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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (2 page)

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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A pesar de que nunca lo había visto antes, supe al momento que se trataba del mismísimo sir Ralph Murdac: el hombre que guardaba para el rey el castillo de Nottingham y que también tenía poder de vida y muerte sobre los habitantes de una amplia franja de la Inglaterra central. Se hizo el silencio en la multitud y yo tragué saliva mientras él recorría con una mirada de arriba abajo mi flaco cuerpo, tomando buena nota de mi pelo rubio sucio, mi cara embarrada y mis ropas harapientas. El era un hombre esbelto, de corta estatura pero bien parecido, con un cuerpo atlético vestido con túnica y calzas negras de seda, y un manto de color oscuro sujeto al cuello con un broche de oro. Con la mano derecha aferraba una fusta de montar: una vara de un metro de largo de cuero negro, que iba afilándose desde el grosor de una pulgada en un extremo hasta la punta, fina como el cordón de una bota. A su costado izquierdo colgaba una espada con empuñadura de plata enfundada en un tahalí de cuero negro. El rostro estaba recién afeitado, finamente delineado y enmarcado por un cabello negro bien cortado y peinado en forma de casco semiesférico. Me llegó una vaharada de su perfume: lavanda, más un toque almizclado. Los ojos del azul más claro que yo había visto nunca, fríos e inhumanos, parecían despedir reflejos de hielo bajo las cejas oscuras. Apretó sus rojos labios al examinarme. Y de pronto, todo mi miedo desapareció, como una ola al retroceder después de cubrir la playa… Descubrí que le odiaba. Me sentí lleno de un aborrecimiento frío y pétreo: odiaba lo que él y los de su clase habían hecho conmigo y con mi familia. Odiaba su riqueza, odiaba sus ropas caras, su apostura, su perfección perfumada, su arrogancia de nacimiento. Odiaba el poder que tenía sobre mí, su forma de sentirse superior, la realidad de esa supremacía. Concentré el odio que sentía en mi mirada. Y creo que él se dio cuenta de mi hostilidad. Por un instante nuestros ojos se encontraron y enseguida, con una mueca en su barbilla perfectamente cuadrada, desvió la mirada. En ese momento estornudé, de una forma tan colosal, tan ruidosa y repentina que sorprendió a todo el mundo. Sir Ralph se sobresaltó, y me miró asombrado. Yo noté que los mocos y la sangre se acumulaban en mi nariz maltrecha. Empezaron a fluir hacia la comisura de mi boca y la barbilla. Resistí el prurito de lamer aquel flujo. Murdac guardaba silencio y me miraba con un desprecio absoluto.

—Llevaos a esta… carroña… al castillo —dijo en inglés, pero con un ligero ceceo afrancesado. Y luego, casi como si se le acabara de ocurrir, me dijo a mí directamente—: Mañana cortaremos esa repugnante mano ladrona.

Estornudé de nuevo y un moco ensangrentado salió disparado y fue a plantarse en su inmaculado manto negro. Miró con horror aquel coágulo amarillento y rojizo, y al instante, veloz como la mordedura de una víbora, me cruzó la cara con su fusta de montar. El impacto me hizo caer de rodillas, y la sangre empezó a manar de un corte de unos cinco centímetros en la mejilla. Con ojos nublados por la rabia y el dolor, levanté la vista hacia sir Ralph Murdac. El sostuvo mi mirada durante un segundo, con sus ojos azules extrañamente inexpresivos, y luego dejó caer la fusta en el polvo, como si el contacto conmigo la hubiera infectado de peste, dio rápidamente media vuelta, se ajustó el manto en una posición más cómoda y atravesó el círculo de mirones que nos rodeaban y que se apartaron a su paso como las aguas del mar Rojo delante de Moisés.

Cuando el soldado empezó a tirar de mí para llevárseme cogido de la muñeca, oí gritar a una mujer:

—Es Alan, el hijo de la viuda Dale. ¡Tened compasión de él, sólo es un chico huérfano!

