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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (23 page)

BOOK: Sol naciente
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El despacho de Ken estaba en Local, en la parte este del edificio. Lo encontré paseando por delante de la mesa. Esperándome. Me cogió por el codo.

—Café —me dijo—. Vamos a tomar café.

—¿Qué ocurre? ¿No quieres que te vean conmigo?

—No. Mierda. Quiero evitar a
la Comadreja
. Está ahí delante, trabajándose a la chica nueva de Extranjero. La pobre aún no sabe de qué va la cosa. —Ken señaló con un movimiento de cabeza un extremo de la Redacción. Junto a las ventanas, vi la figura familiar de Willy Wilhelm, llamado
Comadreja
Wilhelm. En aquel momento, la estrecha cara de hurón de Willy era una máscara de sonriente atención mientras bromeaba con una muchacha rubia sentada ante una terminal.

—Es mona.

—Sí, un poco ancha por atrás. Es holandesa —explicó Ken—. Sólo lleva aquí una semana. Aún no ha oído hablar de él.

La mayoría de las organizaciones tienen una persona como
la Comadreja
: alguien que es más ambicioso que escrupuloso, alguien que encuentra la manera de hacerse útil al poder establecido y odioso al resto de la comunidad. Así era
Comadreja
Wilhelm.

Al igual que la mayoría de sinvergüenzas,
la Comadreja
creía lo peor de todo el mundo. Podías estar seguro de que él siempre presentaría los hechos bajo su aspecto más sórdido, asegurando que otra cosa sería maquillar la realidad. Tenía olfato para las debilidades humanas y afición al melodrama. No daba importancia a la verdad y una exposición ecuánime le parecía falta de garra. Para
la Comadreja
, detrás de cualquier situación tenía que haber algo fuerte. Y eso era lo suyo.

Los otros reporteros del
Times
lo despreciaban.

Ken y yo salimos al pasillo central. Yo le seguí hacia las máquinas del café, pero él me llevó a la biblioteca. En el centro de la planta, el
Times
tenía una biblioteca que estaba mejor surtida que la de muchas Universidades.

—¿Qué pasa con Wilhelm? —pregunté.

—Anoche estaba aquí —dijo Ken—. Al salir del teatro, vine a recoger unas notas que necesitaba para una entrevista que tenía que hacer hoy al salir de casa. Vi que
la Comadreja
estaba en la biblioteca. Debían de ser las once. Ya sabes lo ambicioso que es el muy gilipollas. Por la expresión de la cara comprendí que había olido la sangre. Naturalmente, tú querrás saber de quién.

—Naturalmente —dije.
La Comadreja
era un artista en la puñalada por la espalda. Hacía un año había conseguido que echaran al director del suplemento dominical y por un pelo no consiguió el puesto.

—Conque pregunto a Lilly, la bibliotecaria de anoche: «¿Qué busca
la Comadreja?»
. Y ella me contesta: «Repasa notas de la Policía acerca de un poli». Bueno, es un alivio, pienso.

Pero entonces empiezo a darle vueltas. Verás, yo sigo siendo el reportero más veterano de Local y todavía escribo crónicas de sucesos un par de veces al mes. ¿Qué sabe él que no sepa yo? La noticia tendría que ser mía. Entonces pregunto a Lilly el nombre del policía.

—A ver si lo adivino.

—Exactamente —dijo Ken—: Peter J. Smith.

—¿A qué hora fue eso?

—Sobre las once.

—Fantástico —dije.

—Pensé que te interesaría.

—Me interesa.

—Entonces digo a Lilly, me refiero a anoche, le digo: «Lilly, ¿qué es lo que está sacando?». Resulta que saca de todo, que se dedica a desenterrar viejos informes. Al parecer, tiene una fuente en jefatura, alguien que va a filtrarle expedientes de Asuntos Internos. Una investigación de un caso de corrupción de menores.

—Ah, mierda —dije.

—Luego, ¿es verdad?

—Hubo una investigación, sí; pero todo fue una patraña.

Ken me miró.

—Cuenta.

—Fue hace tres años. Yo todavía era detective en activo. Mi compañero y yo acudimos a investigar una denuncia de riña doméstica en Ladera Heights. Una pareja que se peleaba; hispánicos, borrachos los dos. La mujer quería que arrestase a su marido y, cuando yo me negué, me dijo que había tratado de abusar de su niña. Yo fui a ver a la niña y la niña estaba bien. No arresté al hombre. La mujer se cabreó. Al día siguiente, va y me denuncia
a mí
de tratar de corromper a la niña. Hubo una investigación preliminar. La denuncia fue desestimada.

—Bien —dijo Ken—. Ahora dime, ¿has hecho algún viaje comprometedor?

—¿Viaje? —pregunté frunciendo el entrecejo.


La Comadreja
trataba de localizar registros de viajes. Pasajes de avión, excursiones, dietas…

—Nada que yo recuerde.

—Sí, ya me figuraba que en eso tenía que andar desencaminado. Tienes una hija pequeña a tu cargo y no puedes andar de jarana.

