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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (16 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Bueno, creo que no hay nada que aflojar —decía una voz irritada de hombre—. El vestido parece varias tallas más grande de lo que esta pobre joven necesita.

Zenia pestañeó.

—Estoy bien —dijo, y trató de incorporarse.

—Quédese tumbada un momento, señora —dijo él con firmeza—. Descanse y tranquilícese. Mire, el capitán dice que tiene un camarote. —Le dio unos toquecitos en la nariz con un pañuelo y miró a alguien a quien Zenia no podía ver—. Será mejor embarcarla directamente, señor. Se está más fresco. Quizá esté… bueno… —Se sonrojó—. Ya me entiende, señor.

—Yo la ayudaré, pobre criatura. —Una mujer se arrodilló junto a Zenia, toda volantes rosas y olor a polvos—. Venga conmigo, pobrecita mía. Me llamo Iris.

Zenia se puso en pie, con el brazo de la mujer alrededor de su cintura.

—Estoy bien… de verdad…

—Tonterías, yo he tenido cuatro, y los cuatro en Bombay. Sé lo que hace este calor. La mataría a usted y al pequeño si no se anda con cuidado. Venga, un pequeño escalón… Estos caballeros nos enseñarán el camino. ¿Y su equipaje? No lo… —La dama volvió la cabeza—. ¿Dónde está su doncella, cariño, y sus maletas?

—¡Oh! —Zenia levantó la mano y señaló el baúl ruinoso que había comprado para que no pareciera que no tenía nada. Estaba vacío; solo había metido la arena suficiente para simular que había ropa dentro.

—Pero ¿y su doncella? ¿No se habrá ido y la habrá dejado sola en este estado?

Zenia sintió que le temblaba el labio. Meneó la cabeza con fuerza y se echó a llorar otra vez. La dama llamada Iris la cogió por los hombros y le dio unas palmaditas en el brazo.

—No pasa nada, cariño. Ya nos lo contará después. Venga. Pobrecita… Está en los puros huesos. Vaya, como que podría llevarla en brazos yo misma.

Zenia se encontró a bordo del vapor
Edward Rule
, compartiendo camarote con la señora Iris Smith, que desalojó a su doncella sin miramientos. El frescor del aire de mar no compensaba el balanceo del primer barco en el que Zenia subía en su vida, así que pasó los cuatro días del trayecto hasta Malta tan indispuesta que casi no pudo hablar. Era vagamente consciente de que la señora Smith la cuidaba heroicamente, pero no estaba en condiciones ni de dar las gracias.

Hasta que el barco no hizo escala en Malta para abastecerse de carbón, no fue capaz de incorporarse y hablar con tono lloroso y agradecido con la señora Smith. Esta dama imperturbable, que se declaraba angloindia por excelencia y que de ningún modo se apocaba por un pequeño mal de mares, se limitó a animar a Zenia a que tomara su sopa.

—Porque es probable que esté comiendo por dos, ¿me equivoco, cielo? —La señora Smith la miró fijamente—. Lo sabe, ¿verdad?

Zenia se sentó en la litera, con la cabeza gacha. No contestó; se limitó a retorcerse las manos.

La señora Smith puso su mano fresca en la frente de Zenia y le echó los cabellos húmedos hacia atrás. Zenia se echó a llorar otra vez.

—Lo siento —dijo con expresión desvalida—. ¡Siento estar así!

—Es difícil. Lo sé. Es muy difícil. —La señora Smith sollozó también un poco—. Yo perdí a mi primer esposo cuando tenía dieciocho años, y estaba sola en la India, embarazada, como usted. ¿A qué familia pertenece, querida?

Zenia tragó y se restregó los ojos.

—El señor Michael Bruce es mi padre.

