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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (86 page)

BOOK: Sepulcro
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Léonie procuró no prestar atención a la coincidencia que se había dado en las fechas. Mientras aún se alimentaban esperanzas de que los niños pudieran aparecer ilesos, ofreció la ayuda de sus criados para tomar parte en la búsqueda. Se rechazó su ofrecimiento. Por el bien de Louis-Anatole, mantuvo una aparente calma, aunque por vez primera comenzó a hacerse a la idea de que tal vez tuvieran que marcharse del Domaine de la Cade, al menos hasta que la tormenta amainase del todo.

Maître
Fromilhague y madame Bousquet sostuvieron que aquello no podía sino ser obra de unos perros salvajes o de unos lobos que hubieran bajado de los montes. Durante las horas de luz, Léonie no tenía mayor dificultad en olvidar los rumores que apuntaban a la presencia de un demonio o de una criatura sobrenatural. Pero en cuanto caía el crepúsculo, su conocimiento de la historia del sepulcro y la presencia de las cartas en los terrenos de la finca hacían mella en su confianza y la mermaban.

En el pueblo, el estado de ánimo en general fue empeorando y volviéndose más hostil que nunca con ellos. La finca empezó a ser objeto de mezquinos actos de vandalismo.

Léonie regresaba de pasear por el bosque una tarde cuando vio a un grupo de criados que se encontraban ante la puerta de uno de los cobertizos.

Intrigada, avivó el paso.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Pascal se volvió en redondo con una mirada de espanto en los ojos, tratando de impedirle ver nada al interponer su robusto corpachón.

—No es nada,
madama.

Léonie le miró a la cara, y luego al hortelano y a su hijo, Émile. Se acercó un paso más.

—¿Pascal?

—Por favor,
madama.
Esto no es para que usted lo vea.

Léonie aguzó la mirada.

—Vamos —dijo a la ligera—, que no soy una niña. No sé qué me ocultas, pero tan malo no puede ser.

Pascal siguió sin moverse. Desgarrada entre la irritación que le producía su comportamiento, excesivamente protector, y la curiosidad que la aguijoneaba, Léonie alargó la mano enguantada y le cogió por el brazo.

—Por favor…

Los ojos de todos los presentes se concentraron en Pascal, quien por un instante permaneció en sus trece, hasta que poco a poco y a regañadientes dio un paso atrás para permitir que Léonie viera lo que tanto deseaba él esconder.

El cuerpo despellejado de un conejo que llevaba ya algunos días muerto había sido empalado en la puerta con un grueso clavo de pellejero. Un enjambre de moscas zumbaba enloquecido en torno a una tosca cruz pintada con sangre en la madera. Debajo, unas palabras pintadas con alquitrán: PAR CE SIGNE TU LE VAINCRAS. Léonie se llevó sin querer la mano a la boca, pues el hedor y la violencia de la imagen le causaron cierto mareo, pero mantuvo la compostura.

—Encárgate de que lo limpien, Pascal —le ordenó—. Y te agradeceré que seas discreto. —Miró a los criados reunidos y percibió su propio miedo reflejado en sus ojos supersticiosos—. Quiero la máxima discreción de todos vosotros.

Sin embargo, Léonie no flaqueó y siguió firme en su determinación. Estaba resuelta a no permitir que nada ni nadie la obligasen a marchar del Domaine de la Cade, y menos aún antes de que regresara monsieur Baillard. Había dicho que estaría de vuelta para la festividad de San Martín, el 11 de noviembre. Le había enviado algunas misivas a su casa de alquiler en la calle Hermite para que se las hicieran llegar, últimamente con mucha frecuencia, pero no tenía forma de saber si había recibido sus cartas en el transcurso de sus viajes.

La situación empeoró. Desapareció otro niño. El 22 de octubre, fecha que Léonie sabía que coincidía con el aniversario de la boda clandestina de Anatole e Isolde, la hija de un abogado, con sus cintas blancas y su falda abullonada, fue secuestrada cuando se encontraba en la plaza Pérou. La alarma fue inmediata. Y la indignación fue en aumento.

Fue mala suerte que Léonie se encontrase en Rennes-les-Bains cuando se recuperó el cuerpo desgarrado de la chiquilla. La habían dejado junto al Sillón del Diablo, en los cerros del norte, a no mucha distancia del Domaine de la Cade. Le habían colocado entre los dedos ensangrentados una rama de enebro.

Léonie se quedó helada nada más enterarse, al comprender que el mensaje le estaba destinado a ella. La carreta recorrió con un sordo rumor la Gran Rué, seguida por un cortejo de lugareños. Hombres maduros, curtidos por el clima, por las adversidades de la vida, que sin embargo lloraron amargamente.

Nadie dijo nada. De pronto, una mujer de rostro colorado, con evidente amargura dibujada en su boca apretada, con ira incluso, la descubrió y la señaló. Léonie notó la oleada del miedo cuando los ojos acusadores de todo el pueblo se volvieron hacia ella. Buscaban a alguien a quien culpar.

