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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (12 page)

BOOK: Tempestades de acero
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Allí la gente era comprensiva con aventuras de aquel género. Se comprobó mi identidad y fui amigablemente recibido en el grupo. En esta ocasión aquel «rey» se me apareció a una luz distinta; era ya muy tarde y estaba contando historias acerca de las selvas tropicales, donde había dirigido durante mucho tiempo la construcción de un ferrocarril.

El 16 de junio el general Sontag nos reenvió a nuestras unidades después de una breve arenga. De ella pudimos colegir que el enemigo estaba preparando una gran ofensiva en el frente occidental; el ala izquierda de esa ofensiva se hallaría aproximadamente frente a la posición ocupada por nosotros. Era la Batalla del Somme, que proyectaba ya sus sombras. Con ella terminaría el primer período de la guerra, el más sencillo; entrábamos ahora, por así decirlo, en una nueva guerra. Aunque ciertamente nosotros no lo sospechamos, lo que hasta aquel momento habíamos vivido había sido el intento de ganar la guerra por medio de batallas campales al viejo estilo, así como el fracaso de ese intento, que quedó varado en la guerra de posiciones. Ahora se alzaba ante nosotros la guerra de material, con su gigantesco despliegue de medios. Y a finales del año 1917 la guerra de material sería sustituida por la batalla mecánica, cuya imagen no llegó, sin embargo, a desarrollarse por completo.

Que algo tenía que estar tramándose lo vimos claro también nosotros cuando nos reincorporamos a nuestro regimiento, pues los camaradas nos hablaron de la creciente agitación que en el campo de enfrente se notaba. Por dos veces había intentado una patrulla inglesa dar un golpe de fuerza en el Sector C, aunque sin éxito. Nos habíamos vengado con un ataque muy bien planeado contra el denominado «Triángulo de las Trincheras»; lo llevaron a cabo tres patrullas de oficiales y en él cogimos algunos prisioneros. Durante mi ausencia, un balín de
shrapnel
hirió a Wetje en un brazo, pero poco después de mi llegada volvió a tomar el mando de la compañía. También el abrigo que yo ocupaba había sufrido cambios en el intervalo. Un proyectil había dado de lleno en él reduciéndolo a la mitad y, en uno de los mencionados ataques por sorpresa de los ingleses, éstos lo habían limpiado arrojando dentro granadas de mano. Con mucho esfuerzo, mi sustituto había logrado salir fuera por el orificio de la claraboya de ventilación, pero su ordenanza había muerto. La sangre derramada podía verse aún en unas manchas marrones que había en las tablas de revestimiento de las paredes.

El 20 de junio se me ordenó que fuera a echar un vistazo a la trinchera enemiga, para comprobar si nuestro adversario estaba realizando labores de minado. Acompañado por Wohlgemut, sargento aspirante a oficial, Schmidt, cabo, y Parthenfelder, soldado raso, sobre la media noche franqueé, escalándolas, nuestras alambradas, que eran bastante altas. El primer tramo lo recorrimos agachados; luego fuimos avanzando a rastras, todos juntos, por el terreno situado delante de la trinchera enemiga, que estaba cubierto por una espesa vegetación. En aquellos momentos, mientras iba deslizándome sobre el vientre por entre la hierba cubierta de rocío y la maleza de los cardos, esforzándome con mucho miedo en evitar cualquier ruido, pues a cincuenta pasos delante de nosotros se destacaba en la oscuridad, como una franja negra, la trinchera enemiga, me vinieron a la mente recuerdos de las obras de Karl May, que había leído cuando estudiaba tercero de bachillerato. Una ráfaga disparada por una ametralladora lejana descendió casi verticalmente sobre nosotros, crepitando. De vez en cuando se elevaba una bengala luminosa y esparcía su luz fría sobre aquel inhóspito rincón de la tierra.

En un determinado momento se escuchó a nuestras espaldas un fuerte rumor. Dos sombras se deslizaban a toda prisa entre las trincheras. Mientras nos preparábamos a lanzarnos sobre ellas, desaparecieron sin dejar rastro. Inmediatamente después, el trueno de granadas de mano que explotaban en la trinchera inglesa nos hizo comprender que se nos habían cruzado en el camino hombres nuestros. Seguimos arrastrándonos con lentitud hacia delante.