Tenía miedo de que la señora Smith preguntara más, pero la dama se limitó a decir:

—Venga, tome otra cucharada. Y tenemos un excelente melón. Hay ciertas compensaciones en los trópicos, ¿no cree? Así me gusta. —Esperó hasta que Zenia terminó y entonces se puso en pie—. Hoy sale el correo, y deseo enviar una nota. En principio llegará antes que nosotros —dijo—. ¿Se siente con fuerzas para bajar a tierra? He reservado una habitación y un servicio de lavado para el pelo, y las dos podemos darnos un buen baño. Muy necesitado en mi caso. No hay como un buen baño fresco y champú oriental. Una se siente maravillosamente refrescada.

El hermano de la señora Smith la esperaba en Gibraltar. Miró a Zenia con expresión algo rara. De forma algo desordenada, Zenia había contado a Iris Smith cómo había acabado viajando sola de vuelta a Inglaterra, dejando a lord Winter en el desierto. En ningún momento dijo que ella fuera lady Winter, aunque todos la habían estado llamando así desde el principio. No dijo que fuera su viuda; simplemente, la gente veía el vestido y el velo negros y expresaban sus condolencias. Y ella pensaba con cansancio: «¿Qué importa?».

Lord Winter la llevaba a casa. Como le había prometido.

—Iris —oyó Zenia que el señor Harrow le decía en voz baja a su hermana una noche—, ¿sabes quién es?

Zenia se detuvo, aferrándose a la baranda de la escalera mientras el barco se balanceaba suavemente sobre las aguas del Atlántico.

—La tal Stanhope, sí, lo sé —contestó la señora Smith—. ¡Incluso en la India hemos oído hablar de ese
affaire
, Robert! Pero no pienso comportarme como una bruja.

—Sí, pero…

—Necesita ayuda. —La voz de la señora Smith era algo cortante—. Puedes creerme, ¡sé lo que es estar sola y embarazada en un país extranjero!

El señor Harrow hizo una pequeña pausa.

—Lo siento —dijo con tirantez.

—Bueno, eso es agua pasada. Pero no pienso abandonarla por ningún escrúpulo sobre su pasado. Pienso llevarla sana y salva con su familia.

El silencio del señor Harrow se prolongó.

—No estoy seguro de que te lo vayan a agradecer —dijo finalmente con tono irónico.

Zenia se dio la vuelta y volvió al camarote, y se tumbó con la miniatura de su padre aferrada en la mano.

«No llores, maldita seas —la reprendió con brusquedad una voz—, es un derroche absurdo de agua.»

Cerró los ojos y respiró hondo. No lloraría. Quería que él estuviera orgulloso.

Zenia estaba paralizada de emoción, miedo y frío. Sentada en la litera, temblando, escuchaba los sonidos que llegaban del exterior, de Londres, percibía los olores, en aquella atmósfera saturada de humo. Hacía tanto frío que incluso en el camarote veía su aliento. Y fuera todo parecía oscuro, la cubierta con manchas de carbón, los edificios enormes, la gente triste, con abrigos negros, gritando. Todo era espantosamente feo y maloliente.

—No llores, no llores —susurró para sus adentros—. No llores, pequeño lobo.

La señora Smith entró con un abrigo.

—Bueno. Todo arreglado.

Zenia fue con ella. No cuestionó los arreglos de la señora Smith; eran la única razón por la que seguía con vida, pensó. Con vida, y en Inglaterra. Oh, hacía tanto frío… Y no era verde, no había ni un árbol a la vista, solo la madera sin vida de los mástiles de los barcos.

Zenia bajó por la pasarela cogida del brazo de la señora Smith, con el señor Harrow detrás. En el muelle había un pequeño grupo de gente que esperaba en pie en medio del ajetreo de los marineros. Por un momento, Zenia se detuvo.

Acababa de ver un fantasma. Vio a lord Winter en un hombre alto que la miraba, con el rostro medio escondido bajo el sombrero y el cuello del abrigo levantado.

Y entonces la ilusión se desvaneció y se dio cuenta de que aquel hombre era mucho mayor y no la reconocía. Y la señora Smith no se había detenido y la hizo volverse hacia alguien, otro caballero que abría y cerraba sus puños enguantados.

