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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (41 page)

BOOK: Sueños del desierto
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Cuando abrieron la puerta al recinto de los grandes felinos notaron el fuerte olor de los animales exóticos. Las damas pasaron delante. Él abrazó a Beth con fuerza mientras avanzaba por la parte central del largo y amplio pasillo. La iluminación era débil, hacía frío, y había jaulas a lado y lado.

Con aquel día tan soleado, había poca gente en la sala, solo unos pocos caballeros de aspecto grave, uno de ellos sentado con un cuaderno de esbozos delante de la pantera negra, y un joven que preguntaba con entusiasmo al encargado cuándo darían de comer a los animales. Su voz chillona resonó por la sala y, en algún lugar en la hilera de jaulas, el rugido de un león creció hasta convertirse en un bramido imponente. Cuando el eco empezó a apagarse, lady Caroline dijo en voz baja:

—Ese sonido hace que mi corazón se encienda y se hiele.

Arden la miró con cierto interés. Era una joven poco corriente. Le habría gustado mucho más de no haber sido tan inoportuna. Para ser una mujer, era fácil hablar con ella, y sin duda mirarla era un placer. Y, dado que en su estado actual de larga privación era extremadamente sencillo que un cuerpo femenino lo complaciera, la suave piel rosada de lady Caroline y su pecho le resultaban muy gratos a la vista. Se sentía muy mal, pero con Zenia estaba tan apocado, tenía tanto miedo a provocar su repulsa, a decir algo equivocado… Y ella no lo ayudaba en nada; no charlaba con espontaneidad como lady Caroline ni le preguntaba cosas que él sabía cómo contestar, ni se acercaba a él y respiraba con ese entusiasmo que hacía elevar los pechos de lady Caroline y tensar los botones de su chaquetilla de estilo militar. No, Zenia se quedaba atrás incluso cuando él intentaba aproximarse a ella, y sus pasos se volvían tan lentos que prácticamente se detenían, lo que obligaba a todo el grupo a pararse y congregarse en torno a ellos para hablar sobre el pájaro o la bestia más cercano, como si esa fuera la causa de aquel alto en el camino.

Para cuando llegaron al final del aviario, Arden ya se había rendido. Su tarde con Zenia estaba desbaratada sin remedio, así que decidió que al menos disfrutaría del tiempo que pasara con Beth, quien manifestaba un enorme regocijo ante cada animal, y quizá luego podría acompañarlas a su casa y entrar para hablar con Zenia, y si conseguía mostrarse particularmente afable, si tenía la inmensa fortuna de que ella se sintiera particularmente afectuosa…

De pie, con Beth en brazos, imaginaba el encuentro sexual con todo lujo de detalles, sin darse cuenta de que miraba a lady Caroline, que se había detenido ante la jaula del tigre; solo era consciente del rítmico movimiento del felino, que caminaba arriba y abajo, arriba y abajo dentro de los confines de su celda, marcando un vigoroso latido en la cadencia de su imaginación.

Lady Caroline lo miró por encima del hombro, con expresión algo ceñuda.

—Dirá que soy una sentimental, pero no puedo evitar desear que estuvieran libres. Mire cómo se mueve; mire la vehemencia de sus ojos. Desea marcharse, volver a su elemento.

Arden arrancó su mente de la invención erótica para volver al momento presente, profundamente abochornado.

—Sí —dijo, y su voz sonó muy fuerte en la sala cavernosa.

Miró con disimulo para ver si Zenia lo había estado mirando. Le parecía que sí, pero no podía volverse para asegurarse.

—¿Está de acuerdo, lord Winter? —preguntó lady Caroline sonriéndole—. Seguro que usted lo entiende. Se habla con frecuencia de la libertad, pero creo que hay que conocer lo que cuesta realmente llevar una vida libre para valorarla de verdad. Si este animal estuviera en la jungla, cada día de su existencia sería una lucha salvaje. Aquí todo es fácil. Y aun así anhela ser libre. Ha probado la libertad, y cualquier otra cosa sería una tortura para él.

