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Authors: Javier Cercas

Soldados de Salamina (19 page)

BOOK: Soldados de Salamina
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Pero una noche ocurrió el milagro. Yo había termina­do de redactar un suelto y estábamos cerrando la edición del periódico cuando inicié mi ronda de llamadas marcando el número de la Résidence de Nimphéas, de Fon­taine-Lés-Dijon, y, apenas pregunté por Miralles, en vez de con la acostumbrada negativa la operadora de la centralita me contestó con un silencio. Creí que había col­gado, y ya me disponía también a hacerlo yo, rutinariamente, cuando me frenó una voz masculina.

Aló?

Repetí la pregunta que acababa de hacerle a la opera­dora y que llevábamos más diez días de periplo insensato haciendo por todas las residencias del departamento 21.

Miralles al aparato —dijo el hombre en castellano: la sorpresa no me dejó caer en la cuenta de que mi francés rudimentario me había delatado—. ¿Con quién hablo? —¿Es usted Antoni Miralles? —pregunté con un hilo de voz.

Antoni o Antonio, da igual —dijo—. Pero llámeme Miralles; todo el mundo me llama Miralles. ¿Con quién hablo?

Ahora me parece increíble, pero, sin duda porque en el fondo nunca creí que acabaría hablando con él, yo no había preparado la forma en que me presentaría a Miralles.

Usted no me conoce, pero hace mucho tiempo que le busco —improvisé, notando un latido en la garganta y un temblor en la voz. Para disimularlos, apresuradamente dije mi nombre y desde dónde le llamaba; atiné a añadir—: Soy amigo de Roberto Bolaño.

¿Roberto Bolaño?

Sí, del cámping Estrella de Mar —expliqué—. En Cas­telldefells. Hace años usted y él...

¡Claro! —La interrupción me produjo gratitud, más que alivio—. ¡El vigilante! ¡Ya casi lo había olvidado!

Mientras Miralles hablaba de sus veranos en el Estre­lla de Mar y de su amistad con Bolaño, reflexioné sobre el modo de pedirle una entrevista; resolví ahorrarme los rodeos y abordar directamente la cuestión. Miralles no dejaba de hablar de Bolaño.

¿Y qué ha sido de él? —preguntó.

Es escritor —contesté—. Escribe novelas.

También las escribía entonces. Pero nadie quería publicárselas.

Ahora es distinto —dije—. Es un escritor de éxito.

¿De veras? Me alegro: siempre pensé que era un tipo de talento, además de un mentiroso redomado. Pero supongo que hay que ser un mentiroso redomado para ser un buen novelista, ¿no? —Oí un sonido breve, seco y remoto, como una risa—. Bueno, en qué puedo servirle.

Estoy investigando sobre un episodio de la Guerra Civil. El fusilamiento de unos presos nacionales en el san­tuario de Santa María del Collell, cerca de Banyoles. Ocurrió al final de la guerra. —En vano aguardé la reac­ción de Miralles. Añadí, a tumba abierta—: Estuvo usted allí, ¿verdad?

Durante los segundos interminables que siguieron pude oír la respiración arenosa de Miralles. Exultante y en silencio, comprendí que había dado en el blanco. Cuando volvió a hablar, la voz de Miralles sonó más oscura y más lenta: era otra.

¿Eso le dijo Bolaño?

Lo deduje yo. Bolaño me contó su historia. Me contó que hizo usted toda la guerra con Líster, hasta que se retiró con él por Cataluña. Algunos soldados de Líster estuvieron en el Collell en ese momento, justo cuando se produjo el fusilamiento. Luego bien pudo usted ser uno de ellos. Lo fue, ¿no?

Miralles hizo otro silencio; volví a oír su respiración arenosa, y luego un chasquido: pensé que había encendi­do un cigarrillo; una lejana conversación en francés cruzó fugazmente la línea. Como el silencio se prolongaba, me dije que había cometido el error de ser demasiado brusco, pero antes de que pudiera tratar de rectificarlo oí por fin:

Me ha dicho que es usted escritor, ¿verdad?

No —dije—. Soy periodista.

