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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (37 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—He acabado por detestar la palabra «matrimonio» —dijo Zenia—. Y tampoco aprecio precisamente a los hombres.

Por un momento el señor Jocelyn la miró ladeando apenas su agradable rostro, con una expresión pensativa en los ojos castaños.

—Le ruego me disculpe —dijo ella al darse cuenta de lo que había dicho—. No me refería a usted, por supuesto. Pero no creo que pueda contraer matrimonio con nadie —añadió, restregando los dedos contra la suave madera de la mesa—. Está Elizabeth.

—Por supuesto —dijo el hombre como si lo hubiera sacado de un pensamiento lejano—. Miss Elizabeth. Querida, ¿no tiene que subir a ver cómo está? Necesitaría algo de tiempo para meditar cierta idea que me acaba de venir a la cabeza. Como bien sabe, mañana debo partir hacia Edimburgo así que, por favor, deme una hora para reflexionar.

—Espero que se quedará a cenar —dijo Zenia educadamente.

—Es usted muy amable. Lo haré encantado.

Zenia dejó al hombre con la pluma suspendida sobre un papel en blanco, contenta de pasarle a él la carga. Pero ni siquiera la compañía de Elizabeth la ayudó a disipar su preocupación. Y su dolor. Mientras miraba la cara seria de su hija intentando pasar una bolsa de judías por el estrecho cuello de un cubilete de latón, lo vio muy claro. Si lord Winter la veía a ella cuando Elizabeth reía, ella lo veía a él con total claridad en la intensidad y la determinación de la niña.

En otro tiempo había llorado su pérdida, pero ahora se trataba de una pérdida diferente: ella la había exigido y, sin embargo, en el momento en que consiguió lo que quería, supo qué demoledor sería el golpe. No esperaba que él cediera. De alguna manera confiaba en que no lo haría; que, si ella lo rechazaba una y otra vez, él no se iría, sino que cambiaría.

Como si aguijoneándolo sin tregua pudiera exorcizar el
yinn
que lo movía a ser lo que era. Como si pudiera hacer desaparecer la tristeza de sus ojos y lograr que deseara quedarse. Que se alegrara de quedarse.

Pero no cambiaría. Y ahora por culpa de su estupidez ella había arruinado su propio futuro. Y, lo que era peor, también el de Elizabeth.

Clare apareció en la puerta.

—El señor Jocelyn desea verla, señora.

Zenia se levantó del suelo y se inclinó para dar un abrazo a su hija. Aparte de un gorjeo feliz, la niña no le hizo caso y no apartó los ojos ni los dedos de lo que estaba haciendo con obstinación.

En el estudio, el señor Jocelyn estaba en pie ante el fuego, calentándose las manos. Y, aun así, cuando la cogió de la mano y la acomodó en un asiento delante de él, tenía los dedos fríos.

—Querida, tengo una propuesta que sin duda la sorprenderá. Quiero que sepa que no debe sentirse obligada en ningún sentido. Solo es una sugerencia, y si no le complace, no se hable más. Ha dicho que le disgusta la idea del matrimonio, e incluso ha manifestado un cierto desagrado por los hombres en general, aunque sé que solo estaba hablando con ligereza. Pero deje que le proponga un plan… solo para que lo considere.

Zenia lo miró desconcertada. El hombre parecía nervioso, casi abochornado.

—Estoy segura de que, sea lo que fuere, si lo ha pensado usted, señor Jocelyn, seguro que es un plan excelente.

El señor Jocelyn sonrió de pronto, de una forma más natural.

—Bueno, no es muy profesional, y jamás hubiera osado proponerlo de haber emprendido alguna acción más formal en el caso… pero de momento considero que estoy dentro de los límites de lo sincero si digo que soy amigo de la familia y nada más. Querida mía, ¿sería para usted muy gravosa la idea de contraer matrimonio conmigo?

