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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (20 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Milady —dijo en voz baja, y quitándose el sombrero le indicó que pasara delante.

Milady. Zenia notaba su presencia detrás. Notaba su presencia a su lado cuando estrechó las manos de los familiares. Vio los ojos enrojecidos y las miradas de perplejidad que dedicaban a lord Winter: muy pocos estaban tan sumidos en su dolor como para no reparar en él. El difunto era descendiente de una familia del condado, miembro del Parlamento, defensor de las leyes sobre el grano y las causas del Partido Conservador. Como detalle, lady Belmaine en persona se había ocupado de que se prepararan los ramos con flores blancas de Swanmere.

La desconsolada viuda no soltó la mano de Zenia e impulsivamente tomó la de lord Winter con la otra.

—¡Oh, alabado sea Dios! —dijo con voz entrecortada, mirándolo a través del velo—. Había oído la noticia, pero… oh, cuánto bien hace a mi corazón en estos momentos verle sano y salvo, con su dulce esposa y su pequeña.

Lord Winter dejó que la viuda le sujetara la mano.

—Me alegro —dijo bruscamente, al mismo tiempo que Zenia decía:

—Lo siento. —Lo miró, ruborizada, y se dirigió de nuevo a la viuda—: Lamento su pérdida —añadió.

Pero la viuda ya estaba pendiente del siguiente asistente. Lord Winter la cogió del brazo y la llevó por el pasillo tras la erguida figura de su madre.

—¿Mi dulce esposa y mi pequeña? —preguntó muy tieso.

A Zenia le parecía estar soñando cuando cruzaron el vestíbulo y salieron al aire frío del exterior, con la mano sobre el brazo de él. El mundo estaba hecho de distintos tonos de gris: la piedra sombría de la iglesia, las nubes plateadas, los árboles desnudos.

—Sí —contestó Zenia—. Tengo una hija. —No se atrevió a mirarlo de soslayo por debajo del sombrero—. Tú eres el padre.

Él puso la mano sobre la de ella y la apretó. No era un gesto agradable, amable. Era pura violencia, sin palabras. Zenia no tenía ni idea de lo que él sentía en aquellos momentos, pero le estaba haciendo daño.

Su madre los esperaba en los escalones de la entrada. Dedicó a lord Winter una mirada de reprobación.

—¿Cómo te atreves a elegir un momento así para reaparecer? —preguntó la mujer por lo bajo.

—Yo también me alegro de verte, madre —replicó él.

—¡Por Dios santo, Arden! ¡El funeral del señor Forbis! ¿Qué pensará la gente?

Él sonrió ligeramente.

—Imagino que pensarán que no estoy tan muerto como él, pobre diablo.

—Guárdate tus blasfemias para el club. Hablaré contigo cuando lleguemos a casa. —Se dio la vuelta y echó a andar hacia su carruaje.

—No sé si huir corriendo —murmuró lord Winter mientras veía a su madre subir al coche—, si es esto lo que me espera.

Zenia clavó los ojos en el manguito y no dijo nada. Una brisa fría le agitó las faldas. Todos los carruajes esperaban en fila detrás de los coches de la familia y del cortejo fúnebre contratado, con sus varas tapizadas y la solemnidad profesional de sus rostros. A la cabeza de la procesión, cuatro caballos negros, adornados con plumas y arnés negro, aguardaban inmóviles para conducir el ataúd.

—He traído mi propio coche —dijo él—. ¿Quieres venir conmigo, lady Winter?

El pánico la consumía.

—Creo que lady Belmaine espera que…

La mano que la sujetaba con fuerza impidió que siguiera andando.

—Sin duda lady Belmaine espera muchas cosas, pero quizá verás que los deseos de tu «esposo» y tu suegra rara vez coinciden.

Zenia levantó rápidamente la vista.

