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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (23 page)

BOOK: Relatos africanos
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Por fin Jabavu llega al médico, que escucha los ruidos de su pecho, lo golpea con los dedos, le mira la garganta, los ojos, los sobacos y la entrepierna y hurga las partes secretas de su cuerpo de tal modo que la rabia murmura en su interior como un trueno. Siente ganas de matar al médico blanco por mirarlo y tocarlo de esa manera. Pero también hay en su interior una paciencia creciente, el primer regalo de la ciudad de los blancos a los hombres negros. La paciencia contra la rabia. Y cuando el doctor afirma que Jabavu es fuerte como un toro y puede trabajar, lo sueltan. El doctor también ha dicho que Jabavu tiene el bazo inflamado, o sea que ha tenido la malaria y la volverá a tener, es probable que tenga esquistomiasis y cabe la sospecha de un anquilostoma. Pero son malestares demasiado comunes para merecer un comentario y lo que busca el médico son enfermedades que se puedan contagiar a los blancos si va a trabajar en sus casas.

Entonces el doctor, mientras Jabavu se da la vuelta, le pregunta por esa oscuridad que lo ha invadido antes de caer y Jabavu le contesta simplemente que tiene hambre. En ese momento viene un policía y le pregunta por qué tiene hambre. Jabavu dice que no ha comido nada. Al final, el policía, impaciente, pregunta:

–Ya, ya, pero ¿no tienes dinero?

Porque, si no lo tiene, lo enviarán a un campo donde le van a dar de comer y refugio por una noche. Pero Jabavu contesta que sí, que tiene un chelín.

–Entonces, ¿por qué no compras comida?

–Porque he de conservar el chelín para comprar lo que necesito.

–¿Y no necesitas comida?

La gente se ríe al ver que un hombre que tiene un chelín en el bolsillo se permite caer desmayado de hambre, pero Jabavu guarda silencio.

–Ahora tienes te tienes que ir de aquí, comprar algo de comida y comértela. ¿Tienes dónde dormir esta noche?

–Sí –contesta Jabavu, que se temía esa pregunta.

Entonces el policía le da una licencia que le permite buscar trabajo durante dos semanas. Jabavu se ha vuelto a vestir y saca del bolsillo el rollo de papeles que incluye su situpa para juntarlos con la licencia nueva. Mientras los ordena se le cae un papelito al suelo. El policía se agacha enseguida, lo recoge y lo mira. «Mr Mizi, Nº 33 Tree Road, Native Township.» El policía mira a Jabavu con cara de suspicacia.

–¿Así que el señor Mizi es amigo tuyo?

–No –contesta Jabavu.

–Entonces, ¿por qué tienes un papel con su nombre?

Jabavu tiene la lengua paralizada. Tras una nueva pregunta, contesta:

–No lo sé.

–O sea que no sabes por qué tienes ese papel. ¿No sabes nada del señor Mizi?

El policía sigue con sus preguntas sarcásticas y Jabavu baja la mirada y espera con paciencia a que acabe. El policía saca un librito, apunta una larga nota sobre Jabavu, le dice que lo mejor que puede hacer es irse al campo de los recién llegados. Jabavu vuelve a rechazarlo y repite que puede dormir con unos amigos. El policía le dice que sí, que ya se da cuenta de qué clase de amigos tiene, pero Jabavu no entiende el comentario y al final lo dejan salir.

