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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (9 page)

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Me sonrió, relajado y muy tranquilo. Yo lo miré con un torbellino dando vueltas en el interior de mi cabeza. Entonces, por alguna extraña alquimia, mi humor cambió y me contagié de su valor. Me había sentido débil y pesaroso por haber segado una vida joven, pero entonces noté como la sangre corría por mis venas con más ímpetu. Bajé de nuevo la vista hacia el muchacho muerto a mis pies y mi mano buscó mi espada. Aferré su empuñadura de madera lisa y tiré de ella para arrancarla del hueso en el que estaba clavada. Luego me erguí, alcé la barbilla, me afirmé sobre mis piernas temblorosas y miré a mi alrededor en busca de más enemigos que matar.

Capítulo IV

L
a batalla había terminado. Los soldados enemigos supervivientes, apenas un puñado de hombres, huyeron, unos a pie y tal vez dos o tres de ellos a caballo, por el mismo camino por el que llegaron.

Recorrí con la vista el campo y se me giró el estómago: diseminados por todas partes caballos agonizantes, hombres que se arrastraban o caminaban a trompicones cubiertos de sangre; el aire lleno de gemidos y gritos temblorosos, y el suelo tan empapado que el claro lujuriante del bosque ya no era verde, sino una mezcla apestosa de sangre y barro, mierda de caballo y cuerpos destrozados. El olor de la batalla era acre y salado: un olor metálico, como de cobre oxidado, insidioso; con notas de residuos fecales y meados, sudor reciente y hierba aplastada. Pero por encima de todo eso, por encima del dolor y la muerte y el horror y la suciedad, sentí la enorme euforia, la alegría pletórica de estar vivo, de que el enemigo hubiera sido derrotado y de que la victoria fuera nuestra.

Los andrajosos hombres y mujeres de Robin corrían de un cadáver a otro, rebanaban las gargantas de los enemigos heridos, sofocaban sus gritos de agonía y hurgaban en sus bolsas y en las alforjas de sus sillas de montar. Sólo permanecía en pie, en el campo, un enemigo. Era uno de los caballeros, sin casco, con una cuchillada abierta en una mejilla, el muslo izquierdo atravesado por una flecha, pero todavía de pie, con la espada y la maza en las manos, rodeado por un círculo de hombres de Robin, algunos de ellos heridos, que se burlaban de él y lo azuzaban a pedradas. Los proscritos burlones se mantenían, prudentes, lejos del alcance de la espada y la maza. A sus pies, pude ver tres cuerpos tendidos.

—Venid, cobardes —gritó el caballero. Hablaba el inglés sin acento, cosa rara en uno de su clase—. Venid aquí y morid como hombres. —Una piedra rebotó en su peto—. Chusma de villanos sin hígados, ¡venid y luchad!

En respuesta a su desafío, un proscrito temerario, fornido y armado con un hacha corrió hacia él por detrás. Pareció que el caballero tenía ojos en la nuca. Se volvió a medias del lado derecho y paró con la espalda el golpe del hacha. Luego cambió de dirección, con pies tan ligeros como los de un bailarín, y girando el torso hacia la izquierda aplastó el cráneo de su atacante con un golpe de la maza de pinchos. El hombre se derrumbó, tuvo una sacudida y quedó inmóvil. El caballero hizo aquello con tal facilidad, dio el golpe fatal con tanta habilidad y elegancia, que silenció de golpe las burlas de quienes lo rodeaban.

—Vamos, ¿quién es el siguiente? —dijo el caballero—. Ese montón ha de crecer.

Un arquero se abrió paso por entre el círculo de atacantes hasta colocarse a cinco metros del caballero; colocó una flecha en la cuerda de su arco, la tensó y estaba a punto de clavar un metro de astil en el pecho del hombre cuando Robin, que llegaba a la carrera, gritó con su voz metálica de batalla:

—¡Quieto! —Y apartando a un lado a los hombres que rodeaban al enemigo, dijo—: Señor, habéis luchado con valor, y ahora estáis herido. Soy Robert Odo de Sherwood. ¡Rendíos a mí!

El caballero ladeó un poco la cabeza; era un hombre bien parecido, de unos veinticinco años, con una gran barba negra espesa y ojos brillantes.

—¿Queréis rendiros? —contestó—. Muy bien, acepto.

Sonreía, incluso frente a la muerte. Robin le miró con fijeza. El arquero tensó su arco una pulgada más. El caballero alzó la barbilla, con un último pensamiento para su Creador. Pero Robin levantó un brazo imperioso, con la palma dirigida al arquero. Entonces mi señor se echó a reír; en medio de la sangre y la muerte, del dolor y la furia, rió y rió. El caballero, riendo también, dejó caer la maza, arrojó al aire la espada que trazó una parábola relampagueante en el aire, la recogió por la punta ensangrentada en su mano enguantada de malla, y ofreció la empuñadura a Robin.

—Soy sir Richard at Lea —anunció sonriente—, y vuestro prisionero.

Y sin dejar de sonreír cayó de bruces en el barro y quedó inconsciente a los pies de Robin.

