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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (89 page)

BOOK: Sepulcro
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Constant se detuvo al pie de la terraza, exhausto por el esfuerzo de caminar durante tan largo trecho. Vio a la multitud dividirse en dos columnas, extenderse por la fachada principal y por uno de los laterales, ocupar como un enjambre las escaleras de la terraza y la parte posterior de la mansión.

El toldo que protegía la terraza en toda su longitud fue lo primero en prender fuego, provocado por un muchacho que había trepado sujetándose a la hiedra y que había introducido su antorcha en los pliegues que la tela formaba en un extremo. Aunque estaba húmeda debido al aire de octubre, la tela prendió y ardió en cuestión de segundos, y la antorcha cayó entonces a la terraza. El olor del aceite, el lienzo y el fuego formaron en la noche una nube de humo negro y asfixiante.

Alguien gritó en medio del caos:


Les diaboliques!

La visión de las llamaradas pareció inflamar las pasiones de los lugareños.

Se rompió la primera de las ventanas, crujiendo el cristal ante la puntera metálica de una bota. Un trozo de vidrio se incrustó en los recios pantalones de invierno que llevaba el hombre, que se lo quitó de una sacudida. A la primera siguieron otras ventanas. Una por una, todas las elegantes estancias fueron presa de la violencia de la muchedumbre, y en todas ellas prendieron fuego a los cortinajes con sus antorchas.

Tres hombres empuñaron una urna de piedra y la emplearon como ariete contra la puerta. El cristal y el metal de las emplomaduras y las bisagras cedieron en poco tiempo. Los tres se deshicieron de la urna y la multitud invadió el vestíbulo y la biblioteca. Con trapos empapados en aceite y alquitrán prendieron fuego a los estantes de caoba. Uno por uno, los libros antiguos ardieron, y el papel seco y las encuadernaciones en piel fueron pasto de las llamas como si fueran paja en un henar. Las llamas, crepitando, rugiendo, saltaron de una estantería a otra.

Los invasores arrancaron las cortinas. Reventaron más ventanas debido al calor creciente, a los metales que se iban retorciendo o a los golpes propinados con las patas de las sillas.

Con el rostro distorsionado por la rabia y la envidia, dieron la vuelta a la mesa en la que Léonie se había sentado a leer por vez primera
Les tarots y
arrancaron la escalera de la biblioteca de sus anclajes de latón. Las llamas lamieron el borde de las alfombras antes de arder sin control.

La muchedumbre entró a la carga en el vestíbulo ajedrezado. Mucho más despacio, moviendo las piernas con torpeza, Constant los siguió entonces.

Los invasores se encontraron con los defensores de la casa al pie de la escalera principal.

Los criados estaban en franca inferioridad numérica, a pesar de lo cual lucharon con gran valentía. También ellos habían sufrido las calumnias, los rumores, las habladurías y las maledicencias, y defendían por tanto su honor, además de la reputación del Domaine de la Cade.

Un joven lacayo descargó un golpe tremendo a un hombre que se abalanzaba ya contra él. Tomado por sorpresa, el campesino cayó hacia atrás con una herida abierta en la cabeza.

Todos se conocían de antes. Se habían criado juntos, eran primos vecinos, amigos, a pesar de lo cual lucharon como enemigos encarnizados. Emile cayó debido a un puntapié que le propinó un hombre que en otros tiempos lo había llevado a hombros a la escuela.

El griterío pronto resultó ensordecedor.

Los hortelanos y los jardineros, armados con escopetas de caza, dispararon contra la multitud, alcanzando a un hombre en un brazo y a otro en una pierna. La sangre manó por las heridas abiertas, las manos se alzaban para protegerse de los golpes. Pero debido a la simple diferencia numérica la casa no tardó en caer frente a los agresores. El viejo hortelano fue el primero en desplomarse al tiempo que sentía cómo se le quebraba un hueso de la pierna debido a un puntapié. Émile resistió un poco más, hasta que fue apresado por dos hombres y un tercero lo golpeó repetidas veces en la cara. Se desmoronó. Eran hombres con cuyos hijos había jugado Émile de niño. Lo tomaron en vilo y lo lanzaron por encima de la balaustrada.

Pareció quedar suspendido en el aire durante una fracción de segundo antes de caer de cabeza al pie de la escalera. Quedó tendido con los brazos y las piernas en un ángulo imposible. Sólo un reguero de sangre le manaba por la comisura de la boca, aunque tenía los ojos abiertos.

Antoine, primo de Marieta, un chico simplón, aunque con la suficiente capacidad mental para distinguir el bien del mal, vio a un hombre al que reconoció, y lo vio con un cinto en la mano. Era el padre de uno de los niños que se habían llevado. Su rostro era un amasijo de amargura y de pena.

Sin entender, sin pararse a pensar, Antoine se lanzó al cuello del hombre, al que sujetó con ambas manos y trató de derribar. Antoine era pesado y fuerte, pero no sabía luchar cuerpo a cuerpo. En pocos segundos se vio tendido en el suelo. Alzó ambas manos, pero con demasiada lentitud.