Jabavu se aleja caminando de la oficina de licencias, muy contento por el nuevo documento que le permite quedarse en la ciudad. No sospecha que el primer policía que anotó su nombre lo pasará a la oficina que corresponda para advertir que Jabavu es probablemente un ladrón, ni que el policía de la oficina de licencias pasará su nombre y su número con el comentario de que es amigo del señor Mizi, peligroso agitador. Sí, Jabavu ya es muy conocido en la ciudad al cabo de medio día, y sin embargo mientras camina por la calle se siente tan solo y perdido como un becerro alejado de la manada. Se para en una esquina y se queda mirando la multitud de africanos que recorren la carretera que va al Distrito de los Nativos, a pie o en bicicleta, hablando, riéndose, cantando. Jabavu cree que irá a buscar al señor Mizi. Se suma a la muchedumbre y camina muy despacio porque hay muchas cosas nuevas por ver. Lo mira todo con fijeza, sobre todo a las chicas, que le parecen increíblemente hermosas con sus vestidos elegantes, y al cabo de un rato tiene la sensación de que una de ellas lo está mirando. Pero son tantas que no consigue concentrarse en ninguna en particular. De hecho, son muchas las que lo miran porque está muy guapo con su buena camisa amarilla y sus pantalones nuevos. Algunas incluso lo llaman, pero Jabavu no se cree que se dirijan a él y desvía la mirada.

Al cabo de un rato está seguro de que hay una chica que ha pasado a su lado, ha vuelto atrás y ahora camina de nuevo junto a él. Está seguro por el vestido. Es de un amarillo brillante y tiene grandes flores rojas. Mira a su alrededor y no ve ningún vestido igual, así que ha de ser la misma chica. Ella pasea a su lado por tercera vez, muy cerca, y Jabavu ve que lleva unos zapatos elegantes de color verde y una gorra de punto de lana rosa, y además lleva bolso como las blancas. Se siente tímido mirando a esa mujer tan elegante, pero ella le lanza unas miradas inconfundibles. Desconfiado, Jabavu se pregunta: «¿Debo hablar con ella? Como todo el mundo dice que estas chicas de la ciudad son impúdicas, será mejor que espere hasta entender cómo debo comportarme con ella. ¿Sonrío para que se acerque?». Pero no le sube la sonrisa a la cara. «¿Le gusto?» A Jabavu le crece el hambre y se le oscurece la mirada. «Querrá dinero, y sólo tengo un penique.»

Ahora la chica camina a su lado, apenas un brazo de distancia. Con voz suave, le pregunta:

–¿Te gusto, guapito?

Lo ha dicho en inglés. Él contesta:

–Sí, mucho me gustas.

–Entonces, ¿por qué frunces el ceño y pareces tan enfadado?

–No es verdad –responde Jabavu.

–¿Dónde vives?

Está tan cerca que él nota el tacto del vestido.

–No lo sé –contesta, abrumado.

Ella se ríe sin parar y pone los ojos en blanco.

–Eres un tipo listo y divertido, sí, señor.

Y sigue soltando una risa seca y fuerte que sorprende a Jabavu, porque no parece una risa.

–¿Dónde puedo encontrar un sitio para dormir? No quiero ir al campo del Comisario para los Nativos –explica, interrumpiendo sus risas.

Ella se para y lo mira con cara de auténtica sorpresa.

–¿Eres del campo? –pregunta tras un largo silencio, mirándole la ropa.

–He llegado hoy de mi pueblo. Tengo licencia para buscar trabajo, tengo mucha hambre y no conozco nada –dice.

Baja la voz con tono humilde, y le molesta hacerlo porque quisiera comportarse con esa chica como un hombretón y está hablando como un crío. La rabia contra sí mismo se agita levemente en su interior y luego se acalla: tiene demasiada hambre y está perdido. Mientras tanto ella se ha alejado hacia la mitad de la calzada y camina en silencio, con el rostro fruncido. Entonces le dice:

–¿Aprendiste a hablar inglés en una misión?

–No –contesta Jabavu–. En mi aldea.

Ella guarda silencio de nuevo. No se lo cree.

–¿Y de dónde has sacado esa camisa tan elegante y esos pantalones nuevos de blanco?

Jabavu duda, pero luego, empujado por el orgullo, dice:

–Los he cogido esta mañana al pasar por un jardín.

Y entonces la chica se echa a reír de nuevo, pone los ojos en blanco y le dice:

–Eh, eh, vaya chico listo. Llega del pueblo y se pone a robar.

