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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (19 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Pues bien, años después, cuando murió la que había sido suegra de Flora por poco tiempo, se descubrió que la había mencionado en el testamento, conmovida tras comprobar que su nuera, tan bonita y bien plantada, había permanecido fiel a la memoria del marido y nunca se había vuelto a casar. El legado no era nada del otro mundo: las tierras fértiles y cultivables las destinó la buena señora a sus hijos vivos y, a la que fuera nuera, le legaba un solar situado en la Partida del Saladar, en el término municipal de Benidorm, escriturado en cuatro mil pesetas de las de entonces. Vaya, que tuvo el detalle de dejarle lo que entonces eran unas tierras salitrosas demasiado cerca del mar y malas para cultivar, de hecho frente a él, justo en la playa de la Xanca, que se llama hoy playa de Poniente. El terreno tenía pues más valor simbólico que otra cosa. Como ya he dicho, no era fértil ni tampoco valía para hacerse una casita porque por aquella época tan cerca del mar sólo vivían los pescadores más paupérrimos debido a que el salitre que la brisa del estero transportaba desde el agua se colaba en las casas y estropeaba los muebles. Además, y en el improbable supuesto de que una familia medianamente pudiente se arriesgara a asentarse allí sacrificando el buen estado de sus preciados enseres, también permanecía en el inconsciente colectivo de Benidorm como una prohibición inherente, como un riesgo que sólo los muy irreflexivos o muy pobres podían asumir, la idea de que una casa frente al mar no era segura. Antaño la localidad había sido víctima de innumerables saqueos berberiscos y moros, y por eso había perdurado a través de los años una norma no escrita: la gente de posibles se instalaba en lo alto de la montaña. Sólo los pobres vivían en la playa, pero siempre con la aspiración de subir la cuesta.

Años después de casarse, mi madre heredó de su tía Flora aquel terreno de Benidorm que, como ya he dicho, muy poco o nada valía en el momento en que la Lloreta se lo legó en testamento.

Pero mucho más tarde, con el
boom
inmobiliario, cuando ya casi no quedaba un palmo de tierra sin urbanizar en la provincia, una inmobiliaria le ofreció a mi madre un buen puñado de millones por aquella tierra antaño yerma y recién convertida en filón en la que se construiría el edificio de apartamentos Principado Arena que, según tengo entendido, sigue en pie a día de hoy. Y así fue como mi madre se vio de la noche a la mañana, si no rica, sí al menos muy bien situada. Y además le pertenecía sólo a ella porque, según la ley, aquel terreno no entraba en bienes gananciales sino en parafernales, dado que lo había heredado tras casarse. Claro que, según los artículos vigentes por aquel entonces en el Código Civil sobre esta materia, para cualquier acto de disposición relativo a los bienes parafernales se necesitaba licencia marital. Es decir, que ella no podía disponer como le diera la gana de su terreno o su dinero si no contaba con la rúbrica previa de su esposo, aunque ese terreno o ese dinero fueran sólo suyos. Y es que en aquella época era un hecho perfectamente reconocido por la ley que
la mujer carecía de la plena capacidad de obrar.
Como suena, no me lo invento, pregúntale a cualquier abogado de cierta edad. Por eso las mujeres necesitaban de autorización del padre o del marido para poder disponer de su sueldo, si lo tenían, o para salir del país, o incluso las primeras abogadas necesitaban, para entrar en una prisión a visitar a sus clientes presos, permiso de sus maridos.

Poco sé de lo que se hizo o se dejó de hacer con aquel dinero —sospecho o me suena que el capital se invirtió con tino—, pero sí que mi madre tenía cuentas corrientes propias y bien nutridas porque en alguna discusión con mi padre se lo oí decir, que ella no le necesitaba para nada, que tenía capital suficiente para vivir sola y sin su ayuda el resto de su vida si quisiera, y que como le siguiera gritando iba a agarrar el portante en aquel mismo momento y nunca más le veríamos el pelo. En el calor de una de esas discusiones él le dijo vinas palabras que se me quedaron grabadas a fuego, algo como que ella era una desagradecida, que así le iba a pagar
el favor que le hizo al casarse con ella y traerla después
a Madrid.
Como comprenderás, no es una frase de la que una se olvide fácilmente. Lo peor es que esas palabras me dejaron una duda que, desde que las oí, me asaltaba recurrentemente cuando pensaba en mis padres: no sé qué favor era ése. Yo siempre había creído a pies juntillas lo que contaba Eugenia, la mejor amiga de mi madre, que no se cansaba de repetir que el que salió ganando en aquel matrimonio había sido él (siempre tuve la impresión de que a Eugenia mi padre, por lo que fuera, no le caía demasiado bien, y eso era raro, porque es un hombre que le suele caer bien a la gente en general y muy en particular a las mujeres), y que favor ninguno le había hecho trayéndola aquí, porque ni a mi madre le gustaba la capital ni le venía bien el clima para su enfermedad. Pero, eso sí, por lo menos de este modo pudo vivir cerca de Eugenia, su amiga del alma.

