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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (33 page)

BOOK: Sueños del desierto
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No podría quedarse. Sintiendo que se le encogía el corazón, Zenia tuvo la seguridad de que no podría, no sin destruirse a sí mismo, no sin convertirse en lo que se había convertido su madre, un bloque de hielo. Lord Winter se iría y, cuando lo hiciera, se llevaría a Elizabeth si ella le daba el derecho a hacerlo.

Cuando se volvió, lady Belmaine la observaba sin pestañear.

—No es necesario que menciones esta conversación al conde o a mi hijo —dijo la condesa—. Si deseas hablar del tema más extensamente, lo haremos en privado.

Durante la primera hora, mistress Lamb había ido echando un ojo de tanto en tanto por la ventana mientras terminaba de zurcir y lord Winter jugaba en el césped con su hija. Sus opiniones se las guardaba para sí misma, por supuesto, pero fue con cierta aprobación que vio a la niña jugar fuera. Era justo lo que miss Elizabeth necesitaba, unos cuantos revolcones bajo el aire y el sol del campo. Mistress Lamb se había asegurado de que iba bien abrigada, y era evidente que lord Winter estaba con resaca y que no la llevaría muy lejos.

Aun así, la niñera se sentía inquieta por lady Winter. Hubo un momento de miedo cuando vio que el conde salía a la terraza y hablaba con su hijo. Pero al parecer se habían separado en buenos términos. Así que mistress Lamb dio un suspiro de alivio y siguió preparando los patrones para una bata.

Aunque llevaban una canasta con comida, había pensado llamarlos para la hora de comer. Sin duda habría que cambiarle el pañal a miss Elizabeth, y no era probable que el padre quisiera ocuparse de ello. Pero cuando mistress Lamb terminó de sujetar el patrón con los alfileres y miró fuera, vio que el vizconde había cogido a su hija y se alejaban por el césped con la canasta.

Mistress Lamb los observó un momento, con los dedos sobre la boca. No tenía derecho a opinar, no más que el que le daba el hecho de tener muchos más años de experiencia con los niños que lady Winter, pero estaba convencida de que miss Elizabeth necesitaba de una mayor libertad si no querían que creciera con un carácter viciado y retorcido, como un plantón vigoroso al que se obliga a crecer en un espacio reducido. Podía entender el apego de una joven viuda a su única hija, pero ahora que lord Winter había vuelto… Bueno, ella no era quien para opinar sobre los asuntos maritales de lady Winter, pero resultaba difícil no ver la tensión que había entre marido y mujer. A mistress Lamb no le gustaba que convirtieran a la niña en un peón, pero temía que lady Winter llevaría su control sobre la niña a un extremo poco recomendable.

Les dejaría una hora más, decidió, y luego exigiría que entraran para asearse y echar una siesta. Se arrodilló sobre el retal extendido en el suelo armada con las tijeras.

Cuando pasó la hora, volvió a mirar por la ventana. Lord Winter y miss Elizabeth habían desaparecido. Mistress Lamb chasqueó la lengua y fue a buscar su abrigo.

21

Arden le quitó un gusano a Beth cuando estaba a punto de comérselo y en vez del gusano le puso una galleta en la sucia manita. Alcanzaba a oír los gritos lejanos de sus carceleros, pero no hizo caso. No habían dejado de llamar desde que Beth y él se habían puesto a sacar la tierra del estanque de las carpas; de hecho Beth parecía haber disfrutado mucho bajando por la orilla fangosa, empuñando su pequeña pala con fútil entusiasmo mientras él cavaba.

Los dos estaban empapados. Arden no había calibrado bien cuándo cedería la orilla y se hallaba en medio cuando el agua empezó a filtrarse por la tierra debilitada. A Beth le hizo mucha gracia su exclamación de sorpresa, y se metió con él, chillando de emoción. Poco después empezaron a llegar gritos apremiantes de la casa. Viendo el estado de sus pantalones y de la bata de Beth, Arden decidió que lo mejor sería esperar hasta que se secaran un poco.