En seguida deja de reír; sólo lo ha dicho para ganar tiempo. Sigue andando y piensa. Forma parte de una banda que se dedica a detectar a los recién llegados de los pueblos para robarles y usarlos como más convenga a su trabajo. Pero se ha acercado a hablar con él porque le gustaba; como un descanso de su trabajo. Y ahora no sabe qué hacer. Parece que Jabavu pertenece a otra banda, o tal vez trabaje solo, y si es así su banda debería saberlo.

Le echa un vistazo más y se da cuenta de que camina con la cara seria, aparentemente indiferente a ella... Se acerca a él rápidamente, pestañeando y mostrando la dentadura:

–¡Mentiroso! Me has dicho una mentira muy grande, ésa es la verdad.

Jabavu se aparta de un respingo. ¡Uau! ¡Cómo son estas mujeres!

–No te he mentido –contesta, enfadado–. Es todo como te digo.

Empieza a alejarse de ella y piensa: «Qué tontería hablar con ella. No entiendo a estas mujeres».

La mujer lo mira y se fija en sus pies descalzos, que sin duda nunca han calzado zapatos: ha dicho la verdad. Y en ese caso... Se decide en un instante. Un chico recién llegado a la ciudad, capaz de robar sin que lo pillen, tiene un talento que puede resultar muy útil. Lo sigue y le habla con educación:

–Cuéntame cómo ha sido ese robo. Parece muy astuto.

La vanidad espolea a Jabavu para contar la historia exactamente tal como ha sido, mientras ella lo escucha pensativa.

–No deberías llevar puesta esa ropa –le dice al fin–. Por que la señorita blanca se lo habrá contado a la policía y estarán buscando entre los recién llegados para encontrar a quien la lleve.

Jabavu, sorprendido, le pregunta:

–¿Cómo van a encontrar unos pantalones y una camisa en una ciudad llena de pantalones y camisas?

Ella se ríe y contesta:

–No sabes nada. Hay más policías para vigilarnos que moscas en torno a un porridge. Ven conmigo, me quedaré tu ropa y te daré otra igual de buena, pero distinta.

Jabavu le da las gracias con educación, pero se aparta. Ha entendido que ella es una ladrona. Y él no se ve a sí mismo como un ladrón: hoy ha robado, pero no merece ese apelativo. Más bien se siente como si hubiera aprovechado las migas sobrantes de la comida de un rico. Tras una pausa, pregunta:

–¿Conoces al señor Mizi, del 33 de Tree Road?

Por segunda vez, ella se lleva tal sorpresa que se queda callada. Luego la invade la desconfianza y piensa: «Este hombre no sabe nada de nada o, al contrario, es muy astuto». Con sarcasmo, en el mismo tono que el policía de la oficina de licencias, le dice:

–Tienes muy buenos amigos. ¿Por qué habría de conocer yo a alguien tan importante como el señor Mizi?

Pero Jabavu le explica su encuentro nocturno en el monte, le habla del señor y la señora Samu y de los demás, le cuenta lo que le dijeron, cómo lo admiraron por haber aprendido a leer y escribir a solas y le dieron el nombre del señor Mizi.

Al final la chica le cree, lo entiende y piensa: «Desde luego, no debo dejarlo escapar. Nos ayudaría mucho en el trabajo». Y hay otro pensamiento, aún más poderoso: «¡Eh! ¡Qué guapo es!».

Educado, Jabavu pregunta:

–¿A ti te cae bien esa gente? ¿El señor y la señora Samu, el señor Mizi?

La mujer se ríe, burlona y decepcionada, porque sólo quiere que piense en ella.

