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Authors: Imre Kertész

Tags: #Histórico

Sin destino (18 page)

BOOK: Sin destino
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Puedo afirmarlo: ni las experiencias acumuladas, ni la tranquilidad más perfecta, ni la total aceptación de nuestras situaciones pueden impedirnos dejar una última posibilidad a la esperanza, en el supuesto de poder hacerlo, se entiende. Así pues, cuando, junto con otros enfermos cuyas posibilidades para reincorporarse al trabajo eran visiblemente escasas, me enviaron otra vez a Buchenwald, como de vuelta al remitente, yo compartí -con lo que me quedaba de fuerzas- la alegría de los demás puesto que me acordaba de los días pasados allí y, sobre todo, de la sopa que se distribuía por las mañanas. Reconozco, sin embargo, que no me planteé el hecho de que antes tenía que llegar hasta allí y, para colmo, en tren y en las condiciones que ese tipo de viajes normalmente implicaban; puedo afirmar que hay cosas que antes yo no había comprendido y que difícilmente hubiera podido imaginar. Por ejemplo, la expresión tantas veces oída «los restos mortales» de alguien se refería, para mí, a una persona que estuviera forzosamente muerta. No había duda alguna de que yo estaba vivo; aun débil, medio apagado, todavía no se había extinguido en mí la llama de la vida, como la denominan. Allí estaba mi cuerpo y yo era consciente de todo lo que le pasaba, aunque no estuviera por completo dentro de él. Sin ninguna dificultad asumí la sensación de que aquella cosa, con otras cosas parecidas alrededor, estuviera tirada encima de un montón de paja húmeda y maloliente, en el suelo de un camión, de que las vendas de papel se hubiesen roto y deshecho, de que la camisa y los pantalones que me habían suministrado para el viaje estuvieran adheridos a mis heridas abiertas: todo eso no significaba nada para mí, no me interesaba, ni tenía influencia sobre mí; incluso puedo afirmar que hacía mucho que no me sentía tan liviano, tan en paz, como en un sueño, sí, tan agradablemente bien. Después de tanto tiempo también logré librarme de la tortura que representaba para mí el enfado: ya no me molestaban los otros cuerpos, parecidos al mío; al contrario, casi me alegraba de que estuvieran allí, conmigo, tan similares, tan familiares; por primera vez creo que me invadió un sentimiento extraño, anormal, el sentimiento tímido y torpe del amor. Lo mismo experimenté por parte de los demás, aunque no había mucha esperanza para ninguno. Quizás esto también contribuyera -junto con las dificultades de otra índole- a que estuviéramos tan silenciosos y tan unidos en nuestras quejas, suspiros y gemidos, y a que se oyeran igualmente algunas palabras de consuelo y de aliento. No eran sólo palabras, todos hacíamos también todo cuanto podíamos, y así me llegó -en el momento oportuno y quién sabe desde qué distancia-, pasando por manos piadosas y aplicadas, la lata amarilla de conservas que servía de orinal. Cuando finalmente sentí que no estaba tendido sobre el suelo del vagón sino encima de unos guijarros, en medio de unos charcos helados -no sabía ni cuándo ni cómo había llegado hasta allí-, la verdad es que ya no significaba mucho para mí haber tenido la suerte de llegar a Buchenwald, y hasta se me había olvidado que era el lugar al que tanto había deseado regresar. No sabía dónde estaba, si todavía en la estación o ya dentro del campo, no reconocía los alrededores, no veía los caminos, ni las casas, ni la estatua que recordaba perfectamente. De todas maneras, parecía que había estado acostado allí, tranquilamente y en paz, sin curiosidad, con paciencia, allí donde me habían dejado. No sentía frío ni dolor, ni tampoco sentía -más bien me daba cuenta por deducciones mentales- que mi cara estuviera salpicada por algo parecido al agua y la nieve. Me pasaba el tiempo reflexionando, observando lo que veía sin tener que esforzarme en absoluto: el cielo bajo, gris y sin brillo, las nubes pesadas como plomo que desfilaban lentamente ante mis ojos, cubriendo el cielo invernal. Las nubes se apartaban durante breves momentos, se veía la luz a través de algún pequeño hueco, por alguna minúscula rendija, y eso reflejaba de cierta manera el misterio repentino de las profundidades, desde las cuales me llegaba como un rayo, desde arriba, la mirada rápida y avizor de unos ojos de color indefinido pero ciertamente claro, unos ojos parecidos a los del médico de Auschwitz, delante