—Sin duda —dijo Arden, deseando que la joven no se hubiera puesto un corpiño tan ceñido—. Una tortura.

Lady Caroline le pasó la mano por el hueco del codo y se volvió para seguir avanzando.

—Me alegra que no considere mis ideas tan extrañas como las juzgan a menudo los demás. Aún no me he movido entre la sociedad londinense. Mi tía me ha advertido que quizá no me resultará grata. La gente puede ser desagradablemente severa, me dice, y temo que no estaré a la altura.

—Estoy seguro de que sí —dijo él y se detuvo para que Beth pudiera soltar unos cuantos gorgoritos admirados ante un ocelote que estaba sacando la zarpa por los barrotes—. Sea lo que sea que eso quiera decir.

La joven rió como si hubiera dicho algo muy gracioso, y el eco se elevó hasta el techo.

—Eso me tranquiliza.

Él se encogió de hombros.

—No soy precisamente un entendido —dijo—. Detesto la sociedad educada.

Ella cerró su mano con más fuerza sobre su brazo.

—¿De veras? —Bajó la voz e inclinó la cabeza hacia él—. Quizá no debiera decir esto, dado lo amable que ha sido lady Broxwood, pero soy del mismo parecer. No hay nada más aburrido que un baile o cualquier otro acto social. En Bombay solíamos celebrarlos y me resultaban tan tediosos que habría querido gritar. Pero el tío y la tía George siempre me prometían que me llevarían de cacería o de excursión por la montaña. ¿Ha estado en el Himalaya, lord Winter?

—No —dijo él.

Ella le oprimió el brazo.

—Cuando lo haga, milord, me encantaría poder estar allí solo para tener el privilegio de verle la cara.

Arden empezaba a sentirse atrapado. Se volvió y comprobó con desazón que Zenia estaba justo detrás.

—La tiene demasiado cerca —dijo Zenia.

Por un momento Arden pensó que se refería a lady Caroline, pero entonces se dio cuenta de que hablaba de Beth, la cual se había acercado peligrosamente al ocelote, y el ocelote a ella.

—Por supuesto —dijo, y aprovechó el gesto de apartarse del felino moteado para apartarse también de lady Caroline—. ¿Soy el único que encuentra esta exposición algo triste? Vayamos a dar de comer a los monos.

Lord Winter no era ni mucho menos el único que se sentía triste. Zenia estaba experimentando toda la gama de los celos, desde la rabia al dolor y la desesperación, ante la expresión tan intensa con que lord Winter miraba a lady Caroline y el tigre enjaulado.

Zenia detestaba los zoológicos. Detestaba a los felinos de ojos ambarinos que andaban inquietos arriba y abajo en su encierro, su belleza salvaje, su frustración. Detestaba a lady Caroline por hablar de ello, por estar junto a él mientras él tenía en los brazos a Elizabeth, por detestar la sociedad de las buenas maneras, por ser exactamente y sin ningún esfuerzo la mujer que debería convertirse en su esposa. A lady Caroline le gustaban las junglas y los lugares agrestes, hablaba con ligereza de peligros y penurias. Fue la primera en dar comida a los monos y los osos, y le suplicó a Zenia de forma tan encantadora que permitiera a Elizabeth subir a lomos de un elefante, asegurándole que estaría por completo a salvo, que ella se vio obligada a dar su consentimiento. Zenia suponía que la niña subiría solo con lord Winter, pero lady Caroline se sumó a ellos, y Elizabeth iba entre los dos, chillando «¡’ante! ¡’ante!» al límite de sus pulmones, mientras el animal agitaba con languidez las orejas y caminaba trabajosamente por el patio, hundiendo con cada paso sus enormes patas en un círculo de barro. Lady Caroline las saludó con la mano, con las faldas tan revueltas que se le veían las botas y los tobillos, aunque con una sonrisa traviesa fingió que trataba de bajarse las enaguas… con lo que solo logró llamar la atención de lord Winter sobre la zona en cuestión, pensó Zenia furiosa.

