfundado las armas. Trautman tenía una escopeta corta y gruesa que debía haber sacado de uno de los coches.

Descubrió que también Kern estaba entre ellos. Mientras corría, Kern le decía a uno de los agentes:

—¡Vuelve al auto! ¡Solicita una ambulancia por la radio! —Kern señalaba hacia una dirección y otra de la calle diciéndoles a los demás agentes:

—¡Saquen a esa gente de aquí! ¡Háganlos retroceder!

¿Qué gente? No entendía lo que quería decir. Miró a su alrededor y comprobó que habían aparecido numerosas personas. Su aparición súbita lo sorprendió. Estaban observando los incendios. Sus caras parecían algo raras. Se acercaron a él, lo miraron con sus ojos relucientes y sus cuerpos bien tiesos y él alzó las manos para ahuyentarlos, presa de un miedo irracional, listo para gritar:

—¡Todavía no! —pero los agentes se aproximaron, impidiéndoles avanzar, formando un cordón a su alrededor.

—El muchacho —dijo.

—No hable —le dijo Kern.

—Creo que lo herí. —Dijo con gran tranquilidad. Hizo un esfuerzo para concentrarse e imaginarse que él era el muchacho—. Sí. Lo herí.

—Necesita todas sus fuerzas. No hable. El médico está en camino. Hubiéramos llegado antes, pero tuvimos que hacer un rodeo por los incendios en el

—Escúcheme.

—Tranquilícese. Ha hecho todo lo que ha podido. Deje que nosotros nos hagamos cargo ahora.

—Pero tengo que decirles donde está.

—¡Aquí! —gritó una mujer desde el jardín de adelante de la casa—. ¡Aquí atrás! ¡Traigan un médico!

—Ustedes ocho vengan conmigo —dijo Kern—. Desparrámense. La mitad por ese lado de la casa y la otra mitad por este otro. Tengan cuidado. Los demás ayuden a desalojar de aquí a esta gente.

—Pero el muchacho no está allí.

Demasiado tarde. Kern y sus hombres habían desaparecido.

—No está allí —se repitió a sí mismo—. Kern. ¿Qué demonios le pasa que no puede escuchar lo que le digo?

Había sido una suerte, con todo, no haber esperado esa primera tarde hasta que Kern fuera a ayudarlo, reflexionó. Si Kern se hubiera unido a ellos, la confusión habría sido mayor aún, y los hombres que acompañaban a Kern habrían muerto junto con los otros de su grupo.

Trautman no había hablado todavía. Los pocos policías que quedaban allí trataban de evitar mirar toda esa sangre. Pero él no.

—No, usted no, Trautman. A usted no le asusta en absoluto la sangre. Está acostumbrado a ella.

Trautman no contestó, se limitó a seguir mirándolo.

Un agente dijo:

—Tal vez Kern tiene razón. Quizás sería mejor que tratara de no hablar.

—Claro, eso es lo que le dije a Orval cuando cayó herido. Pero él no quería morir sin hablar antes y yo tampoco. Eh, Trautman, lo logré. Dije que lo lograría, ¿verdad? y así lo hice.

—¿Qué es lo que dice? —inquirió el mismo policía—. No entiendo nada.

—Míralo. Mira sus ojos —dijo otro agente—. Se ha vuelto loco.

Trautman, que seguía mirando fijamente a Teasle, les hizo un gesto para que se callaran.

—¿Le dije que sería más listo que él, no es así? —Su voz se asemejaba a la de un chico victorioso. No le gustó mucho como sonaba, pero no podía dejar de decirlo. Había algo dentro de él que le impulsaba a sacar ese secreto a la luz—. Estaba allí, en ese lado del porche, y yo estaba en la casa siguiente al porche y sabía que estaba esperándome. Su escuela lo adiestró muy bien, Trautman. Hizo exactamente lo que le enseñaron a hacer y por eso yo me adelanté a él. —Le picaba la herida, se rascó y comenzó a salir más sangre y él no podía dejar de asombrarse, cada minuto que pasaba, de poder seguir hablando así. Debería estar jadeando, luchando por poder emitir cada palabra y sin embargo estas brotaban con una fluidez sorprendente, como una cinta que se desenrosca—. Yo asumí su personalidad. ¿Comprende? He pensado tanto en él que puedo saber qué es lo que está haciendo. Y en ese momento, en que los dos estábamos escondidos detrás de los porches, me puse a pensar en lo que él haría y de repente me di cuenta de lo que estaba pensando: que yo no me acercaría por el lado de la calle porque estaba iluminada por la luz de los incendios, que me acercaría por atrás, por el patio de atrás y entre los árboles. Entre los árboles, Trautman. ¿Se da cuenta? Su escuela lo adiestró para la lucha de guerrillas en las montañas, por eso apuntó instintivamente hacia los árboles y el pasto y los arbustos de ahí atrás. Y por mi parte, después de lo que me hizo en las montañas, no pensaba bajo ningún concepto volver a pelear contra él en su terreno. En mi terreno. ¿Recuerda que se lo dije antes? Mi ciudad. Y si debía morir, moriría en una de mis calles, junto a mis casas, bajo la luz de las llamas que destruían mi oficina. Y así lo hice. Fui más listo que él, Trautman. Le pegué un tiro en el pecho.

Trautman seguía sin hablar. Lo miró un rato antes de indicar la herida de su estómago,

—¿Esto? ¿Esto es lo que señala? Ya se lo dije. Su escuela lo entrenó muy bien, Dios mío, qué reflejos.

Una terrible explosión se oyó a lo lejos, por encima del rugido del fuego de los incendios, iluminando toda esa parte del cielo. El eco retumbó por toda la ciudad.

—Demasiado pronto. Sucedió demasiado pronto —dijo el primer agente con disgusto.

—¿Demasiado pronto para qué?

Kern apareció en el exterior de la casa, bajando por la pendiente de césped hasta llegar a la acera.

—No está allí.

—Lo sé. Es lo que traté de decirle.

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