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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (92 page)

BOOK: Sepulcro
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La cuarta carta la hizo sonreír de nuevo: El Loco. Anatole Vernier, con su traje blanco, su sombrero
canotier
y su bastón en la mano, tal como lo había pintado su hermana. La Sacerdotisa le siguió: Isolde Vernier, hermosa, elegante, sofisticada.

Luego, Los Enamorados, Isolde y Anatole juntos.

La séptima carta era El Diablo. Su mano aleteó unos momentos por encima de la carta, al tiempo que ella miraba los rasgos malévolos de Asmodeus y los veía tomar forma ante sus propios ojos. El diablo y todos sus demonios, la personificación de los terrores, de los temores inquietantes de los montes, tal como se relataba en la recopilación de Audric S. Baillard. Cuentos de maldad, tanto del pasado como del presente.

Meredith supo en ese momento, a partir de la secuencia que se había trazado, cuál iba a ser la última carta. Todos los personajes del drama estaban presentes, retratados en los naipes que pintó Léonie, si bien estaban modificados, transformados, de modo que contasen una historia específica.

Con el olor del incienso aún en la nariz y los colores del pasado fijados en la imaginación, Meredith sintió que el tiempo se le escapaba. Un presente continuo, todo lo que lo había precedido y todo lo que fuera a suceder después, se unió en ese acto de desplegar las cartas según fueran saliendo.

Las cosas se escurrían entre el pasado y el presente.

Tocó la última carta con las yemas de los dedos y, sin siquiera darle la vuelta, notó que Léonie salía de las sombras.

Carta VIII: La Fuerza.

Dejando la octava carta sin volver, Meredith se sentó en el suelo sin sentir el frío ni la humedad, y miró el octeto de cartas extendido sobre la caja. Comprendió entonces que las imágenes empezaban a moverse. Su vista se centró sin querer en El Loco. Al principio era tan sólo una mancha de color que antes no estaba allí. Una gota de sangre, casi tan pequeña que no se podía ver, pero que fue en aumento, floreció, ganó tamaño y se tornó muy rojo sobre el blanco del traje que vestía Anatole. Cubriéndole el corazón.

Por un instante, aquellos ojos pintados parecieron mirarle a ella a los suyos.

Meredith contuvo la respiración, desbordada, abrumada, y sin embargo incapaz de alejarse de lo que estaba observando, en el momento en que comprendió que estaba viendo morir a Anatole Vernier. La figura se deslizó despacio hasta el pie del terreno pintado como fondo, revelando entonces con toda claridad los montes de Soularac y de Bézu, bien visibles al fondo.

Ansiosa, desesperada al no lograr ver algo más, aunque sabedora al mismo tiempo de que no tenía elección, un movimiento que se produjo en la carta contigua captó su mirada. Meredith se volvió a La Sacerdotisa. De entrada, el hermoso rostro de Isolde Vernier la miraba con sosiego desde la carta II, serena, con un largo vestido azul y guantes blancos, que subrayaban la elegancia de sus dedos, sus brazos esbeltos. Sus rasgos comenzaron entonces a cambiar, pasando la tonalidad del rosa al azul. Se le abrieron más los ojos, sus brazos parecieron deslizarse sobre su cabeza como si estuviera nadando, como si flotase.

Se
está ahogando.

El eco de la muerte de su propia madre.

La carta pareció oscurecerse a la vez que la falda de Isolde se hinchaba en el agua en torno a sus piernas, enfundadas en medias, con el relumbre de la seda en el verde opaco del mundo subacuático, y unos dedos fangosos que le arrancaron las chinelas color marfil de los pies.

Isolde cerró los ojos, pero con ese gesto Meredith comprobó que la expresión que aún brillaba en ellos era de paz, no de temor, no del horror que siente el ahogado. ¿Cómo era posible? ¿Había llegado a ser la vida una carga tan pesada que realmente quiso morir para librarse de lo que ya no podía soportar de ninguna manera?

Miró al final, al Diablo, y sonrió. Las dos figuras encadenadas a los pies del demonio ya no estaban allí. Las cadenas quedaron arrinconadas en la base de la columna. Asmodeus se había quedado solo.

Meredith respiró hondo. Si las cartas podían contar, en efecto, la historia que había acontecido, ¿qué fue de Léonie? Alargó la mano, pero no fue capaz de animarse a dar la vuelta a la última carta. Sentía auténtica desesperación por conocer la verdad. Al mismo tiempo, le inspiraba verdadero miedo la historia que podría estar a punto de presenciar en esas imágenes cambiantes.

Introdujo la uña bajo el canto de la carta, por una esquina; cerró los ojos y contó hasta tres. Entonces la miró. El anverso de la carta estaba en blanco.

Meredith se incorporó, se puso de rodillas, desconfiando de lo que acababa de ver con sus propios ojos. La tomó con la mano y le dio la vuelta y la volvió otra vez.

La carta seguía en blanco, completamente en blanco: no quedaban en ella ni siquiera los verdes y los azules del paisaje del Midi.

