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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (24 page)

BOOK: Sol naciente
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Cuando sonó el timbre, los estudiantes se levantaron y recogieron los apuntes. Me sorprendió que casi todos, chicos y chicas, fueran asiáticos. Los que no eran orientales, eran indios o paquistaníes. De treinta estudiantes, sólo tres eran blancos.

—Es verdad —dijo Sanders mientras nos dirigíamos a su laboratorio—. Una asignatura como la Física 101 no atrae a los norteamericanos. Ocurre desde hace años. Y tampoco la industria puede encontrarlos. Estaríamos aviados de no ser por los orientales y los indios que vienen a hacer doctorados en mates e ingeniería y luego entran a trabajar en empresas norteamericanas.

Bajamos unas escaleras y torcimos a la izquierda. Estábamos en un pasillo subterráneo. Sanders andaba de prisa.

—Pero lo malo es que las cosas están cambiando. Ahora los estudiantes asiáticos regresan a su país cuando terminan los estudios. Los coreanos se vuelven a Corea. Los taiwaneses, lo mismo. Hasta los indios regresan. El nivel de vida está subiendo en aquellos países y hay más oportunidades. En algunos, cuentan con gran número de personas cualificadas. —Me condujo con paso ligero por otro tramo de escaleras abajo—. ¿Sabe cuál es la ciudad que tiene más doctores en Ciencias Físicas de todo el mundo?

—¿Boston?

—Seúl, Corea. Imagínese, en puertas del siglo XXI.

Ahora íbamos por otro corredor. Salimos un momento a la luz del sol, nos metimos por un pasadizo cubierto y entramos en otro edificio. De vez en cuando, Sanders miraba por encima del hombro, como si temiera perderme. Pero no paraba de hablar.

—Y ahora que los estudiantes extranjeros regresan a su tierra, en Norteamérica cada vez hay menos técnicos que se dediquen a la investigación. A crear tecnología americana. Es una simple cuenta de balance. Falta gente preparada. Hasta empresas grandes como «IBM» empiezan a tener dificultades. Sencillamente, no hay técnicos. Cuidado con la puerta.

El batiente de la puerta venía hacia mí. Yo lo sorteé.

—Pero tantas salidas en el sector de la tecnología, ¿no empezarán a atraer a los estudiantes? —pregunté.

—No tanto como el mundo de las finanzas. O el del derecho. —Rió Sanders—. Nos faltan ingenieros y hombres de ciencia, pero producimos más abogados que nadie. Norteamérica tiene la mitad de abogados que hay en todo el mundo. Imagine. —Sacudió la cabeza.

»Representamos el cuatro por ciento de la población mundial. Detentamos el dieciocho por ciento de la economía. Y tenemos el cincuenta por ciento de los abogados. Y cada año salen de las facultades treinta y cinco mil más. Hacia ahí está orientada nuestra productividad. El interés nacional. La mitad de las series de televisión tratan de abogados. Norteamérica es la Tierra de los Abogados. Todo el mundo se querella. Todo el mundo anda por los juzgados. Al fin y al cabo,
algo
tiene que hacer tanto abogado: tres cuartos de millón de abogados. Y lo que hacen es sacarse sus trescientos mil al año. Hay países que nos toman por locos.

Abrió una puerta con llave. Yo vi un letrero en el que, en letras pintadas a mano, se leía:
LABORATORIO DE IMAGEN
, y, debajo, una flecha. Sanders me llevó por un largo pasillo.

—Incluso nuestros estudiantes más brillantes tienen una preparación deficiente. Los mejores estudiantes norteamericanos ocupan el decimosegundo lugar del mundo, detrás de los países industrializados de Asia y Europa. Eso, por la parte de arriba de la lista; por la de abajo, es mucho peor. Una tercera parte de los alumnos de enseñanza media no saben leer ni un horario de autobuses. Son analfabetos.

Al llegar al extremo del pasillo, torcimos hacia la derecha.