De repente la mano crispada del sargento aspirante a oficial me agarró el brazo.

—Atención a la derecha, muy cerca. ¡No hacer ruido, no hacer ruido!

Inmediatamente después oí por nuestra derecha, a diez pasos, numerosos crujidos en la hierba. Nos habíamos desviado de la dirección que llevábamos y habíamos ido arrastrándonos a lo largo de la alambrada inglesa. Era probable que el enemigo nos hubiera oído y viniese ahora desde su trinchera a explorar el terreno.

Instantes como éstos en una patrulla nocturna son inolvidables. Ojos y oídos se tensan al máximo; el cada vez más cercano crujido de unos pies extraños que caminan sobre la alta hierba adquiere una intensidad amenazadora y fatídica; la respiración se hace entrecortada y uno ha de esforzarse en reprimir las dolorosas contracciones del jadeo; el seguro de la pistola salta hacia atrás con un leve chasquido y ese sonido atraviesa los nervios como un cuchillo; los dientes rechinan al morder la mecha de la granada de mano. Breve y mortífero será el choque. Uno tiembla entre dos sensaciones dolorosas: la acrecentada excitación del cazador y la angustia de la pieza de caza. Uno es un mundo para sí, empapado de la atmósfera oscura y terrible que sobre el yermo terreno gravita.

Muy cerca de donde estábamos fueron apareciendo varias figuras borrosas; traídos por el aire, sus cuchicheos llegaban hasta nosotros. Volvimos la cabeza hacia aquellas figuras; oí cómo el bávaro Parthenfelder mordía la hoja de su puñal.

Aquellas figuras dieron todavía unos pasos más hacia nosotros, pero luego se pusieron a trabajar en la alambrada; no habían notado nuestra presencia. Muy lentamente comenzamos a arrastrarnos hacia atrás, sin perderlas de vista un solo momento. La Muerte, que se había alzado, expectante al máximo, entre los dos bandos, se alejó de allí malhumorada. Pasado algún tiempo nos levantamos y continuamos caminando de pie hasta que llegamos sanos y salvos a nuestro sector.

El buen resultado de esta incursión nos llenó de entusiasmo y nos hizo concebir la idea de coger a un prisionero; decidimos volver a salir a la noche siguiente. Para prepararme, la tarde de aquel día me eché a descansar un rato; apenas lo había hecho me sobresaltó un estampido, semejante a un trueno, que se oyó cerca de mi abrigo. Los ingleses nos enviaban minas esféricas. Aunque al ser disparadas producían escaso ruido, eran de tal peso que los cascos de su metralla arrancaban limpiamente los postes, gruesos como troncos, del revestimiento de la trinchera. Lanzando maldiciones me bajé de mi
coucher
y me dirigí a la trinchera. Una vez fuera, al ver cómo iniciaba su trayectoria curva una de aquellas bolas negras provistas de un mango, me abalancé hacia la galería más próxima gritando:

—¡Una mina por la izquierda!

Durante las semanas siguientes el enemigo nos obsequió tan abundantemente con minas de todos los tamaños y de todos los tipos que acabamos adquiriendo la costumbre de llevar un ojo puesto en el aire y el otro en la boca de la galería más próxima, siempre que caminábamos por la trinchera.

Por la noche volví, pues, a deslizarme sigilosamente entre las trincheras con mis tres acompañantes. Fuimos arrastrándonos sobre los codos y sobre las puntas de los pies, como si fuéramos focas, hasta llegar muy cerca de la alambrada inglesa. Allí nos escondimos detrás de unas solitarias matas de hierba. Poco después aparecieron unos ingleses que arrastraban un rollo de alambre de espinos. Se pararon exactamente delante de nosotros, dejaron el rollo en el suelo y se pusieron a cortar el alambre con una cizaya; mientras lo hacían cuchicheaban entre ellos. Reptando nos juntamos y sostuvimos en voz muy baja esta apresurada conversación:

—Ahora, una granada en medio de donde están, ¡y a por ellos!

