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Authors: Imre Kertész

Tags: #Histórico

Sin destino (19 page)

BOOK: Sin destino
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Todo eso lo comprendí y lo asimilé pero siempre con la sensación, la condición, de estar esperando constantemente algo, algo que no sabía definir con exactitud, sino como un cambio, la solución al misterio, el despertar, por así decirlo. Al día siguiente, por ejemplo, seguramente en un hueco entre sus múltiples tareas, el médico me señaló también a mí. Me sacaron de mi sitio y me pusieron delante de él, encima de la mesa. Emitió algunos sonidos amables, me miró, me examinó, me palpó, puso su oreja fría y unos pelitos duros del bigote sobre mi pecho y en la espalda, indicándome que respirara y que tosiera. Luego me indicó que me acostara y su ayudante me dijo que me quitara las vendas y miró mis heridas. Primero las observó de lejos, luego las tocó por alrededor y examinó la supuración desprendida. Emitió entonces unos sonidos desaprobatorios, meneando la cabeza con preocupación, como si el resultado lo hubiese desanimado. Volvió a vendarme las heridas, en un intento de hacerlas desaparecer; yo sabía que no le habían gustado, que no lo habían convencido en absoluto.

Fracasé también en otros exámenes, tengo que reconocerlo. Por ejemplo, no había forma de hacerme comprender por los muchachos que tenía a mi lado. Ellos, sin embargo, se pasaban el día hablando por encima de mi cabeza, como si yo fuera un simple obstáculo que les molestase. Me habían preguntado de dónde era. Les había respondido:
«Ungar», y
ellos lo repitieron de diversas formas:
«vengersky, vengria, magiarsky, magiar, hongrois».
Uno de ellos me dijo:
«kenyér»,
es decir, pan; sus risas y las de todos los que se le unieron revelaban claramente que conocía bien a mis compatriotas. Me sentí molesto y deseé hacerles comprender que estaban equivocados, porque los húngaros no me consideraban igual a ellos, y que a grandes rasgos mi opinión sobre los húngaros coincidía con la suya y me resultaba extraño e indigno que justamente fueran ellos los que me mirasen con malos ojos; pero recordé que sólo podría decírselo en húngaro o, como mucho, en alemán, lo que hubiera sido incluso peor.

Había otro fallo también, otra falta más que -con el paso de los días- no podría seguir disimulando. Aprendí pronto que cuando se presentaba la necesidad, había que llamar al auxiliar de enfermería, un muchacho de nuestra edad. Entonces él se presentaba con un cacharro debidamente equipado con un mango largo, y nos lo ponía debajo de la colcha. Luego había que llamarlo otra vez:
«Bitte! Fertig! Bitte!»
[¡Por favor! ¡Ya está! ¡Por favor!] para que viniera a recogerlo. Una o dos veces al día era indiscutiblemente normal que se presentasen esa clase de necesidades. Pero yo me veía obligado a molestarlo tres y hasta cuatro veces al día, y eso, me di perfecta cuenta, ya le gustaba menos, lo que encontré absolutamente normal. En una ocasión le llevó el cacharro al médico y le explicó algo mientras le enseñaba el contenido. El médico estuvo unos minutos meditando con la cabeza inclinada sobre el cuerpo del delito, y al final hizo una inconfundible señal de rechazo con las manos. Por la noche llegó el terrón de azúcar, por lo que comprendí que todo estaba en orden. Podía acomodarme tranquilamente en aquella seguridad de las colchas y los cuerpos calientes que duraría otro día y otro más y que parecía inquebrantable.

Al día siguiente, en un momento dado entre el café y la sopa, entró en el barracón un hombre del mundo exterior, una verdadera autoridad, según aprecié enseguida. Llevaba un gorro negro de artista, una bata impecablemente blanca, pantalones bien planchados, zapatos normales que relucían; me asustó un poco su rostro casi brutal, de rasgos demasiado masculinos, como tallados en piedra, su piel entre rojiza y morada que llamaba la atención porque parecía en carne viva. Por lo demás, era alto y corpulento, con el pelo negro ya canoso en las sienes, una cinta distintiva, que yo no veía bien desde donde estaba y un triángulo rojo sin más señas: el signo maléfico de la sangre alemana pura. Por otra parte, fue la primera ocasión que tuve de admirar a una persona cuyo número no era de cinco o cuatro dígitos, ni siquiera de tres, sino un simple número de dos cifras. Nuestro médico se apresuró a saludarlo, dándole la mano y palmaditas en el brazo, para ganarse su simpatía, como se hace con un invitado muy esperado, que dignifica la casa con su presencia. Al cabo de un rato comprobé, para mi asombro, que los dos estaban, sin la menor duda, hablando de mí. El médico llegó incluso a señalarme con un gesto circular de la mano; alcancé a entender las palabras
«zu dir»
[para ti], aunque hablaban un alemán muy rápido. El médico siguió hablando, argumentando, tratando de convencer, acompañando su explicación con más gestos, como si ofreciera su mercancía para venderla y deshacerse de ella lo antes posible. El otro, al principio, se limitaba a escucharlo, sin decir palabra, pero como una persona más importante, un comprador difícil; luego pareció más convencido, según pude apreciar en sus ojos pequeños y oscuros que me miraban, punzantes, con la expresión del que se siente ya dueño de la mercancía. A continuación hizo una breve señal de despedida con la cabeza, estrechó rápidamente la mano al médico y se fue: a este último se le iluminó la cara de alegría.