del cual había tenido que pasar a mi llegada. A mi lado había un objeto contundente, un zapato de madera, y al otro lado se veía una gorra de diablo parecida a la mía, con dos ángulos en los dos extremos: la nariz y la barbilla, y en el medio un hueco: la cara. Más allá había más cabezas, cosas, cuerpos, claro, los restos de la carga recién llegada, los desechos, para utilizar una palabra más exacta, que de momento habían depositado allí. Pasó un tiempo -no sé si fue una hora, un día o un año- y por fin se oyeron voces, ruidos, señales de que algo estaba pasando. La cabeza que estaba a mi lado se movió, y vi unos brazos con uniforme de preso que agarraban el cuerpo para arrojarlo sobre una carretilla, o algo así, encima de otros cuerpos que ya yacían allí acumulados. Al mismo tiempo, llegaban a mis oídos unos retazos de palabras, y en aquel susurrar apenas audible reconocí una voz antaño más potente que balbuceaba: «Pro… tes… to…». Su cuerpo se detuvo un momento, suspendido en el aire, antes de seguir su vuelo, y yo escuché otra voz, probablemente la del que lo sujetaba por el hombro. Era una voz agradable, masculina, que pronunciaba una frase con el típico acento chapurreado del alemán del campo, una voz que reflejaba sorpresa o asombro, más que crítica:
«Was? Du willst noch leben?»
[¿Qué, aún quieres vivir?], preguntaba, y yo mismo no podía más que estar de acuerdo en que la protesta no era la respuesta más apropiada para aquel momento. Por mi parte decidí ser más sensato. Pero ya se estaban inclinando sobre mí, y me vi obligado a parpadear, puesto que una mano se movía delante de mis ojos, hasta que me encontré encima de una carretilla repleta que ya estaban empujando hacia algún lugar, no me apetecía preguntar cuál. Me obsesionaba una sola idea que se me había ocurrido pensar. Probablemente fuera por mi propio descuido, pero no había sido tan precavido como para enterarme de las costumbres, usos o prácticas que existían en Buchenwald, y no sabía cómo lo hacían: con gas, como en Auschwitz, o con medicamentos como me habían contado, también en Auschwitz, o quizá con balas o de alguna de las mil maneras existentes que yo, presumiblemente, no podía ni siquiera imaginar. De todas formas, tenía la esperanza de que no dolería y, aunque parezca extraño, esa esperanza era tan real y me invadía como lo hubiera hecho cualquier esperanza más real relativa al futuro. Me di cuenta también de que la vanidad es un sentimiento que parece acompañar al hombre hasta en sus últimos momentos, porque por muy intrigado que estuviera no se me habría ocurrido preguntar nada, ni pedir nada; permanecí todo el tiempo callado, ni siquiera miraba atrás, hacia los que me empujaban. El camino ascendía por una colina, y tras una curva divisé el panorama de abajo. Contemplé el paisaje grandioso, la falda de la colina, las casas de piedra, todas iguales, los barracones verdes, unos bien cuidados y otros nuevos, quizá más austeros, todavía sin pintar; la red complicada pero ordenada de los alambres de púas entre las columnas, toda aquella inmensidad que se perdía entre los árboles sin hojas, en medio de aquella niebla. Al lado de uno de los edificios de la entrada había muchos musulmanes desnudos, unos cuantos dignatarios paseando, esperando algo, por supuesto; reconocí a los barberos por sus taburetes y sus movimientos aplicados, bueno, todo indicaba que estaban aguardando la ducha y la entrada en el campo. Más adentro, ya por los caminos de piedra se observaban todas las señales de una constante y ferviente actividad, de un continuo quehacer: los antiguos habitantes, los convalecientes, los dignatarios, los encargados del almacén, los afortunados miembros elegidos de los destacamentos internos iban y venían, cumpliendo con sus tareas cotidianas. Humos de procedencia sospechosa se mezclaban con vapores más agradables; oí el conocido y simpático tintinear en alguna parte que me llegaba como en sueños, como si fueran unas suaves y dulces campanadas, y mis ojos encontraron, más abajo, la comitiva que cargaba la pesada olla, transportándola sobre unos palos sostenidos por encima de los hombros; en medio de aquel aire frío, punzante y húmedo sentí el olor inconfundible de la sopa de zanahoria. Aquella visión y aquel olor me provocaron un sentimiento en el pecho entumecido que fue creciendo en oleadas y consiguió llenarme los ojos -completamente secos- de lágrimas. No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso.

