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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (13 page)

BOOK: Tempestades de acero
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Fuera de esto, las minas no habían causado grandes daños. La trinchera había quedado destruida en algunos sitios, uno de nuestros lanzaminas Priester estaba destrozado y a Villa Pollita le había dado el golpe de gracia un proyectil que había acertado de lleno en ella. Su infeliz propietario estaba ya abajo en la galería; de no haber sido así, en esta ocasión habría caído escaleras abajo por tercera vez.

El tiroteo continuó durante toda la tarde. No se interrumpió un solo momento, y, hacia el atardecer, un sinnúmero de minas cilíndricas lo incrementó hasta convertirlo en un verdadero tiro de tambor. «Minas de cesto de ropa» llamábamos nosotros a aquellos proyectiles en forma de cilindro, pues a veces se tenía la impresión de que los arrojaban desde el cielo con cestos. El mejor modo de hacerse una idea de la forma que tenían aquellas minas es imaginarse un rollo de fideos provisto de dos asas cortas. Las disparaban con unas bocas de fuego especiales, semejantes a revólveres, e iban dando volteretas por el aire con un sordo murmullo. Vistas desde cierta distancia parecían salchichones. Se sucedían con tanta rapidez que sus explosiones recordaban la quema de una traca de cohetes. El efecto de las minas esféricas era como un martillazo; en cambio estas otras, las cilíndricas, producían en los nervios un efecto de desgarramiento. Tensos y expectantes estábamos sentados en la entrada de la galería, dispuestos a recibir a cualquier intruso con un saludo consistente en disparos de fusil y granadas de mano. Pero el tiro de tambor volvió a calmarse al cabo de media hora. Por la noche tuvimos aún que soportar dos ataques por sorpresa de fuego de artillería; durante ellos nuestros centinelas, inquebrantables, permanecieron de guardia en sus puestos. Tan pronto como el fuego decrecía, numerosas bengalas luminosas lanzadas a lo alto iluminaban a los defensores que en tropel salían de las galerías, y un tiroteo furioso convencía al enemigo de que aún quedaba vida en nuestras trincheras.

Pese a la gran intensidad de aquel bombardeo, únicamente perdimos un hombre, el fusilero Diersmann, al que le destrozó el cráneo una mina que chocó contra su escudo protector. Otro hombre fue herido en la espalda.

También durante el día que siguió a aquella agitada noche hubo numerosos torbellinos de fuego que nos prepararon para la inminencia de un ataque. Nuestra trinchera fue bombardeada palmo a palmo y los maderos arrancados de su recubrimiento la volvieron casi intransitable. Numerosos abrigos fueron hundidos.

El jefe del sector nos envió a la primera línea este mensaje: «Interceptada comunicación telefónica inglesa: los ingleses describen exactamente las brechas abiertas en nuestras alambradas y piden “cascos de acero”. Aún no sabemos si “cascos de acero” es una expresión en clave para decir minas de grueso calibre. ¡Estar alerta! ».

Decidimos, en consecuencia, mantener una vigilancia cuidadosa aquella noche y acordamos abatir de un disparo a todo el que no dijese su nombre al gritarle «¡hola!». Para poder alertar sin demora a nuestra artillería, cada uno de los oficiales había cargado su pistola de señales con una bala roja.

Aquella noche fue realmente peor que la anterior. En especial un ataque artillero por sorpresa, a las doce y cuarto, sobrepasó todo lo precedente. En los alrededores de mi abrigo cayó un diluvio de proyectiles de grueso calibre. Estábamos de pie, provistos de todas nuestras armas, en la escalera de la galería, mientras la luz de los pequeños cabos de vela se reflejaba brillante en las paredes húmedas y enmohecidas. Una humareda azul penetraba por las bocas de las galerías. Del techo se desprendía la tierra a pedazos. ¡Bumm!

—¡Maldita sea!

—¡Cerillas, cerillas!

—¡Todos preparados!

Sentíamos en el cuello los latidos del corazón. Manos rápidas separaban las cápsulas de las granadas de mano.

—¡Esa ha sido la última mina!

—¡Afuera!

Mientras nos abalanzábamos hacia la salida estalló todavía una mina de espoleta retardada; su onda expansiva nos arrojó otra vez hacia atrás. Sin embargo, mientras aún caían con estrépito los últimos pájaros de hierro, ya los hombres habían ocupado todos sus puestos. Unos fuegos artificiales de bengalas iluminaron con una claridad de mediodía el terreno de delante, que estaba cubierto por espesas nubes de humo. Esos instantes en que la totalidad de la guarnición se hallaba de pie detrás del parapeto, en un estado de máxima tensión, encerraban algo mágico; recordaban ese segundo en que nadie respira, ese segundo que antecede a una representación teatral decisiva, cuando la música se interrumpe y se encienden las candilejas.

Durante varias horas de aquella noche estuve apoyado en la entrada de un abrigo cuya boca, en contra de lo que mandaba el reglamento, daba hacia el enemigo, y miraba de vez en cuando el reloj para tomar notas acerca de los disparos. Observaba al centinela, un hombre mayor, padre de familia, que, encima de mí, estaba en pie detrás de su fusil, totalmente inmóvil e iluminado a veces por el fogonazo de una explosión.