No pasó mucho tiempo hasta que la puerta volvió a abrirse y apareció un hombre que -según indicaba el triángulo rojo en su uniforme de preso con la letra «P»- era obviamente polaco. La inscripción
Pfleger
en su cinta negra del brazo revelaba que se trataba de un enfermero. Parecía joven, de unos veinte años, tenía un bonito gorro azul. El pelo castaño le cubría las orejas y parte del cuello. Su cara era alargada y sus rasgos, regulares y agradables; su piel, rosada; su boca, grande y dulce. En una palabra, era guapo, y yo habría podido deleitarme más tiempo mirándolo, pero enseguida buscó al médico, el cual le indicó dónde estaba yo, para que me sacara de allí, me envolviera en una manta según la costumbre del lugar y me echara al hombro. Su tarea no le resultó muy fácil puesto que yo me agarré con las dos manos del barrote que separaba las cabinas, el primero que pillé de una manera instintiva y casual. Sentí vergüenza. Comprendí entonces cómo incluso la idea de un día más o menos de vida puede alterarnos la mente y causarnos serios problemas. Pero él era más fuerte, y por mucho que yo gesticulara, que lo golpeara con ambos puños en la cintura y los riñones, él no hacía más que reírse de mí, como pude darme cuenta por las sacudidas de sus hombros; así desistí de mi intento y dejé que me llevara donde quisiese.

Hay sitios muy raros en Buchenwald. Tras pasar al otro lado de una alambrada, llegué a uno de los barracones verdes bien cuidados que hasta entonces, como preso del campo pequeño, sólo había podido admirar desde lejos. Así me enteré de que dentro había -en éste por lo menos- un pasillo donde brillaba y relucía de manera sospechosa la limpieza. Al pasillo daban varias puertas -puertas de verdad: blancas, normales- y, al cruzar una de ellas, llegué a una habitación caliente y bien iluminada y a una cama vacía, preparada expresamente para mí, como si me hubiese estado esperando. En la cama había una colcha roja y un colchón blando y cómodo para el cuerpo, y entre ambos una capa fresca y blanca: una sábana, una sábana de verdad, sin duda alguna. Debajo de la nuca, una sensación extraña, pero cómoda: una almohada, también con funda blanca. El
Pfleger
dobló la manta en la que me había transportado y la dejó a mis pies: al parecer eso también me correspondía, obviamente para el supuesto caso de que no estuviera satisfecho con la temperatura ambiental. Luego cogió una ficha y un lápiz, se sentó en el borde de la cama y me preguntó mi nombre. Le dije:
«Vier-und-sechzig, neun, ein-und-zwanzig»
[Sesenta y cuatro mil novecientos veintiuno]. Lo apuntó pero siguió insistiendo, hasta que comprendí -me llevó tiempo- que también le interesaba mi nombre, el
Name,
y también me llevó tiempo encontrarlo entre mis recuerdos. Me lo hizo repetir tres o cuatro veces, hasta que pareció haber comprendido. Luego me mostró lo que había escrito, en el margen superior de una ficha de las de hospital. Me preguntó si estaba
dobro jes,
es decir, bien, y yo le contesté que sí en alemán, que
gut;
después dejó la ficha encima de la mesa y se fue.

Como disponía de tiempo, me dediqué a mirar, a observar todo para informarme. Comprobé entonces -no me había dado cuenta antes- que en la habitación también había otras personas. Sólo con verlos supe que eran enfermos como yo. Observé que el tono rojizo -tan cálido y agradable para los ojos- de la habitación se debía al color del parquet y a que las colchas de las camas eran del mismo tono. Había, más o menos, una docena de camas. Todas eran camas individuales, con excepción de tres literas: una situada al lado de un biombo blanco -y en cuyo piso inferior me encontraba yo- y otras dos en el extremo opuesto, junto a otro biombo. No podía creer lo que veía: una habitación tan amplia y espaciosa, en la que las camas estaban separadas por más de un metro e incluso había espacios vacíos. Contemplé las ventanas de vidrio, todas divididas en cuadrados más pequeños, por los cuales entraba la luz, y observé que la funda de la almohada tenía un sello marrón que representaba un águila con el pico curvado, junto con la inscripción
«Waffen SS»
[Propiedad de las SS].

El examen de los rostros me resultó más difícil: no aprecié ni la mínima señal de un cambio producido por mi llegada; no percibí el menor interés, ni ninguna expresión de desengaño, de alegría, de disgusto, o de algo, ni siquiera una ligera curiosidad que descubrir; con el tiempo, eso resulta cada vez más incómodo, el silencio se hace más y más misterioso.