Periodista. —Otro silencio—. ¿Y piensa usted escribir sobre eso? ¿De veras cree que alguno de los lectores de su periódico le va a interesar una historia que pasó hace sesenta años?

No la escribiría para el periódico. Estoy escribiendo un libro. Mire, quizá me he explicado mal. Sólo quiero hablar un rato con usted, para que me dé su versión, para poder contar lo que realmente pasó, o su versión de lo que pasó. No se trata de pedirle cuentas a nadie, sino sólo de tratar de entender...

¿Entender? —me interrumpió—. ¡No me haga reír! Es usted el que no entiende nada. Una guerra es una guerra. Y no hay nada más que entender. Yo lo sé muy bien, me pasé tres años pegando tiros por España, ¿sabe? ¿Y cree usted que alguien me lo ha agradecido?

Precisamente por eso...

Cállese y escuche, joven —me atajó—. Respóndame, ¿cree que alguien me lo ha agradecido? Le respondo yo: nadie. Nunca nadie me ha dado las gracias por dejarme la juventud peleando por su mierda de país. Nadie. Ni una sola palabra. Ni un gesto. Ni una carta. Nada. Y ahora me viene usted, sesenta años más tarde, con su mierda de periodiquito, o con su libro, o con lo que sea, a pregun­tarme si participé en un fusilamiento. ¿Por qué no me acusa directamente de asesinato?

«De todas las historias de la Historia», pensé mientras Miralles hablaba, «la más triste es la de España, porque termina mal.» Luego pensé: «¿Termina mal?». Pensé: «¡Y una gran mierda para la Transición!». Dije:

Lamento que me haya malinterpretado, señor Mi­ralles...

¡Miralles, coño, Miralles! —bramó Miralles—. Nadie en mi puta vida me ha llamado señor Miralles. Me llamo Miralles, sólo Miralles. ¿Lo ha entendido?

Sí, señor Miralles. Miralles, quiero decir. Pero le repito que aquí hay un malentendido. Si me deja hablar se lo aclararé. —Miralles no dijo nada; proseguí—. Hace unas semanas Bolaño me contó su historia. Por entonces yo había dejado de escribir un libro sobre Rafael Sánchez Mazas. ¿Ha oído hablar de él?

Miralles tardó en contestar, pero no porque dudara.

Claro. Se refiere al falangista, ¿no? Al amigo de José Antonio.

Exacto. Fue una de las dos personas que escapó del fusilamiento del Collell. Mi libro iba sobre él, sobre su fu­silamiento, sobre la gente que le ayudó a sobrevivir después. Y también sobre un soldado de Líster que le salvó la vida.

Y qué pinto yo en todo eso.

El otro fugitivo del fusilamiento dejó un testimonio del hecho, un libro que se titula Yo fui asesinado por los rojos.

¡Menudo título!

Sí, pero el libro está bien, porque cuenta con deta­lle lo que ocurrió en el Collell. Lo que no tengo es nin­guna versión republicana de lo que ocurrió allí y sin ella el libro se me queda cojo. Cuando Bolaño me contó su historia pensé que quizás usted también había estado en el Collell cuando el fusilamiento y que podría darme su versión de los hechos. Eso es todo lo que quiero: charlar un rato con usted y que me dé su versión. Nada más. Le pro­meto que no publicaré una línea sin consultárselo antes.

De nuevo oí la respiración de Miralles, entrecortada por la confusa conversación en francés que cruzaba otra vez la línea. Porque su voz fue de nuevo la del principio, cuando Miralles volvió a hablar comprendí que mi expli­cación había logrado apaciguarlo.

—¿Cómo ha conseguido usted mi teléfono?

Se lo expliqué. Miralles se rió de buena gana.

Mire, Cercas —empezó luego—. ¿O tengo que lla­marle señor Cercas?

Llámeme Javier.