—Desde luego.

—Bien.

Habíamos seguido andando por la biblioteca y llegamos a un ángulo desde el que se podía ver la sección de Local de la Redacción a través del tabique de vidrio. Vi a
la Comadreja
que seguía hablando con la muchacha, camelándola.

—Lo que no entiendo, Ken, es por qué a mí. Quiero decir que yo no me ocupo de nada importante, ni comprometido. Hace tres años que no soy detective activo. Ni siquiera soy encargado de Prensa. Soy un enlace. Es decir, mi trabajo es puramente político. ¿Por qué va a ponerme en su punto de mira un reportero del
Times?

—¿Quieres decir un jueves a las once de la noche? —Ken me miraba como si yo fuera idiota. Como si me colgara la baba.

—¿Piensas que los japoneses puedan estar detrás de esto? —pregunté.

—Lo que yo pienso es que
la Comadreja
hace trabajos por encargo. Es un saco de escoria que se alquila. Trabaja para estudios de cine, compañías discográficas, agentes de Bolsa, incluso para corredores de fincas. Es un
consultor
. Y lleva un «Mercedes 500SL».

—Ah, ¿sí?

—No está mal, con un sueldo de reportero, ¿no te parece?

—Desde luego.

—Así que tú sabrás si te has puesto a malas con alguien. ¿Es lo que ocurrió anoche?

—Quizá.

—Porque está claro que alguien encargó a
la Comadreja
que escarbara en tu pasado.

—No lo puedo creer —dije.

—Pues créelo —dijo Ken—. Lo que más me preocupa es quién pueda ser la fuente de
la Comadreja
en la jefatura de Parker Center. Alguien del Departamento está filtrándole información de Asuntos Internos. ¿Tú estás a bien con todos los del Departamento?

—Que yo sepa, sí.

—Menos mal, porque
la Comadreja
va a hacer de las suyas. Esta mañana hablé con Roger Bascombe, el abogado del periódico.

—¿Y?

—¿Adivinas quién le llamó anoche para hacerle una consulta urgente?
La Comadreja
. ¿Y adivinas cuál era la consulta?

No dije nada.

—La consulta era si el prestar servicio en calidad de encargado de Prensa hace de un policía una personalidad pública, es decir, una persona que no puede querellarse por difamación.

—¡Dios!

—Exactamente.

—¿Y qué le contestó?

—¿Qué importa? Tú ya sabes cómo funciona esto.
La Comadreja
no tiene más que llamar a unas cuantas personas diciendo: «Hola, soy Bill Wilhelm del
Los Ángeles Times
. Mañana vamos a publicar la noticia de que el teniente Peter Smith es un corruptor de menores. ¿Quiere hacer algún comentario?». Si sabe elegir las llamadas, ni hará falta publicar la noticia. Aunque el director la vete, el daño ya estará hecho.

Yo no dije nada. Sabía que era verdad lo que decía Ken. Lo había visto más de una vez.

—¿Qué puedo hacer?

—Podrías organizar uno de tus famosos incidentes de brutalidad policial.

—Eso no tiene gracia.

—Te prometo que nadie de este periódico cubriría el caso. Incluso podrías cargártelo. ¿Y si lo grabáramos en vídeo? Aquí hay más de uno que
pagaría
por verlo en vídeo.

—Ken…

—Se puede soñar, ¿no? —dijo él suspirando—. Está bien. Hay sólo una cosa. El año pasado, cuando Wilhelm intervino en el, digamos, cambio de dirección del suplemento, yo recibí por correo un paquete sin indicación de remitente. Otras personas recibieron paquetes idénticos. Nadie los utilizó entonces. Es algo bastante guarro. ¿Te interesa?

—Sí.

Ken sacó del bolsillo interior de su americana sport un sobre marrón de esos que tienen un cordelito que hay que mover atrás y adelante para cerrarlos. Dentro había una serie de fotografías, positivadas en una tira. Se veía a Willy Wilhelm entregado a un acto íntimo con un hombre de pelo negro que tenía la cara hundida entre los muslos de Willy.

—A Willy no se le ve muy bien la cara —dijo Ken—. Pero es él, no cabe duda. Instantánea del reportero agasajando a su fuente. Tomando un trago, digamos.

—¿Quién es el otro?

—Tardamos bastante en averiguarlo. Se llama Barry Broman. Es jefe de Ventas regional de «Kaisei Electronics» en el Sur de California.

—¿Qué puedo yo hacer con esto?

—Dame tu tarjeta —dijo Ken—. La coseré al sobre y lo mandaré a
la Comadreja
.

—No —dije moviendo la cabeza.

—Eso le haría recapacitar.

—No; no es mi estilo.

Ken se encogió de hombros.

—De todos modos, quizá no diera resultado. Aunque apretemos las tuercas a
la Comadreja
, es probable que los japoneses tengan otros medios. Todavía no he podido averiguar quién dio la noticia anoche. Lo único que oigo es: «Órdenes de arriba, órdenes de arriba». Y eso puede querer decir cualquier cosa.