♦ ♦ ♦

Cargamos los carros con una rapidez asombrosa. De hecho, la banda de Robin lo hacía todo deprisa y sin ruido. Los heridos fueron cargados con el equipaje. A los muy malheridos, sólo tres hombres que yo viera, Tuck les administró los últimos sacramentos y fueron rematados por John, que les clavó una daga en el corazón. Lo hizo con un extraño cariño: acunó sus cabezas en su enorme manaza y empujó una sola vez, rápidamente, entre las costillas, provocando un flujo de sangre arterial de color brillante. Al parecer, era la costumbre en la banda de Robin. Y nadie hizo el menor comentario acerca de si esos hombres irían derechos al paraíso, o bien al otro lugar. Se cavaron, también a toda prisa, tumbas para nuestros muertos. A los de ellos —había veintidós cadáveres, y ningún herido: todos los que no habían huido, con la excepción de sir Richard, fueron ejecutados por los hombres y mujeres de Robin—, se les despojó de todo lo que tenía algún valor: armas, malla, ropas, botas, dinero, y se les abandonó al borde del camino. Sus camisas sucias, la única ropa demasiado mugrienta para que ni siquiera los hombres de Robin consideraran que valía la pena robarla, ondeaban al viento como banderas grises y andrajosas, que saludaban el paso de sus dueños al otro mundo. Tuck pronunció una breve oración sobre los cuerpos colocados en fila, y yo sentí una punzada de culpabilidad al ver el cabello rubio, salpicado de sangre, de mi víctima. Eran nuestros enemigos, pero también eran guerreros y hombres. Tuck hizo la señal de la cruz sobre los cadáveres y dio media vuelta; Hugh, ya montado y colocado al frente de la columna, gritó: «¡Adelante!», y toda la caravana se puso en marcha traqueteando, avanzando por el camino del bosque. Miré el sol; sólo había pasado una hora desde que el espía vino a avisarnos. Solté el cinto de mi espada, volví la espalda al claro cubierto de sangre y seguí mi camino a la cola de la caravana, detrás de mi victorioso señor proscrito.

♦ ♦ ♦

Poco después abandonamos la gran carretera del norte y seguimos una serie de caminos menores, cada uno de ellos más estrecho que el anterior. El gran bosque verde se fue cerrando a nuestro alrededor, hasta que las ramas barrieron los laterales de nuestros carros y apenas nos dejaban ver el sol. El sendero que seguíamos daba tantas vueltas y revueltas en distintas direcciones que, en la penumbra del bosque, muy pronto perdí la orientación y ya no supe dónde estaban el norte, el sur, el este y el oeste. Cuando empezó a oscurecer, me di cuenta de que me había perdido sin remedio. Pero Robin sabía perfectamente adónde nos dirigíamos, y continuamos adelante, viajando a la luz de algunas antorchas de madera embreada, hasta llegar a una antigua granja construida en lo más profundo del bosque.

Robin nos dejó allí: a Hugh, a los hombres heridos, a las mujeres, los niños, el ganado, las carretas de bueyes más pesadas con su carga de tributos, a sir Richard y a mí. El dueño de la granja, Thangbrand, un viejo guerrero canoso, había matado un cerdo y preparado un festín para Robin y su banda. Yo me sentía presa de unos extraños humores melancólicos después de la batalla, y apenas probé bocado; no pude dejar de pensar en el muchacho rubio al que había matado: su rostro se me aparecía cuando cerraba los ojos, su boca roja me sonreía mostrando sus dientes blancos, y la sangre manaba de su cuello por la horrible herida que dejaba las vértebras al descubierto. Era demasiado joven para haber sido uno de los hombres que dieron muerte a mi padre, pero no me cabía duda de que habría obedecido una orden así. De modo que me convencí de que había vengado hasta cierto punto a mi padre al arrebatar la vida de aquel hombre, a pesar de que fuera sólo un símbolo, una encarnación, de las fuerzas que me habían privado de mi padre. También me halagaba el hecho de que Robin me hubiera visto matar a aquel enemigo; pero ¿por qué entonces me sentía tan infeliz? Eran demasiadas cosas para poder asimilarlas de golpe, de modo que me retiré a un rincón de la sala, me envolví en mi capa e intenté aislarme del ruido de jarana que había alrededor de las barricas de cerveza y buscar el olvido en el sueño.

Robin y su compañía, libres ya de impedimenta, partieron de allí a la mañana siguiente. Todos los hombres montaban caballos de refresco de los establos de Thangbrand. Tuck me abrazó y me recomendó cuidar mis modales y pensar en mi alma inmortal de vez en cuando. Little John me dio una fuerte palmada en la espalda. Cuando el propio Robin se acercó para despedirse brevemente de mí, hinqué la rodilla y le pedí acompañarlo, pero él me hizo levantarme y me dijo que había de obedecer a Hugh en todo y atender a las lecciones que me daría.

