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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (24 page)

BOOK: Relatos africanos
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Ahora que ha llenado el estómago, Jabavu lo mira todo de nuevo con interés, de modo que no hace más que preguntar y ella le contesta con tono agradable:

–¿Por qué sale humo de esas casas grandes?

–Son fábricas.

–¿Qué es ese sitio lleno de trocitos de jardín con cruces y piedras con formas de ángeles y vírgenes?

–Es el cementerio de los blancos.

Al fin, tras caminar mucho rato, abandonan la calle principal para entrar en el Distrito de los Nativo y lo primero que observa Jabavu es que, así como en la ciudad de los blancos la tierra queda escondida bajo la hierba, los jardines o el asfalto, allí se levanta en nubes rojas y espesas, muestra al sol una cara amarga y anodina, y hace que los árboles parezcan atacados por una plaga de langostas, de tan rígidos y llenos de polvo como se los ve. Además, los propios africanos lo rodean a él como una plaga, hasta tal punto que tiene que plantarse con fuerza, como una piedra en medio de un río rápido. Aun así sigue preguntando y le contestan que ese terreno grande y vacío es para jugar a fútbol, y ese otro para lucha libre, y así hasta que llegan a los edificios. Allí son como la casa del griego, pequeños, feos, pobres. Pero hay muchos, y muy juntos. La chica camina y va contestando a quienes la saludan con voz aguda y estridente y Jabavu observa que unas veces la llaman Betty, otras Nada, otras Eliza. Pregunta:

–¿Por qué tienes tantos nombres?

Ella se ríe y contesta:

–¿Cómo sabes que no soy muchas chicas al mismo tiempo?

Ahora, por primera vez, él también se ríe como ella, en voz alta y clara, se dobla de risa porque le parece un buen chiste. Luego se pone tieso y dice:

–Yo te llamaré Nada.

Ella contesta enseguida:

–Mi nombre de pueblo para mi chico de pueblo.

–No, me gusta más Betty –dice él de inmediato.

Ella lo roza con sus muslos y dice:

–Mis mejores amigos me llaman Betty.

Él dice que le gustaría ver toda la ciudad ahora mismo, antes de que oscurezca, y ella le explica que no llevará mucho tiempo.

–La ciudad de los blancos es muy grande y cuesta muchos días verla entera. Pero la nuestra es pequeña, aunque somos diez, veinte, cien veces más. –Luego añade–: Eso es lo que llaman justicia.

Lo mira para ver qué efecto tiene la palabra en él. Pero Jabavu recuerda que en boca del señor Samu sonaba distinta y frunce el ceño. Al verlo, ella lo guía hacia delante y le habla de otras cosas. Porque, si bien él no la entiende, ella sí comprende que los hombres iluminados –que así los llaman ahora– han marcado muy hondo la mente de Jabavu con sus palabras. Y piensa: «Si no tengo cuidado se irá con el señor Mizi y lo perderé y la banda se enfadará mucho».

Cuando pasan por la casa del señor Mizi, en el número 33 de Tree Road, ella hace algunos chistes sobre ese hombre, pero Jabavu guarda silencio y Betty piensa: «¿Y si lo dejo irse con el señor Mizi? Porque si se va más adelante podría ser peligroso». Sin embargo, no soporta la idea de dejarlo ir; su corazón ya se ha ablandado y late por Jabavu. Lo guía entre las calles con amabilidad y educación, contesta a todas sus preguntas aunque su ignorancia la impaciente a veces. Le explica que las mejores casas, las que tienen dos habitaciones y cocina, son de los africanos ricos, y que las casas grandes de forma extraña se llaman «chozas Nissen» y en ellas duermen veinte hombres solos; los chamizos grandes llamados Old Bricks son para los que sólo ganan un poco de dinero; y ese edificio de allí es el Salón, para reuniones y bailes. Luego llegan a un gran espacio abierto lleno de gente. Es el mercado y por todas partes hay policías que caminan con látigos en la mano. Jabavu piensa que aquella barra pequeña de pan, por blanco y agradable que fuera, era poco para su estómago, que es grande y está vacío. Va mirando la comida del mercado hasta que Betty le dice:

–Espera, luego comeremos algo mejor que esto.