—Pero, hombre, ¡si son cuatro!

—¡Estás cagao de miedo!

—¡No digas tonterías!

—¡Más bajo, más bajo!

Mi advertencia llegó demasiado tarde; cuando levanté la vista los ingleses se escurrían como topos por debajo de su alambrada y desaparecían en su trinchera. El ambiente se hizo entonces sofocante. Me producía un sabor amargo en la boca el mero pensar lo siguiente: «Enseguida pondrán en posición de disparo una ametralladora». También los otros abrigaban temores parecidos. Nos deslizamos hacia atrás sobre el vientre, produciendo un gran estruendo con las armas que llevábamos. La trinchera inglesa comenzó a animarse. Correteos, susurros, idas y venidas. Psss…, una bengala de iluminación. A nuestro alrededor se hizo una claridad como de pleno día, mientras nos esforzábamos en esconder nuestras cabezas en las matas de hierba. Otra bengala. Momentos angustiosos. Uno desearía que la tierra se lo tragase y preferiría estar en cualquier otro lugar antes que a diez metros de los centinelas enemigos. Otra bengala más. ¡Pac! ¡Pac! La inconfundible detonación seca, ensordecedora, de disparos de fusil hechos a muy corta distancia.

—¡Ah! ¡Nos han descubierto!

Sin adoptar más precauciones nos animamos en voz alta a escapar de allí para salvar la vida. De un salto nos levantamos y nos precipitamos hacia nuestra posición en medio de una ruidosa lluvia de balas. Tropecé a las pocas zancadas y caí dentro de un embudo pequeño y poco profundo abierto por una granada, mientras los otros tres me daban por muerto y pasaban corriendo a mi lado a toda velocidad. Me apreté con fuerza contra el suelo, encogí cabeza y piernas y dejé que las balas pasasen por encima de mí barriendo la alta hierba. Tan molestas como las balas eran las incandescentes bolas de magnesio de las bengalas luminosas que descendían, unas bolas que en parte terminaban de quemarse muy cerca de mí y que yo intentaba alejar con la gorra. Poco a poco el tiroteo fue haciéndose más débil. Dejé pasar otro cuarto de hora y entonces abandoné mi refugio, con lentitud al principio, y luego lo más deprisa que me permitieron mis manos y mis pies. Entretanto la luna había desaparecido; pronto perdí por completo la orientación y no sabía dónde quedaban ni el lado inglés ni el lado alemán. Ni siquiera se destacaban en el horizonte las características ruinas del molino de Monchy. A veces pasaban a ras del suelo, con una precisión angustiosa, balas disparadas desde uno y otro lado. Acabé echándome en la hierba y resolví aguardar a que amaneciera. De repente sonó cerca de mí un cuchicheo. Otra vez me dispuse a combatir; como hombre precavido, lo primero que hice fue emitir una serie de sonidos naturales de los que era imposible colegir si yo era un alemán o un inglés. Decidí responder con una granada de mano a las primeras palabras que alguien pronunciase en inglés. Con alegría comprobé que tenía ante mí a hombres nuestros; en aquel momento se disponían a quitarse los cinturones para retirar sobre ellos mi cadáver. Estuvimos sentados juntos algún tiempo en un embudo, contentos por aquel reencuentro feliz. Luego volvimos a nuestra trinchera, a la que llegamos después de haber estado ausentes de ella tres horas.

A las cinco de la madrugada me tocaba otra vez entrar de servicio en la trinchera. En la zona ocupada por la Tercera Sección encontré al sargento Hock delante de su abrigo. Le dije que me sorprendía verlo allí a hora tan temprana y me contó entonces que andaba al acecho de una gran rata que con sus chillidos y correrías no le dejaba pegar ojo por las noches. Mientras hablaba, observaba con atención su abrigo, que era ridículamente pequeño y al que había bautizado con el nombre de «Villa Pollita».