—Yo…

—Aquí no —dijo él, y la arrastró mientras saludaba con una seca inclinación de cabeza a una pareja que intentaba acercarse a ellos. La guió pasando junto a la larga hilera de coches, lejos del patio de la iglesia, por el ejido, hasta el último de aquellos vehículos.

Para cuando llegaron, Zenia estaba temblando. Él la ayudó con el escalón y ocupó el asiento ante ella. Un lacayo con librea de la casa de Belmaine cerró la puerta.

—Lord Belmaine insistió en que viviera aquí… —empezó a decir ella, pero Arden la interrumpió.

—Dios, ¿cuánto crees que durará esto? —Miró por la ventanilla—. Detesto los funerales. ¿Has sido desgraciada aquí?

—No. —Zenia meneó la cabeza y juntó los dedos con fuerza dentro del manguito—. No.

La mandíbula de él pareció tensarse. Zenia contempló su perfil. El sol le había dejado marcadas arrugas en torno a los ojos y la boca. Tenía las mejillas chupadas como las de un beduino y un aire grave en el rostro. El padre de su hija.

—Me resulta muy difícil creer que estés aquí —dijo.

—¿De veras? —La miró de soslayo—. ¿Tal vez estoy
de trop
?

Zenia nunca había pensado que Elizabeth se pareciera a él en absoluto, pero su corazón se encogió en aquel instante fugaz, cuando vio a su hija cristalizada de alguna forma en una expresión que iba más allá de los ojos azules y el pelo negro de Arden, de los pómulos altos y el gesto duro de la boca. Era todo un hombre, quemado por el sol, salvaje… y su hija regordeta, de ojos oscuros y mejillas sonrosadas era igual que él.

—Yo no… —Zenia tuvo que hacer un esfuerzo para no morderse el labio—. ¿Qué es
de trop
?

—De más —dijo él secamente.

El carruaje avanzaba traqueteando tras el resto de la procesión, a un paso lento y solemne.

—No —dijo ella—. Esta es tu casa.

Él profirió un sonido burlón y amargo. Por lo visto no quería mirarla y en vez de eso se dedicaba a contemplar el lento progreso del cortejo fénebre.

—Dios, ¿cuánto va a durar esto? —volvió a preguntar, recostándose en el asiento.

—Un cuarto de hora hasta el nuevo cementerio. Está del otro lado del río. Luego el oficio religioso… y un refrigerio en casa de los Forbis. Tu madre no se quedará más de una hora. Para las tres ya habrá acabado.

Él arqueó las cejas, con una expresión que le desencadenó a ella una avalancha de recuerdos.

—Veo que eres una autoridad en funerales.

—He asistido a unos cuantos —repuso Zenia con timidez—. Con tu madre.

—Vaya. Una nuera obediente.

—No me importa. Lo paso bien.

Él volvió la cabeza hacia ella.

—¡Qué dices! ¿Te gusta esto?

—Es por la forma en que los ingleses hacen las cosas. —Zenia acarició el manguito—. Es muy triste para las familias, claro. Pero… bueno, no se ha muerto nadie que yo conozca.

—Oh. —Arden torció el gesto—. ¿Yo no merecía ni siquiera un oficio religioso?

Ella no dejaba de acariciar el manguito, una y otra vez.

—Hubo un oficio religioso.

—Y tú ¿derramaste alguna lágrima, cachorro de lobo?

Ella levantó la vista. Aquel antiguo apelativo pareció resonar en el aire frío que los separaba. De pronto él volvió la cabeza y siguió mirando por la ventanilla; la luz gris le endurecía los pómulos y el perfil.

—Veo que te han alimentado bien.

Zenia era plenamente consciente de que su cuerpo había cambiado. Sus pechos y sus caderas, llenos y redondeados, delataban aún el efecto que Elizabeth había provocado en ellos, y no se marcaba un hueso en ningún sitio. No fue más que un comentario inocente, no muy distinto que si ella hubiera dicho que él estaba muy bronceado por el sol del desierto, y sin embargo se ruborizó. Él había puesto a Elizabeth en su interior, había cambiado su cuerpo y su vida.

