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Authors: Agatha Christie

Sangre en la piscina (9 page)

BOOK: Sangre en la piscina
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En conjunto, pensó Gerda al iniciar el ascenso de Mersham Hill, aquel viaje no iba demasiado mal. Juan seguía absorto en sus pensamientos y no se había dado cuenta del exagerado chirrido que provocara en Croydon. Al ganar el coche velocidad, cambió, optimista, a tercera, e inmediatamente la marcha del coche disminuyó. Juan, como quien dice, se despertó.

—¿De qué diablos sirve cambiar —quiso saber— en el instante en que llegas a otra pendiente?

Gerda cuadró su mandíbula. No quedaba mucho ya. Y no era que quisiese llegar. Hubiese preferido conducir horas y horas aun cuando Juan se enfadara exageradamente con ella.

Pero ahora pasaban por Shovel Down rodeados de bosques con sus galas otoñales.

—Es maravilloso salir de Londres y meterse aquí —exclamó Juan—. Piénsalo, Gerda..., la mayoría de las tardes nos encontramos encerrados en la sala tomando el té... a veces con la luz encendida.

La imagen de la sala, bastante oscura, surgió en la mente de Gerda con toda la tentadora delicia de un espejismo. ¡Oh! ¡Si hubiera podido siquiera encontrarse en ella ahora...!

—El campo está muy hermoso —dijo heroicamente.

Descenso por la empinada cuesta. Ya no había escape posible. La vaga esperanza de que algo, no sabía qué, intervendría para salvarla de la pesadilla, no se había realizado. Habían llegado.

Se consoló un poco al entrar viendo a Enriqueta sentada en un muro con Midge y un hombre alto y delgado. La presencia de Enriqueta la animaba, porque ésta acudía a veces inesperadamente en su ayuda cuando las cosas se ponían demasiado mal.

Juan se alegró de ver a Enriqueta. Le parecía un final de viaje apropiado tras el bello panorama otoñal bajar de la cresta de la colina y encontrarse con Enriqueta que le aguardaba.

Llevaba la chaqueta y la falda de mezclilla verde que tanto le gustaba a él y que, en su opinión, le sentaba mucho mejor que la ropa que usaba por la ciudad. Tenía extendidas sus largas piernas y llevaba zapatos de campo, de color, muy relucientes.

Se sonrieron mutua y rápidamente, breve señal que expresaba cuánto se alegraban de verse. Juan no quería hablar con Enriqueta ahora. Gozaba con saber que estaba allí, porque sin ella el fin de semana hubiera resultado yermo y vacío.

Lady Angkatell salió de la casa y les saludó. La conciencia la hizo ser más efusiva con Gerda de lo que hubiera sido normalmente con ningún otro invitado.

—¡
Cuánto
me alegro de verte, Gerda! ¡Hace
tanto
tiempo...! ¡Y Juan!

Era evidente que quería dar la impresión de que a quien esperaba con verdadera ansiedad era a Gerda, y que Juan no pasaba de ser un simple acompañante. El intento fracasó miserablemente, no consiguiendo otro efecto que el de dejar cohibida a Gerda.

Dijo Lucía:

—¿Conoces a Eduardo...? ¿A Eduardo Angkatell?

Juan saludó a Eduardo con un movimiento de cabeza.

—No; creo que no.

El sol de la tarde iluminó el oro de la cabellera de Juan y el azul de sus ojos. Tal hubiera podido ser el aspecto de un vikingo que acabara de desembarcar para emprender una misión de conquista. Su voz, cálida y sonora, encantaba al oído, y el magnetismo de su personalidad asumía la dirección de la escena.

Aquel calor y aquella objetivación no hicieron daño alguno a Lucía. Servía, incluso, para hacer resaltar aquella cualidad suya indefinible y maravillosa. Era Eduardo quien, por contraste con el otro, pareció de pronto exánime, una figura borrosa, algo inclinada.

Enriqueta le propuso a Gerda que fueran a ver el huerto.

