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Authors: Imre Kertész

Tags: #Histórico

Sin destino (3 page)

BOOK: Sin destino
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Cuando regresamos al salón, ya era de noche. Cerramos las ventanas cubiertas de papel para que no se vieran las luces en caso de ataque aéreo: la noche azul y húmeda de primavera había quedado fuera, y nosotros, allí encerrados. El ruido de las conversaciones me cansaba y el humo de los cigarrillos me molestaba en los ojos. Tuve que bostezar repetidas veces. La madre de mi madrastra puso la mesa. Ella misma había traído la cena en un gran bolso. En cuanto llegaron, nos dijo que había conseguido carne en el mercado negro. Mi padre le dio dinero de su cartera de cuero. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, cuando llegó el señor Steiner junto con el señor Fleischmann, ellos también querían despedirse de mi padre. «Por favor, no se molesten. Me llamo Steiner -se presentó-. No se levanten, por favor.»

Llevaba las mismas pantuflas descosidas, el chaleco desabrochado que dejaba al descubierto su prominente vientre, y en la boca el eterno puro maloliente. Su cara roja y grande, contrastaba con el aspecto infantil que le daba su peinado con la raya en el medio.

Al señor Fleischmann casi no se le veía a su lado: es bajito, de aspecto muy cuidado, tiene el pelo blanco y la piel gris. Usa unas gafas como ojos de lechuza y una expresión ligeramente preocupada. Él no abrió la boca; se quedó al lado del señor Steiner, chasqueando los dedos, como disculpándose probablemente por su amigo, pero tampoco estoy muy seguro. Los dos viejos son inseparables, aunque estén siempre discutiendo, ya que nunca están de acuerdo en nada. Los dos estrecharon la mano de mi padre. El señor Steiner le dio además unas palmaditas en el hombro y lo llamó «muchacho». También soltó su chiste de costumbre: «Abajo esa moral, y no perdamos la desesperanza». Dijo luego que cuidarían de nosotros, de mí y de la «señora», o sea de mi madrastra; el señor Fleischmann asentía vivamente con la cabeza. El señor Steiner miraba a mi padre con ojos parpadeantes. De pronto lo atrajo hacia él y lo abrazó.

Cuando se marcharon, todo se ahogó en el ruido de los cubiertos, de las conversaciones y en el humo de la comida y de los cigarrillos. A mí me llegaban sólo fragmentos de imágenes entrecortadas e inconexas de una cara o un gesto que se desprendían del espeso humo alrededor. Veía la cara huesuda, amarillenta y temblorosa de la madre de mi madrastra, cuando iba sirviendo la comida en los platos; luego las dos manos del tío Lajos que rechazaban la carne porque era de cerdo y, por lo tanto, prohibida por la religión; los mofletes regordetes, la mandíbula movediza y los ojos húmedos de la hermana de mi madrastra. De repente, vi con claridad la cabeza calva y rosada del tío Vili bajo la luz de la lámpara y escuché hilachas de sus aseveraciones; recuerdo también las palabras del tío Lajos, pronunciadas en medio de un silencio profundo y solemne, con las cuales pedía que Dios nos ayudase, para que «podamos, lo más pronto posible, reunirnos otra vez alrededor de esta mesa, todos juntos, en paz, salud y amor».

Apenas veía a mi padre, y en cuanto a mi madrastra, sólo me enteré de que todos estaban pendientes de ella, incluso más que de mi padre, y de que le dolía la cabeza. Alguien le preguntó si quería una aspirina o una compresa de agua fría pero ella no quiso nada.