Mientras estábamos allí juntos de pie, oímos un disparo sordo, que no tenía, sin embargo, ningún significado especial. Hock, que el día anterior había estado a punto de ser aplastado por una mina esférica y que por ello tenía mucho miedo, salió como un rayo hacia la entrada de la galería más próxima, pero con las prisas bajó los quince primeros escalones con el trasero y empleó los quince últimos en dar tres vueltas de campana. Yo estaba arriba junto a la entrada; la risa me hizo olvidar la mina y la galería cuando oí a la pobre víctima lamentarse de aquella dolorosa interrupción de una cacería de ratas, mientras con cuidado se frotaba distintas partes del cuerpo e intentaba enderezar uno de sus pulgares, que se había dislocado. El infeliz me confesó también que el día anterior estaba sentado cenando cuando una mina le dio tal susto que lo hizo ponerse de pie. Para empezar, toda su comida quedó llena de arena; y luego, él había caído escaleras abajo, haciéndose mucho daño. Había llegado de su casa poco antes y aún no se había habituado a la rudeza de nuestra forma de vida.

Tras este incidente volví a mi abrigo, pero estaba claro que tampoco aquel día iba a encontrar el sueño reparador. Desde muy temprano, y a intervalos cada vez más cortos, el enemigo bombardeó con minas nuestra trinchera. Hacia el mediodía me harté de aquello. Ayudado por algunos de mis hombres puse en batería nuestro lanzaminas Lanz y abrí fuego contra la trinchera enemiga —una réplica muy débil, ciertamente, a los numerosos proyectiles de grueso calibre con que ellos nos rastrillaban—. Bañados en sudor, permanecíamos agachados sobre el barro recalentado por el sol de junio de una pequeña depresión del terreno y desde allí enviábamos mina tras mina al otro lado.

Como parecía que aquello no causaba la menor molestia a los ingleses me dirigí con Wetje al teléfono y, tras madura reflexión, cursamos la siguiente petición de ayuda: «Helena escupe en nuestra trinchera únicamente mendrugos gruesos. ¡Necesitamos patatas, grandes y chicas!». Solíamos emplear esta jerigonza cuando se corría peligro de que el adversario captara nuestros mensajes. Muy poco después nos llegó del teniente Deichmann la consoladora respuesta de que el gordo brigada de bigotes estirados vendría en seguida hacia delante con algunos muchachos. Inmediatamente después cayó zumbando en la trinchera enemiga nuestra primera mina de un quintal de peso; explotó con un estruendo nunca antes oído y fue seguida por algunas andanadas de la artillería de campaña. Así tuvimos calma para el resto del día.

Pero a la mañana siguiente comenzó de nuevo el baile, y esta vez con una violencia mucho mayor. Al oír el primer disparo me dirigí por el pasadizo subterráneo a nuestra segunda trinchera y desde ella fui al ramal de aproximación donde teníamos instalado nuestro lanzaminas. Abrimos fuego y procedimos con el siguiente método: por cada mina esférica que a nosotros nos llegaba les disparábamos a ellos una mina Lanz. Tras haber intercambiado unas cuarenta minas, el director de tiro enemigo pareció empezar a dirigir sus disparos personalmente contra nosotros. Pronto nos cayeron cerca, a derecha e izquierda, algunos proyectiles, pero no fueron capaces de interrumpir nuestra actividad, hasta que vimos cómo uno de ellos se dirigía directamente hacia nosotros. En el último momento accionamos todavía el disparador de nuestro lanzaminas y salimos corriendo lo más deprisa que pudimos. Acababa de llegar a una zanja encenegada, que estaba defendida por una alambrada, cuando aquel monstruo reventó justo detrás de mí. La violenta onda expansiva me lanzó por encima del rollo de alambre de espinos y fui a parar a un agujero abierto por una granada, que estaba lleno de cieno verdoso, al tiempo que sobre mí caía con gran estrépito una granizada de duras pellas de barro. Me levanté maltrecho y medio aturdido. La alambrada de espinos me había desgarrado los pantalones y las botas. Cara, manos y uniforme estaban cubiertos de barro pegajoso y la rodilla sangraba por un largo rasguño. Bastante abatido, me deslicé por la trinchera hasta mi abrigo y me metí en él para descansar.

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