Zenia lo estaba mirando directamente a los ojos castaños y bondadosos. Y abrió mucho los suyos. Apartó la mirada.

—Yo… yo no había pensado…

—Calma, querida. Calma. Deje que me explique. Da la casualidad de que llevo cierto tiempo considerando la idea del matrimonio. Por motivos profesionales, y para añadir cierta comodidad a mi vida… y por la compañía, por supuesto. Pero, verá, no soy un hombre muy apasionado, no se me da muy bien cortejar a una dama y no he hecho grandes progresos. En pocas palabras, por pura indolencia me temo que no he hecho nada de nada. Había pensado que quizá una dama viuda sería lo más apropiado. Ah, no deseo ofenderla con mis palabras, pero quiero ser muy claro: no deseo ningún tipo de intimidad física con una esposa. —Sus mejillas enrojecieron un tanto—. Me encantan los niños, pero soy hijo segundo y no tengo necesidad de preocuparme por perpetuar el apellido de la familia y ese tipo de cosas. —Carraspeó—. Como digo, no soy de naturaleza ardiente.

El señor Jocelyn seguía sonriendo, pero ahora parecía incómodo y pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro. Sin duda habría querido poder retirar sus palabras.

—Entiendo —dijo Zenia, deseando que el hombre no se sintiera tan violento—. Oh, sí. He vivido en Oriente, señor Jocelyn, y allí se acepta con naturalidad que alguien prefiera a un joven, puede estar seguro. Pero entiendo que es algo que aquí no puede hacerse abiertamente.

El rostro del abogado se inflamó. Se volvió al instante hacia otro lado.

—¡Querida mía! Yo no he dicho tal cosa. Y deseo que no ponga esas palabras en mi boca, ni que las vuelva a mencionar.

Zenia miró la espalda rígida del hombre, el tono tan subido de sus mejillas y la rapidez con que sus ojos pestañeaban al mirar hacia la ventana. Una extraña sensación de ternura la embargó. ¡Qué solo debía de sentirse!

—¡Por supuesto! Por favor, no querría de ningún modo perturbar a un amigo.

El abogado respiró hondo, manoseando su pañuelo, y se sonó levemente. Tras un instante, la miró con una sonrisa cohibida.

—Sí, creo que podríamos ser amigos. Para mí ha sido un placer conocerla a usted y a su hija. Si se me permite ofrecerles a las dos un hogar confortable y algo de compañía de vez en cuando, a cambio de lo mismo, me sentiría muy honrado. Pero no debe precipitarse, querida. Tómese su tiempo para pensarlo mientras yo estoy en Edimburgo. Quizá querrá escribir a su padre. Yo enviaré algún comentario al señor King, para ver cómo reaccionan, pero no se decidirá nada hasta que haya tenido usted tiempo para considerarlo. ¡Mucho tiempo!

No hacía ni dos horas que el señor Jocelyn se había ido cuando Zenia tuvo que bajar de nuevo para recibir a lord Belmaine.

Lo recibió en el estudio de su padre, con la esperanza de sentirse respaldada por la solidez y dignidad de sus libros de leyes.

—Aún no puedo decirle nada —declaró cuando cerró la puerta, sin arriesgarse a dejar que él hablara primero.

El hombre hizo una leve reverencia.

—Buenos días, señora. No vengo a presionarla. Solo quería saber cómo está miss Elizabeth y preguntar si sabe algo del paradero de mi hijo.

—Elizabeth ha pasado el sarampión —dijo Zenia enérgicamente, aliviada y decepcionada a la vez, ansiosa por no dejar traslucir ninguna de las dos emociones.

El hombre frunció el ceño.

—¡Es lo que temíamos! ¿Cómo está?

—Ha sido bastante leve, con poca fiebre. El médico dice que ya ha pasado. Aunque quiero tenerla en una habitación poco iluminada un poco más.

