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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (19 page)

BOOK: Sueños del desierto
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Lord Winter meneó la cabeza, mirando aún al fuego.

—Creo que tendría que escribirle. O quizá tendría que escribir yo en su nombre, para suavizar las cosas. Goza de una excelente salud, y también su madre, pero la noticia quizá le impresionará.

El vizconde levantó por fin la mirada. Su expresión era inescrutable.

—¿Quiere que escriba a su padre en su nombre?

Lord Winter asintió en silencio.

—Excelente. Diría que puede estar en Swanmere en… ¿en cuánto, una semana? Eso les dejará tiempo para prepararse. A menos que desee ir directamente, claro. Sin duda está deseando ver a su familia. Seguro que no pasará nada.

—No hay prisa, señor Bruce —replicó el vizconde con súbita vehemencia—. Oh, no. No quiero provocarle una apoplejía a nadie.

Con aire sombrío, Arden recogió unas pocas cosas, después de sobornar al portero para que le consiguiera un caballo a esa hora tardía. No podía quedarse allí, andando arriba y abajo con aquel calor sofocante como llevaba haciendo todo el día. Habría preferido la violencia, pero se conformaría con moverse.

¡Una hija! Y «lady Winter». Y él que esperaba que se presentara con su padre. ¿Por qué lo había pensado? Se le ocurrían mil cosas que podían haberle pasado. Y ahora todas aquellas posibilidades se agolpaban en su cabeza: que hubiera muerto, que no hubiera llegado a Inglaterra, que Bruce la hubiera rechazado, que hubiera acabado en la calle como tantos cientos de mujeres desvalidas o en un asilo para pobres, en una fábrica, en un prostíbulo. O convertida en actriz. Eso sí habría sido una buena salida para su talento.

Podría haberse pasado la vida buscándola sin encontrarla.

Pero lo que nunca se le había ocurrido, ni en sus más disparatadas invenciones, es que cuando volviera la encontraría instalada en Swanmere, como lady Winter.

¿Quién era lady Winter? No podía verla mentalmente. Estaba Selim, y estaba también… una mujer que le había dicho «¿Qué importancia tiene?».

Era lo único que recordaba con claridad. No tenía la seguridad de que fuera real, de que nunca lo hubiera sido. Pero recordaba lo que ella le había dicho antes de que le hiciera el amor. No recordaba su voz, no recordaba el tono, pero ahora aquellas palabras se le antojaban infinitamente frías y lánguidas.

Por lo visto sí que había tenido importancia, pensó con fiereza.

Evitó Oxford Street, y salió de la ciudad moviéndose por callejas oscuras, porque llevaba consigo a la yegua árabe, Shajar ad-durr, la sarta de perlas. En aquel desolador escenario de calles estrechas y ennegrecidas por el carbón, tenía un aire más irreal y frágil que de ordinario, de un blanco luminoso en contraste con el caballo marrón y tranquilo que le había proporcionado el establo, y sacudía las orejas y daba suaves resoplidos por el miedo. Y sin embargo, aunque temblaba, avanzaba con docilidad, como una princesa, moviendo sus delicados cascos sobre el pavimento mojado, y el blanco de su pelaje se reflejaba en la piedra.

Ella era su premio. Lo que justificaba aquellos tres años de su vida, la cicatriz cauterizada, el dolor que aún sentía en el costado izquierdo, la futilidad, la sangre. Había sido Rashid, no los saudíes, quien le había disparado y lo había arrebatado de manos de los egipcios. Después, durante un período de tiempo que ignoraba, Arden había yacido en las tiendas de los shammari, suspendido entre la vida y la muerte por la herida del costado, con la razón perdida entre sueños extraños y aterradores.

Se recuperó, pero Rashid lo retuvo como esclavo, con una amistad a punta de cuchillo, hasta que Arden comprendió que el hombre seguía atado a la imagen fantástica de la reina de los
englezi
. El mito, la leyenda y la magia eran la sangre que daba vida al desierto, y en el príncipe se combinaban un agudo pragmatismo militar y la locura romántica. Solo se necesitaba un sustituto simbólico, una representación visible, y, tras escuchar hora tras hora las fascinantes palabras del príncipe Rashid, incluso él había empezado a creer que luchaban por una reina que se ocultaba en algún lugar y presidía con su espíritu las desoladas montañas y el extenso cielo cobrizo, y que él, Arden, era su comandante en la tierra, enviado al príncipe Rashid. Escudo y lanza y un arma demoníaca en el suelo caliente y sucio.

Ciertamente, la mujer real había acabado por ser como un sueño. Arden recordaba a Selim; añoraba desesperadamente a Selim, sus palabras en inglés y su compañía discreta. Pero aquel único día y su noche, cuando lo miró y vio a una mujer hermosa y adorable, era esquivo. Había perdido su esencia. Era incapaz de sentir o recordar lo que había sentido. Tenía que hacer un esfuerzo para resistirse a su carácter de ensueño, obligar a su mente a ceñirse a los hechos, y conforme el tiempo pasaba, acabó por perder también la capacidad de recordar esto, o de hacer que los hechos parecieran más reales que la vida que tenía ahora en el desierto.