Siguieron sentados como dos extraños. Eran dos extraños.

—Ahora todo es diferente —dijo Zenia.

—Desde luego. Y llevas un vestido.
Allahu akbar
!

—No pienso hablar árabe —dijo ella muy rígida—. Para mí eso se acabó.

—Ya veo. Le ruego me disculpe, lady Winter.

Arden hizo parar el coche ante la entrada, se apeó y le ordenó seguir sin él. Más adelante, el carruaje donde viajaban su madre y Zenia ya había desaparecido tras una curva del terreno ajardinado. La había dejado escapar —o quizá se había escapado él— durante el refrigerio, y no protestó cuando subió al otro carruaje con su madre.

Se quedó mirando las verjas de hierro de la entrada, con el escudo de armas de los Belmaine, sin hacer caso del vigilante. El hombre entró en la caseta y trató de espiar desde detrás de las cortinas sin que lo viera. Arden no lo conocía. Nunca se había fijado especialmente en la servidumbre de Swanmere. No tenía sentido; su madre era tan rigurosa y exigente que cambiaba constantemente y, más que por nombre, a los empleados se los conocía por su ocupación. Contratar y despedir gente era uno de sus pasatiempos favoritos.

Arden se dio la vuelta y avanzó por el camino hasta que llegó a un árbol familiar. Bajo su sombra los rododendros habían crecido mucho; pero, más allá de sus ramas arqueadas, el camino seguía serpenteando por el bosque. Con el bastón apartó unos tallos cargados de rocío. El aliento salía en forma de vaho de su boca y desaparecía en el aire frío.

Se detuvo antes de ver al lago. Aún no estaba preparado para eso. Ni para ver la casa. No, tampoco estaba preparado para eso. Prefería ir por etapas.

En el aire se notaba cierto olor a humo, a hojas mojadas, y quizá se intuía una helada por la noche. Cerró los ojos y aspiró el invierno del bosque inglés. Si hubiera podido pasar la vida en un bosque, como un ermitaño, como un zorro en su guarida, no habría tenido que abandonar Inglaterra.

Una vez había cavado un hoyo en aquel bosque, un túnel que pasaba bajo las enormes raíces de un olmo, una guarida tan profunda que podía meterse a rastras, darse la vuelta y enroscarse como una marmota. Había puesto dentro una manta y pasaba horas allí tumbado, fingiendo que era un oso. O a veces un topo, entrecerrando los ojos y tratando de oler las lombrices en la oscuridad.

—Es un joven muy reservado, señora —decía de él una de sus institutrices—. Quizá un compañero de su edad lo ayudaría a perder su timidez.

Así que un odioso primo lejano había ido a pasar el verano con él, y saltó y saltó sobre la cueva de Arden hasta que se derrumbó, y luego se chivó cuando él trató de devolver la manta a su sitio. Aquel verano Arden aprendió a pelear, y en un arrebato se escapó. Solo llegó hasta la taberna del pueblo, pero eso no fue más que el principio. Le gustaba escaparse. Y se había vuelto tremendamente bueno haciéndolo. A los catorce años se había unido al ejército, y solo la mala suerte hizo que lo reconociera un lacayo a quien acababan de despedir en Swanmere y que se había incorporado a filas, y le impidiera marcharse con el 82 de infantería.

Llegó al olmo, que se alzaba en lo alto de una empinada pendiente, con sus raíces asomando entre las hojas y la tierra blanda. El túnel había desaparecido hacía tiempo, pero Arden se sentó sobre la gruesa raíz, que había formado un dintel sobre el pasadizo.

Se quitó el sombrero y apoyó el rostro sobre los brazos cruzados.