—Espero que no le habremos estropeado su salida —dijo lady Broxwood en voz baja acercándose a Zenia.

—Por supuesto que no —dijo con frialdad.

—Lady Belmaine deseaba especialmente que lord Winter conociera a la joven. Hacen muy buena pareja, ¿no cree?

Zenia no lo soportaba; miró a lady Broxwood de soslayo.

—Por lo general no me codearía con una persona de su posición, miss Bruce —prosiguió la mujer—; pero, según tengo entendido, usted y la pequeña han de partir hacia el continente, y lord Winter se deja ver tan poco en sociedad que no he querido desaprovechar una oportunidad tan buena para que se conocieran. —Le lanzó una mirada penetrante—. Ha sido usted muy discreta hoy. Y confío en que seguirá siéndolo.

—No se preocupe, señora —replicó Zenia con gesto altivo—. Nos iremos a casa en cuanto Elizabeth desmonte.

Lord Winter acompañó a Zenia hasta la puerta de la casa de Bentinck Street, mientras el enorme y elegante carruaje de lady Broxwood esperaba junto al bordillo.

—Zenia, volveré en cuanto las deje… donde demonios sea que vivan —dijo, mientras Zenia esperaba con Elizabeth en brazos a que la doncella abriera la puerta.

Mistress Lamb se había quedado en el escalón más bajo, y por lo visto el hueco para el carbón le parecía de lo más interesante.

—No hace falta —replicó ella; había conseguido controlar el temblor de su voz mientras se vio obligada a permanecer con el grupo, a aguantar la discusión de si debían ir todos a casa en el carruaje de lady Broxwood, a percibir el entusiasmo de lady Caroline y oír la invitación de mistress George a cenar. Lord Winter había aceptado, mirando con intensidad a Zenia, y ella había dicho que no, por supuesto, con la excusa de una hermana ficticia, madre sin nombre de Elizabeth—. No te molestes en volver —le dijo en aquel momento, sintiendo que el temblor amenazaba con notarse.

—Ha sido horrible, lo sé —dijo él en voz baja—. Lo siento mucho, cariño.

La puerta se abrió. La doncella se apartó a un lado e hizo una reverencia.

—Volveré —prometió Arden—. Tengo que hablar contigo.

Zenia entró. No se volvió a mirarlo. Oyó que la señora Lamb entraba también y cerraba la puerta.

—Por favor, cambie a Elizabeth enseguida —dijo entregándole a la niña—. Huele como un zoo. —Y, sin detenerse, corrió escaleras arriba.

En su dormitorio, se despojó de la capa y los guantes y arrojó el manguito a un rincón. Se quitó el sombrero y empezó a andar arriba y abajo como los animales de las jaulas.

—No lo soporto —dijo, jadeante, mordiéndose el labio—. Es imposible, imposible, imposible. —Los ojos se le empañaron—. ¡Es imposible! —exclamó.

Se detuvo ante la ventana y miró el pequeño jardín. Lágrimas de furia le rodaban por las mejillas.

—¡Yo he provocado esto! No quise escucharlos. Es culpa mía. ¡Oh, Elizabeth, es culpa mía! —Apretó los puños y la frente contra el frío cristal—. Si al menos…

¿Si al menos qué? ¿Si al menos hubiera estado casada con él? ¿Si al menos hubiera estado presente como lady Winter, viéndolo con lady Caroline o con alguna otra, alguna mujer libre que no temiera a su corazón? Arden ni siquiera se conocía a sí mismo; aún creía que pudiera haber una relación entre ambos. Zenia no sabía muy bien si quería hablarle de matrimonio o de la casa en Suiza, pero no importaba. Ella no soportaba ni una cosa ni la otra. No lo toleraría.