—Pues alguien tuvo que escribirlo.

—Te digo que no he podido enterarme. Y es que los japoneses tienen mucha influencia en el periódico. Es algo que va más allá de los anuncios que contratan. Es algo más que su implacable maquinaria de Relaciones Públicas martilleando incesantemente desde Washington, más que el cabildeo local y más que las aportaciones a las campañas de figuras y organizaciones políticas. Es la suma de todas estas cosas y más. Y es algo que empieza a hacerse insidioso. Quiero decir que, a veces, en una reunión de dirección, al tratar de un artículo o una crónica que vayamos a publicar, de repente te das cuenta de que nadie quiere
ofenderles
. No se trata de si está bien o está mal ni de si es o no es noticia. Y tampoco es una disyuntiva tan simple como: no podemos publicar esto porque nos retirarían la publicidad. Es algo mucho más sutil. A veces, al mirar a mis directores comprendo que no admiten ciertas cosas porque tienen miedo. Y ni siquiera saben de qué. Sólo saben que tienen miedo.

—¿Eso se llama libertad de Prensa?

—¡Eh! No es el momento de idealismos ingenuos. Tú sabes cómo funciona esto. La Prensa norteamericana se atiene a la opinión predominante. La opinión predominante es la opinión del grupo que detenta el poder. Y ahora lo detentan los japoneses. La Prensa se atiene a la opinión predominante, como siempre. No hay de qué sorprenderse. Conque ten cuidado.

—Lo tendré.

—Y, si decides utilizar un servicio de mensajería, no tienes más que llamarme.

Yo estaba deseando hablar con Connor. Empezaba a comprender por qué estaba preocupado Connor y por qué quería terminar la investigación lo antes posible. Porque una campaña de insinuaciones bien orquestada es algo temible. Un reportero habilidoso —y
la Comadreja
lo era— se las ingeniaría para que día tras día apareciera una novedad aunque no hubiera sucedido nada nuevo. Leías titulares como: EL GRAN JURADO AÚN NO HA EMITIDO VEREDICTO SOBRE LA CULPABILIDAD DEL POLICÍA cuando, en realidad, el gran jurado todavía no se había reunido. Pero el público veía titulares un día sí y otro también y sacaba conclusiones.

En realidad, siempre había una manera de dar la vuelta a una información. Al final de la campaña de insinuaciones, si el sujeto resultaba inocente, siempre podías montar un titular como: EL GRAN JURADO NO CONSIGUE DECLARAR CULPABLE AL POLICÍA o EL FISCAL DEL DISTRITO RENUNCIA A PROCESAR AL POLICÍA ACUSADO. Semejantes titulares son tan funestos como una condena.

Y no tienes posibilidad de recuperarte de una campaña periodística negativa que ha durado semanas. Todo el mundo se acuerda de la acusación. Nadie se acuerda de la exoneración. Es propio de la naturaleza humana. Una vez se te ha acusado, es difícil volver a la normalidad.

El asunto estaba poniéndose muy desagradable y yo tenía un mal presentimiento. Muy preocupado, estaba aparcando el coche cerca del departamento de Física de la U.S.C. cuando volvió a sonar el teléfono. Era Olson, el jefe adjunto.

—Peter.

—Sí, señor.

—Son casi las diez. Creí que ibas a traerme las cintas. Lo prometiste.

—He tenido dificultades para sacar las copias.

—¿Eso has estado haciendo?

—Desde luego. ¿Por qué?

—Porque, a juzgar por las llamadas que recibo, da la impresión de que continúas con la investigación —dijo Jim Olson—. Durante esta última hora, has estado haciendo preguntas en un instituto de investigaciones japonés. Luego has interrogado a un científico que trabaja para un instituto de investigaciones japonés. Has estado rondando un seminario japonés. Vamos a aclarar las cosas, Peter. ¿La investigación ha terminado o no?

—Ha terminado. Sólo trato de que alguien copie las cintas.

—Procura que eso sea todo.

—Está bien, Jim.

—Por el bien de todo el Departamento, y de las personas que trabajan en él, quiero que quede cerrado el asunto.

—Está bien, Jim.

—No quiero que la situación se me vaya de las manos.

—Comprendido.

—Espero que así sea. Consigue esas copias y vente para acá de una puñetera vez. —Y colgó.

Yo aparqué y entré en el edificio de Física.

Me quedé esperando en lo alto del aula a que Phillip Sanders terminara la clase. Estaba delante de una gran pizarra cubierta de complicadas fórmulas. Había en la clase unos treinta estudiantes, la mayoría sentados en los primeros bancos. Yo los veía de espaldas.

El doctor Sanders aparentaba unos cuarenta años y era una de esas personas que parecen derrochar energía: en constante movimiento, paseando arriba y abajo y golpeando la pizarra con ademanes rápidos para señalar con la tiza la «determinación del índice covariante de la señal» o «el ruido de la amplitud de banda delta factorial». Yo no podía adivinar ni siquiera la asignatura que estaba explicando. Finalmente, supuse que debía de ser ingeniería eléctrica.

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