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Authors: Javier Cercas

Soldados de Salamina (21 page)

BOOK: Soldados de Salamina
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Siempre parecen felices.

No se ha fijado bien —me corrigió Miralles—. Nunca lo parecen. Pero lo son. Igual que nosotros. Lo que pasa es que ni nosotros ni ellos nos damos cuenta.

¿Qué quiere decir?

Miralles sonrió por primera vez.

Estamos vivos, ¿no? —Se incorporó ayudándose con el bastón—. Bueno, es la hora de comer.

Mientras caminábamos de vuelta a la residencia dije:

Me estaba hablando del Collell.

¿Le importa darme otro cigarro?

Como si tratara de sobornarlo, le di el paquete ente­ro. Guardándoselo en el bolsillo preguntó:

¿Qué le estaba diciendo?

Que mientras usted estuvo allí aquello era un des­barajuste.

Claro. —Con facilidad retomó el hilo—. Imagínese el panorama. Estábamos nosotros, los que quedábamos del batallón; nos mandaba un capitán vasco, un tipo bastan te decente, ahora no recuerdo cómo se llamaba, el coman­dante había muerto en un bombardeo a la salida de Bar­celona. Pero también había civiles, carabineros, gente del SIM. De todo. Yo creo que nadie sabía qué pintábamos allí, supongo que esperar la orden de cruzar la frontera, que era lo único que podíamos hacer.

¿No vigilaban a los prisioneros?

Hizo una mueca escéptica.

Más o menos.

¿Más o menos?

Sí, claro que los vigilábamos —concedió de mala gana—. Lo que quiero decir es que los encargados de hacerlo eran los carabineros. Pero, a veces, cuando los prisioneros salían a pasear o a hacer algo, nos ordenaban que estuviésemos con ellos. Si a eso le llama usted vigilar, pues sí, los vigilábamos.

¿Y sabían quiénes eran?

Sabíamos que eran peces gordos. Obispos, militares, falangistas de la quinta columna. Gente así.

Habíamos desandado el sendero de gravilla: los ancia­nos que minutos atrás tomaban el sol habían desertado de sus hamacas, y ahora conversaban en grupos a la entrada del edificio y en la sala de la televisión, que seguía encen­dida.

Todavía es pronto: déjelos entrar —dijo Miralles, tomándome del brazo y obligándome a sentarme junto a él, en el borde del estanque—. Usted quería hablar sobre Sánchez Mazas, ¿verdad? —Asentí—. Decían que era un buen escritor. ¿Qué opina usted?

Que era un buen escritor menor.

Y eso qué quiere decir.

Que era un buen escritor, pero no un gran escritor.

O sea que se puede ser un buen escritor siendo un grandísimo hijo de puta. Qué cosas, ¿verdad?

¿Usted sabía que Sánchez Mazas estaba en el Collell?

¡Claro! ¡Cómo no iba a saberlo, si era el pez más gordo! Lo sabíamos todos. Todos habíamos oído hablar de Sánchez Mazas y sabíamos lo suficiente de él, o sea que por su culpa y por la de cuatro o cinco tipos como él había pasado lo que había pasado. No estoy seguro, pero me parece que, cuando él llegó al Collell, nosotros ya lle­vábamos unos días allí.

Puede ser. Sánchez Mazas llegó sólo cinco días antes de que lo fusilaran. Antes me dijo que cruzó usted la fron­tera el treinta y uno de diciembre. El fusilamiento fue el treinta.

A punto estaba de preguntarle si ese día aún estaba en el Collell, y si recordaba lo ocurrido, cuando Miralles, que se había puesto a limpiar de tierra las junturas de las baldosas con la contera de su bastón, empezó a hablar.

La noche anterior nos dijeron que preparáramos nuestras cosas, porque al día siguiente nos íbamos —expli­có—. Por la mañana vimos a una cuerda de presos salir del santuario escoltados por unos cuantos carabineros.

¿Sabían que los iban a fusilar?

No. Creíamos que iban a hacer algún trabajo, o qui­zás a canjearlos, se había hablado mucho de eso. Aunque su cara no era de que fueran a canjearlos, la verdad.

