Read Sangre en la piscina Online

Authors: Agatha Christie

Sangre en la piscina (6 page)

BOOK: Sangre en la piscina
8.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Sabías tú eso, mamá?

—No sé una palabra de química, querido.

—Podrías leer algo del asunto en un libro —dijo Terence.

No hacía más que hacer constar un hecho; pero, tras la aseveración, se notaba cierto dejo de nostalgia.

Gerda no se dio cuenta de la nostalgia. Estaba demasiado preocupada. Se encontraba encerrada en la trampa de su propia ansiedad, de su desaliento. Vueltas y más vueltas. Se había sentido muy decaída desde que se despertara aquella mañana. Por fin había llegado el largo tiempo temido fin de semana con los Angkatell. Para ella, siempre resultaba una pesadilla pasar unos días en
The Hollow
. Siempre se sentía aturdida y triste. A la persona que más temía era a Lucía Angkatell, con sus frases a medio terminar, sus rápidas inconsecuencias, sus nada disimulados esfuerzos por ser bondadosa. Pero los demás casi le resultaban tan temibles. Para Gerda eran dos días de puro martirio, que soportaba por amor a Juan.

Porque Juan, al despertarse aquella mañana, había murmurado con verdadero placer:

—Es magnífico pensar que nos vamos al campo a pasar el fin de semana. Te sentará bien, Gerda. Eso es precisamente lo que te está haciendo falta.

Ella había sonreído maquinalmente diciendo con abnegada fortaleza:

—Será delicioso.

Su triste mirada había vagado por la alcoba. El papel de la pared, color crema, con una franja negra junto al armario; el tocador de caoba con el espejo que se inclinaba demasiado hacia delante; la alegre alfombra de vivo azul; las acuarelas de los lagos escoceses. Todas ellas cosas queridas y conocidas, y no volvería a verlas hasta el lunes.

En lugar de eso, mañana, una doncella entraría en la alcoba extraña depositaría una bandejita con el té junto a la cama, descorrería las cortinas, y luego pondría en orden la ropa de Gerda y la plegaría, cosa que solía producirle a Gerda una desagradable sensación de desasosiego, de embarazo. Permanecía echada melancólica, soportando estas cosas, tratando de consolarse pensando: «Sólo una mañana más.» Como quien va al colegio y cuenta los días que le faltan para las vacaciones.

Gerda no había sido feliz en la escuela. En la escuela había tenido menos tranquilidad que en ninguna parte. En casa había estado mejor. Pero, aun en casa, no había estado demasiado bien. Porque, claro, todos habían sido más rápidos y más inteligentes que ella. Sus comentarios, rápidos, impacientes, no del todo maliciosos, habían llovido sobre ella como una tempestad de granizo. «¡Oh, date prisa, Gerda!» «Manos de manteca, ¡dámelo a mí!» «¡Oh, no dejéis que lo haga Gerda, estará mil años!» «Gerda nunca se entera de nada.»

¿No se habían dado cuenta todos ellos que aquélla era la mejor manera para hacerla más lenta y estúpida aún? Había ido de mal en peor. Se le habían hecho más torpes los dedos; el cerebro le funcionaba con mayor lentitud; aumentaba su inclinación a quedarse mirando, con ojos vacuos, cuando le hablaban.

Hasta que, de pronto, se le había ocurrido la manera de salvarse de todo aquello. Había hallado un arma de defensa casi por accidente en realidad.

Se había tornado más lenta. La aturdida mirada se había hecho más vacua aún. Pero ahora, cuando decían, con impaciencia: «Oh, Gerda, ¡qué estúpida eres! ¿No comprendes eso?», había podido, en su fuero interno, regocijarse un poco... Porque no era tan estúpida como la creían. Con frecuencia, cuando fingía no comprender, sí que comprendía. Y con frecuencia y deliberadamente, iba aún más despacio con el trabajo que estaba haciendo hasta que los dedos impacientes de alguien se lo quitaban de las manos.

Porque tenía ahora un delicioso secreto: el convencimiento de su superioridad. Empezó a sentirse, con frecuencia, algo más risueña, divertida... Sí; resultaba divertido saber más de lo que la gente creía que podía una saber. Ser capaz de hacer una cosa, pero no permitir que nadie supiese que una la podía hacer.