El hombre se detuvo y se volvió a contestarla, sujetándome el brazo sólo con una mano. Cuando giró la cabeza, utilicé mi rabia y mi odio para retorcer con fuerza mi muñeca en su puño, me liberé de un tirón, culebreé por entre las piernas de un par de aldeanos y eché a correr con todas mis fuerzas. A mi espalda estalló una babel de gritos furiosos de soldados que apartaban a los aldeanos a empujones y maldecían a quienes estorbaban su paso. Yo corrí en zigzag, deslizándome entre la multitud, chocando con campesinos rechonchos y esquivando a las amas de casa con sus grandes cestos. Dejé a mi paso un torbellino de confusión y de reacciones furibundas. Hombres y mujeres se volvían irritados, al verse atropellados de forma tan brusca. Volcaron varios carros; la loza se hizo añicos al estrellarse contra el suelo; el vallado que encerraba a un rebaño de ovejas se desbarató, y las bestias sueltas se sumaron con sus balidos al tumulto; y yo me escurrí por un callejón lateral, crucé en dos saltos la forja de un herrero y salí por la otra puerta a una calle estrecha que serpenteaba entre dos grandes edificios, doblé a la izquierda por otra calle y corrí hasta que el barullo fue disminuyendo a mi espalda. Me detuve a la puerta de una iglesia, junto a la muralla de la ciudad, para recuperar el aliento. No parecía que nadie me persiguiera. Así pues, esforzándome en calmar el martilleo de mi corazón, fingí un aire tan indiferente como pude, y con la capucha bajada y una mano colocada casualmente sobre el corte y las magulladuras de mi cara, crucé la puerta de la ciudad delante del centinela que dormitaba, y seguí las revueltas del camino que conducía a los bosques. Una vez me encontré fuera de su vista, corrí. Corrí como el viento, a pesar de que la cabeza me dolía y del bulto pesado que se había atravesado en la boca de mi estómago. Corrí hasta no poder más, hasta que en un recodo del camino apareció ante mí nuestra aldea. Hice entonces una pausa para recuperar el aliento, y me di cuenta de que mi puño derecho estaba firmemente apretado. Todavía tenía el brazo entero, gracias a Dios, y mis ligeros dedos. Y también tenía la empanada.

♦ ♦ ♦

Mientras estaba tendido en el henar, curándome el corte y los golpes de la cara, repasé de nuevo en mi mente lo sucedido ese día. Nadie me había perseguido por el camino fuera de los muros de Nottingham, al menos que yo supiera, pero la mujer del mercado me había conocido, de modo que me di cuenta de que no pasaría mucho tiempo —a la mañana siguiente con toda probabilidad— sin que aparecieran los hombres del sheriff a buscarme en la casa de mi madre.

De modo que aquella misma noche mi madre me llevó a ver a Robin.

La aldea estaba a oscuras, a excepción de un círculo de antorchas en torno a la iglesia, en el extremo norte de la aldea. Nuestra iglesia no era grande, no mucho mayor que algunas de las casas del pueblo, pero era de piedra sólida, con un techo de bálago. No teníamos cura porque la aldea era demasiado pobre para mantenerlo: era poco más que un villorrio, a decir verdad. Pero en las fiestas religiosas, la Pascua, la fiesta de San Miguel, Navidad y otras, venía de Nottingham un clérigo joven y celebraba la misa. Y tan seguro como que un hombre ha de morir, después de la cosecha se presentaba el enviado del obispo para recaudar los diezmos.

Como era el edificio más grande y sólido del pueblo, también lo utilizábamos para las reuniones, y en la reciente anarquía provocada por las luchas entre el rey Esteban y la emperatriz Matilde se convirtió en el refugio de los aldeanos frente a los intentos de matanzas y pillajes de tropas de soldados vagabundos. En aquellos días oscuros, un hombre prudente, según el dicho, tenía su dinero bajo tierra, su vestido sin adornos y sus hijas encerradas.