Él era Abu Hayi Hasan, cabalgaba bajo estandartes que ondeaban como la lengua de una serpiente con las palabras de Alá escritas encima, lanzaba el grito de guerra al unísono con los guerreros shammari y jeitani, galopaba junto al príncipe Abdullah ibn Rashid, quien iba a lomos de una yegua a la que llamaba Sarta de Perlas y tenía el desierto en sus manos. El resto del mundo desapareció para Arden, se convirtió en un recuerdo inquietante e impreciso.

Pero una noche, entre los poemas y las historias que contaban con un café junto al fuego, un jeitani habló de un anciano franco que había pertenecido a su tienda cuando él era un niño. En una ocasión había preguntado a su padre quién era aquel hombre de barba roja y con un habla extraña, qué hacía allí. Y el padre le dijo que era un
dajile
; ya contaba con la protección de la tienda de su abuelo y, cuando este murió, se convirtió en invitado de la tienda de su padre, y si su padre y su abuelo no habían pensado en preguntarle por qué había ido y por qué seguía allí, sin duda era una descortesía que el hijo, un crío por la gracia de Alá, preguntara algo que no le incumbía.

Aquello era un cuento destinado a los niños que había sentados alrededor del fuego, con los ojos muy abiertos, una pequeña parábola sobre las normas del desierto: nunca debes meterte en los asuntos de un invitado. Pero mientras estaba allí sentado, a la luz de las llamas, lo único que Arden veía en su cabeza era a ese anciano solitario que se había instalado entre desconocidos y había vivido como un extraño hasta su muerte.

Al día siguiente, cuando estaban en una misión de reconocimiento para preparar una incursión sobre Aden, vio armas británicas y marines británicos, y de pronto, curiosamente, su verdadero yo volvió a él con una dolorosa sacudida. Y fue fácil, porque para ese entonces Rashid tenía plena confianza en él. En mitad de la noche, Arden desató a la yegua Shajar ad-durr y caminó a su lado hasta el centinela que dormía al pie de las murallas de Aden, y al soldado casi le da un ataque cuando se dirigió a él en inglés.

Tendría que haber esperado esas pasmosas reacciones, tendría que haber sabido que la vida seguiría sin él. Ya había pasado otras veces, y para él no había cambiado nada. En aquellos momentos, Arden cabalgaba sintiendo la lluvia fría cayéndole por el cuello de la gabardina, calándole los guantes, terriblemente confuso.

Durante el viaje de vuelta había sentido un fuerte anhelo por llegar a Inglaterra. Un sentimiento desconocido para él, aunque esta vez el desierto casi lo devora. Había estado a punto de perder su identidad. Necesitaba volver a casa, necesitaba estar en los lugares que conocía, oír a otra gente hablar su idioma. Y, mientras viajaba, poco a poco había recuperado la conciencia de quién era. Su lengua recordó cómo era no hablar en árabe; sus dedos recordaron cómo abotonarse el abrigo y sujetar un tenedor; su cuerpo volvió a amoldarse a los abrigos y las botas ceñidas. El contacto con los pasajeros europeos lo ayudó a recordar las cosas importantes en habla y comportamiento.

De vez en cuando, un abismo se abría a sus pies. Se encontraba ante alguna situación trivial y de pronto no estaba seguro de cuál era el comportamiento adecuado: ¿debía servirse él mismo los platos que había en la mesa o esperar a que le sirvieran? ¿Debía estrechar la mano del otro? Su mano se movía, y él tenía que pensar conscientemente para superar el momento. Eran cosas pequeñas, insignificantes, pero por debajo había un pozo negro de incertidumbre.

Incluso en esos momentos, seguía sin saber muy bien adónde iba. Conocía aquellas calles; conocía el camino a casa… pero no se le permitía dirigirse al norte durante una semana.

Arden se sentía desposeído, desorientado. Lady Winter en Swanmere. Miss Elizabeth Lucinda Mansfield en la habitación de los niños. Por lo visto, lord Winter no pintaba gran cosa en este bonito retablo. Bruce prácticamente se lo había dicho.

Llevado por el rencor, tuvo la idea de cabalgar en la noche; al amanecer estaría en Swanmere, y entonces verían si sus corazones eran fuertes o no. ¿Cómo habría logrado ella convencer a su padre de que era su esposa? Sin duda había tenido que ser muy convincente. Su padre no era ningún necio.

Pero lo cierto es que a él Selim lo había engañado con facilidad, y tampoco se tenía del todo por un necio.

En Hounslow, cuando las casas empezaron a escasear, Arden azuzó el caballo a un medio galope. La pequeña yegua los seguía como un fantasma, y el vaho de su respiración se recortaba contra el resplandor de las luces de la ciudad. Arden no pudo desfogarse disparando a ningún bandolero. En la carretera no encontró nada más interesante que algo de tráfico tardío.

En Longford, se detuvo en el cruce de caminos. Casi era medianoche, y estaba en el último lugar desde donde podía girar hacia el norte para estar en Swanmere al alba.

Se imaginó entrando en el dormitorio de su «esposa». Y de pronto le falló el valor.