¿Conocía usted a Sánchez Mazas? ¿Lo reconoció entre los presos?

No, no lo sé... Creo que no.

¿No lo conocía o no lo reconoció?

No lo reconocí. Conocerlo sí lo conocía. ¡Cómo no iba a conocerlo! Lo conocíamos todos.

Miralles aseguró que alguien como Sánchez Mazas no podía pasar inadvertido en un lugar como aquél, y que por eso, igual que todos sus demás compañeros, se había fijado en él muchas veces, cuando salía a pasear al jardín con los otros presos; vagamente recordaba aún sus gafas de miope, su escarpada nariz de judío, la zamarra de piel con la que días más tarde relataría triunfalmente ante una cá­mara de Franco su aventura inverosímil... Miralles se calló, como si el esfuerzo de recordar le hubiese dejado por un momento exhausto. Un débil rumor de cubertería llegaba del interior del edificio; de un vistazo fugaz vi la pantalla del televisor apagada. Ahora Miralles y yo estábamos solos en el jardín.

¿Y luego?

Miralles dejó de escarbar con el bastón entre las bal­dosas y aspiró el aire impecable del mediodía.

Luego nada. —Espiró largamente—. La verdad es que no lo recuerdo muy bien, todo fue muy confuso. Recuer­do que oímos disparos y que echamos a correr. Alguien, entonces, gritó que los presos intentaban escapar, así que nos pusimos a registrar el bosque, para encontrarlos. No sé cuánto duró la batida, pero de vez en cuando se oían disparos, y era que habían cazado a alguno. De todos modos, no me extraña que más de uno escapara.

Escaparon dos.

Ya le digo que no me extraña. Se había puesto a llo­ver y el bosque allí es muy espeso. O por lo menos yo lo recuerdo así. En fin, cuando nos cansamos de buscar (o cuando alguien nos lo ordenó) volvimos al santuario, acabamos de recoger las cosas y esa misma mañana nos fuimos.

O sea, que según usted no fue un fusilamiento.

No me haga decir cosas que no he dicho, joven. Yo sólo le cuento las cosas como son, o como yo las viví. La interpretación corre de su cuenta, que para eso es usted el periodista, ¿no? Además, reconocerá usted que, si alguien mereció que lo fusilaran entonces, ése fue Sán­chez Mazas: si lo hubieran liquidado a tiempo, a él y a unos cuantos como él, quizá nos hubiéramos ahorrado la guerra, ¿no cree?

Yo no creo que nadie merezca ser fusilado.

Miralles se volvió sin prisa y me miró con sus ojos dispares, fijamente, como si buscara en los míos una res­puesta a su irónica perplejidad; una sonrisa afectuosa, que por un momento temí que desembocara en carcajada, suavizó la repentina dureza de sus facciones.

¡No me diga que es usted pacifista! —dijo, y me puso una mano en la clavícula—. ¡Haber empezado por ahí, hombre! Y a propósito —apoyándose en mí se incorporó y señaló con el bastón la entrada de la residencia—, a ver cómo se las arregla con la hermana Françoise.

Ignoré la burla de Miralles y, porque pensé que se me agotaba el tiempo, precipitadamente dije:

Me gustaría hacerle una última pregunta.

¿Sólo una? —En voz alta se dirigió a la monja—: Her­mana, el periodista quiere hacerme una última pregunta.

Me parece muy bien —dijo la hermana Françoise—. Pero si la respuesta es muy larga se va a quedar usted sin comer, Miralles. —Sonriéndome añadió—: ¿Por qué no vuelve por la tarde?

Claro, joven —convino Miralles, jovial—. Vuelva por la tarde y seguiremos hablando.

Acordamos que volvería a las cinco, después de la siesta y de los ejercicios de recuperación. Con la hermana Françoise acompañé a Miralles hasta el comedor. «No se olvide del tabaco», me susurró Miralles al oído, a modo de despedida. Luego entró en el comedor y mientras se sentaba a una mesa, entre dos ancianas de pelo blanquí­simo que ya habían empezado a comer, aparatosamente me guiñó un ojo cómplice.