Quizá no supiera de límites ni lindes, pero conocía cada pasadizo y túnel de Swanmere. Así que, agarrando a Beth, la canasta y las palas, corrió hasta el extremo del lago, procurando quedar al amparo de la colina, y echó el bote al agua. Beth entró tras la canasta y salvaron la corta distancia con tres golpes de remo. Al oír que los perros se acercaban, Arden cogió a Beth en brazos, soltando sus ropas mojadas del oxidado soporte de la amarra donde se habían enganchado —no sin que perdiera su toca y uno o dos lazos por el camino—, se hizo con la cesta y saltó a la orilla. El bote derivó alejándose de la orilla, pues no se había molestado en amarrarlo. Arden trepó por el pequeño acantilado, oculto tras una maraña de malezas, mientras Beth reía en sus brazos cuando las ramas le rozaban la cara.

Huyeron. Los gritos habían ido quedando atrás conforme se adentraban en el bosque, donde se enfrentaron en un combate con unas ramas rotas, arrojaron hojas secas al aire y se pusieron piedras planas sobre la cabeza. Cuando llegaron a su olmo, Arden sentó a Beth y le dio su pala de juguete y juntos empezaron a restaurar el túnel.

Mejor dicho, Arden empezó a restaurarlo. Beth había encontrado más gusanos y larvas y tierra, que parecían más de su gusto.

Ahora estaba sentada sobre un montón de hojas muertas, masticando la galleta. Arden tenía que admitir que su aspecto no había mejorado mucho ahora que se había secado un poco: se la veía del mismo color y textura que lo que la rodeaba. En la canasta de la comida había unos trapos blancos pero, sin agua, su intento de pasarle uno por la cara solo consiguió darle un aspecto más lamentable.

Durante un rato, el tono inquieto de los gritos que los llamaban en la distancia había ido en aumento, voces masculinas y también alguna femenina.

—Nos va a caer una buena —dijo acuclillándose delante de Beth y compartiendo con ella su sándwich de jamón, lo cual añadió un toque de mostaza al conjunto.

—Biiien —dijo la niña con la boca llena estirando los brazos para que le diera más.

Arden le dio el resto del sándwich y se sacó el reloj de bolsillo. Las cuatro y media. El sol estaba bajo. Seguramente Zenia y su madre estarían de vuelta antes de una hora, si es que no habían llegado ya.

—¿Tenemos miedo? —le preguntó a Beth.

Ella le sonrió, con una loncha de jamón con mostaza rebozada de hojas en la mano y los ojos oscuros llenos de alegría.

—Estamos cagados.

—Mamá. —Beth dejó caer el jamón y fue a gatas hasta él. Tendió los brazos para que la cogiera.

—Sí, ya lo sé, es hora de irse. —Se levantó con ella en brazos, y los sucios piececitos de la niña añadieron más porquería a un chaleco que ya de por sí ofrecía un aspecto bastante lastimoso—. No tengas prisa. —Y entonces arrugó la nariz, olfateando—. Dios. O quizá sí.

Se inclinó para apoyar la pala contra el árbol y echó los restos de la comida en la canasta. Y entonces echó también el trapo blanco manchado y se le ocurrió que seguramente era un pañal.

—Oh, bueno —dijo y echó a andar por el sendero que rodeaba el lago—. ¿Para qué están las niñeras? Vamos a buscar a la señora Lamb.

—Mamá —dijo Beth.

—Si quieres tener un papá vivo, reza para que primero nos encontremos con mistress Lamb. Pero no temas, sé cómo colarte en la casa sin que nos vean.

La niña apoyó la cabeza en su hombro con un suspiro infantil. Arden caminó por el bosque. Los gritos parecían haber quedado reducidos a un inquietante silencio, aunque, conforme se acercaban al lago, empezó a oír de forma intermitente una llamada extraña y lúgubre.

Se detuvo en cuanto vio el agua. Había botes. Hombres, botes, redes… y un grupito de personas en el extremo.