Recordaba vagamente una belleza frágil, tocada por el sol, polvorienta… pero Zenia era deslumbrante. La seda negra, ceñida por la cintura, las faldas voluminosas, el sombrero emplumado, los guantes de rejilla y el manguito de cibelina; todo era extraordinariamente elegante. Con aquel atuendo tan negro, su rostro parecía de marfil, fresco y blanco, sus ojos oscuros bordeados por largas pestañas, la curva de sus mejillas de una suavidad y una pureza exquisitas, la boca en perfecta calma. Parecía una diosa de la moda y el hielo.

Entre aquella mujer y su sueño del desierto no había el más mínimo parecido. Le maravillaba pensar que había hecho el amor con ella. Jamás habría podido tener semejante atrevimiento. A pesar de su belleza, imaginaba que podía llegar a despreciarla sin gran esfuerzo. Detestaba a las damas de sociedad. Se había dirigido a ella utilizando el apellido de Winter, y ella le había dedicado una mirada inquisitiva, como si él hubiera dado un embarazoso paso en falso.

De haber estado ella sola, Arden se habría puesto en pie en ese mismo momento y se habría alejado de Swanmere. Tan cierto es que ellos estaban casados legalmente como que los cerdos vuelan. Menuda actriz: pasar de hacer de muchacho beduino a mujer desvalida y de ahí a lady Winter. Pero, si quería, podía despojarla de esa nueva falsedad en un instante.

Y sin embargo, Arden no se fue. Decían que tenía una hija. Después de ver lo extraña que le resultaba aquella mujer, no estaba dispuesto a aceptar tan fácilmente que la niña era suya. Pero tampoco podía negar que era posible. Recordaba haberse acostado con ella; simplemente no podía transformar en su mente aquel acto de unión efímero en la existencia de un hijo.

Ella era virgen. Ese era uno de los recuerdos que conservaba con mayor vividez. Nunca antes había estado con una virgen. Y después no había estado con ninguna otra mujer.

Una sorprendente punzada de deseo lo atravesó. Alzó la cabeza y contempló el tronco de un árbol. Tras una abstinencia tan prolongada, vivía en un estado de letargo permanente, pero reencontrarse con el deseo de una forma tan repentina e intensa, azuzado por la imagen de Zenia… Aquello lo irritaba y molestaba.

Arrojó una piedrecilla y observó cómo rebotaba contra el árbol y caía. Luego se sacudió el polvo de las manos y se puso en pie. No podía posponer aquello para siempre.

Echó a andar por el camino y vio aparecer la casa entre los árboles. El lago reflejaba un cielo gris, pura plata, con una larga V en la parte central, donde uno de los cisnes negros se mojaba las patas. Detrás, la hermosa fachada de Swanmere dominaba la extensa elevación de césped, con su blancura de formas precisas, ventanas altas con frontones, pilastras y vasijas ornamentales, en un cuidadoso despliegue de majestuosidad.

Arden se detuvo. El aliento pareció condensársele en el pecho. Su boca y su mandíbula se endurecieron.

Había pasado tanto tiempo… Y no obstante parecía el mismo lugar. Siempre exactamente igual. Inmenso, frío, inmaculado.

Cerró los ojos y dejó escapar una risa silenciosa y dolorosa. El olmo y la cueva desaparecida eran más su hogar que aquello.

Por un ridículo momento, mientras echaba a andar por el sendero que rodeaba el lago, deseó tener a Selim a su lado. La risa silenciosa volvió a escapar. ¡Selim! Torció la boca en una mueca de desprecio, y echó a andar clavando con fuerza la punta de su bastón en el suelo húmedo.

Zenia había ido directamente a cambiarse, sin detenerse en el salón. Que fuera lady Belmaine quien dijera a su esposo que su hijo por fin había llegado. Ella quería ver a Elizabeth.

La encontró jugando con varias cucharillas, que aferraba entre los rollizos deditos. Zenia despachó a la niñera y cogió a la niña en brazos, hundió el rostro en el estómago de su hija y se puso a hacer sonido de burbujas. Elizabeth rió y alargó la mano para coger la pluma de su sombrero. Las cintas de su delantal azul y blanco colgaban en el aire.

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