A ratos, me llamaba la atención mi abuela, que siempre estaba alborotando: había que llevarla una y otra vez al sofá. Me acuerdo de sus ojos cegatos que parecían insectos segregando líquidos detrás de los cristales de sus gafas, empapados por el vaho. En un momento dado, todos nos levantamos de la mesa y entonces empezaron las despedidas definitivas. Mis abuelos fueron los primeros en marcharse, antes que la familia de mi madrastra. Quizás el recuerdo más memorable de toda aquella velada fue ver a mi abuelo que por primera vez llamaba la atención de todos: levantó su minúscula cabeza de pájaro y, de manera incontrolada, la apoyó sobre el pecho de mi padre. Su cuerpo, encogido, se estremeció. Luego, se abrió paso para salir, casi arrastrando a mi abuela del brazo. Algunos de los invitados me abrazaron; sentí la huella húmeda de sus labios en mi cara. Finalmente, se hizo el silencio; se habían ido todos.

Entonces, yo también me despedí de mi padre o, mejor dicho, él de mí. No lo sé muy bien, no recuerdo las circunstancias: mi padre probablemente había salido a acompañar a los invitados porque durante un tiempo permanecí solo al lado de la mesa, cubierta con los restos de la cena, y sólo me sobresalté cuando él regresó, solo. Quería despedirse de mí. «Mañana al alba ya no habrá tiempo para despedidas», dijo. Me repitió más o menos las mismas palabras que el tío Lajos sobre mi responsabilidad digna de una persona adulta, sólo que fue más breve. No mencionó a Dios y sus palabras reflejaron menos emoción. También me habló de mi madre; me dijo que seguramente intentaría atraerme con promesas para que fuera a vivir con ella. Se notaba que eso le preocupaba. Los dos habían peleado durante mucho tiempo por mi custodia, y al final la decisión del juez resultó favorable a mi padre: comprendía que él no quería perder sus derechos sobre mí, sólo por su situación de desventaja. Sin embargo, no alegaba la decisión judicial sino mi actitud respecto al trato diferente de mi madrastra, que había creado para mí «un verdadero hogar», mientras que mi madre me había «abandonado». Empecé a prestar más atención, puesto que mi madre no opinaba lo mismo sobre esa cuestión. Según ella, el culpable había sido mi padre, y ella se había visto obligada a buscar otro marido, un tal señor Dini (en realidad, Dénes), quien, por cierto, también había partido la semana anterior hacia los campos de trabajo.

No pude enterarme de nada más sobre aquel asunto porque mi padre empezó a hablar otra vez de mi madrastra diciendo que tenía que agradecerle que me hubiese sacado del internado, y que mi lugar estaba «en casa, a su lado». Estuvo hablando de ella durante mucho rato, y comprendí por qué no estaba ella delante: sus palabras la hubiera cohibido. A mí, me cansaban. No sé muy bien qué le prometí a mi padre. Al instante me encontré entre sus brazos y su contacto me cogió de improviso. Lloré, no sé si por eso o por otro motivo, por el agotamiento o porque desde aquella pequeña charla que mi madrastra me había dado por la mañana me había estado preparando para ello. Cualquiera que fuera la razón estuvo bien que así sucediera, y me pareció que mi padre también se sentía aliviado. Luego me dijo que me acostara, estaba ya bastante cansado. «Bueno -pensé-, por lo menos se va con el recuerdo de un bonito día, el pobre.»

Capítulo 2

Han pasado dos meses desde que despedimos a mi padre; ya es verano aunque en la escuela nos dieron las vacaciones mucho antes, cuando todavía estábamos en primavera a causa de la guerra. Los aviones sobrevuelan y bombardean la ciudad a menudo. Asimismo se han proclamado nuevas leyes sobre los judíos: desde hace dos semanas yo también estoy obligado a trabajar. Me lo comunicaron en una nota oficial: «Se le ha asignado un puesto de trabajo permanente». El destinatario era «György Köves, joven aprendiz», por lo que me di cuenta de que las juventudes nacionalsocialistas estaban detrás del asunto. Ya me habían contado que a los hombres que no podían ser destinados a trabajos obligatorios a causa de la edad, se les adjudicaba una tarea en fábricas y otros establecimientos. Conmigo hay otros dieciocho muchachos, por las mismas razones y de mi misma edad. Trabajamos en la isla de Csepel, en la refinería de petróleo Shell. Esto me proporciona la ventaja de poder traspasar las fronteras de la capital, derecho que tenemos vedado todos los que llevamos una estrella amarilla. Ahora poseo un pase oficial con el sello del comandante de la fábrica militar, que indica: «Autorizado a traspasar la frontera de la aduana de Csepel».