Sintiendo que se le paraba el corazón, vio a su padre entre ellos.

Estaban dragando el lago.

Por un momento Arden se quedó allí mirando. Un temor angustioso se adueñó de él; era como si hubiera vuelto al pasado y estuviera viendo lo que había soñado esa noche. El corazón se le encogió en el pecho.

Entonces, con un sobresalto, vio a su madre y a Zenia juntas, acompañadas por la niñera y las doncellas.

Y de pronto el sobresalto se convirtió en certeza. Recuperó el aliento, apretó la mandíbula con fuerza.

—Bonitos idiotas —exclamó entre dientes—. ¡No pensarán que la he ahogado!

Salió de entre los árboles, y se quedó donde el césped bajaba en una pronunciada pendiente hasta el lago. Nadie miró. Nadie reparó en él. Todos estaban concentrados en los hombres y el lago, y en el fango que subía del fondo.

Arden miraba incrédulo. Al principio, mientras veía cómo arrastraban lentamente la red por el agua, solo sintió asombro, asombro y náuseas. Aquello no parecía real.

Uno de los hombres se inclinó y sacó algo informe y claro del agua. Arden oyó un sonido extraño y terrible, un gemido agudo y débil.

Era Zenia. Era el sonido más terrible que había oído en su vida. Se le heló la sangre.

Quería que aquel gemido parara. Pero siguió allí, petrificado, mientras los hombres extendían aquella cosa sobre la borda de un bote. No era nada, solo porquería, y sin embargo el gemido no cesaba.

—Basta —musitó—. Basta, basta. ¿Qué estáis haciendo?

No dejaba de oír a Zenia, aquel gemido… Sabía perfectamente lo que le habrían hecho creer, y se sentía tan furioso que apenas podía respirar. La ira crecía en su interior, cegándolo, haciéndolo sordo a todo cuanto no fuera aquel sonido. ¡Querían hacerle creer que había ahogado a Beth, que había ahogado a su hija!

Arden seguía en la pendiente, a la vista de todos, con Beth dormitando contra su hombro y la canasta a un lado.

Fue la niñera quien al fin lo vio. Lanzó un chillido y señaló.

El terrible gemido cesó tan repentinamente como todo lo demás. Por un momento todos se quedaron petrificados, todos excepto Zenia, que corrió hacia ellos en un revuelo de faldas, tan deprisa que casi cayó mientras subía la pendiente.

Una vez más, de su garganta empezaron a brotar sonidos agudos e histéricos, y jadeaba cuando hizo ademán de coger a Beth. Arden la soltó, y Zenia se dejó caer de rodillas y abrazó a la niña con tanta fuerza que Beth lanzó un chillido y se puso a llorar.

Arden miró al frente y vio a su padre subiendo la pendiente delante de los demás. Y la indignación que sentía encontró un objetivo.

—¡Haz que saquen esas malditas redes del agua! —gritó con violencia—. ¡Quítalas de mi vista!

Su padre se detuvo y contempló a Zenia, a la niña, la cesta de picnic.

La boca de Arden se curvó en una agria mueca de desprecio.

—¿Has sido tú quien ha ordenado esto? ¡Maldito seas!

Durante un instante que pareció eterno, se miraron por encima de los diez metros de hierba que mediaban entre ellos. Finalmente, el conde volvió la cabeza y dio unas órdenes discretas. Los hombres se dispersaron, volvieron al lago y mistress Lamb se acercó a Zenia.

—¿Tienes idea de las horas que hace que te fuiste? —preguntó su padre con tono neutro volviéndose de nuevo hacia su hijo—. Encontraron el bote flotando en medio del lago. —Parecía diez años más viejo que esa misma mañana—. Y la toca de Elizabeth estaba en el agua.

—¡Me importa un comino si el maldito bote estaba hundido con su vestido del bautizo dentro! —La colérica voz furiosa de Arden resonó por el lago. Sentía una ira, una rabia tan grande que no habría podido expresarla en palabras—. ¿Cómo has podido pensarlo? ¿Cómo has podido hacer esto?