Capítulo 8

Tuve que reconocerlo: nunca habría podido explicar ciertas cosas de una manera exacta si me hubiera valido solamente de la esperanza, la norma, la razón, esto es la lógica de las cosas y de la vida, por lo menos según mi experiencia vital. Así, cuando volvieron a bajarme al suelo desde la carretilla, no entendía qué podía yo tener que ver con las tijeras del barbero y con la cuchilla de afeitar. Aquella sala repleta, que a primera vista parecía una ducha de verdad y donde me tiraron sobre el suelo resbaladizo de madera, entre talones y plantas de pies que me pisoteaban y numerosas y tibias piernas, llenas de abscesos, se correspondía mejor con mis previsiones. Según éstas, me pasó por la cabeza que aquí existiría la misma costumbre que en Auschwitz. Fue grande mi sorpresa al sentir -después de unos minutos de espera y unos sonidos burbujeantes- que inesperadamente empezaba a salir agua por los grifos de arriba: agua caliente en chorros abundantes. Mi alegría disminuyó puesto que me habría gustado disfrutar más del agua caliente, pero no pude hacer nada cuando una fuerza irresistible me elevó de repente desde aquel bosque de piernas a las alturas, mientras me envolvían en una sábana y me cubrían con una manta. Luego, me acuerdo de una espalda, de la que yo colgaba con la cabeza hacia atrás y las piernas hacia delante; de una puerta, unas escaleras empinadas, otra puerta más y al final una sala, casi una habitación, donde aparte de la luminosidad y la amplitud me sorprendió el lujo digno de un cuartel en el mobiliario, y donde al final llegué hasta una cama, una cama normal, real, claramente destinada a una sola persona, una cama con colchón y con dos mantas grises: allí me pusieron.

Me acuerdo también de dos hombres, dos hombres normales, atractivos, con rostros y con cabello normales que vestían camisetas y pantalones blancos y zuecos de madera: yo me deleitaba observándolos, mientras ellos me miraban. Entonces me fijé en su boca y en el sonido de un idioma lleno de musicalidad que resonaba en mis oídos. Tuve la sensación de que esperaban algo de mí, que querían saber algo, pero yo sólo meneaba la cabeza, puesto que no entendía sus palabras. Entonces, uno de ellos me preguntó, con un raro acento, en alemán:
«Hast du Durchmarsch?»,
es decir, si tenía diarrea, y yo me sorprendí al oír mi voz que -quién sabe por qué- respondía:
«Nein»,
me imagino que por la misma vanidad de siempre. Después de unos momentos de titubeos y de ir y venir, depositaron dos cosas en mis manos: un recipiente lleno de café tibio y un pedazo de pan, un sexto, según mis cálculos. Podía cogerlo y comerlo sin pagar ningún precio por ello, ni tener que aceptar trueque alguno. Durante un rato tuve que ocuparme de mis entrañas que estaban dando señales de vida, revolviéndose y protestando, y esforzarme para que no me pusieran tan pronto en evidencia. Más tarde me despertó uno de los dos hombres que llevaba botas, un precioso gorro azul marino y el uniforme de preso con un triángulo rojo.

Otra vez sobre los hombros, bajar las escaleras, y salir al aire libre. Pronto llegamos a un barracón de madera grande, pintado de gris, que era una especie de enfermería o dispensario. La verdad es que allí todo se asemejaba más a lo que yo había estado esperando, lo que me parecía normal; eso hacía que me sintiera casi como en casa, pero en este caso no cuadraba el trato previo con el café y el pan. A lo largo del camino, por toda la extensión del barracón, vi las filas de literas de tres pisos bien conocidas. Estaban todas repletas, y con unos ojos expertos, como los míos, era posible distinguir incluso entre un caos indescifrable de caras de antaño, miembros llenos de abscesos y de sarna, huesos, trapos y todo lo demás, que todos aquellos accesorios pertenecían a cinco o seis personas por cabina. Para colmo, no había ni siquiera paja -al contrario de lo que sucedía en Zeitz-, aunque para el rato que esto duraría, pensé, no necesitaría nada en especial. Pero entonces, mientras nos deteníamos y el individuo que me llevaba hablaba con alguien, se me presentó otra sorpresa. Al principio no sabía si veía bien, pero no podía equivocarme puesto que aquella parte del barracón estaba bien iluminada, por luces potentes. A la izquierda distinguí las dos filas usuales de cabinas, pero encima de las tablas había una capa de colchas rojas, rosadas, azules, verdes y moradas, con otra capa encima, del mismo tipo de colchas, y entre las dos capas, unas al lado de las otras, cabezas afeitadas de niños que miraban, algunos más grandes, otros más pequeños, pero la mayoría de mi edad. Todavía estaba absorto mirando, cuando sentí que me bajaban al suelo, apoyándome contra algo para que no me cayera; me quitaron la manta, me cambiaron las vendas de mis dos heridas, la de la rodilla y la de la cadera, me pusieron un camisón y me metieron entre las dos capas de colchas y entre dos muchachos que enseguida me hicieron un hueco, en el piso del medio.