—Es seguro que Lucía insistiera en enseñarnos el jardín rocoso y las plantas otoñales —dijo, al llevársela—; pero a mí siempre me han parecido los huertos muy bonitos y apacibles. Una puede sentarse encima de los marcos que se usan para protección de los pepinos, o meterse en un invernadero si hace frío, y nadie le molesta a una. Y a veces hay algo que comer.

Hallaron, en efecto, unos guisantes tardíos que Enriqueta se comió crudos, pero que a Gerda no le hicieron mucha gracia. Se alegraba de haberse podido alejar de Lucía Angkatell, a la que encontraba más alarmante que nunca.

Empezó a hablarle a Enriqueta con cierta animación. Las preguntas que hacía Enriqueta siempre parecían ser las que Gerda podía contestar. Al cabo de diez minutos, Gerda se sintió mucho mejor y empezó a pensar que quizá no fuera tan malo el fin de semana después de todo.

Zena asistía a una clase de baile ahora y acababa de hacerse un vestido nuevo. Gerda lo describió con todo lujo de detalles. Además había encontrado una tienda nueva, muy bonita y agradable, que se especializaba en géneros de piel de artesanía. Enriqueta preguntó si costaba mucho trabajo hacerse un bolso una misma. Gerda tendría que enseñarla.

En realidad era muy fácil, se dijo, hacer feliz a Gerda. Y ¡qué cambio más grande se operaba en ella cuando se sentía feliz!

«Lo único que desea —pensó Enriqueta— es que la dejen hacerse un ovillo y ronronear.»

Se sentaron en uno de los marcos de los pepinos donde el sol, bajo ahora en el firmamento, daba la ilusión de un día de verano.

Luego se hizo un silencio. El rostro de Gerda perdió su expresión de placidez. Se le cayeron los hombros. Se convirtió en la personificación del sufrimiento. Dio un brinco cuando habló Enriqueta.

—¿Por qué vienes —le preguntó ésta—, si tanto lo odias?

—¡Oh, no! Quiero decir... No sé por qué habías de creer...

Hizo una pausa y luego continuó:

—Es verdaderamente delicioso escapar de Londres, y lady Angkatell es
tan
bondadosa...

—¿Lucía? No tiene ni pizca de bondadosa.

Gerda pareció escandalizarse.

—¡Oh, sí que lo es! Es tan buena para conmigo siempre...

—Lucía tiene muy buenos modales y sabe ser amable. Pero es una persona bastante cruel. Yo creo que ello se debe, en realidad, a que no es del todo humana..., no sabe lo que es sentir y pensar como un ser normal. Y ¡tú odias estar aquí, Gerda! De sobra sabes que tengo razón. Y, ¿por qué has de venir si tienes esos sentimientos?

—Pues, verás, como a Juan le gusta...

—Sí, a Juan le gusta, en efecto. Pero podías dejarle venir solo.

—No le gustaría eso. No disfrutaría sin mí. Juan es tan abnegado... Opina que me conviene salir al campo.

—El campo está bien. Pero no hay necesidad de cargar con los Angkatell además.

—No..., no... quiero que pienses que soy desagradecida.

—Mi querida Gerda, ¿por qué habías de querernos? Siempre he opinado que los Angkatell son una familia odiosa. Nos gusta a todos reunirnos y hablar un lenguaje absurdo, completamente nuestro. Nada me extraña que los demás sientan deseos de asesinarnos.

Luego agregó:

—Supongo que ya debe ser cerca de la hora del té. Vamos a regresar.

Estaba observando el semblante de Gerda al levantarse ésta y echar a andar hacia la casa.

—Resulta interesante —pensó Enriqueta, parte de cuya mente siempre permanecía al margen de lo que hablara o escuchase— ver el aspecto que tenía el rostro de una mártir cristiana antes de entrar en el Circo.

Cuando salieron del recinto del huerto oyeron disparos y Enriqueta murmuró:

—¡Suena como si hubiera empezado ya la matanza de Angkatell!