Y tenía la ventaja, inopinadamente descubierta, de que la gente le hacía a una con frecuencia su trabajo. Eso, naturalmente, le ahorraba a una la mar de molestias. Y, al cabo del tiempo, si la gente se acostumbraba a hacerle a una el trabajo, una no tenía que hacerlo ya. Y entonces la gente no se enteraba de que lo hacía una mal. Y así, poco a poco, llegaba una casi al punto de partida. A adquirir una el convencimiento de que podía una competir, en términos de igualdad, con el mundo entero.

(Pero eso, temió Gerda, no rezaría con los Angkatell. Los Angkatell le llevaban a una siempre tanta delantera, que a una le parecía que no se hallaba en la misma calle que ellos siquiera. ¡Cómo odiaba a los Angkatell! A Juan le hacía bien. A Juan le gustaba ir allí. Volvía a casa menos cansado y menos irritable, a veces.)

Querido Juan, pensó. Juan es maravilloso. Todo el mundo opinaba igual. ¡Un médico tan hábil, tan bondadoso para con sus pacientes! Agotándose... y ¡el interés con que se ocupaba de sus pacientes en el hospital...! Aquella parte de su trabajo que no le producía un penique. Juan era tan
desinteresado
, tan auténticamente noble.

Siempre había sabido ella, desde el primer momento, que Juan era una inteligencia y que llegaría muy alto. Y la había escogido a ella, cuando hubiese podido casarse con alguien de más intelecto. No le había importado que fuese torpe, algo estúpida y no muy bonita. «Yo me cuidaré de ti», había dicho. Agradablemente. Casi dominante. «No te preocupes por nada absolutamente, Gerda. Ya te cuidaré yo...»

Lo que un hombre debía ser. Era maravilloso pensar que Juan la había escogido a ella.

Había dicho, con aquella brusca sonrisa suya, muy atractiva y medio suplicante: «Me gusta salirme con la mía, ¿sabes, Gerda?»

Bueno. Por ese lado no había inconveniente. Siempre había procurado ella ceder en todo. Hasta en los últimos tiempos, cuando tan difícil y nervioso se había mostrado, cuando nada parecía darle gusto. Cuando vaya usted a saber por qué, nada de lo que ella hacía estaba bien. Una no podía echarle a él la culpa. Estaba tan atareado... era tan desinteresado...

¡Dios Santo! ¡El cordero! Debí haberlo mandado a la cocina. Juan seguía sin dar señales de vida. ¿Por qué no podría ella tomar una decisión acertada alguna vez? De nuevo se sintió abrumada por el desaliento. ¡El cordero! Aquel terrible fin de semana con los Angkatell. Sintió una punzada en ambas sienes. ¡Oh! ¡Ahora iba a entrarle uno de sus habituales dolores de cabeza! ¡Y le molestaba tanto a Juan que tuviese dolor de cabeza! Se negaba siempre a darle cosa alguna para que se le pasara cuando, siendo médico, bien fácil le hubiese resultado. Decía siempre: «Olvídalo. Nada se adelanta envenenándose con drogas. Date un paseo andando aprisa.»

¡El cordero!
Al mirarlo, Gerda sintió que las dos palabras se repetían sin cesar en su cerebro. «El cordero... EL CORDERO...
EL CORDERO
...»

Se compadeció de sí misma y le saltaron las lágrimas. ¿Por qué, se preguntó, no me salía a mí nada bien
nunca
?

Desde el otro lado de la mesa, Terence miró a su madre y luego al cordero. Pensó: «¿Por qué no podemos nosotros comer? ¡Qué estúpida es la gente mayor! ¡No tiene sentido común!»

En voz alta dijo, escogiendo cuidadosamente las palabras:

—Nicholson hijo y yo vamos a hacer nitroglicerina en el bosquecillo de arbustos de su padre. Viven en Streatham.

—¿De veras, querido? ¡Qué bien! —dijo Gerda.

Aún había tiempo. Si hacía sonar el timbre y le decía a Lewis que se llevara el cordero ahora...

