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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (22 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Lo siento.

Él hizo una mueca irónica sin dejar de mirarla.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Que lo haya logrado?

—Por supuesto que no. Siento que te hirieran. Y te doy las gracias… por lo que hiciste por mí.

Él frunció el ceño.

—Tú no tendrías que haber estado allí —dijo con tono hosco.

Zenia sujetó a Elizabeth con fuerza.

—Y no tenía ningún deseo de estar, puedes estar seguro. Fuiste tú quien…

—Porque me mentiste. —Se puso en pie, con la boca contraída—. Igual que mientes ahora, señora. ¡Lady Winter! ¡La madre perfecta! Mis padres dicen que eres una madre abnegada. —Sus labios se crisparon—. Dios, eres muy buena —dijo con saña—. Ni siquiera te conozco.

Elizabeth se revolvió inquieta.

—Chis —dijo Zenia—, la estás asustando con ese tono.

Elizabeth se agarró a las faldas de su madre y bajó de su regazo al suelo. Se fue gateando alegremente hasta sus bloques y empezó a apilarlos.

—Tal vez es a ti a quien asusto —dijo él en voz baja—. Lady Winter.

Ella se puso en pie y tocó la campanilla para llamar a la niñera.

—No me asustas. Puedo coger a Elizabeth y marcharme con mi padre si quiero. Me prometió que podía quedarme con él.

—No —dijo él al punto—. No te llevarás a mi hija.

—No puedes retenernos como prisioneras.

—Vete si quieres. Pero no te llevarás a mi hija.

—¡Quizá ni siquiera es tuya! —exclamó ella histérica—. ¿Cómo puedes estar seguro?

—Es mía —dijo él.

—No se parece en nada a ti.

—Es mía.

—¡Tuya! ¡No es ninguna posesión!

Arden se volvió hacia ella.

—¿Me estás diciendo que has estado con otros hombres?

Zenia retrocedió al ver la violencia de su mirada.

—No —dijo—. Por supuesto que no.

—Entonces es mía, ¿no? ¡Porque conmigo sí que estuviste!

Se quedaron mirándose el uno al otro. Zenia entreabrió los labios y vio que él los miraba… y, con una vividez sorprendente, recordó cuando estaba sobre ella, dentro de ella.

Por un momento, pensó que él iba a acercarse. Aquello lo habría cambiado todo, habría hecho desaparecer aquella ira reprimida entre los dos.

—Te echaba de menos —susurró ella de pronto—. Lloré por ti.

Ella misma se sorprendió por sus palabras. Hasta ese momento no sabía qué había sentido. Su mente y su corazón habían estado totalmente concentrados en Elizabeth. Pero, antes de que su hija llegara, había sufrido terriblemente por la pérdida de Arden.

—¿De veras? —dijo él arqueando las cejas—. ¿Y cuál de tus muchas manifestaciones me lloró? Esta que veo lo dudo. —Sus ojos tenían una expresión extraña, cansada y furiosa como la de un animal herido—. Tal vez Selim. —Profirió una risa breve—. Selim quizá me echó un poco de menos.

La niñera llamó a la puerta. Zenia bajó la vista y se volvió para abrir.

—Sin duda el señor desea cambiarse para la cena —dijo, con cuidado de ocultar el dolor que le había producido su respuesta cortante—. Yo también debo cambiarme. La niñera se ocupará de Elizabeth.

Sujetó la puerta abierta, invitándolo a que se marchara. Pero no se fue.

—Según me dicen, estas son mis habitaciones —dijo con una sonrisa torcida.

A Zenia se le encogió el corazón.

—No —repuso, consciente de la embarazosa presencia de la niñera, que se había inclinado sobre Elizabeth—. No lo ha entendido…

—¿Se opone a que comparta lecho con usted, lady Winter? —preguntó—. Mi padre dice que las otras habitaciones están clausuradas porque se están reformando. El olor a pintura es demasiado fuerte.

Zenia se quedó mirándolo, porque de pronto comprendió.

—No tiene mucho tacto, ¿verdad? —comentó lord Winter—. Está deseando tener un heredero varón, ya sabes.

—Oh —dijo ella tontamente, pues no se le ocurrió nada más razonable que decir delante de la niñera.

—Me atrevo a decir que estaremos algo apretados. Por favor, no pienses que te molestaré hasta que hayas terminado con tu aseo, querida. Elizabeth y yo nos distraeremos aquí, y cuando termines entraré yo. —Sonrió, con ojos brillantes—. Como ves, todo muy civilizado.

Las velas del candelabro se reflejaban en los enormes espejos dorados de las paredes del comedor. Arden ya sabía que iba a necesitar pantalón de seda para cenar en Swanmere. Sus padres eran muy ceremoniosos en sus comidas. Normalmente contaban con numerosos invitados, pero esa noche no había ninguno y la mesa parecía más grande que de costumbre. Absurdamente grande, con su madre en un extremo y su padre en el otro, y él y Zenia sentados frente a frente en lados opuestos, ante un mantel de damasco blanco.