En ese instante un sonido interrumpió sus reflexiones. Una rama rota, un crujido en las piedras al moverse de su sitio, el repentino aleteo de un ave que emprende el vuelo.

Meredith se puso en pie, mirando a medias a su espalda, pero sin llegar a ver nada.

—¿Hal?

Una miríada de pensamientos centellearon en su interior, y ninguno le sirvió de ayuda. Los apartó de sí. Tenía que ser Hal. Ella misma le había dicho dónde iba a encontrarse. Nadie más sabía que estaba allí.

—¿Hal? ¿Eres tú?

Los pasos se iban acercando. Alguien que caminaba a buen paso por el bosque, el susurro de las hojas al desplazarse, el crujir de las ramas bajo sus pies.

Si era él, ¿por qué no respondía?

—¿Hal? Esto no tiene ninguna gracia.

Meredith no supo qué hacer. Lo más inteligente habría sido echar a correr y no quedarse allí a la espera de saber qué deseaba quien acudiese a su encuentro.

No, lo más inteligente es tener una respuesta sosegada.

Trató de convencerse de que podía ser otra persona alojada en el hotel que hubiera salido a dar un paseo por el bosque, igual que ella. A pesar de todo, rápidamente recogió las cartas. Y en ese momento vio que había otras también en blanco. La carta que salió en segundo lugar, La Torre. El Mago también estaba vacío.

Con la torpeza que atribuyó a los nervios y al frío fue recogiendo las cartas una por una para guardarlas. Tuvo la sensación de que una araña le recorría la piel. Agitó la muñeca para desprenderse de ella. No, no tenía nada, aunque la seguía percibiendo.

Había cambiado también el olor. Ya no era el olor de las hojas caídas, de la piedra húmeda o del incienso, los olores que había imaginado pocos minutos antes; era el hedor del pescado podrido, o del mar en un estuario de agua estancada. Y era el olor del fuego; no de las hogueras de otoño, tan familiares, en el valle, no, sino el olor a cenizas calientes, el olor acre del humo, el olor de la piedra quemada.

Pasó ese momento. Meredith pestañeó y, repentinamente, volvió a ser dueña de sus actos. Se dispuso a recoger las cartas. Entonces, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento. Había alguna clase de depredador, de pelaje negro y apelmazado, que se desplazaba por la espesura. Trazó un círculo en torno a arboleda. Meredith se quedó helada. Parecía del tamaño de un lobo o de un jabalí, por más que no supiera ella si en Francia aún quedaban lobos, aunque parecía avanzar a saltos, de pie, con dos patas tan sólo. Meredith estrechó el costurero contra el pecho. Vio entonces las patas contrahechas, la piel correosa, llena de pústulas. Durante un segundo tan sólo aquella criatura clavó en ella su penetrante mirada azul. Ella notó un agudo dolor en el pecho, como si se le hubiera clavado la punta de un cuchillo, y entonces la criatura se volvió y la presión que sentía en el corazón menguó rápidamente.

Meredith oyó un ruido más fuerte. Bajó los ojos y vio la balanza de la justicia escapar de la mano de la figura de la carta XI. Oyó el estrépito con que cayeron y rebotaron los platillos de latón y las pesas de hierro en el suelo de piedra en que se encontraba pintada la imagen.

Voy a por ti, y el que no se haya escondido…

Las dos historias se habían fundido, tal como predijo Laura que había de suceder. El pasado y el presente, aunados por las cartas.

Meredith notó que el vello de la nuca se le ponía de punta, y comprendió que mientras había escrutado el bosque, tratando de ver qué era lo que allí rondaba, en la penumbra de la espesura, había olvidado del todo la amenaza que podía llegar por la dirección opuesta.

Era tarde para echar a correr.

Alguien, o algo, estaba ya a su espalda.

C
APÍTULO
100

D
ame las cartas —dijo él. A Meredith se le salió el corazón por la boca en el instante en que oyó su voz.

Se volvió en redondo, abrazada con fuerza a las cartas, y con el mismo gesto dio uno, dos pasos atrás.

Impecable en todas las demás ocasiones en que ella lo había visto, en Rennes-les-Bains y en el hotel, en ese momento Julián Lawrence parecía un guiñapo. Llevaba la camisa abierta y sudaba copiosamente. Se le notaba el agrio olor del brandy en el aliento.

—Hay algo ahí —dijo ella, y las palabras salieron a borbotones de sus labios antes de que tuviera un instante para pensar—. Un lobo o algo así. En serio. Acabo de verlo. Del otro lado de los muros.

Él se quedó donde estaba. La confusión nubló la desesperación de sus ojos.

—¿Muros? ¿Qué muros? ¿De qué estás hablando?

Meredith miró de reojo. La velas seguían titilando, proyectando sombras que perfilaban la forma de la tumba visigótica.

—¿Es que no los ves? —preguntó—. Está clarísimo. Las luces brillan en donde estuvo el sepulcro.

Una sonrisa taimada asomó en los labios de él.

—Ah, ya veo por dónde quieres ir —dijo—, pero no te valdrá de nada. Lobos, animales peligrosos, templos espectrales que flotan en el aire… Todo eso está muy bien, es muy entretenido, pero a mí no me impedirá lograr lo que quiero. —Se acercó un paso más—. Dame las cartas.