Cuando ya se había acallado el fuego sufrimos aún una baja. El fusilero Nienhüser cayó de repente de su apostadero y fue rodando con estrépito por la escalera de la galería hasta quedar en medio de sus camaradas, que abajo estaban en estado de alerta. Cuando examinaron a aquel inquietante intruso encontraron en su frente una pequeña herida y encima de su tetilla derecha un orificio del que brotaba sangre. No se llegó a aclarar si la muerte se debió a la herida o a aquella brusca caída.

Al final de aquella noche terrible vino a relevarnos la Sexta Compañía. Por los ramales de aproximación nos dirigimos a Monchy; nos hallábamos en aquel peculiar estado de ánimo malhumorado que el sol mañanero produce tras noches pasadas completamente en vela. Desde Monchy fuimos a la segunda posición, instalada delante de la linde del bosque de Adinfer. Desde aquel lugar teníamos una visión grandiosa del preludio de la Batalla del Somme. Los sectores del frente situados a nuestra izquierda quedaban ocultos por nubes de humo blanco y negro, los proyectiles de grueso calibre estallaban unos al lado de otros y lanzaban la tierra a gran altura; encima de todo aquello brillaban por centenares los breves relámpagos de los
shrapnels
al reventar. Sólo las señales de colores, mudos gritos de auxilio dirigidos a la artillería, revelaban que aún quedaba vida en las posiciones. Allí fue donde por vez primera contemplé un fuego que sólo podía compararse con un espectáculo producido por la naturaleza.

Cuando, al atardecer, íbamos por fin a echarnos a dormir, recibimos la orden de dirigirnos a Monchy para cargar en vehículos minas de grueso calibre. Allí nos vimos obligados a esperar en vano durante toda la noche la llegada de un vehículo que se había averiado, mientras los ingleses hacían varios intentos, afortunadamente sin éxito, de acabar con nuestras vidas, recurriendo al tiro curvo de sus ametralladoras y a
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que barrían la carretera. Especiales molestias nos causó un virtuoso de la ametralladora; lanzaba tan derechas al aire sus ráfagas, que éstas, aceleradas por la simple fuerza de la gravedad, caían al suelo verticalmente. Por ello carecía de sentido ir a resguardarse detrás de una pared.

Nuestro adversario nos dio aquella noche una prueba de la extremada minuciosidad de sus observaciones. En la segunda posición, a unos dos mil metros del enemigo, se alzaba un montón de greda delante de un polvorín subterráneo aún en construcción. Los ingleses sacaron de ello la conclusión, correcta por desgracia, de que por la noche intentaríamos camuflar aquel montículo, y dispararon hacía allí una salva de
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con la que, en efecto, causaron graves heridas a tres de nuestros hombres.

Por la mañana me sacó bruscamente del sueño una orden que me mandaba conducir mi sección al Sector C, para realizar allí trabajos de fortificación. Mis pelotones fueron distribuidos entre la Sexta Compañía. Con algunos de mis hombres volví luego al bosque de Adinfer y allí los puse a talar árboles. Cuando regresé a la trinchera me metí en mi abrigo para reposar media horita. Pero fue inútil; durante aquellos días no llegaría a tener un solo minuto de sueño tranquilo. Acababa de quitarme las botas cuando oí que nuestra artillería abría fuego con extraña intensidad desde la linde del bosque. Al mismo tiempo apareció en la boca de la galería mi ordenanza, Paulicke, y desde arriba me gritó:

—¡Ataque de gas!

Saqué la máscara antigás, me puse las botas, me abroché el cinturón y eché a correr hacia fuera. Allí vi cómo una gigantesca nube de gas, formada de espesos vapores blancuzcos, estaba suspendida encima de Monchy, y cómo, impulsada por un viento suave, iba rodando hacia la cota 124, situada en una hondonada.

Dado que la mayoría de los hombres de mi sección se encontraba en la primera línea y que era probable un ataque, no fue preciso meditar mucho tiempo para saber lo que había que hacer. Salté las alambradas de la segunda posición, corrí hacia delante y pronto me encontré metido dentro de la nube de gas. Un acre olor a cloro me enseñó que tampoco éstas eran nieblas artificiales, como había pensado al principio, sino que realmente se trataba de un potente gas de combate. Me puse, pues, la máscara, pero volví a quitármela al instante. Tan deprisa había corrido que ahora no podía recibir suficiente aire por el respirador; también quedaron empañados en un santiamén los cristales de las gafas y se volvieron completamente opacos. Nada de esto se correspondía con las «Instrucciones sobre ataques de gas» que yo mismo había enseñado tantas veces. Como notaba punzadas en el pecho, intenté al menos cruzar lo más rápidamente posible aquella nube. A la entrada misma del pueblo tuve que atravesar un fuego de barrera cuyos impactos trazaban un cordón largo y regular en los desolados campos, nunca antes pisados por mí. Por encima de aquellos proyectiles iban numerosas nubes de
shrapnels
.