¿Qué le ha dado? —preguntó la hermana Françoise mientras caminábamos hacia la salida.

Como creí que se refería al paquete de tabaco prohi­bido, que abultaba en el bolsillo de la camisa de Miralles, me ruboricé.

¿Darle?

Se le veía muy contento.

Ah. —Sonreí, aliviado—. Estuvimos hablando de la guerra.

¿De qué guerra?

De la guerra de España.

No sabía que Miralles hubiera hecho la guerra.

Iba a decirle que Miralles no había hecho una guerra, sino muchas, pero no pude, porque en ese momento vi a Miralles caminando por el desierto de Libia hacia el oasis de Murzuch, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, llevando la bandera tricolor de un país que no es su país, de un país que es todos los países y también el país de la libertad y que ya sólo existe porque él y cuatro moros y un negro la están levantando mientras siguen caminando hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

¿Viene alguien a verle? —pregunté a la hermana Françoise.

No. Al principio venía su yerno, el viudo de su hija. Pero luego dejó de venir; creo que acabaron de mala manera. En fin, Miralles tiene un carácter un poco difícil; le aseguro una cosa: su corazón es de oro.

Oyéndola hablar de la embolia que meses atrás ha­bía paralizado el costado izquierdo de Miralles, me dije que la hermana Françoise hablaba como la directora de un orfanato tratando de colocarle a un cliente potencial un pupilo díscolo; me dije también que Miralles quizá no era un pupilo díscolo, pero seguro que era un huérfano, y entonces me pregunté al recuerdo de quién iba a aferrar­se Miralles cuando estuviera muerto, para no morir del todo.

Creímos que se nos quedaba en ésa —prosiguió la hermana Françoise—. Pero se ha recuperado muy bien: tiene una constitución de toro. Lleva muy mal lo del tabaco y lo de comer sin sal, pero ya se acostumbrará. —Al lle­gar al mostrador de recepción hizo una sonrisa y me alargó la mano—. Bueno, le vemos por la tarde, ¿no?

Antes de salir de la residencia miré el reloj: eran poco más de las doce. Tenía ante mí cinco horas vacías. Cami­né un rato por la Route des Daix en busca de una terraza donde tomar algo, pero, como no la encontré —el barrio era un entramado de anchas avenidas suburbiales con casitas apareadas—, apenas vi un taxi lo paré y le pedí que me llevara de vuelta al centro. Me dejó en una plaza semi­circular que se abría hasta acoger en su seno el palacio de los duques de Borgoña. Frente a su fachada, sentado en una terraza, me bebí dos cervezas. Desde donde me halla­ba se veía un letrero con el nombre de la plaza: Place de la Libération. Inevitablemente pensé en Miralles entrando en París por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto del 44, con las primeras tropas aliadas, a bordo de su tan­que que se llamaría Guadalajara o Zaragoza o Belchite. A mi lado, en la terraza, una pareja muy joven se pasma­ba ante las risas y los pucheros de un bebé rosado; gente atareada e indiferente cruzaba frente a nosotros. Pensé: «No hay ni uno solo que sepa de ese viejo medio tuerto y ter­minal que fuma cigarrillos a escondidas y ahora mismo está comiendo sin sal a unos pocos kilómetros de aquí, pero no hay ni uno solo que no esté en deuda con él». Pen­sé: «Nadie se acordará de él cuando esté muerto». Volví a ver a Miralles caminando con la bandera de la Francia libre por la arena infinita y ardiente de Libia, caminando hacia el oasis de Murzuch mientras la gente caminaba por esta plaza de Francia y por todas las plazas de Europa atendiendo a sus negocios, sin saber que su destino y el destino de la civilización de la que ellos habían abdicado pendía de que Miralles siguiera caminando hacia delante, siempre hacia delante. Entonces recordé a Sánchez Mazas y a José Antonio y se me ocurrió que quizá no andaban equivocados y que a última hora siempre ha sido un pelo­tón de soldados el que ha salvado la civilización. Pensé: «Lo que ni José Antonio ni Sánchez Mazas podían ima­ginar es que ni ellos ni nadie como ellos podría jamás integrar ese pelotón extremo, y en cambio iban a hacerlo cuatro moros y un negro y un tornero catalán que estaba allí por casualidad o mala suerte, y que se hubiera muerto de risa si alguien le hubiera dicho que estaba salván­donos a todos en aquel tiempo de oscuridad, y que quizá precisamente por eso, porque no imaginaba que en aquel momento la civilización pendía de él, estaba salvándola y salvándonos sin saber que su recompensa final iba a ser una habitación ignorada de una residencia para pobres en una ciudad tristísima de un país que ni siquiera era su país, y donde nadie salvo tal vez una monja sonriente y espigada, que no sabía que había estado en la guerra, lo echaría de menos».