—Tenemos que marcharnos,
madama
—susurró Marieta, y la apremió a ponerse en macha.

Determinada a no dar ninguna muestra de lo asustada que estaba, Léonie mantuvo la cabeza bien alta a la vez que se daba la vuelta y emprendía el camino hacia donde el coche las estaba esperando. Los murmullos fueron en aumento. Se gritaron palabras altisonantes, desagradables insultos que cayeron sobre ella como si fueran golpes.


Pas luenh
—le apremió Marieta tomándola del brazo.

Dos días después, un trapo empapado en aceite y en grasa de ganso, prendido como una antorcha, fue introducido por una de las ventanas de la biblioteca, que había quedado parcialmente abierta. Se descubrió antes de que causara daños de gravedad, pero en la casa se volvieron más suspicaces los criados, más vigilantes, más desdichados.

Los amigos y aliados que tenía Léonie en la localidad, así como también Pascal y Marieta, intentaron por todos los medios convencerla de que quienes la acusaban cometían el error de creer que existía una bestia que se refugiaba en la finca, pero lo cierto es que en el pueblo era evidente la estrechez de miras con que se contemplaba todo aquello. Era creencia casi generalizada que el viejo diablo de la montaña había regresado para reclamar lo que era suyo, igual que sucediera en tiempos de Jules Lascombe.

Nunca hay humo sin fuego.

Léonie hizo todo lo posible por no ver la mano omnipresente de Victor Constant en la persecución a que se veía sometido el Domaine, pero a pesar de todo estaba cada vez más convencida de que se disponía a pasar al ataque. Quiso convencer de esta sospecha a la
gendarmerie,
suplicó en el ayuntamiento, rogó a
maître
Fromilhague que intercediera en su nombre, pero no sirvió de nada. El Domaine no contaba con ayuda efectiva de nadie.

Tras tres días de lluvias ocasionales, los criados que se ocupaban de la finca apagaron varios incendios que se habían declarado en distintos puntos. Ataques de pirómanos. El cuerpo despanzurrado de un perro apareció en las escaleras de la entrada. Alguien lo había dejado allí amparándose en la oscuridad de la noche, y provocó que una de las jóvenes criadas se desmayase. Llegaron cartas repletas de obscenidades, sumamente explícitas en la acusación de que las relaciones incestuosas de Anatole e Isolde habían sido las causantes de aquellos terrores que asolaban el valle.

Aislada entre los temores, los recelos y las sospechas, Léonie comprendió que todo aquello había tenido que obedecer en todo momento a las intenciones de Constant, que había promovido la animadversión de la localidad en contra de ellos. Y también comprendió, aunque no llegara a decirlo en voz alta ni siquiera estando sola, en la oscuridad de la noche, que aquello no terminaría jamás. Así era la obsesión de Victor Constant. Si se encontraba en los alrededores de Rennes-les-Bains, y ella mucho temía que así fuera, efectivamente, tenía que haberse enterado de que la propia Isolde había muerto. El hecho de que la persecución no hubiera cesado, y que, al contrario, se recrudeciera entonces, hizo entender a Léonie con toda claridad que debía poner a salvo a Louis-Anatole. Se llevaría consigo lo que pudiera, con la esperanza de regresar al Domaine de la Cade antes de que pasara mucho tiempo. Aquél era el hogar de Louis-Anatole. No iba a permitir que Constant se lo arrebatara para siempre.

Su plan era más fácil de ejecutar mentalmente que de ponerlo en práctica.

Lo cierto era que Léonie no tenía adonde ir. La vivienda de París no estaba a su disposición desde tiempo atrás, cuando el general Du Pont dejó de pagar las facturas. Además de Audric Baillard, madameBousquet y
maître
Fromilhague, su confinada existencia en el Domaine de la Cade la llevó a no tener apenas amigos. Achille vivía demasiado lejos y estaba, por otra parte, inmerso en sus propias preocupaciones. Por culpa de Victor Constant, Léonie no tenía familiares cercanos.

Pero no le quedaba otra elección.

Confiando nada más que en Pascal y Marieta, comenzó los preparativos de su huida. Tenía la certeza de que Constant llevaría a cabo el último movimiento contra ellos en la Noche de Difuntos. No sólo era el aniversario de la muerte de Anatole —y la obsesión de Constant con las fechas la llevó a pensar que seguramente elegiría ese día—, sino que además se daba el caso de que, como le dio a entender Isolde una vez, en un momento de lucidez, el 31 de octubre de 1890 fue el día en que ella informó a Constant de que su breve relación debía terminar. A partir de aquello se sucedieron todos los demás acontecimientos.

Léonie resolvió que, si decidiera en efecto aparecer en la víspera de Todos los Santos, no iba a encontrarlos allí.