Zenia alzó la vista de aquellos puños. Lo supo antes de mirar, supo lo que la señora Smith había hecho; con el corazón en la boca, levantó los ojos hacia el rostro de su padre.

Era mayor de lo que esperaba, con arrugas de preocupación en torno a los ojos y en las mejillas. Sus bellas facciones se habían vuelto rígidas, y el viento agitaba sus canosos cabellos bajo el ala del sombrero. Por un momento el hombre la observó intensamente, y paseó la mirada más allá de ella, como si esperara ver a alguien más.

Zenia se irguió y le ofreció la mano.

—¿Señor Bruce? —preguntó alzando el mentón con orgullo para que nadie viera su angustia interior.

De pronto, extrañamente, el hombre se echó a reír.

—Oh, Dios —dijo—. Me acuerdo. —Y dicho esto le cogió la mano, la atrajo a su lado y la apretó contra su pecho, musitando, riendo. Era mucho más fuerte de lo que parecía; casi la asfixia, y entonces la apartó y la miró con avidez—. Por favor, ven a casa —dijo con voz trémula—. Ven. Tenemos que recuperar el tiempo perdido.

Londres se transformó. De ser un lugar desolador, ruidoso y gris pasó a ser un lugar resplandeciente.

—Esto es Bentinck Street —dijo su padre cuando el carruaje llegó a una hilera de casas de ladrillo marrón con marcos blancos—. Saint Marylebone. Tu casa… —Le sonrió. Y, cuando lo hizo, Zenia pudo ver al joven del retrato, y le devolvió la sonrisa—. ¿Tienes frío?

—Mucho —dijo ella—. Me encanta.

Él hombre rió. A Zenia se le habían quitado por completo las ganas de llorar, aunque su padre no dejaba de sorberse la nariz y sonreír con aquellos bonitos ojos enrojecidos de emoción.

—Bueno, este invierno mantendremos el fuego bien alto. —El carruaje se había detenido, y el hombre la cogió de la mano—. Zenia, mi esposa está muy delicada. Pero sabe que vienes, y tiene tantas ganas de conocerte como yo. Es una mujer muy especial. No debes tener miedo de ella.

Zenia asintió.

—Ya sabes que nunca me casé con tu madre —dijo el hombre bajando la cabeza—. Pero eres mi hija. —Le apretó la mano con fuerza—. Cuando recibí la carta de la señora Smith… No he dormido ni una noche por la impresión y la tristeza.

—Miss Williams decía… —Zenia habló con voz muy débil; casi no podía articular las palabras—. Estaba convencida de que mi madre nunca se lo dijo.

Él levantó los ojos, entrelazando sus dedos con los de ella.

—Zenia, en mi vida he hecho cosas que me avergüenzan. Tu madre… No tengo excusa, la dejé cuando ella me dijo que la dejara. Pero quiero que sepas una cosa. No te habría dejado allí. No te habría abandonado. Lo juro con cada fibra de mi ser.

—Me alegro —susurró Zenia—. Siempre me alegré de que fuera mi padre.

—Ojalá… ¿Nunca pensaste en escribirme?

—¡Oh, no! —Zenia meneó la cabeza—. Nada podía salir de Dar Joon sin que mi madre lo supiera.

El hombre entrecerró los ojos ligeramente.

—¿Le tenías miedo?

Zenia se encogió de hombros.

—No le gustaba que la desobedecieran.

Él la cogió de las manos durante un largo momento.

—Ya nunca tendrás que tener miedo. —Golpeó el techo del carruaje con su bastón y el cochero bajó y les abrió la puerta.

La esposa insistió en que Zenia la llamara Marianne. Era tranquila y elegante, una mujer afable y sincera. Sus modales comedidos no le impidieron dispensar una generosa bienvenida a la hija ilegítima de su esposo.