Comí en el Café Central, en la Place Grangier, muy cerca de donde había desayunado esa mañana y, después de tomar café y whisky en una terraza de la Rue de la Poste y de comprar un cartón de tabaco, volví a la Rési­dence des Nimphéas. Aún no eran las cinco cuando Mira­lles me hizo pasar a su habitación y advertí, no sin sor­presa, que no era la sórdida habitación de asilo que yo esperaba, sino un pequeño apartamento limpio, ordena­do y con luz: de un solo vistazo abarqué una cocina, un lavabo, un dormitorio y una salita de paredes casi desnu­das, con dos butacones, una mesa y un ventanal que daba a un balcón abierto al sol de la tarde. A modo de saludo le entregué a Miralles el tabaco.

No sea bruto —dijo, desgarrando el envoltorio de celofán y sacando dos paquetes de cigarrillos—. ¿Dónde quiere que esconda este mamotreto? —Me devolvió el resto del cartón—. ¿Le apetece un nescafé? Descafeinado, por supuesto. El de verdad lo tengo prohibido.

No me apetecía, pero acepté. Mientras lo preparaba, Miralles me preguntó qué me parecía el apartamento; le dije que muy bien. Me habló de los servicios (sanitarios, lúdicos, culturales, de higiene) que ofrecía la residencia, y de los ejercicios de rehabilitación que debía realizar a dia­rio. Cuando terminó de preparar el nescafé, cogí las tazas para llevarlas a la sala, pero me atajó con un gesto: abrió un armario bajero y, con una flexibilidad de contorsio­nista, metió medio cuerpo dentro y sacó triunfalmente una petaca.

Si no se le añade un poco de esto —comentó mien­tras echaba un chorrito en cada taza—, este caldo sabe a rayos.

Miralles devolvió la petaca a su sitio, y luego, cada uno con nuestra taza, nos sentamos en los butacones de la salita. Bebí un sorbo de nescafé: lo que Miralles le había echado era coñac.

Bueno, usted dirá —dijo Miralles, divertido, casi halagado, arrellanándose en la butaca y revolviendo el nescafé—. ¿Seguimos con el interrogatorio? Le advierto que ya le he contado todo lo que sabía.

De repente me dio vergüenza continuar preguntando, sentí ganas de decirle a Miralles que, aunque ya no tuvie­ra ninguna pregunta que hacerle, también estaría allí, conversando y bebiendo nescafé con él, por un momento pensé que ya sabía todo lo que tenía que saber de Miralles, y, no sé por qué, me acordé de Bolaño y de la noche en que descubrió a Miralles bailando un pasodoble con Luz bajo la marquesina de su rulot y comprendió que su tiem­po en el cámping había terminado. Fue todo uno pensar en Bolaño y pensar en mi libro, en Soldados de Salamina y en Conchi y en los muchos meses que llevaba persi­guiendo al hombre que salvó a Sánchez Mazas y buscan­do el significado de una mirada y un grito en el bosque, buscando al hombre que bailó un pasodoble en el jardín de una prisión improvisada, sesenta años atrás, igual que Miralles y Luz habían bailado otro pasodoble o tal vez el mismo en un cámping proletario de Castelldefells, bajo la marquesina de su improvisado hogar. No pregunté; como si revelara un hecho desconocido dije:

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