Desde que subió al trono el rey Enrique, treinta y cuatro años atrás, Inglaterra había vivido en una especie de paz. Ya no teníamos que luchar con los merodeadores de las bandas de soldados rebeldes, pero teníamos que doblar el espinazo ante los mesnaderos de sir Ralph Murdac. Y podían ser igual de rapaces, sobre todo ahora que el rey estaba lejos, luchando contra su hijo el duque Ricardo de Aquitania y el rey Felipe II Augusto de Francia. Nuestro Enrique había nombrado a Ranulfo de Glanville para el cargo de justicia mayor, y en Inglaterra, según murmuraban muchos campesinos, ya no había buen gobierno. Se decía que a Ranulfo, le gustaban el oro y la plata, y adjudicaba el cargo de sheriff a cualquiera —incluso al mismo Diablo— capaz de pagar por él y de seguir aportando una bonita suma de dinero. Él mismo había sido sheriff y sabía perfectamente la cantidad de plata que podía proporcionar un condado bien exprimido. De modo que nos exprimían hasta dejarnos secos. Desde luego, se rumoreaba que Ralph Murdac, el hombre designado por Glanville, estaba amasando una considerable fortuna para el justicia y para él mismo.

Aquella noche de primavera se había reunido un tropel de aldeanos delante de la iglesia, y de tanto en tanto entraban unos y salían otros. Mi madre se abrió paso entre la gente, arrastrándome con ella. Al acercarnos al portal de la iglesia, vi que la guardaba un gigante. No habló, sino que levantó una manaza con la palma dirigida a nosotros, y paramos como si hubiéramos tropezado con un muro invisible.

El portero era un hombrón realmente enorme, de pelo amarillo, con una barra en una de sus grandes manazas y una daga tan larga que casi era una espada en el cinto. Nos miró, dio una cabezada de asentimiento y con una media sonrisa dijo:

—Señora, ¿qué le trae por aquí…, qué asunto tiene con él?

—Éste es mi hijo Alan —respondió mi madre, y me señaló—. Andan detrás de él, John.

El gigante asintió de nuevo:

—Esperad ahí —gruñó, y señaló un grupo de unas veinte personas o más, hombres, mujeres y también algunos niños, que hacían cola a un lado de la iglesia.

Aguardamos junto a los otros y mi madre escupió en una punta de su chal y me restregó con él la cara para intentar limpiar la mugre y la sangre coagulada. Yo vivía entonces más o menos a mi aire; rara vez pasaba por casa a menos que tuviera algo de dinero o de comida que llevar a mi madre, y solía pasar las noches acurrucado en rincones oscuros de la ciudad de Nottingham o en el campo, en pajares o graneros. Desde que murió mi padre, Harry, hacía cuatro años, ahorcado por los soldados de Murdac, apenas me había molestado en lavarme y, para ser sincero, estaba mugriento. Mi padre había sido un hombre extraño, culto y aficionado a la música, prudente y cortés, y con una extraña fijación en que el pelo y las uñas habían de estar limpios. Pero cuando yo tenía nueve años lo ahorcaron como a un vulgar ladrón.

Los soldados habían echado abajo la puerta de nuestra casa poco antes del amanecer, lo arrastraron fuera del gran colchón de paja en el que dormía toda la familia y lo sacaron a la calle a empujones. Sin la menor formalidad le ataron las manos a la espalda, y lo colgaron del cuello en el enorme roble del centro del pueblo, junto a la taberna, como ejemplo para el resto de nosotros. Tardó muchos minutos en morir y se manchó, la orina goteaba de sus pies desnudos que pataleaban, mientras se balanceaba colgado de la cuerda a la media luz del alba. Mi padre intentó cruzar su mirada con la mía al morir, pero, Dios me perdone, yo aparté la vista de su cara congestionada y de sus ojos desorbitados y me tapé el rostro con las manos. ¡Que el Señor tenga piedad de su alma, y de la mía!

