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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (11 page)

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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De modo que salí del recinto de la granja —era un día cálido y hermoso—, y me interné en el bosque para perderme en la calma de los grandes árboles por un rato. Entonces, encontré a Godifa, de pie junto a un roble añoso y llorando desconsolada. Había adoptado a un gatito, que creció hasta convertirse en un animal joven y cariñoso, y se había quedado colgado en lo alto del árbol. Mientras ella sollozaba, nos miraba desde una rama baja entre maullidos lastimeros. Me costó sólo una docena de segundos trepar por el árbol y meter el gato en un pliegue de mi túnica antes de saltar al suelo y ofrecérselo a Godifa con un pequeña reverencia y un floreo con las manos. Su cara se transformó al momento, y pasó de la lluvia al sol radiante. Se secó las lágrimas y, sonriente, me tomó la mano y la besó antes de salir corriendo, dando saltitos de felicidad. No pensé más en aquello, pero al cabo de unas semanas empecé a notar que me seguía a todas partes mientras yo me dedicaba a mis tareas domésticas. Era muy tímida, no me hablaba, y cuando la miraba y le sonreía, de inmediato se ruborizaba y salía corriendo.

Unos seis meses después de mi llegada a la granja de Thangbrand se celebró una fiesta nocturna: el santo de alguien, creo, aunque no recuerdo de quién. En las fiestas, el cometido consistía en dar la vuelta a la mesa con un aguamanil, y verter agua en las manos extendidas de los invitados de modo que cayera en la palangana que sostenía Will. Luego Guy les ofrecía una toalla limpia. Cuando todos los invitados se habían lavado las manos, yo ayudaba a los criados a servir los platos que salían de la cocina: jabalí asado, grandes lonchas de venado, por supuesto, capones guisados, pastel de pichón, puré de guisantes, queso y fruta. Cada invitado tenía una especie de torta ancha de pan cocido sobre la que colocaba la carne, de modo que el pan absorbía los jugos. Will y yo dábamos la vuelta a la gran mesa sirviendo vino, recogiendo las bandejas que se vaciaban, y llevando de la cocina otras repletas de comida. Nos turnábamos para tomar un par de bocados en un rincón oscuro de la sala, cuando podíamos.

En esta ocasión, cuando todos comieron hasta quedar saciados y retiramos todo menos la fruta y las jarras de vino, un hombre al que nunca había visto antes se dirigió al extremo de la sala. Empuñaba una viola, un hermoso instrumento musical de madera pulida con cinco cuerdas, gran panza redonda y cuello alto y estrecho. Sostuvo la viola apoyada en el hombro y, con un pase de su arco de crin de caballo en la mano derecha, hizo vibrar un solitario y largo acorde áureo, y poco a poco se hizo el silencio en la ruidosa reunión.

—Amigos míos —dijo, mientras los ecos agridulces de aquel sonido flotaban aún sobre nuestras cabezas con deliciosas reverberaciones que aceleraron mi pulso—, ésta es una canción sobre el amor.

Y empezó:

—Amo cantar porque el canto nace de la alegría…

Mientras escribo ese verso en mi propia lengua —él, por supuesto, cantaba en francés—, me parece insignificante, un tópico vacío de sentido. Pero entonces, en aquella sala destartalada sumida en el corazón del antiguo bosque, hizo que un escalofrío recorriera mi espina dorsal. Había tanta belleza en su forma de cantar, y en el acompañamiento de las notas angelicales de la viola, que conmovió a todos los presentes en la sala. Vi a Guy con la boca tan abierta, que por ella asomaba un pedazo de carne a medio masticar. Hugh, que se disponía a beber un sorbo de vino, se había quedado inmóvil con la copa a mitad de camino hacia su boca. Luego el músico acarició las cuerdas con su arco para crear un nuevo acorde, y continuó:

Pero nadie se esfuerza en componer una canción cuando el gozo se ausenta de un corazón sincero. Es un trabajo excesivo, si falta la alegría.