La única concesión a aquella cena familiar fue la ausencia de un altísimo centro de mesa de plata con frutas y velas. Arden lo lamentaba. Solo había algunos candelabros en la mesa, de modo que no había nada que tapara la imagen de la mujer que jugaba a ser su esposa.

Había vuelto a vestirse de negro, cosa que le daba un aire frío y distante, a la vez que realzaba su belleza perfecta. Sus cabellos oscuros se enroscaban con delicadeza en torno a su cuello, y unos pendientes de diamante relucían contra su piel. Arden veía su perfil en uno de los espejos, pálido e intocable, mientras tomaba con delicadeza su consomé con una cuchara de plata. La cubertería con el escudo de armas de los Belmaine parecía demasiado pesada para su mano.

No se le ocurría nada que decirle. Todas las palabras se le atragantaban en la garganta, parecían absurdas, groseras. «¿Me has añorado?», quería preguntar, como un tonto, para que ella volviera a decirlo, para volver a escucharlo, en lugar de olvidarlo. Para ver cómo pronunciaba las palabras, si las decía de corazón, si era cierto. Eso lo cambiaría todo, y no cambiaría nada.

¿Lo quería ella? Había visto a su hija sentada sola en el suelo, con la cabeza gacha… y había sentido una conexión instantánea, una profunda sensación de asombro; no le había molestado su recibimiento desconfiado, y su sonrisa le había llegado al fondo del corazón. Aunque la mujer que tenía ante él en la mesa parecía una extraña, Elizabeth le era infinitamente familiar, como si la conociera de toda la vida. Arden ya estaba pensando en esa noche, y el día siguiente, y el otro, en todas las cosas que quería hacer con ella y saber de ella.

No hacía falta ser muy inteligente para ver que a la madre de Elizabeth no le gustaban aquellas atenciones. Su bonita fachada se había resquebrajado. No podía asegurar que dijera la verdad cuando decía que había llorado por él, pero tenía el convencimiento de que hablaba muy en serio cuando decía que podía llevarse a Elizabeth a la casa de Bruce si quería.

Bueno. Que lo dijera todo lo en serio que quisiera, pensó apretando la mandíbula. Descubriría que su posición era insostenible. Si su padre no se lo decía, se lo diría él.

—He estado pensando qué sería más apropiado para que nuestros conocidos sepan de tu regreso —dijo su madre por encima de su paté de ostras—. Nada de bailes. ¿Qué prefieres, una comida ligera o un refrigerio a media tarde, Arden?

—Lo que dure menos —dijo él.

—Lady Winter aún no ha sido presentada oficialmente —comentó lord Belmaine—. Quizá sería mejor una cena, para presentarla.

—Si es lo que deseas —repuso la madre con indiferencia—. Pero necesito al menos dos semanas para organizar una cena. Tres, más bien, teniendo en cuenta la época en que estamos.

—La noche antes de Reyes, tal vez. Así habría tiempo para coser un traje de color para lady Winter. Querida —le dijo el hombre a Zenia—, tengo que reconocer que, dadas las circunstancias, me encantaría que dejara el luto.

—Muy bien —dijo lady Belmaine—. Quizá en verde botella. De satén, con ribete negro a juego con sus ojos.

—Sus ojos son azules —apuntó Arden. Todos lo miraron. Él volvió a su comida, y pinchó un poco de paté—. Azul oscuro.

—¡Vaya! Debes perdonarme. Me temo que no soy muy observadora —dijo la madre.

—Nada comparado con lo poco observador que he sido yo. —Y le dedicó a su «esposa» una sonrisa burlona.

Ella levantó las cejas. A la luz de las velas, sus ojos parecían tan oscuros como pensaba la madre.

—Tendría que vestir de azul —dijo Arden—. Como el cielo de la tarde. Y con oro, nada de diamantes.

Todos seguían mirándolo como si hubiera perdido el juicio.

—Me temo que el azul celeste no es apropiado en esta época —explicó su madre.

—Y zapatos de seda —siguió diciendo Arden sin hacer caso—. Algo bonito. Parece un condenado altar de ébano. Algo que la haga… bonita.

—No sabía que te interesara la moda femenina —comentó el padre con tono divertido—. Pero quizá lady Winter podrá decirnos cuál es su opinión.

Lady Winter miraba su comida como si nunca la hubiera visto.

—Quisiera vestir de azul —dijo con una voz apenas audible—. Y oro.

—Creo que te arrepentirás de la elección —replicó la madre.

—Sin duda se puede disponer como prefiera lady Winter —terció el padre.

—¡La gente hablará! —dijo lady Belmaine—. ¡Azul en enero!

—¿De veras? —Arden levantó la mano para que volvieran a llenarle la copa de vino—. Entonces mejor que vaya de verde. Debes perdonar mi interferencia en asuntos que no me conciernen.

—No me negarás que no sabes nada de moda, Arden.

—No, no lo niego —contestó Arden.

—No querrás que tu esposa sea el hazmerreír de todos.

—No, no lo quiero.

—Creo sinceramente que quedarás más satisfecho con el verde botella.

—Si mi satisfacción con el verde botella sirve para zanjar este tema, sin duda, quedaré satisfecho.