–¿Estás loco? ¿Crees que estoy loca? Son estúpidos. Se llaman líderes de los africanos, hablan y hablan, escriben cartas al gobierno: señores, por favor, dennos comida, dennos casas, no nos hagan llevar licencias para todo. Y el gobierno les tira un chelín después de pasarse años pidiendo y ellos dicen: «Gracias, señor». Están locos. –Entonces se acerca más a él, le apoya una mano en el codo y añade–. Además, son maleantes, ¿no te diste cuenta? Si vienes conmigo te ayudaré.

Jabavu siente la cálida mano en su brazo desnudo y ve que la mujer balancea las caderas y suaviza su mirada.

–¿Te gusto, guapo?

Jabavu contesta:

–Sí, mucho.

Caminan hacia el Distrito de los Nativos y ella le habla de las cosas buenas que se pueden hacer, de películas, bailes y copas. Se cuida mucho de no hablar de robos ni de la banda para no asustarlo. Y hay otra razón: teme al hombre que dirige la banda. Piensa: «Si le gusto a este nuevo que es tan listo, dejaré la banda y trabajaré sola con él».

Como no está diciendo lo que piensa, hay algo en sus maneras que confunde a Jabavu y por eso no se fía de ella: además le vuelve el mareo a oleadas y hay momentos en que no oye lo que le está diciendo.

–¿Qué te pasa? –pregunta ella al fin, al ver que Jabavu se detiene y cierra los ojos.

–Ya te he dicho que tengo hambre –contesta él desde la oscuridad que lo rodea.

–Pues has de tener paciencia –responde ella con ligereza, pues hace tanto tiempo que no pasa hambre que ha olvidado lo que se siente. La mujer se irrita por lo despacio que caminan, e incluso piensa: «Este hombre no sirve, no tiene suficiente fuerza para una mujer como yo». Luego ve que Jabavu está mirando una bicicleta que lleva una cesta en la parte trasera y cuando estira el brazo para coger un pan de la cesta lo detiene con un golpe.

–¿Estás loco? –le pregunta con voz aguda y asustada, mirando a su alrededor.

Porque están rodeados de gente.

–Tengo hambre –repite él, sin dejar de mirar las barras de pan. Ella saca enseguida algo de dinero de algún rincón de su vestido, se lo da al vendedor y le pasa una barra a Jabavu. Este se pone a comer ahí mismo con tal ansia que la gente se da la vuelta para fijarse en él y reírse, mientras ella lo mira con los ojos abiertos de la impresión y le dice:

–Eres un cerdo. No eres un chico listo para mí.

Y se aleja caminando y pensando: «No es más que un chiquillo recién llegado del pueblo. Qué locura fijarme en él».

Pero a Jabavu no le importa nada. Se come el pan, siente que recupera las fuerzas y los pensamientos empiezan a moverse en su mente como debe ser. Después de terminarse el pan busca a la chica, pero no ve más que un vestido amarillo más adelante y el balanceo de la falda le recuerda la burla de sus palabras: «Eres un cerdo...». Jabavu acelera el paso para atraparla; llega a su lado y le dice:

–Gracias por el pan, amiga. Tenía mucha hambre.

Ella contesta sin mirarlo:

–Cerdo, perro sin educar.

–No, eso no es verdad –dice él–. Cuando un hombre tiene tanta hambre no se puede hablar de educación.

–Pueblerino –le dice ella.

Sigue balanceando las caderas, pero piensa: «No le hará daño ver que sé más que él».

Entonces Jabavu, lleno de pan y con fuerzas renovadas, le dice:

–No eres más que una zorra. Hay muchas chicas listas en la ciudad, tan guapas como tú.

Y se adelanta en busca de otra chica guapa, pero ella corre para alcanzarlo.

–¿Adónde vas? –le pregunta, sonriente–. ¿No te he dicho que te ayudaría?

–No me llames pueblerino –contesta Jabavu, majestuoso.

Está lleno de fuerza porque verdaderamente ella no le importa más que el resto de las mujeres que ve a su alrededor. Ella le lanza una mirada rápida de asombro y guarda silencio.

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