Terence la miró con leve curiosidad. Había tenido instintivamente la impresión de que el preparar nitroglicerina no sería labor que mereciera la aprobación de los padres. Con vil oportunismo, había escogido el momento, más indicado en su opinión, para que no se le llevara la contra. Y su juicio había sido acertado. Si por una de esas casualidades hubiera jaleo, es decir, si las propiedades de la nitroglicerina se manifestaran con demasiada violencia, podría decir, con voz ofendida: «Se lo dije a mamá.»

No obstante experimentó de pronto cierta desilusión.

«Hasta mamá... —pensó— debiera saber lo que es la nitroglicerina.»

Exhaló un suspiro. Experimentó, de pronto, la intensa sensación de soledad que sólo una criatura puede sentir. Su padre era demasiado impaciente para escucharle; su madre estaba siempre demasiado distraída, Zena no era más que una niña pequeña, tonta.

Páginas de importantes experimentos químicos. Y, ¿a quién le importaban? ¡A nadie!

¡Bang!
Gerda sufrió un sobresalto. Era la puerta del consultorio de Juan. Era Juan quien subía corriendo la escalera.

Juan Christow irrumpió en el cuarto, trayendo consigo su peculiar atmósfera de intensa energía. Estaba de buen humor, hambriento, impaciente.

—¡Dios! —exclamó, sentándose y poniéndose a afilar con energía el cochillo trinchante—. ¡Cuánto odio a los enfermos!

—¡Oh, Juan! —murmuró Gerda, en son de reproche—. No digas eso.
Creerán
que lo dices en serio.

Señaló a los niños con un gesto.

—Sí que lo digo en serio. Nadie debiera estar enfermo.

—Papá está bromeando —le dijo Gerda rápidamente a Terence.

Terence examinó a su padre con la desapasionada atención que empleaba para todo.

—No creo que esté bromeando —anunció.

—Si odiaras a los enfermos, no serías médico, querido —dijo Gerda, riendo suavemente.

—Ésa es la razón precisamente —contestó Juan Christow—. A ningún médico le gusta la enfermedad. ¡Santo Dios! ¡Esta carne está helada! ¿Por qué diablos no la mandaste a la cocina para que la conservaran caliente?

—Verás... es que no sabía... ¿Sabes? Creía que venías en seguida.

Juan Christow hizo sonar el timbre, oprimiendo el pulsador con irritación. Lewis se presentó en seguida.

—Llévelo y dígale a la cocinera que lo caliente.

Habló con brusquedad.

—Sí, señor.

Lewis, algo impertinente, logró dar a entender con estas dos palabras tan inocuas, lo que opinaba de una señora que permanecía sentada a la mesa viendo cómo se enfriaba una fuente de carne.

Gerda prosiguió con cierta incoherencia:

—No sabes cuánto lo siento, querido, la culpa la tengo yo, pero al principio, ¿sabes?, creí que venías, y luego pensé, bueno si lo mando a la cocina...

Juan la interrumpió con impaciencia:

—¡Bah! ¿Qué más da? No es importante. No vale la pena armar tanto jaleo por eso.

Luego preguntó:

—¿Está el coche aquí?

—Creo que sí. Collie lo pidió.

—Entonces podremos irnos en cuanto hayamos comido.

Por el puente de Albert, pensó. Luego a través de Clapham Common, el atajo junto al Palacio de Cristal. Croydon, Purley Way... luego, esquivar la carretera real, tirar por el ramal derecho y subir Matherly Hill, por la Cresta de Harverston y luego Shover Down arriba, árboles rojos dorados, bosques allá abajo, por todas partes el suave olor otoñal y bajar tras cruzar la cresta de la colina.

Lucía y Enrique... Enriqueta...

No había visto a Enriqueta en cuatro días. La última vez que la viera había estado enfadada. Tenía aquella expresión en los ojos. No abstraída, no falta de atención... no lograba describirla del todo... aquella expresión como si estuviera
viendo
algo... algo que no se hallaba allí... algo (y ahí estaba el
quid
), ¡algo que no era Juan Christow!