Me dejaron allí, otra vez sin ninguna explicación, y entonces me dejé guiar por mi propio razonamiento. «De todas formas -pensé- aquí estoy, éste es un hecho, no puedo negarlo»; y el hecho se iba renovando, y con cada segundo que pasaba duraba más y más. Más tarde me enteré también de cosas importantes. Tenía que ser aquélla la parte delantera del barracón puesto que enfrente de mi cama había una puerta que daba al exterior, y delante, un espacio bien iluminado, evidentemente reservado para el trabajo y los quehaceres de los dignatarios, escribanos, médicos; en el centro, en el lugar más visible distinguí incluso una mesa cubierta con una sábana blanca. Los que dormían en las cabinas de atrás debían de tener disentería o fiebre tifoidea, y los que no tuvieran ni una ni otra, pronto tendrían alguna. El primer síntoma -que se manifiesta por su olor persistente e inconfundible- es la diarrea, a la que también llamaban
Durchfall
o
Durchmarsch.
Los dos hombres del destacamento de la ducha me habían preguntado; si les hubiera respondido la verdad, yo también habría estado allí. Las raciones de comida que se distribuían durante el día eran más o menos iguales que en Zeitz: por la mañana el café, a media mañana la sopa; la ración de pan era un tercio o un cuarto y, en este caso, generalmente se acompañaba de
Zulage.
Las partes del día eran difíciles de determinar, debido a que la iluminación era siempre la misma y no había ninguna ventana para ver la luz o la oscuridad de fuera; no obstante, podía guiarme por señales inconfundibles: el café significaba la mañana y las buenas noches del médico señalaban la hora de dormir. Al médico lo conocí el primer día. Me fijé en un hombre que se había parado delante de nuestra cabina. No debía de ser muy alto porque su cabeza estaba más o menos a la altura de la mía. Su cara era redonda, casi gorda, como rellena y blanda, y tenía no sólo un bigote casi blanco y bien tupido sino que -para mi mayor asombro ya que no había visto otra en ningún campo de concentración- también lucía una barba blanca bien arreglada, corta y puntiaguda en la barbilla. Llevaba un sombrero grande y elegante, pantalones oscuros de tela y una chaqueta de uniforme de preso con la cinta, la señal roja y la letra «F». Me miró como si mirara a un recién llegado, y me dijo algo. Yo le respondí con la única frase que sabía en francés:
«Je ne comprends pas, monsieur»
[No le entiendo, señor]
«Oui, oui»,
me dijo él, con una voz amplia y amable, un poco ronca.
«Bon, mon fils»
[Bien, hijo mío], dijo después, y me puso un terrón de azúcar encima de la manta, un verdadero terrón de azúcar, igual a los que había en casa. Recorrió luego las dos filas de literas de tres pisos, entregando a cada muchacho el terrón de azúcar correspondiente. A la mayoría se lo ponía cerca de la cabeza; a veces se detenía con algunos, hablaba con los que podía, les daba palmaditas en la cara, les pellizcaba en el cuello, charlaba, los mimaba, como quien -a la hora acostumbrada- mima a sus canarios favoritos. Me di cuenta también de que algunos de sus favoritos -sobre todo los que hablaban en francés- recibían un terrón adicional de azúcar. Entonces comprendí -como en casa siempre me habían enseñado- lo importante que es la cultura en general y el conocimiento de idiomas extranjeros en particular.

BOOK: Sin destino
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