Pues bien, esta mañana mi padre y mi hermano han ido al banco con una nota del médico, y no sé mediante qué truco o subterfugio, legal o ilegal, han conseguido cambiar la titularidad de las cuentas de mi madre en favor de mi padre en connivencia con el director de la sucursal, íntimo amigo de la familia de toda la vida. «Ahora ya mejor que no se despierte», dijo Vicente, «porque como lo haga y se entere de esto nos mata». Yo pensé que algo así era típico de Vicente, que se siente medio mundo y centro de gravitación de la otra mitad, por lo que toma siempre sus eficientes decisiones sin consultar a los demás, con una exorbitada ansiedad por controlarlo y preverlo todo debajo de la que subyace otra preocupación mucho más honda: una búsqueda simbólica de la protección y el refugio que anheló y no tuvo en la infancia.

Se supone que este cambio se hace necesariamente por una cuestión de seguridad, de seguridad de mi padre, para evitar que, en caso de morir mi madre, Hacienda se lleve la mitad del dinero. O quizá sea, y en esto yo no me había parado a pensar nunca, porque mis padres ahora vivan de los réditos de esas cuentas, ya que la pensión de él para mucho no debe de dar.

Y entonces caigo en lo curioso que resulta que yo nunca haya tenido muy claro qué tipo de vida llevaban mis padres, o de dónde salía el dinero que la sufragaba. En su día, antes de que él dejara de trabajar —pues antes de cumplir los cincuenta y cinco se prejubiló, cosa rara en la época, pero no para un hombre que podía vivir holgadamente de las rentas de su mujer—, yo sabía que trabajaba en una empresa de importación y exportación, pero nunca pregunté mucho sobre su cargo o sus atribuciones absorbida como estaba, en la adolescencia, por mi amor no correspondido y, en la primera juventud, por la obsesión de largarme en seguida de aquella casa en donde ellos dos se cruzaban gritos y reproches día sí y día también. Siempre pensé que lo importante era encontrar un trabajo lo antes posible y buscarme una casa propia, y en cuanto tuve una no regresé al hogar en el que había crecido más que una vez cada dos domingos, para comer, y en esas ocasiones no preguntaba mucho sobre la vida de los demás ni tampoco contaba demasiado sobre la mía, porque en realidad casi no hablaba de nada y me limitaba a poner buena cara y a dar cuenta de lo que hubiera en el plato. Tenía poco que decir y mis expresiones de cariño eran forzadas, como si estuviera ocultando una culpa escondida. Había algo casi trágico bajo el aburrimiento de aquellas comidas, unida como estaba yo a los otros comensales por un vínculo secreto y no reconocido que iba más allá de los lazos de sangre: el del pasado compartido y el de todo lo no dicho pero en el fondo sabido. Parecía que nos esforzáramos desesperadamente, en ese intento de fingir que éramos una familia bien avenida, en buscar algo en el fondo de los platos que no íbamos a hallar jamás. Yo habría sido incapaz de decir exactamente el qué, carecía de palabras para argumentarlo y sólo entendía que algo faltaba y que me sentía vacía y desconsolada sin aquel algo. Deseaba sentir la antigua e instantánea reacción infantil cuando mi madre se inclinaba hacia mí, aquel profundo sentimiento de proximidad, casi de fusión. Y por eso seguía yendo cada dos domingos, a sabiendas de que yo no me iba a sentir a gusto y probablemente ellos tampoco.

Me he dado cuenta de que el hecho de que tu padre esté en paro ha resultado ser una bendición disfrazada de desgracia, porque si llega a trabajar yo no podría ir a visitar a mi madre. Paradojas de la vida.

Nada más llegar esta tarde me comunican que ha remontado y la analítica ha mejorado: me siento como en una ruleta rusa emocional. Fíjate, he escrito «ruleta rusa» en lugar de «montaña rusa», y creo que no ha sido inocente: una posibilidad de que viva frente a cinco de que muera. Acompañada siempre de un tipo de dolor denso, compacto, incluso aburrido, que no se parece a ninguno de los dolores que antes sintiera porque está asumido resignadamente desde el principio: se sabía que esto iba a llegar, aunque nunca se supo de qué forma llegaría, y por tanto es un dolor previsto y, aun así, totalmente nuevo. Me adentro por la tristeza como por un gran país desconocido, con una guía de viajes en la mano que en realidad de nada me sirve.