Se dijo a sí mismo:

—Ya sé que es escultora. Ya sé que sus esculturas son buenas. Pero, ¡qué rayos! ¿No puede olvidarlas de vez en cuando? ¿No puede a veces pensar en mí... y nada más que en mí?

Estaba siendo injusto. Lo sabía. Enriqueta rara vez hablaba de su labor. En verdad, se sentía mucho menos obsesionada por su trabajo que la mayoría de los artistas que él conocía. Eran muy raras las ocasiones en que se hallara tan absorta en alguna visión interior, que no fuera completo su interés en él. Pero siempre le enfurecía.

Una vez había dicho, dura y punzante la voz:

—¿Renunciarías a todo esto si yo te lo pidiese?

—A todo, ¿qué? —su voz expresaba sorpresa.

—A todo... esto.

Señaló con un gesto de su mano extendida el estudio.

E inmediatamente pensó para sus adentros:

«¡Imbécil! ¿Por qué le preguntaste eso?»

Y luego:

«Que me conteste: ¡Claro que sí! ¡Que me mienta! Si siquiera dijese: ¡Claro que renunciaría! ¿Qué importaría que fuera verdad o no? Pero ¡que lo diga! Es preciso que tenga yo paz.»

En lugar de eso, ella había guardado silencio unos instantes. Los ojos se le habían tornado soñadores; la mirada abstraída. Había fruncido un poco el entrecejo como si meditara.

—Supongo que sí. Si fuese
necesario
.

—¿Necesario? ¿Qué quieres decir con necesario?

—Ni yo misma sé lo que quiero decir con ello exactamente, Juan. Necesario... como pudiera ser necesario una amputación.

—Es decir, que sería necesaria una operación quirúrgica para separarte de esto, como quien dice.

—Estás enfadado. ¿Qué querías que te contestase?

—De sobra lo sabes. Una palabra hubiera bastado. Sí. ¿Por qué no la dijiste? Dices muchas cosas a la gente para darle gusto, sin preocuparte de que sean verdad o no. ¿Por qué a mí no? Por el amor de Dios, ¿por qué no a mí?

—No lo sé... De veras que no lo sé, Juan. No puedo... de ahí todo. No puedo.

Se había paseado él durante unos minutos. Luego:

—Me volverás loco, Enriqueta. Nunca me parece ejercer influencia alguna sobre ti.

—¿Y por qué has de querer ejercerla?

—No lo sé; pero lo deseo.

Se dejó caer en una silla.

—Quiero ser yo el primero.

—Lo eres, Juan.

—No. Si yo muriese, lo primero que harías, con los ojos anegados en llanto y resbalándote las lágrimas por las mejillas, sería empezar a esculpir una dolorosa, o alguna figura que expresara el dolor.

—¿Si tendrás razón? Creo que... sí; quizá sí que hiciera eso. Es un poco horrible.

Se lo quedó mirando, como asombrada y escandalizada por su descubrimiento.

El budín se había quemado, Christow enarcó las cejas al verlo y Gerda se apresuró a excusarse.

—Lo siento mucho, querido. No comprendo
porqué
ha ocurrido eso. La culpa es mía. Dame la parte de arriba y cómete tú la de abajo.

El budín se había quemado porque él, Juan Christow, se había quedado sentado en el consultorio un cuarto de hora más de lo que era necesario, pensando en Enriqueta, y en la señora Crabtree, y dejándose invadir por una ridícula sensación de nostalgia al acordarse de San Miguel. La culpa era de él. Era una idiotez que Gerda quisiera asumir la responsabilidad, era exasperante que quisiera comerse ella la parte quemada. ¿Por qué diablos se empeñaba siempre en hacerse una mártir? ¿Por qué le contemplaba Terence de aquella manera tan lenta y con tales muestras de interés? ¿Por qué, Dios Santo, por qué tenía que estar resollando Zena tan continuamente? ¿Por qué eran todos tan irritantes?

BOOK: Sangre en la piscina
8.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deadly Force by Keith Douglass
Snake by Stone, Jeff
consumed by Sandra Sookoo
La saga de Cugel by Jack Vance
Breaking Joseph by Lucy V. Morgan
Bound to the Dragon King by Caroline Hale