Entre las camas había una pequeña mesa cubierta con un paño blanco; en la pared de enfrente, otra mesa más grande con sillas alrededor, y junto a la puerta una estufa de hierro, en pleno funcionamiento, con un recipiente negro y brillante al lado, para guardar el carbón.

Aunque me rompiera la cabeza no hallaba explicación a esa broma: la habitación, la cama, la colcha, el silencio. Intentaba recordar, hacía deducciones, buscaba entre mis experiencias, tratando de escoger las apropiadas. Podía ser que se tratara de uno de los lugares que me habían mencionado en Auschwitz, donde los enfermos eran tratados de maravilla, hasta que empezaban, por ejemplo, a sacarles las tripas a cachitos para investigar en beneficio de la ciencia. Pero ésa era una sola y única suposición de las muchas posibles y, de momento, tampoco había más indicios que un trato excelente. Por el contrario -me acordé-, en otro lugar ya estarían repartiendo la sopa, y aquí no había ni rastro, auditivo u olfativo, que señalase su llegada. Aun así, tuve un pensamiento quizá dudoso, pero quién podría juzgar lo que era posible y creíble, quién podría dilucidar -aun con mucho conocimiento- entre aquella infinidad de ideas, hallazgos, juegos, burlas y pensamientos, la consideración de que pueden hacerse reales, de que pueden realizarse en un campo de concentración, transfiriéndose automáticamente del terreno de la fantasía al de la realidad. «Vamos a ver -pensé-, lo traen a uno a una hermosa habitación. Lo acuestan en una hermosa cama, con colcha y todo. Lo cuidan, lo miman, y satisfacen todos sus caprichos, pero hay un detalle: no le dan de comer.» Si se desea, pensé, es posible observar cómo muere de hambre una persona, al fin y al cabo, incluso puede tener interés científico. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que la idea era verosímil y posible. Pensé que si se me había ocurrido a mí, también se le habría podido ocurrir a cualquier otro más competente. Miré a mi vecino, el enfermo que estaba a mi izquierda, a un metro aproximado de distancia. Era mayor, calvo, y su cara conservaba todavía algo de los rasgos de antaño e incluso parte de su carne. Sin embargo, observé que sus orejas se parecían a los pétalos encerados de las flores de papel, y que el color amarillento de su nariz y los contornos de sus ojos eran también bastante significativos para mí. Estaba echado boca arriba, y su colcha subía y bajaba rítmicamente: parecía estar dormido. De todas formas, ¿por qué no intentarlo? Le pregunté susurrando si comprendía el húngaro. Nada, no sólo parecía no comprender sino que tampoco parecía haber oído. Ya me daba la vuelta, para pensar más en ello, cuando mis oídos se percataron de una palabra pronunciada en voz muy baja. «Sí.» Había sido él, sin duda, aunque no había abierto los ojos ni cambiado de postura. Me puse tan contento que, de una manera idiota, hasta se me olvidó por unos momentos lo que quería preguntarle. Le pregunté de dónde venía. Tras un silencio que me pareció infinito, me contestó: «Budapest». Le pregunté cuándo, y me respondió que en noviembre. Entonces, por fin le pregunté: «¿Dan aquí de comer?», y tras una pausa que parecía necesitar cada vez que respondía, me dijo: «No…». Yo le iba a preguntar si…

Pero en aquel momento entró otra vez el
Pfleger,
que precisamente venía en su busca. Le quitó la colcha, lo envolvió en una manta y con una facilidad asombrosa lo cargó al hombro y se lo llevó fuera, aunque -como pude apreciar- era un cuerpo de considerable peso, con una venda de papel a la altura de la tripa que flotaba en el aire, como diciendo adiós. Al mismo tiempo oí un chasquido breve y un susurro eléctrico. La voz dijo:
«Friseure zum Bad, Friseure zum Bad»,
o sea, «barberos a las duchas, barberos a las duchas». Era una voz que se tragaba las erres pero que por lo demás era agradable, insinuante, armoniosa, casi irresistiblemente melodiosa, de las que reflejan la expresión del emisor; al oír esa voz, por poco me tiré de la cama. Sin embargo, los demás enfermos habían acogido la noticia con la misma indiferencia con la que habían reaccionado ante mi llegada, así que deduje que debía de ser una cosa bastante usual. Descubrí una pequeña caja de madera marrón encima de la puerta, una especie de caja de resonancia, y adiviné que por aquel aparato llegaban las órdenes de los soldados. En breve regresó el
Pfleger
a la cama que había al lado de la mía. Estiró las sábanas, volvió a cubrirla con la colcha y arregló la paja del colchón, metiendo la mano por una abertura. Por sus gestos, comprendí que probablemente no volvería a ver al hombre de antes. No podía remediarlo, mi imaginación volvió a darle vueltas a la misma cuestión, preguntándome si no habría sido un castigo por haber revelado el secreto y que -¿por qué no?– habrían podido oírlo valiéndose de alguno de aquellos aparatos de allá arriba.

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