Era un hombre joven, de estatura mediana, delgado, con cabellos de un rubio oscuro que adornaban su cabeza como un casco liso y luminoso que enmarcaba un rostro agradable. Estaba recién afeitado, una rareza en nuestra comunidad, y su rostro parecía resplandecer de bondad a la luz cambiante del fuego del hogar. Todo en él resultaba extrañamente claro y preciso, exacto, desde su túnica impoluta de raso azul oscuro, ceñida por un cinto enjoyado del que pendía una daga, hasta sus calzas a listas verdes y blancas y sus botas de piel de cabrito. Resaltaba en aquella sala repleta de rufianes mugrientos vestidos con ropas recosidas, como un gallo joven, orgulloso e iridiscente, en medio de un tropel de torpes gallinas de plumas pardas. Ahora las gallinas guardaban silencio, como en trance.

Aquel a quien amor y deseo incitan a cantar

compone fácilmente una buena canción.

Pero nadie puede hacerlo si no está enamorado

Nunca antes había oído una música tan hermosa de aquel género: sencilla pero conmovedora, una ráfaga de notas y la voz —oh, y aquella voz tan pura— sirviendo de eco a la melodía, repitiendo el acorde de la viola mientras el instrumento atacaba una nueva y elegante frase. Y lo mejor de todo, cantaba al amor: el amor de un joven caballero por la dama de su señor; no la sórdida lujuria entre proscritos y prostitutas, sino un amor puro, profundo, doloroso; un amor imposible, que sólo puede encontrar expresión en el marco de una canción. Y así supe lo que quería hacer con mi vida: quería amar…

Mi amor es puro y por eso me enseña

A crear las palabras y la música más puras.

… y también quería cantar.

Capítulo V

L
a sala de la granja de Thangbrand resplandecía de luz y de música. El elegante músico se había colocado en un extremo de la estancia, y acunaba su viola en los brazos enfundados en seda, alta la barbilla y cerrados los ojos, la boca rosada abierta dejando ver los dientes blancos mientras derramaba un chorro dorado de voz en la sala. Sentados en los bancos arrimados a las paredes, en los cofres que guardaban sus pertenencias o en los taburetes y sillas colocados junto a la larga mesa, incluso acuclillados en las esteras de junco del suelo, todos los habitantes de la granja escuchaban aquella música celestial en un silencio absoluto. Eran las notas exquisitas de otra vida, una vida de belleza disfrutada sin esfuerzo, de riqueza, gusto y poder: el poder de convocar el placer con unas simples palmadas de manos bien nutridas. Oían la excelsa melodía de una gran corte, la música de los reyes y los príncipes. Yo quería entrar a formar parte de aquello; quería poseer esa música, revolearme en ella, sumergirme en su licor embriagador y suntuoso.

Entonces, ocurrió. En una pausa al concluir una estrofa perfecta sobre la belleza y el dolor del amor, Guy soltó una risita. Fue sólo un ruido ligero, un bufido de desdén. Pero el músico paró en seco en mitad de un verso: sus ojos se abrieron y miró a Guy. Su mirada se clavó por un instante en él, y su rostro perdió todo el color. Luego, después de un simple esbozo de inclinación hacia el extremo de la sala donde estaban sentados Hugh y Thangbrand, salió a largas zancadas por la gran puerta y se perdió en la noche.

Hubo un gran suspiro colectivo. Se había roto el hechizo, pero a pesar de ello todos suspirábamos por escuchar un poco más de aquel sortilegio. Hubo algunos murmullos, y luego se reanudaron las conversaciones en la sala. Hugh, que había estado masticando un muslo de pollo mientras escuchaba la música, gritó «¡Idiota!» y arrojó el hueso a Guy, alcanzándole en mitad de la frente. Guy alzó las cejas y mostró las palmas de las manos en señal de inocencia.

En ese momento, lo odié. Antes había sido una molestia, alguien a quien evitar, pero en ese instante la emoción que sentía destiló un desprecio concentrado y venenoso: odié a Guy con una ferocidad absoluta. No sólo deseé su muerte, sino su total aniquilación; borrar su persona de la faz de la Tierra.