—Es una noticia estupenda. —El gesto serio se convirtió en sonrisa, y asintió—. El sarampión no es ninguna bagatela como piensan muchos. Lady Belmaine ya le comentó que ha habido un brote en el pueblo y hemos estado muy preocupados. Es un alivio saber que todo ha ido bien. ¿Desea que la vea el doctor Wells, solo para asegurarnos? Es nuestro médico en la ciudad, y no hay ninguno con mejor reputación.

—No creo que sea necesario, gracias. Elizabeth se encuentra estupendamente.

El hombre se quedó mirándola un momento, pero Zenia no lo invitó a sentarse.

—Me sentiría muy honrado de presentarle mis respetos a su padre, si está en casa.

—La familia se ha ido a Zurich.

El conde pareció sorprendido.

—Entonces, ¿está sola?

—El señor Jocelyn, amigo de mi padre, se ha ocupado de nosotras. Vive unas casas más abajo, y puedo acudir a él para cualquier cosa.

—Ya veo.

—Es abogado del Doctors’ Commons.

La expresión agradable de lord Belmaine se desvaneció.

—Ciertamente.

—Ha sido muy atento.

—Bueno —dijo el conde, haciendo girar su sombrero en las manos—. Puede acudir a mí si me necesita para lo que sea. Solo tiene que mandar recado a Berkeley Street.

—Gracias —contestó ella sin la menor cordialidad.

—No la entretendré más, señora. —Lord Belmaine hizo otra leve reverencia, con igual frialdad—. Entiendo que no ha visto usted a lord Winter.

—No lo he visto desde antes de que Elizabeth enfermara —repuso Zenia con rigidez—. Quizá lo encontrará en su club o en el hotel Clarendon.

—Gracias. No debo demorarme. Que tenga un buen día, señora.

Zenia no sabía muy bien qué pensar de la visita de lord Belmaine. Cuando supo que era él, pensó que quería apremiarla para que firmara algún papel, pero estaba decidida a no hacer nada mientras el señor Jocelyn estuviera ausente. La enfurecía que el hombre se hubiera presentado con unas excusas tan pobres. Ni siquiera había solicitado que lo dejara ver a Elizabeth. Y seguro que sabía perfectamente dónde estaba su hijo. Solo quería preocuparla, inquietarla, y cuando llegó un mozo con una nota con el timbre del Clarendon, aquello la reafirmó en su idea.

Se quedó en el vestíbulo y rompió el sello con manos no muy firmes.

No era la letra de lord Winter, sino la del padre.

«Por favor, venga enseguida. Belmaine.»

El mozo tenía un cabriolé esperando fuera, y el portero del Clarendon la acompañó de inmediato a la suite de lord Winter. Para entonces ya sabía que estaba muy enfermo, y aun así la sorprendió la expresión de lord Belmaine cuando la recibió en la puerta.

—¿Ha pasado el sarampión? —preguntó antes que nada.

—Sí —dijo ella—, cuando tenía diez años.

El hombre abrió del todo, y al entrar Zenia volvió la cabeza porque oyó a lord Winter levantando la voz. Por un momento pensó que le gritaba a un sirviente, pero entonces se dio cuenta de que estaba soltando una retahíla de reniegos en árabe, que quedaron en un murmullo en cuanto ella entró apresuradamente en la habitación.

—El doctor Wells, señora —dijo un hombre de pelo canoso con una nariz ganchuda; su aspecto feroz se veía reforzado por la expresión ceñuda con que la miró mientras trataba de sujetar a lord Winter con un brazo sobre su pecho—. Abra la lámpara y tráigala aquí. —Señaló con el gesto a la cómoda, donde había una luz pequeña y extraña con una puerta diminuta—. Milord, si pudiera sujetarlo por el otro lado. Si esto no cambia creo que tendré que atarle.