En un terreno descubierto como aquél, en el que uno puede moverse con libertad, el fuego de artillería no causa ni el mismo efecto material ni el mismo efecto moral que produce en los lugares habitados o en las posiciones de combate. En un santiamén dejé a mis espaldas la línea de fuego y me encontré en Monchy, sobre el que caía una buena granizada de
shrapnels
. Un diluvio de balas, vainas y espoletas siseaba al atravesar las ramas de los árboles frutales que en los abandonados huertos se alzaban o chocaba contra las paredes de las casas.

Dentro de uno de los abrigos construidos en los jardines vi sentados a Sievers y a Vogel, camaradas de mi compañía; habían encendido una gran hoguera de leña y se inclinaban sobre la purificadora llama para escapar así a los efectos del cloro. Les hice compañía en esta ocupación hasta que los disparos fueron disminuyendo; entonces, por el ramal 6 de aproximación, me dirigí hacia la primera línea.

Mientras caminaba iba observando los animalillos que el cloro había matado y que en gran abundancia yacían en el suelo de la zanja. Pensaba para mí: «Pronto empezará otra vez el tiro de barrera; y como continúes vagando de este modo, te vas a encontrar aquí sin protección ninguna, como el ratón en la trampa». Pese a ello, me dejé llevar por mi incorregible flema.

Y ocurrió, en efecto, que, cuando ya no me quedaban más que cincuenta metros para alcanzar el abrigo de mi compañía, me vi metido en un salvaje ataque artillero por sorpresa. Era tan intenso aquel fuego que parecía empresa completamente imposible salvar, sin ser herido, aquel pequeño tramo. Por suerte vi a mi lado una de aquellas cavidades en forma de nicho que habían sido construidas en los taludes de los ramales de aproximación para que las utilizasen los enlaces. Tres marcos de madera de los usados en las galerías formaban aquel nicho; no era mucho, pero, en cualquier caso, era mejor que nada. Me apretujé allí dentro y dejé pasar la tormenta por encima de mi cabeza.

Había elegido, al parecer, el peor lugar de todos. Minas esféricas, grandes y pequeñas, minas de botella,
shrapnels
, matracas, granadas de todo tipo —era incapaz de distinguir los artefactos que allí confusamente zumbaban, gruñían, crujían—. No pude dejar de acordarme de mi buen sargento del bosque de Les Eparges y de su aterrorizado grito: «¿Pero qué clase de artefactos son éstos?».

A veces un único estampido infernal, que iba acompañado de llamaradas, dejaba completamente ensordecido el oído. Después, un siseo agudo, incesante, producía la impresión de que se acercasen uno tras otro, zumbando, a una velocidad increíble, centenares de fragmentos de metralla de una libra de peso. En ocasiones caía, con un golpe seco, pesado, un proyectil que no estallaba; a su alrededor la tierra temblaba. Por docenas reventaban los
shrapnels
, delicados como bombones fulminantes, y esparcían su densa nube de bolitas; después llegaban las vainas, con un resoplido. Cuando cerca de mí estallaba una granada, el barro caía al suelo con estruendo, como un goteo. Y en medio de todo aquello los fragmentos de metralla se clavaban en la tierra con un golpe seco.

Describir estos ruidos es más fácil que soportarlos, pues el sentimiento asocia cada uno de los sonidos del hierro chirriante con la idea de la muerte. Y así, yo estaba acurrucado en aquel agujero, con las manos delante de los ojos, mientras por mi mente desfilaban todas las posibilidades de que un proyectil me alcanzase. Creo haber encontrado un símil que expresa muy bien la sensación peculiar que se experimenta en una situación como ésa, una situación en la que yo, al igual que todos los soldados de esta guerra, me he encontrado a menudo. Imagínese uno a sí mismo bien atado a un poste y amenazado continuamente por un sujeto que blande un pesado martillo. Unas veces el martillo es lanzado hacia atrás para tomar impulso; otras avanza zumbando, hasta casi rozar el cráneo; luego chocó contra el poste, del que salen volando astillas —a una situación como ésa corresponde exactamente lo que se siente cuando se está al descubierto en medio de un bombardeo en serio. Yo tenía, por fortuna, un pequeño sentimiento subconsciente de confianza, ese sentimiento de que «todo saldrá bien», que se experimenta asimismo en el juego y que produce un efecto tranquilizante, aunque en modo alguno esté justificado. También aquel bombardeo llegó a su fin y pude proseguir mi camino, pero ahora más deprisa.

Siguiendo las normas del «Comportamiento en caso de ataque de gas», de las que habíamos hecho tantas prácticas, en la primera línea todos los hombres estaban ocupados en engrasar sus fusiles; el cloro había ennegrecido por completo los cañones. Un sargento aspirante a oficial me enseñó con tristeza el nuevo fiador de su sable; había perdido su brillo plateado y adquirido, en cambio, un aspecto negroverdoso.

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