En cuanto al trabajo, no puedo decir que sea difícil y con la compañía de los muchachos incluso es divertido; se podría decir que somos auxiliares de albañil: tenemos que reparar los daños causados por un ataque aéreo que destrozó parte de la refinería. El capataz que nos dirige es muy justo con nosotros; al final de la semana nos entrega nuestro salario, como a los obreros regulares. Mi madrastra se alegró mucho con el pase, pues estaba muy preocupada. Cada vez que me dirigía hacia algún lugar se preguntaba cómo podría acreditar mi identidad en caso de ser necesario. Ahora ya no tiene por qué inquietarse puesto que el pase da fe de que desempeño un papel importante en la producción. Toda la familia opina lo mismo, excepto su hermana, quien se lamentó de que tuviera que realizar un trabajo físico. Con los ojos casi en lágrimas me preguntó si para eso había estudiado tanto en el colegio. Le contesté que pensaba que aquel trabajo era saludable.

El tío Vili me dio la razón y el tío Lajos dijo que teníamos que aceptar todo lo que Dios nos impusiese, con lo cual ella terminó por callarse. El tío Lajos me llamó aparte para decirme, en tono grave, que no debía olvidar que en mi trabajo yo no estaba solo sino que representaba a «toda la comunidad judía» y que mi comportamiento debía ser intachable, puesto que no sólo me juzgarían a mí sino a todos los judíos. Por supuesto, no se me había ocurrido planteármelo así, pero reconocí que podía tener razón.

Mi padre nos envía regularmente cartas desde el campo de trabajo. Gracias a Dios no tiene problemas de salud, lo soporta bien y el trato que recibe es, como dice, «humano». La familia está contenta del contenido de sus cartas. El tío Lajos opina que Dios no lo ha abandonado y que no lo hará si rezamos a diario, puesto que Él es nuestro Señor. El tío Vili asegura que tendremos que aguantar «un corto período transitorio», puesto que el desembarco de las tropas de los aliados «ha sellado definitivamente el destino de los alemanes».

Hasta ahora, con mi madrastra también me las he podido arreglar sin problemas. Ahora está condenada a la inactividad: tuvimos que cerrar el almacén porque, según las últimas disposiciones legales, nadie puede tener negocios si no tiene la sangre limpia. Parece, sin embargo, que aquella única carta que mi padre jugó con el señor Süt fue una buena carta: como le prometió a mi padre, todas las semanas nos trae la parte que le corresponde a mi madrastra de los beneficios de nuestro ex almacén que ahora es suyo. La última vez que vino dejó una suma considerable sobre la mesa. Como siempre, le besó la mano a mi madrastra e intercambió conmigo unas cuantas palabras amables. Preguntó también por «el jefe», como solía hacer. Cuando estaba a punto de marchar se acordó de algo; sacó, un tanto cohibido, un paquete de su cartera. «Espero, mi señora -dijo-, que esto les venga bien.» En el paquete había manteca, azúcar y otras provisiones. Me imagino que los habrá comprado en el mercado negro, quizá porque habrá leído que según las últimas disposiciones los judíos teníamos que conformarnos con raciones reducidas de alimentos. Mi madrastra trató primero de rehusar los regalos, pero el señor Süt insistió y, al final, ella los aceptó de una manera natural. Cuando nos quedamos solos, me preguntó si había hecho bien en aceptar. Yo opinaba que sí, puesto que de otro modo habría ofendido al señor Süt, quien sólo quería su bien. Ella estuvo de acuerdo y dijo que probablemente mi padre también lo estaría. De todas formas, ella lo sabrá mejor que yo.