Resultó ser que Enrique y Eduardo discutían acerca de armas de fuego y que, para ilustrar la discusión, disparaban revólveres. Enrique Angkatell era muy aficionado a las armas de fuego y tenía una colección completa.

Había sacado varios revólveres y unos cuantos blancos, y Eduardo y él estaban disparando contra estos últimos.

—Hola, Enriqueta, ¿quieres probar si eres capaz de darle a un ladrón?

Enriqueta tomó un revólver.

—Eso es..., sí..., apunta de esta manera.

¡Crac!

—No le diste —anunció sir Enrique.

—Prueba tú, Gerda.

—¡Oh, no creo que yo...!

—Vamos, señora Christow. Es la mar de sencillo.

Gerda disparó el revólver con sobresalto y cerrando los ojos. El proyectil se desvió aún más del blanco que el de Enriqueta.

—¡Ah! ¡Yo quiero probar! —anunció Midge, acercándose.

—Es más difícil de lo que una se supone —observó, después de un par de disparos—; pero es la mar de divertido.

Lucía salió del edificio. Tras ella apareció un joven alto, hosco, con la nuez de la garganta muy pronunciada.

—Aquí está David —anunció.

Tomó el revólver de manos de Midge mientras su esposo saludaba a David Angkatell, lo volvió a cargar y, sin decir una palabra, colocó tres disparos seguidos en el mismo centro del blanco.

—¡Aplausos, Lucía! —exclamó Midge—. No sabía yo que el tiro era una de tus habilidades.

—Lucía —anunció solemnemente sir Enrique— siempre mata al que apunta.

Luego agregó, reminiscente:

—Esa habilidad resultó muy útil en cierta ocasión. ¿Te acuerdas, querida, de aquellos bandidos que nos atacaron por el lado asiático del Bósforo aquel día? Yo rodé por el suelo con dos de ellos encima... estaban intentando estrangularme.

—¿Y qué hizo Lucía? —preguntó Midge.

—Hizo dos disparos contra el montón. Ni siquiera sabía yo que llevase pistola. Pegó a uno de los bandidos en la pierna, y al otro en el hombro. En mi vida me rondó a mi de tan cerca la muerte. Aún no comprendo cómo no me alcanzó uno de los tiros.

Lady Angkatell le sonrió.

—Yo creo que una ha de correr algún riesgo siempre —dijo, con dulzura—. Y una debiera obrar aprisa y no pensarlo demasiado.

—¡Admirable sentimiento, querida! —aplaudió sir Enrique—. Pero yo siempre me he resentido de que el riesgo que tú afrontaras fuese
yo
.

Capítulo VIII

Después del té, Juan le dijo a Enriqueta:

—Vamos a dar un paseo.

Y lady Angkatell dijo que tenía que enseñarle a Gerda el jardín aunque, claro estaba, aquélla no era la estación más apropiada del año.

El paseo con Juan, pensó Enriqueta, se parecía tan poco a pasear con Eduardo como era posible parecerse.

Con Eduardo, rara vez se hacía otra cosa que gandulear. Paseando con Juan, trabajo tenía para no quedarse atrás y, cuando hubieron llegado a la cima de Shovel Down, dijo, jadeando:

—¡Esto no es una carrera, Juan!

Él aflojó el paso y se echó a reír.

—¿Ando demasiado aprisa para ti?

—Puedo aguantarlo; pero, ¿hay necesidad? No tenemos que pillar ningún tren. ¿Por qué tienes una energía tan feroz? ¿Estás huyendo de ti mismo?

Juan paró en seco.

—¿Por qué dices eso?

Enriqueta le miró con curiosidad.

—No lo dije con ninguna intención especial.

Juan echó a andar de nuevo; pero más despacio esta vez.

—Si quieres que te diga la verdad — anunció—, estoy cansado. Estoy muy cansado.

Notó la lasitud en su voz.

—¿Cómo anda la Crabtree?