Y Jabavu mira a la gente que compra cacahuetes o mazorcas de maíz asadas para la cena y ya se siente superior a ellos por lo que acaba de decirle Betty.

Al poco rato lo saca del mercado porque lleva tanto tiempo viviendo allí que mirar a la gente no le parece tan interesante como a él. Cuando se alejan del centro le dice:

–Y ahora nos vamos a Polonia.

Se sonroja de tanto reír. Jabavu se da cuenta de que es un chiste y le pregunta:

–¿Qué tiene tanta gracia de Polonia?

Ella le contesta deprisa, antes de que se lo impida la risa:

–En la guerra de los blancos que se acaba de terminar, había un país llamado Polonia y hubo unas peleas terribles con muchas bombas y ahora nosotros llamamos Polonia al lugar adónde estamos yendo porque ahí hay muchas peleas y problemas.

Suelta una carcajada, pero se detiene al ver que Jabavu se queda serio y callado. Está pensando: «No quiero problemas y peleas». Entonces, en voz bajita y alocada, como una niña, ella dice:

–Bueno, pues nos vamos a Johannesburgo.

–¿Y cuál es el chiste de Johannesburgo? –pregunta él, esforzándose por disimular el miedo.

–Ese sitio también se llama Johannesburgo porque en la capital también hay problemas y peleas. –Luego se parte de risa y Jabavu ríe con ella por pura educación. Ella se da cuenta y, tratando de impresionarlo, añade con un suspiro importante–: Ah, los blancos nos dicen: «Os hemos salvado de las perversas guerras tribales; os hemos traído la paz». Y sin embargo tienen sus guerras y matan a tanta gente que cuando ves los números en el periódico no los entiendes. –Se lo ha oído decir al señor Mizi en un mitin. Al darse cuenta de que Jabavu está impresionado, prosigue–: Sí, lo llaman civilización.

–No entiendo, ¿qué significa civilización? –pregunta entonces Jabavu.

–Es como viven los blancos –contesta ella, como una profesora–. Con casas, cines, vaqueros, comida y bicicletas.

–Entonces, la civilización me gusta –contesta Jabavu, desde el pulso de lo más profundo de su hambre.

Betty suelta una risa amistosa y le dice:

–Menudo tontorrón estás hecho, amigo. Me gustas.

Ahora están en un lugar de aspecto infernal en el que hay muchos cobertizos altos de ladrillos dispuestos en fila y chamizos de planchas hechas con barriles de petróleo aplastados, o con sacos y cajas, y huele fatal.

–Esto es Polonia Johannesburgo –dice Betty, mientras camina con cautela con sus zapatos bonitos entre la suciedad y la inmundicia.

Los ojos fijos y horrorizados de Jabavu ven a un hombre acurrucado sobre la hierba.

–¿No tiene dónde dormir? –pregunta como un estúpido.

Ella le tira del brazo y dice:

–Déjalo, tonto, está enfermo de tanto beber.

Ahora está en su territorio y, aunque asustada, le habla en un tono más natural porque se siente superior. Jabavu la sigue, pero sus ojos no pueden despegarse de ese hombre que parece muerto. Y mientras sigue a Betty siente el corazón pesado y ansioso. No le gusta este sitio; tiene miedo.

En cambio, cuando entran en una casita un poco separada de las demás se siente más a salvo. Están en una sala de ladrillos rojos, con un banco pegado a la pared y unas sillas a un lado. El suelo es de cemento rojo y en las vigas hay cintas de papel de color fijadas con clavos. Hay dos puertas y al abrirse una de ellas aparece una mujer. Es muy gorda, tiene una cara amplia y brillante y los ojos pequeños y rápidos. Lleva la cabeza cubierta con una tela blanca y un vestido limpio de algodón rosa. Lleva de la mano a un crío muy limpio. Mira a Betty con curiosidad y ésta le dice:

–He traído a Jabavu, mi amigo, para que duerma aquí esta noche.