Bueno, pues Javier. ¿Sabe usted cuántos años acabo de cumplir? Ochenta y dos. Soy un hombre mayor y estoy cansado. Tuve una mujer y ya no la tengo. Tuve una hija y ya no la tengo. Todavía me estoy recuperando de una embolia. No me queda mucho tiempo, y lo único que quiero es que me dejen vivirlo en paz. Créame: esas historias ya no le interesan a nadie, ni siquiera a los que las vivimos; hubo un tiempo en que sí, pero ya no. Alguien decidió que había que olvidarlas y, ¿sabe lo que le digo?, lo más probable es que tuviera razón; además, la mitad son mentiras involuntarias y la otra mitad mentiras voluntarias. Usted es joven; créame que le agradezco su llamada, pero lo mejor es que me haga caso, se deje de tonterías y dedique su tiempo a otra cosa.

Traté de insistir, pero fue inútil. Antes de colgar Mira­lles me pidió que le diera recuerdos a Bolaño. «Dígale que nos vemos en Stockton», dijo. «¿Dónde?», pregunté. «En Stockton», repitió. «Dígaselo: él lo entenderá.»

Conchi estalló de alegría cuando le dije por teléfono que habíamos encontrado a Miralles; luego estalló de indignación cuando le dije que no iba a ir a verle.

¿Después de la que hemos armado? —gritó.

No quiere, Conchi. Entiéndelo.

¡Y a ti qué te importa que no quiera!

Conchi, por favor.

Discutimos. Intentó convencerme. Intenté conven­cerla.

Oye, haz una cosa —dijo por fin—. Llama a Bolaño. A mí nunca me haces caso, pero él te convencerá. Si no le llamas tú, le llamo yo.

En parte porque ya lo tenía previsto y en parte para evitar la llamada de Conchi, llamé a Bolaño. Le expliqué la conversación que había tenido con Miralles y el rechazo taxativo del viejo a mi propuesta de visitarle. Bolaño no dijo nada. Entonces me acordé del mensaje que Mira­lles me había dado para él; se lo di.

Joder con el viejo —rezongó Bolaño, la voz ensimis­mada y burlona—. Todavía se acuerda.

¿Qué significa?

¿Lo de Stockton?

¿Qué va a ser?

Tras una pausa demasiado larga Bolaño contestó a la pregunta con otra pregunta:

¿Has visto Fat City? —Dije que sí—. A Miralles le gus­taba mucho el cine —continuó Bolaño—. Lo veía en la tele que instalaba bajo la marquesina de su rulot; algunas veces iba a Castelldefells y en una tarde se tragaba tres películas, la cartelera entera, le daba lo mismo lo que pusieran. Yo aprovechaba mis pocos días libres para ir a Barcelona, pero una vez me lo encontré en el paseo de Castelldefells, nos tomamos una horchata juntos y luego me propuso acompañarle al cine; como no tenía nada mejor que hacer, le acompañé. Ahora puede parecer men­tira que en un pueblo de veraneo pusieran una película de Huston, pero entonces pasaban esas cosas. ¿Sabes lo que significa Fat City? Algo así como Una ciudad de opor­tunidades, o Una ciudad fantástica o, mejor aún, ¡Menuda ciudad! ¡Pues menudo sarcasmo! Porque Stockton, que es la ciudad de la película, es una ciudad atroz, donde no hay oportunidades para nadie, salvo para el fracaso. Para el más absoluto y total fracaso, en realidad. Es curioso: en casi todas las películas de boxeadores lo que se cuenta es la historia de la ascensión y caída del protagonista, de cómo alcanza el éxito y luego llega al fracaso y al olvido; aquí no: en Fat city ninguno de los dos protagonistas —un viejo boxeador y un boxeador joven— vislumbra siquiera la posibilidad del éxito, ni ninguno de los que los rodean, como ese viejo y acabado boxeador mexicano, no sé si te acuerdas de él, que orina sangre antes de subir al ring, y que entra y sale solo del estadio, casi a oscuras. Bueno, pues esa noche, al terminar la película, fuimos a un bar y nos sentamos a la barra y pedimos cerveza y estuvimos allí charlando y bebiendo hasta muy tarde, frente a un gran espejo que nos reflejaba y reflejaba el bar, igual que los dos boxeadores de Stockton al final de Fat city, y yo creo que fue esa coincidencia y las cervezas los que hicieron que Miralles dijera en algún momento que nosotros íbamos a acabar igual, fracasados y solos y medio sonados en una ciudad atroz, orinando sangre antes de salir al ring para pelear a muerte con nuestra propia sombra en un estadio vacío. Miralles no dijo eso, claro, las palabras las pongo yo ahora, pero dijo algo parecido. Esa noche nos reímos mucho y cuando llegamos ya de madrugada al cámping y vimos que todo el mundo estaba durmiendo y que el bar estaba cerrado seguimos charlando y riéndonos con esa risa floja que le da a la gente en los entierros o en sitios así, ya sabes, y cuando ya nos habíamos despedido y yo me iba ya para mi tienda, dando tumbos en la oscuridad, Miralles me chistó y me volví y lo vi, gordo e iluminado por la luz escasa de una farola, erguido y con el puño en alto, y, antes de que estallara de nuevo su risa reprimida, le oí susurrar en el silencio dormido del cámping: «¡Bola­ño, nos vemos en Stockton!». Y a partir de aquel día, cada vez que nos despedíamos hasta la mañana siguiente o hasta el siguiente verano, Miralles añadía siempre: «¡Nos vemos en Stockton!».