El cinto le alcanzó en la cara, clavándosele la hebilla de metal en el ojo. El mundo de Antoine se volvió de color encarnado.

Constant permaneció al pie de las escaleras, con la mano en alto para protegerse la cara del calor y del hollín, esperando a que su criado llegase atravesando el vestíbulo con su informe.

—No están aquí —jadeó—. He registrado toda la casa. Parece que se largaron con un viejo y con el ama de llaves hace un cuarto de hora, no mucho más.

—¿A pie?

Asintió.

—He encontrado esto, monsieur. Estaba en el salón.

Victor Constant lo tomó con mano temblorosa. Era una carta del tarot, una imagen de un diablo grotesco con dos amantes encadenados a sus pies. Trató de concentrarse, aunque el humo le nublaba la visión. Mientras lo miraba le pareció que el demonio se movía, que se retorcía como si soportase una carga. Los amantes se parecían a Vernier y a Isolde.

Se frotó los ojos doloridos con el dorso de los guantes, y se le ocurrió una idea.

—Cuando hayas terminado con Gélis, deja esta carta del tarot junto al cuerpo. Como mínimo, confundirá aún más las cosas. Todo Coustaussa sabe que Léonie estuvo allí.

El criado asintió.

—¿Y usted, monsieur?

—Ayúdame a llegar al coche. ¿Un niño, una mujer y un viejo? No creo que hayan llegado muy lejos. A decir verdad, me parece más probable que hayan ido a refugiarse a algún lugar dentro de la finca. El terreno es muy boscoso. Sólo hay un sitio en el que puedan estar.

—¿Y ésos? —El criado señaló con un gesto hacia la muchedumbre.

El griterío era tan frenético que rayaba ya en el paroxismo, como si la batalla hubiera alcanzado su momento culminante. Pronto comenzaría el saqueo. Aun cuando el niño hubiera escapado, no tendría ningún lugar al que regresar. Quedaría sumido en la pobreza.

—Déjalos que sigan —ordenó Constant.

C
APÍTULO
96

L
a marcha resultó dificultosa cuando llegaron al bosque en total oscuridad. Louis-Anatole era un niño fuerte, y monsieur Baillard, a pesar de su edad, era sorprendentemente veloz en su caminar, pero incluso así avanzaban con lentitud. Llevaban un farol, pero habían preferido no encenderlo por miedo a llamar la atención del gentío. Léonie descubrió que sus pies conocían perfectamente el camino que durante tanto tiempo había evitado tomar, el camino del sepulcro. Mientras avanzaba, subiendo la pendiente, su larga capa negra rozaba las hojas caídas del otoño, que notaba húmedas bajo los pies. Pensó en los muchos paseos que había dado por la finca, a la arboleda del enebro silvestre, al calvero donde había caído Anatole; pensó en las tumbas de su hermano y de Isolde, una junto a otra, en el promontorio de la orilla del lago, y se le encogió el corazón como si llorase ante la idea de que tal vez nunca más volviera a ver todo aquello. Tras haber percibido durante tanto tiempo que su existencia estaba confinada a aquellos espacios, no quiso despedirse de todo ello. Los roquedales, los cerros, las arboledas, las sendas en el bosque… Le pareció que todo ello formaba parte de lo más íntimo de la persona que había llegado a ser.

—¿Falta mucho, tía Léonie? —preguntó Louis-Anatole con un hilillo de voz después de que llevaran un cuarto de hora caminando—. Me aprietan las botas.

—Poco —le animó ella, estrechándole la mano—. Ten cuidado, no vayas a resbalar.

—¿Sabes qué? —dijo con una voz que delató la mentira—. No me dan ningún miedo las arañas.

Llegaron al claro del bosque y se pararon. La avenida de los tejos que Léonie recordaba de su primera visita parecía más nudosa y enmarañada con el paso del tiempo; las copas de los árboles, unidas unas a otras, más impenetrable que antes.

Pascal estaba a la espera. Las dos lámparas apenas visibles, a los lados del coche, titilaban en el aire helado, y los caballos piafaban y golpeaban con los cascos el suelo endurecido.

—¿Qué lugar es éste, tía Léonie? —preguntó Louis-Anatole, pues la curiosidad por el momento había disipado sus temores—. ¿Estamos aún en nuestros terrenos?

—Así es. Éste es el antiguo mausoleo.

—¿Dónde entierran a la gente?

—A veces.

—¿Y por qué papá y mamá no están enterrados aquí?

No supo qué contestarle.

—Porque prefieren estar fuera, entre los árboles y las flores. Están los dos juntos, cerca del lago. ¿Recuerdas?

Louis-Anatole frunció el ceño.

—¿Para oír mejor a los pájaros? —dijo, y Léonie sonrió—. ¿Por eso no me has traído nunca aquí? —continuó diciendo, y dio un paso adelante, acercándose a la puerta—. ¿Porque aquí hay fantasmas?

Léonie estiró la mano y lo sujetó.

—No es momento, Louis-Anatole.

A él se le entristeció el semblante.