Zenia la miraba con fascinación. No podía haber una mujer más distinta de su madre. El marido se desvivía en atenciones con ella, y en dos ocasiones le preguntó si quería un chal. Zenia conoció a su medio hermano, otro Michael, un ardiente joven de dieciséis años que le estrechó la mano algo nervioso y le preguntó por el gobierno en Egipto y estuvo hablando de la política europea durante media hora, hasta que su padre lo despachó con una risa torpe y lo mandó a terminar sus deberes de latín antes del té.

Zenia estaba en una burbuja. La habían recibido con los brazos abiertos en la casa de Bentinck Street; tan abiertos como si en sus vidas hubiera una plaza vacía y ella hubiera encajado a la perfección. Nadie preguntó más que lugares comunes sobre su viaje, y Marianne hasta le dio un discreto pésame por la muerte de su madre.

No había rastro de otros niños y poco a poco, sin que nadie lo dijera, Zenia empezó a comprender que habían muerto. Marianne la acompañó a una habitación. Era evidente que había pertenecido a dos niñas. Había dos camas con almohadas bordadas y colchas de encaje, y dos pequeños retratos adornados con lacitos colgaban uno encima del otro en la pared.

Marianne se detuvo antes de cerrar la puerta.

—Tienes que creerme cuando digo que me alegro de que hayas venido —dijo con voz suave—. Michael siempre quiso a los hijos de mi primer matrimonio, y yo me alegro de quererte a ti, por él y por ti.

—Gracias —dijo Zenia tontamente.

—Gracias a ti, por venir. Espero que decidas quedarte. Harías muy feliz a tu padre.

Michael Bruce estaba en la habitación de su esposa, en pie, con las manos a la espalda, mirando al jardín de otoño que tenían detrás de la casa.

—No sé qué pensar. No lo sé, Mari.

—No hay duda de que es tuya —dijo la esposa con una leve sonrisa—. Su lado Bruce es muy evidente.

—¿Tú crees? —Se dio la vuelta, con el ceño fruncido—. Pero… es la criatura más hermosa que he visto en mi vida. —Y entonces torció el gesto—. Aparte de vos, por supuesto, como dijo el caballero para justificar el retraso.

—En tal caso, no tengo más que alegar —dijo Marianne, volviendo a recostarse en la cama.

Él lanzó una risa irónica.

—¿Me adulas, querida mía? ¿Después de tantos años?

—¿Y por qué no me iba a enorgullecer por haber conquistado al espléndido señor Bruce? —repuso ella con suavidad—. Eres un hombre superior, y tu hija es un diamante en bruto. Cuando le hayamos hecho recuperar la tez y llenado el cuerpo, será hermosa más allá de lo imaginable.

—Si es así como ha de verla el resto de mundo, entonces reza para que ella tenga más sensatez que yo cuando tenía su edad. Tendrá unos veinticinco años, Mari. ¡Veinticinco! Y está muy delgada, ¿verdad? Espero que no esté enferma. —Dio una vuelta a la habitación y luego se sentó junto a su esposa en el lecho—. Tienes a un lunático por esposo. Estos tres últimos días me he portado como un loco. Debes de pensar… —Se interrumpió.

Ella puso su mano sobre la de él.

—Michael, no pasa nada.

—Pero, traerla aquí. Obligaros a ti y a tu hijo a aceptarla.

—Es tan tuya como Michael. Solo hay que mirarla. —Le oprimió los dedos—. Nunca he sido celosa, ¿no es cierto? Me lo contaste todo hace mucho tiempo. Era una de las cosas que más admiraba de ti, que no intentaste ocultarlo. Lo confieso, tenía un poco de miedo… —Encogió los hombros—. Pensé que se parecería más a su madre. No estoy segura de que la hubiera podido querer de haber sido así, aunque lo habría intentado. Pero no lo es, Michael. Es tuya. Y con eso me basta. Además… —Cerró los dedos sobre la colcha—. Echaba de menos oír la voz de una jovencita por la casa.

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