Lady Winter picoteó con el tenedor su rodaballo sin decir nada. No parecía estar comiendo gran cosa. Aunque Arden tampoco se lo reprochaba: una cena con sus padres habría enfriado el apetito más voraz.

¿No te gusta el pescado?, le dieron ganas de preguntar. Era un sabor que no debía de resultarle familiar. Pero no pensaba iniciar ninguna otra conversación. Siguió allí sentado cuando cambiaron el plato, y comió mecánicamente el faisán asado y la liebre estofada.

—¿Qué piensas de miss Elizabeth? —preguntó su padre.

Arden dejó el tenedor en el plato, y por un momento se quedó mirando el escudo de armas de los Belmaine pintado en este. Luego miró al conde. Salvando la enorme distancia que había entre ellos, dijo:

—Gracias, señor. —Le mantuvo la mirada a su padre—. Gracias por traerla aquí. Gracias por cuidar de ella.

Nada cambió en la expresión de lord Belmaine. Sus largos dedos daban golpecitos en el mantel. Arden nunca le había hablado con tanta emoción, salvo cuando estaba furioso. Se sentía extraño y sintió que la garganta se le cerraba mientras esperaba la respuesta.

—Lord Belmaine ha sido muy generoso —dijo Zenia antes de que su padre pudiera hablar—, pero podría haberme ocupado de ella yo sola.

Zenia estaba sentada muy derecha en su silla. La expectación de Arden se convirtió en irritación y desaprobación. Cogió su cuchillo y cortó el faisán en trocitos pequeños.

—Es usted una madre notable, lady Winter —dijo el conde, y a Arden le sorprendió su tono de aprobación—. No dudo ni por un momento que lo que dice es cierto.

Ella le dedicó una ligera sonrisa y le lanzó a Arden una mirada desafiante.

—Haría cualquier cosa por Elizabeth.

—Un sentimiento muy apropiado —dijo la madre—. Espero que Arden aprenda de tu ejemplo. Ahora que tiene una hija, es hora de que se olvide de su despreocupación y se quede en casa atendiendo sus responsabilidades.

—En absoluto —repuso Arden con ligereza—. Mañana salgo para Siberia, y me llevo a Beth conmigo. Lo pasaremos muy bien conduciendo una troika.

—¡No lo harás! —exclamó Zenia—. ¡Te lo prohíbo!

Si ella no se hubiera enfurecido tanto por una mentira tan pequeña, Arden no le habría contestado. Pero aquel tono de indignación, la presencia de sus padres, el entorno, la tortura de aquella comida en la que él era un forastero, siempre un forastero; todo aquello se combinó para reavivar una ira antigua, muy antigua y amarga.

—¿Y qué tienes tú que decir de esto, «lady Winter»? —preguntó, apurando su vino y clavando sus ojos en ella—. No eres más que una esposa. La madre de mi hija, sobre la que tengo una autoridad y un dominio completos. ¿No te ha informado nadie de los derechos legales que tengo sobre ti como esposo? No puedes llevarte a Beth como has amenazado con hacer, no si no te doy mi permiso. Por otro lado, señora mía, yo puedo llevármela siempre que quiera, sin consultarte. Si consideras que es una situación poco deseable, tú eres la única culpable, ¿no es cierto? Lady Winter, aquí tenemos un dicho… Quizá tu madre te lo enseñó, porque desde luego conocía muy bien su significado. No puedes repicar y estar en la procesión.

Zenia se había puesto blanca y le temblaban los labios. De pronto dejó con fuerza la servilleta sobre la mesa.

—Discúlpenme, debo subir a ver a Elizabeth.

Y se fue tan deprisa que el lacayo que en ese momento acababa de abrir la puerta tuvo que retroceder torpemente, con un tintineo de la bandeja de plata con verduras que llevaba.

Arden no miró a su padre ni a su madre. El plato de verduras apareció a su lado, aunque en aquellos momentos no habría sido capaz de decir si eran zanahorias hervidas o coliflor. Tomó una cucharada y se quedó mirando el plato, con asco.

Su padre esperó a que el lacayo se retirara. Cuando este cerró la puerta, dijo:

—Arden, espero que no tengas que arrepentirte de tus palabras.

Era el comentario más suave que había hecho nunca sobre los disparates de su hijo.

El conde de Belmaine pasó con discreción a la biblioteca, donde un hombre distinguido y vestido con sobriedad se levantó, apenas visible entre el revestimiento de madera, los libros y los retratos.

—Buenas noches, señor King. —El conde habló con una pequeña mueca de disgusto en sus labios finos—. Me temo que no es buen momento para una reunión. Mi nuera está indispuesta.

—Lamento oírlo, milord —dijo el abogado.

—Siéntese. ¿Quiere una copa? —El conde sirvió vino en uno de los cuatro vasos que había.

—Gracias, milord.

—Dígame —dijo el conde y, tras servirse un líquido espeso y verde de otra botella, se sentó con su vaso de cordial—. No somos tan retrógrados en estos tiempos como para que una mujer y sus hijos se consideren propiedad legal del marido, ¿no es así?

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