En la tersa y fría tarde del 31 de octubre, Léonie se puso el sombrero y el abrigo con la intención de regresar al claro donde crecía el enebro silvestre. No deseaba dejar las cartas del tarot expuestas a la posibilidad de que Constant las encontrase, aun cuando fuera improbable que llegase a dar con ellas en medio del bosque. Por el momento, hasta que ella y Louis-Anatole no pudieran regresar sin temer lo peor —y habida cuenta de que se prolongaba la ausencia de monsieur Baillard—, resolvió dejarlas al cuidado de madame Bousquet.

A punto estaba de salir por la puerta de la terraza cuando oyó que Marieta la llamaba por su nombre. Sobresaltada, volvió al vestíbulo.

—Estoy aquí. ¿Qué sucede?

—Una carta,
madama
—dijo Marieta, y le tendió un sobre.

Léonie frunció el ceño. Tras los acontecimientos de los últimos meses, todo lo que se saliera de lo normal era motivo de grandes precauciones. Echó un vistazo y no reconoció la caligrafía.

—¿De quién?

—El recadero dijo que la traía de Coustaussa.

Preocupada, Léonie abrió el sobre. La carta era del anciano sacerdote de la parroquia, Antoine Gélis, que la invitaba a que le hiciera una visita esa misma tarde, debido a un asunto de cierta urgencia. Como tenía fama de ser una persona bastante ermitaña, y como Léonie lo había visto sólo dos veces en seis años, una vez en compañía de Henri Boudet, en Rennes-les-Bains, con ocasión del bautizo de Louis-Anatole, y otra en el entierro de Isolde, le desconcertó recibir semejante citación.

—¿Piensa dar respuesta,
madama?
—inquirió Marieta.

Léonie la miró.

—¿Aún está esperando el recadero?

—Así es.

—Hazle pasar, por favor.

Un chiquillo pequeño y flaco, vestido con unos pantalones marrones, una camisa sin abrochar y un pañuelo rojo al cuello, con la gorra entre las manos, entró en el vestíbulo. Parecía presa de un terror ingobernable.

—No tienes nada que temer —dijo Léonie con la esperanza de que se tranquilizase—. No has hecho nada malo. Sólo quiero preguntarte si fue el párroco Gélis en persona quien te dio esta carta para que la trajeras aquí.

Él negó con un gesto. Léonie sonrió.

—Bueno, entonces ¿puedes decirme quién te la dio?

Marieta empujó al chiquillo para que se adelantase.

—La señora te acaba de hacer una pregunta.

Poco a poco, con el estorbo más que con la ayuda de Marieta y sus deslenguadas intervenciones, Léonie se las ingenió para sonsacarle al menos lo esencial del asunto.

Alfred se alojaba con su abuela en la aldea de Coustaussa. Estaba jugando en las ruinas del
chateaufort
cuando apareció un hombre por la puerta del presbiterio y le ofreció un
sou
a cambio de que entregase una carta urgente en el Domaine de la Cade.

—El párroco Gélis tiene una sobrina que se ocupa de sus cosas,
madama
Léonie —dijo Marieta—. Le prepara las comidas, se ocupa de la lavandería y de la casa…

—¿El hombre era un criado?

Alfred se encogió de hombros.

Satisfecha cuando quedó claro que no iba a sonsacar nada más al chico, Léonie lo despidió.

—¿Piensa ir,
madama?
—preguntó Marieta.

Léonie se paró a pensar. Le quedaban muchas cosas por hacer antes de partir. Por otra parte, no era capaz de creer que el párroco le hubiera enviado semejante comunicación si no existieran razones de peso. La situación era difícil.

—Sí, iré —dijo ella tras vacilar unos momentos—. Pídele a Pascal que me espere a la entrada con el coche preparado inmediatamente.

Salieron del Domaine de la Cade poco antes de las tres y media.

En el aire pendía el aroma de los fuegos del otoño. En las puertas de las casas y las granjas por las que pasaron de camino vieron ramas de boj y de romero prendidas a la entrada. En los cruces de caminos se habían colocado improvisadas hornacinas para celebrar la Noche de Difuntos. A modo de ofrendas, se habían garabateado antiguas oraciones e invocaciones en trozos de tela y papel.

Léonie sabía que en los cementerios de Rennes-les-Bains y Rennes-le-Cháteau, y en todas las parroquias de los montes de alrededor, las viudas vestidas de negro, con sus velos y sus mantillas, estarían ya arrodilladas sobre la tierra húmeda, ante las tumbas ancestrales, rogando por la absolución de aquellos a quienes habían amado. Y tanto más en un año como aquél, con la plaga que asolaba la región.

Pascal arreó a los caballos que resoplaban y abrían los ollares al máximo en el aire frío de la tarde, hasta que el sudor humeó en sus grupas. Con todo, casi había oscurecido cuando cubrieron el trayecto de Rennes-les-Bains a Coustaussa y ascendieron el último camino en pendiente que llevaba hasta la aldea.

Léonie oyó que las campanas daban las cuatro por todo el valle. Dejando a Pascal con el coche y los caballos, recorrió a pie la aldea desierta. Coustaussa era pequeña, poco más que un puñado de casas. No había
boulangerie,
no había café.

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