La trabajosa respiración de lord Winter parecía llenar la habitación mientras el enfermo se agitaba violentamente tratando de soltarse. Bajo la barba tenía el rostro demacrado y enrojecido, y en la parte inferior de la garganta y los brazos Zenia veía las manchas, indicio de una fiebre más alta y terrible que la que había pasado Elizabeth, aunque algunas ya se estaban cubriendo de un polvo blanquecino.

—Acérquele la luz a la cara, señora —dijo el médico—. Más cerca. Que le dé directamente en los ojos.

Zenia levantó la lámpara. Lord Winter se encogió con un gemido angustioso e intentó evitar la luz. Cuando el médico le sujetó el rostro entre las manos y trató de hacerle volver la cabeza, lord Winter se resistió y casi derribó al galeno inclinado sobre él.

—Un hombre fuerte —musitó el doctor cuando logró sentarse de nuevo, sujetándolo aún por los hombros con manos fuertes para controlar sus movimientos frenéticos—. Esperemos que muy fuerte. El principio mórbido ha penetrado en su cerebro. Esto es una secuela más común en los casos de paperas, pero la fuerte aversión a la luz, la rigidez del cuello, lo que ha contado la doncella sobre náuseas y vómitos, la desorientación; todo parece indicar que hay inflamación de los tejidos del cerebro. Nuestra misión ahora es evitar que entre en coma y aliviar la presión sobre los pulmones lo mejor que podamos.

Por un momento lord Winter se quedó quieto, con los ojos entrecerrados y el pecho subiendo y bajando con rapidez. Y habló con claridad, una frase larga interrumpida solo por los intensos jadeos de la respiración.

El doctor Wells frunció el ceño.

—No me gustan estos balbuceos incomprensibles. Si vinieran acompañados de flacidez en las extremidades, yo no tendría esperanzas de que pasara de hoy.

—Es árabe —dijo Zenia—. Y lo que dice no es del todo incoherente.

—¿No? —La fiera expresión del doctor se trocó casi por una de alegría—. Eso me alivia, señora, me alivia grandemente. Y es evidente que no hay debilidad de las extremidades en uno de los costados. Creo que podemos descartar el temor a una encefalitis fatal, al menos de momento.

Inclinó la cabeza, se colocó el estetoscopio y, con movimientos expertos, levantó la camisa de lord Winter y le descubrió el pecho.

—Dios, Dios —dijo—. Aquí tenemos una bonita herida. ¿Cuánto hace que la tiene?

—Casi dos años —repuso Zenia—. Un balazo que recibió en el desierto.

—Esto son marcas de quemaduras —señaló el médico.

—Es lo que se hace para estos casos en el desierto.

El doctor Wells meneó la cabeza.

—Bárbaros —musitó, y se inclinó hacia delante para escuchar los pulmones de lord Winter con el instrumento.

Mientras el médico lo ataba y le practicaba una sangría, lord Winter continuó hablando con voz ronca y respiración dificultosa. Zenia se sentó junto a él y no dejó de acariciarle el antebrazo bajo la tosca atadura, mientras su padre se sentaba del otro lado y entrelazaba los dedos con fuerza con los de su hijo.

Zenia no les dijo lo que lord Winter decía; que le hablaba a ella una y otra vez, sin mencionar nunca su nombre, llamándola cachorro de lobo, lobezno, Selim, diciéndole que la llevaría a casa, que debía seguir andando, que la llevaría a cuestas si pudiera, pero que debían continuar.

—Pide agua —le dijo al médico cuando oyó que decía por cuarta vez que los odres del agua estaban vacíos.

—Se niega a beber —repuso el médico con aire desdichado—. He intentado que beba varias veces.

Zenia llenó una taza de la jarra de la cómoda. Se inclinó sobre él y le apartó el pelo húmedo de la frente.


Muhafeh
—susurró—. Esta es tu parte.

Los movimientos inquietos cesaron. Sus pestañas se alzaron. Sin girar la cabeza, volvió hacia ella los ojos, aquellos ojos de azul intenso enturbiados ahora por la enfermedad.

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