—¡Tú, cómo has podido tú! —Las palabras acusadoras e histéricas de Zenia se elevaron por encima del llanto de Beth. Se levantó con dificultad—. ¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Cómo te atreves? ¡Mira a tu hija! ¡Mírate! ¡Podría haber muerto!

—¿Morirse de qué? —gritó él—. ¿De barro y un pañal sucio?

Beth empezó a llorar de verdad. Mistress Lamb trató de cogerla de brazos de Zenia.

—Deje que me la lleve para darle un baño caliente, señora.

—¡No tendría que haber permitido que él se la llevara! —chilló Zenia, furiosa—. ¡Su obligación era tenerla a su lado en todo momento! ¡Puede recoger sus cosas esta misma noche!

—Como usted diga, señora. Soy la única responsable. Pero deje que la cambie de ropa y la seque bien, y luego haré como dice.

—No tenga prisa por recoger sus cosas, mistress Lamb —dijo Arden con frialdad.

Zenia se volvió hacia él mientras la niñera se llevaba a Beth.

—¿Y tú quién eres para decir nada? No ha sido culpa suya, la culpa es tuya. No tienes ni una pizca de sentido común, ni siquiera sabes lo que es eso. ¡Estás loco! ¿Tienes idea de cómo me he sentido cuando me han dicho… cuando creí que… tú y Elizabeth… el lago…? —Se dejó caer al suelo y allí se quedó sentada, con el rostro entre las manos y sus elegantes faldas grises extendidas a su alrededor.

—Zenia —dijo Arden con voz ronca, mirando la nuca frágil de su cuello—. Jamás dejaría que le pasara nada.

—No podría vivir sin mi pequeña —dijo ella con ese tono agudo, meciéndose adelante y atrás—. ¡No podría!

—Nunca le haría daño. Conmigo estaba segura.

—Me ausento un día… ¡Un día! —exclamó ella, con la cara hundida en las manos. Su cuerpo se estremecía—. No tendría que haberla dejado contigo. ¡Nunca!

Se puso a llorar, sacudiéndose con violencia. Arden estaba en pie junto a ella, maldiciendo a su padre, que en ese momento regresaba a la casa en compañía de su madre y mistress Lamb, que llevaba en brazos a una llorosa Beth. Arden se quedó inmóvil mientras los hombres sacaban los botes y las redes y el lago se iba despejando, con Zenia hecha un ovillo a sus pies, sollozando de forma convulsa.

—Acabarás enfermando —dijo—. No llores así.

Ella alzó su rostro indignado.

—¡Me das miedo! ¿Por qué siempre tienes que asustarme?

—Lo siento. No era mi intención.

—Han llamado y llamado, y no contestabas.

Él miró hacia el lago. Sabía que podría haber vuelto antes de que nada de aquello pasara. Podría haber contestado cuando oyó los gritos apremiantes. Podría haberse entregado a sí mismo y a Beth al bienintencionado y asfixiante abrazo de Swanmere.

—Los oías, ¿verdad? —La voz de Zenia era aguda y temblorosa.

—Sí.

—Y aun así no contestabas.

—No.

—¿Por qué? —Sofocó un sollozo—. ¿Por qué?

Él se sentó en la pendiente, mirando al cisne negro que acababa de salir con aire indeciso de entre los carrizos del extremo opuesto del lago.

—¡Tendrías que haber contestado!

Arden arrancó un puñado de hierba y lo apretó entre los dedos.

—Hemos estado limpiando el estanque de las carpas —dijo Arden—. A Beth le gustaba. Y luego la he llevado a mi árbol. Los dos estábamos empapados, y sabía que tú… Bueno, solo queríamos secarnos un poco antes de que nos vieras. —Arrojó un poco de tierra pendiente abajo y añadió con ironía—: Tú también me asustas un poco, ¿sabes, mamá?

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