Meredith tropezó al retroceder un paso. Por un instante, sin embargo, tuvo una fuerte tentación. Se encontraba en un terreno propiedad de Julián, había hecho una excavación sin permiso. Era ella la que estaba cometiendo una infracción, no él. Sin embargo, con sólo mirarle a la cara se le heló la sangre en las venas. Los ojos azules, penetrantes, las pupilas dilatadas. El miedo comenzó a recorrer su columna vertebral en cuanto pensó en lo aislados que estaban allí los dos, a kilómetros de cualquier parte, en medio del bosque.

Necesitaba mantener algún punto de apoyo. Lo observó con cautela mientras él miraba el calvero de hito en hito.

—¿Has encontrado aquí la baraja? —preguntó él—. No, imposible. Yo ya he excavado aquí, y aquí no estaba.

Hasta ese momento, Meredith nunca había terminado de creer del todo las teorías que tenía Hal sobre su tío. Si la doctora O'Donnell estaba en lo cierto, y si había sido el coche azul de Julián Lawrence el que había pasado por la carretera nada más producirse el accidente, cabía la posibilidad de que no se hubiera detenido para pedir auxilio ni para prestarlo.

Meredith dio un paso atrás.

—Hal llegará en cualquier momento —le dijo.

—¿Y eso qué más da?

Miró en derredor, tratando de precisar si tenía o no alguna posibilidad de huir. Era mucho más joven, estaba más en forma que él. Pero de ninguna manera habría abandonado el costurero de Léonie allí en el suelo. Y por más que Julián Lawrence pensara que ella sólo pretendía meterle el miedo en el cuerpo hablando de lobos y de bestias, seguía estando segura de que había visto algo, un animal, que rondaba por la linde del calvero poco antes de que llegara él.

—Dame las cartas y no te haré daño —insistió él.

Meredith dio otro paso atrás.

—No te creo.

—No creo que importe ahora mismo que me creas o no. —Y como si se acabase de encender una luz de pronto perdió los estribos y le gritó a la cara—: ¡Dámelas!

Meredith tropezó de nuevo al dar otro paso atrás, apretando las cartas contra el pecho. Volvió a notar el olor. Más intenso que antes, un hedor que le revolvió las tripas, una peste a pescado podrido y un olor a fuego aún más penetrante.

Lawrence sin embargo parecía completamente ajeno a todo, con la excepción de las cartas que ella sujetaba con fuerza. Seguía avanzando hacia ella paso a paso, acercándose con la mano extendida.

—¡Apártate de ella!

Tanto Meredith como Lawrence se volvieron sobre los talones hacia el punto del que había partido la voz en el momento en que Hal llegó corriendo por el bosque, gritando a voces, derecho hacia su tío.

Lawrence se dio la vuelta y se aprestó para hacerle frente, y con un gesto brusco logró descargarle un directo en el mentón con el puño derecho. Desprevenido, Hal cayó en el acto, manándole la sangre de la boca y la nariz.

—¡Hal!

Él lanzó una patada contra su tío, y le alcanzó en la rodilla. Lawrence dio un traspié, pero no llegó a caer. Hal intentó levantarse a duras penas, pero aunque Julián era mayor, y mucho más pesado, sabía pelear y había empleado los puños bastantes más veces que Hal. Era más veloz en sus reacciones. Unió ambas manos y las descargó con una fuerza tremenda en la nuca de Hal.

Meredith corrió a por el costurero; arrojó las cartas al interior, cerró la tapa de golpe y acudió a donde estaba Hal, inconsciente en el suelo.

No tiene nada que perder.

—Pásame las cartas de una vez, señora Martin.

Se levantó otra ráfaga de viento cargada del olor de la quema. Esta vez también le llegó a Lawrence. La confusión se reflejó un instante en sus ojos, pero no hizo caso.

—Si es necesario, te mataré —dijo él, en un tono tan despreocupado que dio mayor credibilidad a su amenaza. Meredith no respondió. El parpadeo de la luz de las velas que había imaginado en los muros del sepulcro se convirtió en llamas anaranjadas, doradas y negras, que parecían deseosas de brincar. El propio sepulcro estaba empezando a arder. El humo, negrísimo, envolvía el calvero, lamía las piedras. Meredith imaginó que acertaba a oír el crepitar de la pintura en los santos de yeso cuando empezaron a abrasarse. Las vidrieras de las ventanas estallaron hacia fuera en el momento en que cedieron los armazones de plomo por efecto del calor.

—Pero… ¿es que no lo estás viendo? —gritó—. ¿Es que no ves lo que está pasando?

Vio la alarma teñir el rostro de Lawrence, y una mirada de puro espanto que asomaba a sus ojos. Meredith se dio la vuelta, pero lo hizo despacio, y no llegó a ver nada con claridad. Algo pasó de largo a toda velocidad, a su lado: un animal de pelaje negro, apelmazado, con un movimiento extraño, cojitranco, que dio un empellón antes de saltar.

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