Una multitud de motivos por los que sería un necio si lo hacía cruzó por su pensamiento. La servidumbre no lo conocía; hacía casi trece años que no pisaba la casa. Quizá le negarían ignominiosamente la entrada a su propia casa… o peor: tendría que preguntar dónde dormía su supuesta esposa. Se quedó quieto sobre la montura, imaginándose con horror tratando de explicar quién era y qué quería a algún portero de labios apretados, de los que su madre contrataba siempre para despachar a las clases inferiores.

Y, además, estaba el abismo. ¿Quién era ella? ¿Qué aspecto tendría? No podía recordarla.

Solo recordaba lo que había dicho. «¿Qué importancia tiene?».

Hizo girar el caballo hacia el oeste, lejos de Swanmere.

A la intempestiva hora de las cinco de la mañana, un grito hizo que sir John Cottle se levantara de un salto y abandonara la calidez de su lecho. Abrió la ventana bruscamente, entrecerrando los ojos para ver a través de la niebla, y vio dos figuras tenues a la media luz del patio.

—¡Por san Jorge! —exclamó—. ¿Qué demonios es esto?

—Le he traído su yegua —oyó que decía una voz ronca—. Sarta de Perlas.

Sir John aspiró con fuerza. Durante un largo momento se quedó muy quieto. Luego se puso a toda prisa unas zapatillas, cogió un abrigo y bajó corriendo al vestíbulo. Un mayordomo soñoliento apareció por la escalera de atrás justo cuando su amo abría el pestillo.

Salió corriendo a la escalinata.

—¡Por Dios! ¡Jesús santo! ¡Winter! ¿Es usted?

—Sí —dijo el vizconde con un deje de ironía—. Veo que lo sorprende.

—Y la yegua… ¿es ella, por Júpiter? ¡Mírala, qué preciosidad! —Su voz tenía un tono de una afabilidad extraña y angustiada—. Winter, por lo más sagrado. Pensábamos… Bueno, supongo que eso ya no importa, amigo mío. ¿Le importa si… le parece mal si nos alejamos un poco de la casa?

El hombre echó a andar a buen paso ante los caballos, por el camino. Lord Winter arqueó las cejas, hizo girar al caballo y lo siguió.

Cuando la casa quedó oculta por la bruma, sir John se volvió. Era tal su expresión de aflicción que casi parecía que se iba a echar a llorar.

—¡No puedo quedármela! —exclamó—. ¡Lo siento! —Retrocedió, como si ni siquiera quisiera tocar a aquella yegua delicada que lo miraba con las orejas tiesas.

—¿Cuál es el problema? —preguntó el vizconde en voz baja.

—Me he casado —dijo sir John con desespero—. Tuve que vender todos mis caballos. Mi esposa no lo aceptará. Detesta los caballos de carreras. Oh, Winter, me pondría a llorar. ¡Mírala! ¡Mira qué jarretes!

Lord Winter contempló la ridícula figura de sir John, con su bata y el gorro de dormir, en medio del camino.

—¿Y Gresham? —preguntó tras un momento de silencio.

Sir John profirió un débil sonido ahogado.

—Un duelo. Se ha largado al continente.

El vizconde se quedó mirando a sir John con una expresión tan mortífera que este se humedeció los labios.

—Estoy seguro de que puedo encontrar un comprador —se apresuró a añadir—. ¡Nada más fácil!

Con una risa leve, el vizconde meneó la cabeza. Hizo girar a los caballos y pasó de largo.

—No será necesario. Que tenga un buen día.

13

—Que el Señor te reciba en su seno y te dé paz, ahora y por siempre, amén.

—Amén —entonaron los feligreses.

El ministro alzó las palmas de las manos, lo que hizo que todos se pusieran en pie. Mientras los ocupantes de las primeras filas empezaban a desfilar ante la familia del difunto y se inclinaban ligeramente para expresar sus condolencias, Zenia esperó con las manos metidas en un manguito de marta. Su aliento formaba penachos ante ella. A su lado se hallaba la condesa de Belmaine, muy quieta y callada, con expresión serena, observando cómo avanzaba cada fila.

—Estamos condenados a encontrarnos siempre en los funerales —murmuró con sequedad una voz detrás de ella.

Zenia lo reconoció al instante. Sabía que llegaría, lo sabía desde hacía un par de semanas, pero no sabía cuándo. Se levantó del banco, sintiendo que el corazón le martilleaba en los oídos.

Sin duda su madre también lo había oído, pero no dejó traslucir ni una chispa de emoción. Se limitó a recogerse las faldas y se puso en pie, y salió del banco cuando el ujier abrió. Zenia no se mostró tan imperturbable: volvió la cabeza y miró atrás desde debajo de la curva negra de una pluma de avestruz de su sombrero.

Lord Winter vestía de negro, con la apropiada banda negra en el brazo y el sombrero, como un perfecto caballero. Pero tenía la piel intensamente bronceada, y sus ojos eran de un azul sorprendente… Zenia no había podido olvidar esos ojos. Arden la miraba fijamente, con frialdad, con tanta emoción como la que manifestaba su madre.

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