La mujer asiente, mira a Jabavu y éste sonríe. Le ha caído bien y piensa: «Es una mujer agradable de las de antes, decente y respetable, y va con su hijito».

Entra con Betty en una habitación contigua a la sala grande y está bien que no diga lo que piensa porque ella lo consideraría un tonto sin remedio, pues si bien es cierto que esa mujer, la señora Kambusi, es amable a su manera, además de respetable, no deja de serlo que su inteligencia le ha permitido dirigir el antro más rentable de la ciudad; sólo una vez tuvo que ir al juzgado, y en condición de testigo. Esta mujer amable e inteligente tiene cuatro hijos de padres distintos y ha enviado a los tres mayores muy lejos, a la escuela católica, donde crecerán y se educarán y no conocerán el lugar de donde sale el dinero para pagar su escolarización. Y el pequeño también se irá el año que viene, antes de que tenga edad suficiente para entender a qué se dedica la señora Kambusi. Luego pretende que sus hijos vayan a Inglaterra y se hagan médicos y abogados. Porque es rica, muy rica.

Estar en esa habitación le hace sentirse encerrado e inquieto. Es tan pequeña que solo cabe una cama estrecha, una cama con patas y algo de espacio para caminar a su alrededor. Hay unos vestidos colgados de un clavo de la pared en unos palos de madera. Betty se sienta en la cama y lanza una mirada provocativa a Jabavu. Pero él se queda quieto, pasea la mirada entre el techo bajo y las estrechas paredes y piensa: «¡Mis padres! ¡Cómo puedo vivir en una caja, como las gallinas!».

Viendo que está distraído, ella dice:

–A lo mejor quieres comer ya.

Él la vuelve a mirar y contesta:

–Gracias, aún tengo mucha hambre.

–Se lo diré a la señora Kambusi –dice ella, con una voz suave y sumisa que no acaba de gustarle, y sale de la habitación.

Al cabo de un rato lo llama y él sale de la minúscula habitación, cruza la sala grande y pasa por la segunda puerta hacia un cuarto donde se le abren los ojos de admiración. Hay una mesa con mantel de verdad y muchas sillas alrededor y una cocina grande como las de los blancos. Jabavu nunca se ha sentado en una silla, pero ahora sí lo hace y piensa: «Pronto yo también tendré sillas como éstas para que mi cuerpo esté cómodo».

La señora Kambusi está atareada con la cocina, de cuyas ollas emana un olor maravilloso. Betty deja unos tenedores y cuchillos sobre la mesa y Jabavu se pregunta cómo se va a atrever a usarlos sin temor a parecer un ignorante. El chiquillo está sentado frente a él y lo mira con ojos grandes y solemnes y Jabavu se siente inferior incluso a ese niño que conoce las sillas, tenedores y cuchillos.

Cuando está listo el guiso, se lo comen. Jabavu consigue que sus gruesos dedos manejen con dificultad el tenedor y el cuchillo, tal como ve hacer a los demás, pero pronto olvida su incomodidad ante el disfrute de las delicias de la comida nueva. Otra vez hay pescado, que viene de los grandes lagos de Nyasaland, y verduras en un líquido espeso y sabroso, y pasteles dulces y suaves con un azúcar rosado. Jabavu come sin parar hasta que siente el estómago pesado y a gusto y nota que la señora Kambusi lo está mirando.

–Has pasado mucha hambre –comenta ella en tono agradable, en su propio lenguaje.

A Jabavu le parece que lleva meses sin oírlo, en vez de sólo tres días, y contesta agradecido:

–Ah, amiga, usted es de los míos.

–Lo era –dice la señora Kambusi, con una sonrisa extraña que, de nuevo, lo incomoda. Tiene algo de dureza, y sin embargo no la interpreta como crueldad contra él. Sus ojos son rápidos y astutos, como centellas negras. Le dice–: Escúchame, te voy a dar una pequeña lección. En los pueblos se puede entrar, saludar a los hermanos y aceptar su hospitalidad por derecho de sangre y de familia. Aquí no es igual y todo hombre es un extraño hasta que demuestra ser un amigo. Y las mujeres también –añade, mirando a Betty.