—Y muchos de los chicos que yo veo son unos vagos. No quieren trabajar. Yo enseño Física. Tardan años en aprender. Pero todos quieren vestir como Charles Sheen y hacer un millón de dólares antes de los veintiocho años. Y la única forma de ganar dinero con esa facilidad es practicar la abogacía, hacerse asesor financiero, meterse en Wall Street, allí donde se consiguen beneficios rápidos, algo a cambio de nada. Eso es lo que quieren los jóvenes.

—Quizá los de la U.S.C.

—En todas partes ocurre lo mismo. En todas partes. Todos miran la televisión.

Abrió otra puerta. Otro pasillo. Éste olía a humedad, a moho.

—Ya lo sé, ya lo sé, estoy anticuado —dijo Sanders—. Yo todavía creo que cada ser humano pretende algo. Usted pretende algo. Yo pretendo algo. Sólo por estar en el planeta, por llevar la ropa que llevamos, por hacer el trabajo que hacemos, cada uno de nosotros pretende algo. Y, en este rinconcito del mundo, pretendemos eliminar basura. Nos dedicamos a analizar las noticias de la televisión y descubrir si han manipulado la cinta. Analizamos los anuncios y señalamos dónde están los trucos…

Sanders se paró bruscamente.

—¿Qué sucede?

—¿No venía con usted otra persona?

—No; he venido solo.

—Oh, bien. —Siguió avanzando a todo gas—. Siempre tengo miedo de que se me pierda alguien aquí abajo. Ah, ya hemos llegado. El laboratorio. La puerta sigue donde yo la dejé.

Abrió la puerta con un ademán teatral. Yo miré la sala, consternado.

—Muy buen aspecto no tiene, ya lo sé —dijo Sanders.

Esto era un eufemismo en toda regla.

Delante de mí tenía un sótano cuyo techo estaba recorrido por tubos oxidados. El linóleo verde del pavimento estaba desprendido y abarquillado en varios puntos, dejando al descubierto el suelo de cemento. Alrededor de la sala había viejas mesas de madera abarrotadas de aparatos, con cables colgando a los lados. Ante cada una de las mesas estaba sentado un estudiante mirando fijamente los monitores. Había cubos diseminados por la sala en los que goteaba agua.

—Tuvimos que instalarnos en el sótano, a falta de otro sitio —dijo Sanders—. Y no tenemos dinero para lujos tales como un techo. En fin, no importa. Cuidado con la cabeza.

Él entró. Yo mido un metro ochenta y tuve que agacharme. Encima de nosotros sonó un zumbido áspero.

—Patinadores —explicó Sanders.

—¿Cómo?

—Estamos debajo de la pista de hielo. Acabas por acostumbrarte. En realidad, esto es gloria. Por la tarde, cuando se entrena el equipo de hockey, sí que hay ruido.

Entramos en la sala. Me daba la impresión de estar en un submarino. Miré a los estudiantes, cada uno, atento a su trabajo; nadie levantó la mirada cuando pasamos.

—¿Qué clase de cinta desea copiar?

—Cintas de seguridad, de ocho milímetros. Japonesas. Quizá sea difícil.

—¿Difícil? Lo dudo —dijo Sanders—. ¿Sabe? Cuando yo era joven, escribí la mayoría de los primeros algoritmos de realce de imagen. Ya sabe,
despeckling
, inversión y trazado de bordes. Esas cosas. Los algoritmos Sanders eran los que usaba todo el mundo. Por aquel entonces, yo era estudiante graduado en la Escuela Politécnica de California. En mis ratos libres, trabajaba en el JPL. Seguro que podemos hacerlo.

Le di una cinta. Él la miró.

—Es mono el chisme.

—¿Qué fue de sus algoritmos?