—Me serás más útil con un poco de aprendizaje, Alan. Necesito a mi alrededor gente capaz. Aprende también de Thangbrand —añadió—. En tiempos fue un gran guerrero y puede enseñarte muchas cosas. Una muerte no te convierte en un guerrero, aunque ha sido un buen principio, un magnífico principio. —Sonrió y me palmeó el hombro—. Estaré de vuelta muy pronto, no temas. Sin duda no pasará mucho tiempo antes de que necesite las nuevas habilidades que vas a aprender.

Luego hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó al trote. Mientras le miraba cabalgar entre los árboles, de pronto me sentí inseguro, inerme, incluso un poco atemorizado. Me encontraba solo en medio de extraños en un lugar desconocido.

♦ ♦ ♦

La granja de Thangbrand, como el nombre de su dueño, era un residuo de la época anglosajona. Construida con robustos postes de roble y argamasa en un espacioso claro abierto en el corazón del bosque de Sherwood, parecía acomodada en una época más primitiva, una época anterior a la llegada a nuestras playas de los orgullosos franceses. Era un edificio amplio, de forma oblonga, con techumbre de paja, rodeado por una treintena de cabañas. Una desvencijada empalizada de troncos rodeaba el edificio principal y sus dependencias: establos, graneros, talleres, una herrería, un horno y varias chozas míseras en las que dormían con los animales los habitantes de más baja condición de aquel lugar. En una de ellas alojaron a sir Richard. La noche anterior había jurado a Robin, por su honor de caballero, que no intentaría escapar hasta que se acordara un rescate y sir Ralph Murdac lo pagara. Lo cierto es que sus heridas eran demasiado graves para permitirle ir muy lejos. Había perdido una gran cantidad de sangre y sólo estaba consciente de forma intermitente. Un hachazo le había roto varías costillas y dejado una herida abierta en su costado derecho. Me lo dijo Tuck, después de atenderle lo mejor que supo. El muslo izquierdo había sido perforado por una flecha, que le fue extraída cuando sir Richard estaba inconsciente. Por fortuna, el hueso femoral no estaba roto. Ahora estaba envuelto en vendajes, sin su armadura, pálido y con una botella de agua mezclada con vino a su lado, sentado en el suelo de una cabaña que había servido de pocilga, sobre un montón de paja limpia y con la espalda apoyada en la pared, observaba a través de la ventana abierta el ajetreo de su rústica prisión.

Los habitantes de la granja, cuyo mando había asumido Hugh en su condición de lugarteniente de Robin, eran el propio Thangbrand, su obesa esposa Freya, sus dos hijos morenos y robustos, Wilfred y Guy, que eran sólo algunos años mayores que yo, y una hija flaca llamada Godifa, de nueve o diez años. Vivía también con ellos otro chico, William, un primo más o menos lejano, de mi misma edad, fuerte y pelirrojo, con cierta tendencia a exhibir una sonrisa boba. Asimismo, habitaban el lugar una docena de mesnaderos, algunos heridos en nuestra escaramuza y otros a los que no había visto antes, y un número similar de hombres y mujeres de la servidumbre.

Poco después de la marcha de Robin, Hugh me mandó llamar y me comunicó el programa que iba a seguir mi vida en la granja de Thangbrand. Me dijo que debía aprender tanto como me fuera posible de los que me rodeaban, y que sería castigado si molestaba a la familia, si robaba algo o si no atendía a mis obligaciones. En cambio, si me comportaba de forma adecuada, prestaba mucha atención a las lecciones y trabajaba duro, recibiría a cambio algo de inestimable valor, un tesoro para mi mente, un
thesauros
… Se refería a mi educación.

Mi día, dijo, se estructuraría de la siguiente manera: Al alba, antes de desayunar, me ocuparía de distintas tareas relacionadas con la marcha de la granja, es decir, daría de comer a las gallinas, a los cerdos y a las palomas del palomar bajo la supervisión de Wilfred, el hijo mayor de Thangbrand, durante una hora más o menos. Luego nosotros —Wilfred, Guy, William y yo— desayunaríamos y a continuación seríamos instruidos por Thangbrand en las artes de la guerra junto a otros proscritos, hasta el mediodía, cuando tomaríamos la comida principal de la jornada.

Por la tarde recibiríamos clases de francés, latín, gramática, lógica y retórica, y de
courtoisie
, la correcta forma de comportarse de los jóvenes nobles. Yo era un privilegiado, me hizo comprender Hugh en un tono firme pero amable, por aprender los modales del hijo de un caballero, a pesar de mi baja cuna. Después de la cena habría más pequeñas tareas, me informó, y luego me iría temprano a la cama.

En los festines de los días señalados y las fiestas, yo habría de servir la mesa con mis mejores ropas y la cara limpia. No debía meterme los dedos en la nariz ni en las orejas en presencia de los invitados. Tampoco debía emborracharme. Dormiría por las noches en la sala sobre un colchón relleno de paja colocado en el suelo junto al fuego, con los demás hombres y chicos. Hugh tenía una cabaña propia, no lejos de la casa principal, y allí dormía y recibía a sus espías y correos, los hombres sombríos que le traían noticias de los cuatro puntos cardinales del país, y Thangbrand y Freya dormían en una habitación separada en un extremo de la casa.

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