–Eso me han contado, madre –dice Jabavu, agradecido.

–¿Qué te acabo de decir? No soy tu madre.

–Sin embargo, llego a la ciudad y ¿quién me da algo de comer, si no es una mujer de mi propio pueblo?

Ella pasa al inglés y le dice:

–Pagarás por tu comida. Además, estás aquí como amigo de Betty, no mío.

A Jabavu se le congela el ánimo por su frialdad y porque no tiene dinero para pagar la comida. Luego se vuelve a fijar en la mirada inteligente de esa mujer y entiende que se lo ha dicho con amabilidad.

De nuevo en su lengua común, la mujer sigue hablando:

–Y ahora, escúchame bien. Esta chica, cuyo nombre no diré para que no sepa que estamos hablando de ella, me ha contado tu historia. Me ha dicho que te encontraste con hombres iluminados en el monte, por la noche, y que les caíste bien y te dieron el nombre de su amigo de la ciudad. No voy a pronunciar ese nombre porque a los amigos de esta chica que sigue aquí sentada intentando comprender lo que decimos no les gustan los iluminados. Entenderás por qué cuando lleves más tiempo en la ciudad. Pero lo que te quiero decir es lo siguiente: es probable que, como muchos chicos recién llegados a la ciudad, tengas muchas ideas agradables sobre la vida y sobre lo que vas a hacer. Pero es una vida dura, mucho más dura de lo que te crees ahora. Mi vida ha sido dura y aún lo es, aunque me ha ido bien porque he usado la cabeza. Y si me dieran la oportunidad de volver a empezar, sabiendo lo que ahora sé, no desperdiciaría a la ligera ese papelito con un nombre escrito en él. Significa mucho entrar en esa casa como amigo, ser amigo de ese hombre. Recuérdalo.

Jabavu escucha con la mirada gacha. Parece que dentro de él hablen dos voces distintas. Una dice: «Esta es una mujer de gran experiencia, hazle caso, lo dice por tu bien». La otra: «¡Vaya! Otra metomentodo dándote consejos; una vieja que ha olvidado las emociones de la juventud, otra que te quiere ver tan tranquilo y adormilado como ella».

La mujer sigue hablando, inclinada hacia delante, con los ojos fijos en él:

–Escúchame. Cuando supe que habías coincidido con los iluminados antes de entrar en la ciudad, me pregunté qué clase de buena suerte será la que te acompaña. Luego recordé que habías pasado de sus manos a las de quien ahora nos acompaña en la mesa, que las mantiene retorcidas con enfado porque no entiende lo que decimos. Tienes una suerte muy variada, amigo. Y sin embargo muy poderosa, porque miles de los nuestros entran en esta ciudad sin saber nada de los hombres iluminados, ni de los de la oscuridad, para quienes trabaja esta chica, más allá de lo que oyen contar a otros. Pero como parece que has de elegir, te quiero decir, y ahora hablo como uno de los tuyos, como tu madre, que si no dejas a esta chica y te vas de inmediato a la casa cuya dirección conoces, serás un tonto.

Deja de hablar, se levanta y dice:

–Ahora vamos a tomar un té.

Sirve en las tazas un té muy fuerte y dulce y Jabavu lo prueba por primera vez y lo encuentra bueno. Mientras bebe mantiene la mirada baja por temor a cruzarse con la de Betty. Porque nota que está enfadada. Además, no quiere que la señora Kambusi se de cuenta de lo que está pensando, es decir, de que no quiere dejar a Betty: tal vez más adelante, pero todavía no. Porque ahora que su cuerpo está alimentado y descansado se llena de deseo por esa chica. Cuando se levantan los dos, él mantiene la mirada baja y así ve cómo Betty deja dinero en la mesa para pagar la comida. ¡Cuánto dinero! Son cuatro chelines por cada uno. Le asombra que estas mujeres manejen semejantes cantidades con esa naturalidad. Luego echa un rápido vistazo a la señora Kambusi y observa que ella le dirige una mirada dura e irónica, como si entendiera muy bien todo lo que pasa por su mente.

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