A mi madre la veo dos veces por semana, las dos tardes que le corresponden desde siempre. Con ella tengo más problemas. Como mi padre había supuesto, no entiende que mi lugar esté ahora al lado de mi madrastra. Dice que le «pertenezco» a ella, puesto que ella es mi madre verdadera. Sin embargo, según yo sé, la decisión judicial favoreció desde un principio a mi padre, por lo que tengo que atenerme a sus disposiciones. El último domingo mi madre me estuvo interrogando para conocer mi opinión al respecto. Según ella, sólo importan mi voluntad y mis sentimientos, si la quiero o no la quiero. Le contesté que por supuesto que la quería. Entonces me explicó que querer a una persona significa desear estar junto a ella, y que su impresión era que yo prefería estar junto a mi madrastra. Intenté hacerle comprender que no era así, que yo no prefería a mi madrastra, sino que estaba a su lado porque respetaba la decisión de mi padre. Por último me dijo que se trataba de mi vida y que sólo yo debía decidir sobre ella, pero que «el querer no se demuestra con palabras sino con actos». Me quedé bastante preocupado: no puedo permitir que piense que no la quiero pero tampoco puedo tomar al pie de la letra todo lo que me dijo sobre la importancia de mi voluntad y de las decisiones que, según ella, debería tomar sobre mi vida. Al fin y al cabo, es un problema que tienen ellos dos, y yo no puedo decidir nada al respecto. Además, no puedo arrebatarle sus derechos a mi padre, y menos ahora, que el pobre está en el campo de trabajo. Me sentí molesto al tener que dejarla porque siento verdadero afecto por ella y me preocupa no poder hacer nada.

Guiado quizá por ese sentimiento, no me decidía a despedirme de ella. Tuvo que decirme que me fuera, pues se hacía tarde, y me recordó que con la estrella amarilla sólo se puede circular por la calle hasta las ocho. Le expliqué que, al tener el pase, las disposiciones eran menos estrictas.

En el tranvía subí al último vagón y me quedé de pie en la parte trasera, obedeciendo así las órdenes relativas al uso del transporte público para los judíos. Eran casi las ocho cuando llegué a casa; la noche era todavía clara, pero la gente ya empezaba a cerrar las ventanas cubiertas con papel negro o azul. Mi madrastra estaba impaciente, pero sólo por costumbre, puesto que al fin y al cabo sabe que tengo el pase. Pasamos la noche en casa del señor Fleischmann, como casi siempre. Los dos viejos están bien y siguen discutiendo por todo; no obstante, ambos coincidieron en las ventajas que me proporciona el pase. Hasta cuando quieren ayudar discuten, como ocurrió cuando les pregunté cómo se iba a la isla de Csepel, puesto que ni yo ni mi madrastra lo sabíamos. El señor Fleischmann me aconsejó que cogiera el tren de cercanías, mientras que el señor Steiner decía que el autobús era mejor, porque me dejaría justo a la entrada de la refinería, en tanto que el tren paraba más lejos. Todo eso era verdad, según tuve la ocasión de comprobar más tarde, pero entonces todavía no lo sabía. El señor Fleischmann se enfadó mucho. «Siempre se tiene que salir con la suya», dijo, refiriéndose al señor Steiner. Al final, tuvieron que intervenir sus obesas esposas.

Cuando se lo conté a Annamária nos reímos mucho. Con ella he llegado a una situación un tanto peculiar. Los hechos que narraré a continuación ocurrieron anteayer durante la alarma aérea de la noche del viernes, en el refugio, más exactamente en uno de los pasillos oscuros del refugio. Al principio, sólo quise enseñarle que desde allí era más interesante observar los acontecimientos. Cuando oímos una bomba que caía muy cerca, su cuerpo empezó a temblar. Pude percibirlo porque, con el susto, se había agarrado a mí y había puesto sus brazos alrededor de mi cuello, escondiendo su rostro en mi hombro. Sólo recuerdo que luego busqué sus labios. Fue una sensación tibia, húmeda y ligeramente pegajosa que me alegró y sorprendió a la vez, puesto que era mi primer beso a una chica y ni siquiera me lo esperaba.

BOOK: Sin destino
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