Cuando los soldados se fueron, cortamos la cuerda y lo enterramos. Creo que desde ese día no volví a ver feliz a mi madre. Me contó muchas historias de él, en un esfuerzo, creo, por conservar su recuerdo vivo en sus hijos. Había visto mundo, me dijo, y tuvo una buena educación; en tiempos había sido clérigo en Francia y cantor en el coro de la nueva catedral de Notre Dame que están construyendo en París. Antes de morir, mi padre se había esforzado en enseñarme a leer y escribir en inglés, francés y latín. Me había pegado en muchas ocasiones, pero nunca con dureza, porque quería que las palabras echaran raíces en mi cabeza y en cambio, al cabo de muchas, muchas horas, yo seguía interesándome más en correr libre por los campos que en verme esclavizado delante de una pizarra. Pero, aunque su rostro se haya ido haciendo más y más borroso con el tiempo, siempre recordaré su música y sus canciones, que llenaban de alegría la casa. Recuerdo cómo cantábamos, toda la familia, por la noche junto al fuego; mi madre y mi padre, tan felices los dos juntos.

Mientras ella frotaba mi cara con su chal ensalivado, vi de nuevo correr las lágrimas por las mejillas de mi madre. Yo era el último de la familia: mi padre murió, dos veranos más tarde, mis hermanas pequeñas Aelfgifu y Coelwyn fallecieron también con pocas semanas de diferencia, después de una enfermedad breve y destructora en la que vomitaron sangre y evacuaron un líquido negro y apestoso. Ahora, su único hijo superviviente podía ser apresado por la ley y perder la mano derecha por ladrón o, peor aún, ser colgado como su padre.

He de confesar que, en aquel momento, fuera de la iglesia junto a mi madre llorosa, no tenía miedo de los hombres del sheriff, ni pena por las muertes de mi padre y mis hermanas: la emoción que me embargaba el corazón era el entusiasmo. Roberto, el señor de Sherwood, estaba allí: Robin Hood, aquel hombre grande y terrible, era temido tanto por los señores normandos como por los campesinos ingleses. Era un hombre que asaltaba a los ricos, les robaba su plata y mataba a sus criados si se atrevían a atravesar sus dominios; un hombre que se burlaba de sir Ralph Murdac y hacía lo que se le antojaba en el gran Bosque Real de Nottingham, del que era el auténtico soberano. Y dentro de unos instantes, yo iba a verme ante él.

Al mirar hacia la puerta de la iglesia, me di cuenta de la presencia de un elemento extraño. Sobre el dintel, alguien había clavado un bulto oscuro. A la luz movediza de las antorchas, me costó ver de lo que se trataba. Era la cabeza cortada de un lobo joven, con ojos aún abiertos que brillaban malignos en la penumbra. Habían traspasado su frente con un gran clavo para fijar la cabeza a la viga. El dintel, a ambos lados de la cabeza, y las jambas aparecían embadurnados de sangre negra. Sentí una excitación casi insoportable, una euforia que llenaba mis pulmones y se me subía a la cabeza. Robin se había atrevido a desacralizar el templo con el cuerpo de un animal para hacerlo suyo al menos por esta noche. Osaba poner en peligro su alma inmortal al fijar un símbolo pagano en el recinto de nuestra Madre Iglesia. Era, en efecto, un hombre que no tenía miedo de nada.

Por fin, después de lo que me parecieron varias horas, el gigante nos hizo una seña y abrió de par en par las puertas de la iglesia. Mi impaciencia llegó al máximo y, aunque la cabeza me daba vueltas por los golpes recibidos, la erguí todo lo que pude al entrar en el recinto.

Habían encendido una hilera de gruesas velas de sebo y, después de la oscuridad exterior, la iglesia aparecía sorprendentemente iluminada, llena a medias de aldeanos y de unos cuantos extraños de aspecto huraño, con capuchas bajadas que ocultaban sus rostros, unos de pie y otros sentados en los bancos de madera arrimados a los muros. Un escribano de unos treinta años de edad estaba sentado a una mesita colocada a un lado de la iglesia, y garabateaba en un rollo de pergamino. También habían puesto un gran sillón de madera justo delante del altar.

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