♦ ♦ ♦

El músico francés se llamaba Bernard, como descubrí al día siguiente al charlar con Hugh después del almuerzo de mediodía. Para mi alegría, Hugh me contó que Robin había decidido que yo fuera discípulo de Bernard. El francés también se haría cargo de las clases de lengua que ahora me daba Hugh, puesto que yo me había situado en un nivel mucho más alto que los demás chicos, y también había recibido el encargo de darme clases de aritmética, geometría, astronomía y… música. Me sentí en éxtasis, henchido de felicidad: iba a pasar las tardes oyendo buena música y aprendiendo cómo hacerla yo mismo, y, lo mejor de todo, me vería libre de Guy y de Will por unas horas.

Encontré a Bernard en la reducida cabaña que le habían asignado, a media milla más o menos de la casa principal de Thangbrand, en un pequeño claro del bosque. Caminé hasta aquel lugar como en una nube, aturdido por la felicidad que aquella perspectiva me producía, mezclada con algún temor: ¿conseguiría ser digno de aquel hombre? Hugh mencionó que Bernard había puesto como condición que habitáramos en lugares separados, para aceptar el encargo de servirme de tutor. Era un hombre remilgado, me dijo Hugh, y no quería dormir en la sala en compañía de un hatajo de proscritos comidos por las moscas.

No me pareció especialmente remilgado cuando me encontré con él una hermosa tarde de otoño, para presentarme como su pupilo. Estaba tumbado sobre un leño cortado y desbastado, atado por los extremos a la rama de un árbol frente a la puerta de una cabaña prácticamente en ruinas; su fina túnica de seda, la misma que llevaba puesta durante su actuación, estaba desabrochada a medias y manchada en el pecho por lo que parecía un vómito ya seco. Había perdido uno de sus zapatos y, mientras tamborileaba con los dedos en la panza de su viola, reía en voz baja para sí mismo al tiempo que se balanceaba. El día anterior me había parecido una figura divina, un amante cortés, maestro de música, creador de belleza; hoy resultaba ridículo.

—Maestro Bernard —le dije en francés, de pie junto a él, que se había sentado con la cabeza inclinada y rasgueaba las cuerdas de su viola—. Soy Alan Dale y he venido a presentarme como pupilo vuestro siguiendo las órdenes de mi señor Robert Odo…

—Shhhh… —Rápidamente alzó un dedo en mi dirección, como advertencia, y luego chapurreó con dificultad—: Estoy creando una obra maestra.

Siguió ocupado con la viola, punteando algunas notas sueltas de vez en cuando; a veces parecía dormitar, y de pronto despertaba con un respingo. Esperé durante tal vez un cuarto de hora, hasta que levantó la vista y dijo con voz clara:

—¿Quién eres tú?

—Soy Alan —repetí—, vuestro pupilo, y he venido a serviros por orden de…

—¿Servirme, eh? ¿Servirme? —me interrumpió—. Muy bien, podrías traerme un poco más de vino, entonces.

Vacilé, pero me despidió con grandes gestos, gritándome:

—Vino, vino, trae vino decente, vamos chico, vamos, vamos…

De modo que volví a la granja de Thangbrand, robé un barril de vino de la despensa cuando nadie miraba, y se lo llevé en una carretilla. Luego le ayudé a beberlo.