Quedamos en silencio. Supongo que Bolaño espera­ba algún comentario de mi parte; yo no podía hacer nin­gún comentario, porque estaba llorando.

—Bueno —dijo Bolaño—. ¿Y ahora qué piensas hacer?

¡De puta madre! —gritó Conchi cuando le di la noti­cia—. ¡Ya sabía yo que Bolaño iba a convencerte! ¿Cuán­do salimos?

No vamos a ir los dos —dije, pensando que la pre­sencia de Conchi quizás haría más fácil la entrevista con Miralles—. Voy a ir yo solo.

¡No digas tonterías! Mañana por la mañana coge­mos el coche y en un periquete nos plantamos en Dijon.

Ya lo tengo decidido —insistí, tajante, pensando que un viaje hasta Dijon en el Volkswagen de Conchi era más arriesgado que la marcha desde el Magreb al Chad de la columna Leclerc—. Iré en tren.

Así que el sábado por la tarde me despedí de Conchi en la estación («Dale recuerdos de mi parte al señor Miralles», me dijo. «Se llama Miralles, Conchi», la corregí. «Sólo Miralles»), y tomé un tren hacia Dijon como quien toma un tren hacia Stockton. Era un tren hotel, un tren nocturno en cuyo restaurante de mullidos asientos de cuero y ventanales lamidos por la velocidad de la noche recuerdo que estuve hasta muy tarde bebiendo y fuman­do y pensando en Miralles, y a las cinco de la mañana, estragado, sediento y con sueño, bajé en la estación sub­terránea de Dijon y, después de caminar por andenes de­siertos e iluminados por globos de luz esquelética, tomé un taxi que me dejó en el Victor Hugo, un hotelito fa­miliar que se halla en la Rue des Fleurs, no lejos del cen­tro. Subí a mi habitación, bebí del grifo un gran trago de agua, me duché y me tumbé en la cama. En vano traté de dormir. Pensaba en Miralles, al que pronto vería, y en Sánchez Mazas, al que no vería nunca; pensaba en su úni­co encuentro conjetural, sesenta años atrás, a casi mil kiló­metros de distancia, bajo la lluvia de una mañana violen­ta y boscosa; pensaba que pronto sabría si Miralles era el soldado de Líster que salvó a Sánchez Mazas, y que sabría también qué pensó al mirarle a los ojos y por qué lo salvó, y que entonces tal vez comprendería por fin un secreto esencial. Pensaba todo eso y, pensándolo, empecé a oír los primeros ruidos de la mañana (pisadas en el pasillo, el tri­no de un pájaro, el motor urgente de un coche) y a intuir el amanecer empujando contra los postigos de la ventana.

Me levanté, abrí la ventana y los postigos: el sol inde­ciso de la mañana iluminaba un jardín con naranjos y, más allá, una calle apacible delimitada por casas con teja­

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