—No tenían utilidad comercial. En los años ochenta, empresas norteamericanas como la «RCA» y la «GE» abandonaron por completo la electrónica comercial. Mis programas de realce de imagen no tuvieron mucha aplicación en Norteamérica. —Se encogió de hombros—. Por eso traté de venderlos a «Sony», en el Japón.

—¿Y?

—Los japoneses ya habían patentado esos productos. En el Japón.

—¿Quiere decir que ellos ya tenían los algoritmos?

—No; tenían las patentes. En el Japón, la propiedad industrial es como una guerra. Los japoneses patentan como locos. Y tienen un sistema muy extraño. Se tardan ocho años en conseguir una patente en el Japón, pero la solicitud se hace pública a los dieciocho meses, y desde ese momento ya puede despedirse de los royalties. Y, desde luego, el Japón no tiene convenios de reciprocidad con Norteamérica en materia de propiedad industrial. Es una de sus maneras de mantener su ventaja.

»Lo cierto es que cuando yo llegué al Japón, me encontré con que «Sony» e «Hitachi» tenían ya patentes ligeramente similares y habían protegido todos los usos posibles relacionados con ellas. Ellos no tenían derecho a utilizar mis algoritmos… pero yo, tampoco. Porque ellos habían patentado la
utilización
de mi invento. —Se encogió de hombros—. Es difícil de explicar. De todos modos, ya es agua pasada. Actualmente, los japoneses han desarrollado
software
mucho más complicado para vídeo, que deja muy atrás todo lo que podamos tener nosotros. Ahora nos llevan años de ventaja. Pero en este laboratorio seguimos luchando. Aja. La persona que necesitamos. Dan, ¿estás muy ocupada?

Una joven levantó la cabeza de una consola de ordenador. Ojos grandes, gafas de concha, pelo negro. Los tubos del techo le tapaban parte de la cara.

—Tú no eres Dan —dijo Sanders, con voz de sorpresa—. ¿Dónde está Dan, Theresa?

—Recogiendo exámenes parciales —dijo Theresa—. Yo estaba ayudando a pasar estas progresiones de tiempo real. Ya termino. —Me dio la impresión de que era mayor que los otros estudiantes. No hubiera sabido decir por qué. No por su forma de vestir, desde luego: llevaba una diadema de color vivo y una camiseta U2 debajo de una cazadora de tipo tejano. Pero tenía un aire sosegado que la hacía parecer mayor.

—¿Podrías empezar con otra cosa? —dijo Sanders dando la vuelta a la mesa para mirar el monitor—. Tenemos un trabajo urgente. Hemos de ayudar a la Policía. —Yo seguí a Sanders, sorteando tubos.

—Por supuesto —dijo la mujer. Empezó a desconectar el equipo. Estaba de espaldas a mí y entonces por fin pude verla: morena, exótica, casi eurasiana. Era francamente hermosa, tanto que te cortaba la respiración. Parecía una de esas modelos de pómulos altos que salen en las revistas. Durante un momento me sentí desconcertado, porque aquella mujer era muy hermosa como para estar trabajando en un laboratorio de electrónica instalado en un sótano. No tenía sentido.

—Le presento a Theresa Asakuma —dijo Sanders—. La única estudiante graduada japonesa que trabaja aquí.

—Hola —dije. Me puse colorado. Estaba cortado. No daba abasto a asimilar la información que recibía. Y, a fin de cuentas, no me hacía ninguna gracia que una japonesa se encargara de las cintas. Pero el nombre de pila no era japonés y ella no tenía aspecto de japonesa. Parecía eurasiana o quizá japonesa sólo en parte. Con aquellas facciones tan exóticas, quizás incluso…

—Buenos días, teniente —dijo. Me alargó la mano izquierda. La tendía de lado, como si tuviera la derecha lesionada. Yo se la estreché.

—Hola, Miss Akasuma.

—Theresa.

—De acuerdo.

—¿Verdad que es preciosa? —dijo Sanders como si fuera obra suya—. Preciosa.