♦ ♦ ♦

Como tutor mío en aritmética, geometría y astronomía, Bernard era un desastre. De hecho, hasta donde recuerdo, nunca habló de ninguno de esos temas. Pero mejoró mi francés, porque era lo único que hablábamos los dos, y me enseñó música, Dios sea loado: me enseñó a componer
cansos y serventes
, poemas de amor y satíricos, a afinar y tocar la viola, a impostar la voz y controlar la respiración, y muchos más trucos técnicos de su oficio. Era un trovador, o dicho con más propiedad, porque procedía del norte de Francia, un
trouvére
, y su mayor placer, me dijo, era tocar y cantar para los grandes príncipes de Europa; cantar el amor, el amor de un caballero humilde por una dama de alta cuna, el
amour courtois
o amor cortés, el amor de un
servus
por su
domina

Esa noche, mientras bebíamos el vino y yo limpiaba el vómito de su túnica con un cepillo, me contó la historia de su vida. Había nacido en el condado de la Champaña, y era el segundo hijo de un barón menor que estaba al servicio de Enrique, el conde. Amó la música desde pequeño, pero su padre, a quien le importaban muy poco tanto la música como Bernard, se oponía. Sin embargo, animado por su madre, Bernard tomó como maestro a uno de los más grandes
trouvéres
de Francia, que lo colocó en la corte del rey Luis. Desde el principio, me confió Bernard, había tenido un enorme éxito: las grandes damas lloraban sin recato al oír sus canciones de amor, y todos se reían con sus ingeniosos serventesios, que se burlaban de la vida cortesana pero sin rebasar nunca ciertos límites. Todos le querían; la vida era buena; y un joven gentilhombre de aspecto atractivo aunque sin fortuna, siempre podía contar con el recurso de una boda ventajosa con alguna de las damas de linaje inferior de la corte. Era una vida llena de relumbrón: partidas de caza, festines reales, certámenes de poesía y de canto. Pero, como muchos jóvenes antes que él, Bernard se excedió en sus ambiciones. Porque, además de su profunda adoración por la música, también amaba, y casi en la misma medida, el vino y las mujeres…, y fue esta última afición la que causó su ruina.

Bernard, joven, guapo, divertido y lleno de talento, era muy popular entre las damas de la corte. Varias de ellas, casadas o no, le habían recibido en sus alcobas, pero él no daba importancia a esos juegos amorosos y se mantenía libre de compromisos serios. Pero entonces cayó enamorado. Quedó completamente embrujado por la joven y encantadora Héloise de Chaumont, esposa del ya más que maduro Enguerrand, sire de Chaumont, un reputado guerrero muy estimado por el rey Luis gracias a sus proezas en el campo de batalla.

—Ay, Alan, muchacho, era perfecta, la belleza encarnada —me dijo Bernard, y en su rostro apareció un rictus de dolor—. Cabellos del color del maíz, grandes ojos violetas, una cintura esbelta que daba paso a generosas curvas… —Aquí Bernard hizo el consabido gesto con las manos—. Cómo la amé. Habría dado la vida por ella…, bueno, la vida no, pero sin duda me habría sentido dichoso de sufrir un grandísimo dolor por ella. Bueno, no un gran dolor, un dolor a secas. Digamos que alguna incomodidad menor… ¡Ah, Héloise! Fue el aire de mis pulmones, el aliento mismo de mi vida. —Bebió un largo trago de vino y enjugó una lágrima—. Y ella me amó, Alan, lo cierto es que también me amó.

Durante varias semanas los amantes vivieron un romance apasionado, y luego, inevitablemente, Enguerrand les descubrió.

El sire de Chaumont había estado cazando con e cortejo real en los bosques que rodean París. Su caballo se quedó cojo por la mañana temprano, de modo que volvió inesperadamente a sus apartamentos en palacio, pensando que podría volver a la cama y retozar un poco con su esposa, a falta de caza. Entró en su alcoba y se encontró con Bernard desnudo y con una enorme erección, paseando arriba y abajo ante la cama de Héloise, tocando la viola y recitando una cancioncilla burlona sobre el rey. La dama, también desnuda, se retorcía de risa cuando Enguerrand irrumpió por la puerta. Por desgracia, también el sire de Chaumont se había quitado la ropa y estaba asimismo en un estado de excitación muy visible. Entonces Héloise cometió un error fatal, siguió riendo. Miró a los dos hombres desnudos, uno joven y el otro anciano, pero ambos con erecciones que menguaban rápidamente, y lanzó una carcajada histérica.

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