—¿Puedo entrar?

—Ahora no.

—¿Hay arañas?

—Es posible que sí, pero como a ti no te dan miedo las arañas seguro que no te importa.

Él asintió, pero se había puesto pálido.

—Volveremos otro día. Cuando haya luz.

—Es una idea excelente —corroboró ella.

Notó la mano de monsieur Baillard en el brazo.

—No podemos retrasarnos más —dijo Pascal—. Hemos de recorrer toda la distancia que nos sea posible antes de que Constant se dé cuenta de que no estamos en la casa. —Se agachó, tomó en brazos a Louis-Anatole y lo introdujo en el coche—. Bueno,
Pichón:
¿estás listo para una aventura en plena noche?

Louis-Anatole asintió.

—Es un camino muy largo.

—¿Está más lejos que el lago Barrene?

—Pues sí, más lejos aún —replicó Pascal.

—No me importa —dijo Louis-Anatole—. ¿Marieta jugará conmigo?

—Claro que sí.

—Y tía Léonie me contará cuentos.

Los adultos se miraron apesadumbrados entre sí. En silencio, monsieur Baillard y Marieta subieron al coche, y Pascal se acomodó en el pescante.

—Vamos, tía Léonie —la llamó Louis-Anatole.

Léonie cerró la portezuela con fuerza.

—Manténgalo a salvo.

—No es necesario que haga lo que piensa hacer —dijo Baillard al punto—. Constant es un hombre enfermo. Es posible que el tiempo y el curso natural de las cosas pongan fin a su afán de venganza, y tal vez eso ocurra pronto. Si espera usted, es posible que todo esto termine por sí solo.

—Es posible, desde luego —replicó con fiereza—, pero no puedo correr ese riesgo. Podrían pasar tres años, cinco, incluso diez. No puedo permitir que Louis-Anatole crezca bajo esa sombra ominosa, siempre amedrentado, en alerta, pendiente de la oscuridad, pensando que alguien acecha. Que alguien quiere hacerle daño.

Recordó a Anatole mirando a la calle desde la ventana del viejo apartamento de la calle Berlin. Recordó el rostro angustiado de Isolde contemplando siempre el horizonte, convencida de ver señales de peligro hasta en las cosas más nimias.

—No —insistió ella aún con más firmeza—. No permitiré que Louis-Anatole tenga una vida así. —Sonrió—. Esto tiene que terminar. Hoy, esta noche, aquí. —Respiró hondo—. Y usted también lo cree así, Sajhé.

Por un instante, a la tenue luz del farol, se miraron a los ojos. Y él asintió.

—Devolveré las cartas al ancestral lugar que les corresponde —dijo él en voz baja—, cuando el chico esté a salvo y cuando nadie pueda verme. Puede estar tranquila, lo haré.

—¿Tía Léonie? —dijo de nuevo Louis-Anatole, esta vez con mayor angustia.

—Pequeño, hay una cosa que a la fuerza debo hacer —le explicó sin que se le alterase la voz—, lo cual significa que no puedo ir contigo en este momento. Estarás perfectamente a salvo con Pascal y Marieta y monsieur Baillard.

A él se le contrajo la cara cuando se adelantó con ambos brazos extendidos, como si instintivamente hubiera entendido que aquello era más que una separación puramente provisional.

—¡No! —exclamó—. No quiero que te vayas, tía. No quiero dejarte aquí.

Se abalanzó por encima del asiento y lanzó ambos brazos hacia el cuello de Léonie. Ella lo besó y le acarició el cabello, y con firmeza se separó de él.

—¡No! —volvió a gritar el chiquillo, esta vez debatiéndose.

—Sé bueno, aunque sea por Marieta —le pidió, aunque las palabras apenas salieron de sus labios. Tenía un nudo en la garganta—. Y cuida de monsieur Baillard y de Pascal.

Dando un paso atrás, dio una palmada en el lateral del coche.

—¡Váyanse! —exclamó—. ¡Váyanse!

Pascal hizo restallar el látigo y el coche arrancó con un bamboleo. Léonie quiso taparse los oídos para no oír la voz de Louis-Anatole, que la llamaba y lloraba desconsolado, y que se fue apagando a medida que se alejaba.

Cuando ya no pudo oír el traqueteo de las ruedas en el terreno endurecido, helado, se volvió y echó a caminar a la puerta de la antiquísima capilla de piedra. Cegada por las lágrimas, asió el pomo de metal. Vaciló, miró por encima del hombro. A lo lejos, el resplandor anaranjado era intenso, y despedía chispas y densas nubes de humo, un humo gris en el cielo de la noche.

La casa ardía.

Se armó de valor, se afianzó en su decisión. Giró el pomo, empujó la puerta y cruzó el umbral para entrar en el sepulcro.

C
APÍTULO
97

U
na racha de aire helado y denso le salió al paso. Poco a poco, Léonie vio que sus ojos iban acostumbrándose a la oscuridad. Sacó la caja de cerillas del bolsillo, abrió la portezuela de cristal del farol y acercó una cerilla al pabilo hasta que prendió.

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