—Es demasiado pronto para decir nada; pero creo, Enriqueta, que ahora le he cogido las vueltas. Si no me equivoco (empezó a alargar los pasos), sufrirán una verdadera revolución muchas de nuestras ideas. Tendremos que modificar por completo nuestras teorías acerca de la segregación de hormonas.

—¿Quieres decir con eso que se encontrará una cura para la enfermedad de Ridgeway? ¿Que la gente no se morirá de ella?

—Eso será incidentalmente.

¡Qué gente más rara eran los médicos!, pensó Enriqueta. ¡Incidentalmente!

—Hablando desde un punto de vista científico, la cosa ofrece toda suerte de posibilidades.

Respiró profundamente.

—Pero es agradable encontrarse aquí... bueno, llenarse los pulmones de aire... es magnífico verte.

Le dirigió una de sus repentinas sonrisas.

—Y —agregó— a Gerda le sentará bien.

—A Gerda, claro está... ¡le encanta venir a
The Hollow
!

—Claro que sí. A propósito, ¿he visto a Eduardo Angkatell antes de ahora?

—Dos veces por lo menos —contestó Enriqueta, con sequedad.

—No me acordaba. Es una de esas personas indefinidas, sin personalidad.

—Eduardo es muy bueno. Siempre le he tenido mucho afecto.

—Bueno, no perdamos el tiempo con él. Ninguna de estas personas importa ni pinta nada.

—A veces, Juan, ¡te tengo miedo!

—¿A
mi
...? ¿Qué quieres decir con eso?

La miró con verdadero asombro.

—Eres tan... tan...

, tan ciego.

—¿Ciego?

—No sabes..., no ves..., ¡eres singularmente insensible! No sabes lo que la otra gente siente y piensa.

—Yo hubiera dicho todo lo contrario.

—Ves todo aquello que miras así. Eres..., eres como un reflector. Un potente haz luminoso enfocado en el punto que te interesa. Y, detrás de él, y a cada lado, la oscuridad.

—Enriqueta, querida, ¿qué es todo esto?

—Es
peligroso
, Juan. Das por sentado que a todo el mundo le eres simpático, que todos te quieren, que todos te desean bien. Gente, sin embargo, como Lucía, por ejemplo.

—¿No le soy simpático a Lucía? —preguntó él, sorprendido—. Yo siempre le he tenido mucho afecto.

—Y das por sentado que ella te lo tiene a ti. Pero no estoy tan segura. Y Gerda y Eduardo... oh, y Midge y Enrique. ¿ Cómo sabes tú cuáles son los sentimientos que les inspiras?

—¿Y Enriqueta? ¿Sé cuáles son los sentimientos de ella? —le asió la mano un instante—. Por lo menos estoy seguro de ti.

Se desasió ella.

—No puedes estar seguro de nadie en este mundo, Juan.

El rostro del hombre se había tornado grave.

—No; me niego a creer eso. Estoy seguro de ti y estoy seguro de mi. Por lo menos...

Cambió su semblante.

—¿Qué ocurre, Juan?

—¿Sabes lo que me pillé diciendo hoy? Algo absurdo. «
Quiero irme a casa.
» Eso es lo que dije, y no tenía, ni tengo la menor idea de lo que quise decir con ello.

Enriqueta dijo muy despacio:

—Alguna escena tendrías representada en tu mente.

Dijo él con brusquedad:

—¡Nada! ¡Nada en absoluto!

Aquella noche, a la hora de cenar, a Enriqueta la sentaron junto a David, y desde el otro extremo de la mesa, las delicadas cejas de Lucía telegrafiaron, no una orden (Lucía nunca ordenaba), sino una súplica.

Sir Enrique estaba haciendo todo lo que era capaz con Gerda, y logrando bastante éxito. Juan, con su sonrisa, estaba siguiendo los altos y rebotes de la mente de Lucía en la conversación. Midge le hablaba con cierta afectación a Eduardo, que parecía más distraído que de costumbre.

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