—Sí —respondí—. Realmente, me sorprende que no sea modelo.

Hubo un momento de tensión. Yo no adivinaba por qué. La mujer se volvió de lado rápidamente.

—Nunca me ha interesado.

Y Sanders dijo, hablando de prisa:

—Theresa, el teniente Smith desea que copiemos unas cintas.
Estas
cintas.

Sanders le entregó una de las casetes. Ella la tomó con la mano izquierda y la acercó a la luz. Tenía el brazo derecho doblado a la altura de la cintura. Entonces vi que estaba anquilosado y que acababa en un muñón carnoso que asomaba por el puño de la cazadora. Parecía el brazo de uno de los niños afectados por la Thalidomida.

—Muy interesante —dijo mirando la cinta—. Alta densidad de ocho milímetros. Quizá se trate del formato digital patentado del que hemos oído hablar. El que incorpora realce de imagen de tiempo real.

—Lo siento, no lo sé —dije. Me sentía como un idiota por haber dicho lo de ser modelo. Saqué de la caja el vídeo.

Theresa tomó inmediatamente un destornillador y quitó la tapa. Se inclinó a examinar el interior. Yo vi una placa de circuitos verde, un motor negro y tres pequeños cilindros de cristal.

—Sí; es la nueva disposición. Muy elegante. Mire, doctor Sanders, sólo ponen tres cabezales. La placa debe de ser de componente general RGB, porque aquí…, ¿le parece que sean circuitos de compresión?

—Probablemente, convertidor de digital a analógico —dijo Sanders—. Muy limpio. Tan pequeño. —Me miró y levantó la cajita—. ¿Sabe usted por qué los japoneses son capaces de hacer estas cosas y nosotros, no? Por su
kaizen
, un proceso de refinamiento continuo, minucioso y paciente. Año tras año, sus productos son un poco mejores, un poco más pequeños y un poco más baratos. Los norteamericanos no piensan de ese modo. Los norteamericanos siempre buscan la novedad, el gran avance. Los norteamericanos tratan de hacer un
home run
, lanzar la pelota fuera del campo y luego se sientan. Los japoneses se limitan a hacer
singles
durante todo el día, y nunca se sientan. O sea que este aparato que tenemos aquí es, entre otras cosas, un exponente de su filosofía.

Estuvo hablando en el mismo tono durante un rato, haciendo girar los cilindros y admirando la ejecución. Finalmente, dijo:

—¿Puedes copiar las cintas?

—Desde luego —dijo Theresa—. Podemos sacar una señal de esta máquina desde el convertidor y pasarla al medio que usted prefiera. ¿Quiere tres cuartos? ¿Cinta óptica? ¿VHS?

—VHS —dije.

—Es fácil —dijo.

—Pero ¿será una copia exacta? Los del JPL dijeron que no podían garantizar la exactitud.

—Bah, JPL… —dijo Sanders—. Hablan de ese modo porque trabajan para el Gobierno. Aquí hacemos las cosas bien. ¿Verdad, Theresa?

Pero Theresa no le escuchaba. Estaba conectando cables e hilos, moviendo rápidamente la mano buena y usando el muñón para sujetar la caja. Al igual que muchas personas con invalidez parcial, se movía con tanta soltura que casi no te dabas cuenta de que le faltaba la mano derecha. No tardó en tener conectada la pequeña máquina a un segundo vídeo y a varios monitores.

—¿Para qué sirven tantos monitores?

—Para comprobar la señal.

—¿Para ver la cinta quiere decir?

—No; ese monitor grande de ahí mostrará la imagen. Los otros, las características de la señal y el mapa de datos: cómo se ha grabado la imagen en la cinta.

—¿Es necesario?

—No; pero quiero fisgar. Tengo curiosidad por averiguar cómo consiguen este formato de alta densidad.

—¿Cuál es la procedencia del material? —me preguntó Sanders.

—Cámara del circuito de vigilancia de una oficina.

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