Se sentó con brusquedad ante su escritorio. Redactar la carta para el señor Jocelyn apenas le llevó tiempo, pero pasó un buen rato mirando el papel en blanco, sollozando, y finalmente apoyó la cabeza sobre los brazos y lloró hasta quedarse ronca.

Mistress Lamb entró discretamente y le puso una mano en el hombro. Zenia se incorporó en el asiento y apartó el rostro.

—Su excelencia ha prometido que volvería —dijo la niñera con firmeza—. Debe tener fe en él, señora.

—Usted no lo entiende —replicó Zenia, apoyando la frente en la mano.

—La fe mueve montañas. Y esto es solo una pequeña colina, señora, si me perdona la expresión.

—Usted no lo entiende. Es perfecta para él, perfecta. Y él ni siquiera se conoce a sí mismo. La libertad lo es todo para él. Es su vida. Como esos animales de las jaulas: si no puede marcharse se morirá. Y si yo… si yo… si no tengo el valor de dejar que se vaya, tendré que ver cómo… —Tragó saliva—. Me mataría tener que verlo.

—¿Supone usted que se moriría de inquietud si no puede montar a lomos de un elefante en algún horrible desierto? ¿Teniéndola a usted y a Elizabeth en casa?

—¡Se la llevará con él!

—¡Entonces quizá tendría que ir usted con ellos, señora!

Zenia sollozó.

—¡No lo entiende! Usted no sabe cómo es el desierto… No todo son elefantes y cacerías de tigres con un montón de sirvientes, o lo que sea que estaba diciendo lady Caroline. Allí todo es a vida o muerte, y él necesita vivir entre ellos porque de otro modo no se siente vivo.

—Tonterías. En mi vida he oído tal cosa.

—Tiene un
yinn
. Lleva un demonio en la sangre. Mi madre lo tenía. Y temo que Elizabeth lo tenga también.

—¡Por Dios, señora, un demonio! Su propio marido. Si fuera un niño le daría una azotaina por decir tantas necedades.

Zenia se puso a reír y llorar a la vez.

—Oh, usted no lo ha visto. No lo ha visto cuando es Abu Hayi Hasan y cabalga contra los saudíes o los rowalla. ¡Es tan hermoso y temible! Yo soy la única que lo sabe. —Meneó la cabeza—. La única.

Se quedó mirando el vacío, recordando todo lo que había tratado de olvidar. Era ese hombre acosado por sus demonios al que había aprendido a amar, el hombre al que confiaría su vida y al que sin embargo temía con toda su alma porque lo sabía ajeno al miedo.

—Vamos, señora —dijo mistress Lamb—, lo que pasa es que esa mozuela tonta la ha puesto muy triste esta tarde con tanta palabrería sobre los elefantes. Séquese esas lágrimas, que su excelencia no tardará.

Zenia se puso en guardia enseguida.

—¡No! —Se volvió hacia el papel—. No quiero verlo. No puedo. —Garabateó las señas, dobló la carta y se la entregó a mistress Lamb—. Esto debe ir directamente a la oficina de correos. Quiero que busque un mozo que la lleve enseguida, ¿lo ha entendido?

Mistress Lamb abrió la boca con la evidente intención de protestar. Pero entonces la cerró e hizo una reverencia.

—Sí, señora.

Fue la niñera quien salió a recibirlo a la puerta y bajó al primer escalón, cerrando la puerta con decisión a su espalda.

—La señora no está en casa.

—¿Tan mal está la cosa? —preguntó él con aprensión.

—Si fuera usted uno de los míos le daría un buen tirón de orejas, señor. ¡Y bien fuerte! Dejar que esa horrible jovencita revoloteara todo el rato a su alrededor y mirarla con esos ojos de adoración, ¡es imperdonable!

—¿La he mirado de esa forma? —dijo él con consternación—. Traté de no hacerlo.

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