Como te dije, el año anterior a tu concepción no fue precisamente uno de los mejores de mi vida. El juicio no ayudó mucho, primero porque me hizo perder la poca confianza que aún albergaba hacia el género humano, y también porque agravó mis ataques de ansiedad. Durante una temporada no podía ni coger el metro: en cuanto descendía dos tramos de escalera tenía la impresión de que me ahogaba, de que nunca podría salir de allí. Desarrollé también un temor enfermizo al teléfono: si lo oía sonar cuando no estaba esperando una llamada me entraba una taquicardia, situación bastante difícil de sobrellevar si una vive en una casa en la que, entre llamadas de editores, agente, periodistas y amigos varios, el timbre del teléfono campanillea cada dos minutos más o menos, sobre todo después del affaire
Cita
y mi consiguiente salto a la fama mediática y ascensión al Olimpo del colorín. Vivía con la impresión de que tenía al mundo en mi contra y de que nada de lo que yo hiciera iba a tener mucho sentido, porque al fin y al cabo me enfrentaba a fuerzas mucho más poderosas que yo. Visto con distancia todo resulta muy relativo, pero entonces no me lo parecía así. Hice un monumental esfuerzo por no recurrir a las pastillas porque sabía que no podía mezclarlas con alcohol, de forma que intenté todos los métodos de relajación posibles, desde el recurso a cintas
new age
cuya escucha me producía a veces vergüenza ajena, pero de las que, en mi desesperación, no sabía prescindir, hasta el de aguantar una hora sentada en la postura del loto frente a una pared en blanco, con lo que realmente no conseguí mucha tranquilidad de espíritu, pero sí unas agujetas espantosas. Visto que la meditación no me ayudaba, empecé a pensar que el alcohol sí podría hacerlo, y me di a la bebida en serio como no lo había hecho desde los días de la primera juventud, cuando aguantar cantidades ingentes de alcohol se convertía en un reto y en una forma de demostrar a los demás lo dura que era una. En realidad una no era dura ni a los veinte años ni a los treintaytantos, con la diferencia de que a partir de los treinta el organismo está mucho más baqueteado y ya no aguanta como antaño.

A mi amiga Consuelo, diseñadora de profesión, le rescindieron el contrato en la empresa textil para la que trabajaba en Alicante (la familia es vasca, pero siempre vivieron a dos bloques de mi casa) y decidió venir a probar fortuna en Madrid. Como al principio no tenía muy claro si encontraría trabajo y no quería alquilar un piso mientras no supiera qué iba a ser de su suerte, se instaló en mi casa durante una temporada, ocupando el cuarto que ahora es tu habitación y durmiendo sobre un colchón que hace poco tiré para hacerle sitio a tu cuna. En paro, y relevada por primera vez en mucho tiempo de la obligación de tener que levantarse temprano, se encontraba libre para salir hasta las tantas. Como ya te he contado, uno de mis trabajos de entonces consistía en encargarme de la sección de cultura de un programa nocturno de radio que escuchaban cuatro gatos y medio —uno de ellos, casualmente, la enfermera que atiende a tu abuela—, y a cuenta de ello me invitaban a la mayoría de los estrenos de Madrid, así que dos o tres veces por semana Consuelo y yo nos pintábamos la raya de los ojos, nos enfundábamos como revólveres los botines altos y salíamos a matar a fiestas donde el alcohol corría en barra libre. Para colmo, a Consuelo le encanta el vino, así que lo de beber en casa con las comidas —sana, o quizá no tan sana tradición española a la que hasta entonces yo me había resistido para poder excusarme ante mí misma diciéndome que nunca bebía en casa y que, por tanto, no era ninguna alcohólica— se convirtió en una costumbre. Conclusión: bebía a diario, y me había habituado de tal manera a despertarme con resaca que el dolor de cabeza ya era una constante en mi vida y no un malestar ocasional. De alguna forma milagrosa me las arreglaba para levantarme más o menos pronto y mantener una cierta aunque inestable rutina de trabajo, pero tenía que echarme la siesta todas las tardes, no sólo porque trasnochaba, sino porque muchas veces acababa emborrachándome a plena luz del día tras haberme bebido tres vasos de vino en la comida. Nunca me había visto tan gorda ni tan fea, y esa convicción, que debería haberme animado a dejar el alcohol que tanto me había hecho engordar, sólo provocaba que bebiera más para intentar olvidar en vano lo poco a gusto que me sentía conmigo misma.

No me extiendo aquí en relatar las sucesivas catástrofes sentimentales (no podría llamarlas «relaciones») que mantuve durante esa temporada, porque darían para escribir varios libros no demasiado originales, a qué negarlo, porque en el fondo cada mala relación viene a ser una copia de la anterior y todas acaban pareciéndose: el mismo agónico beso, semejante y distinto en mil bocas. Baste con decir dos verdades como templos. La primera: un bebedor suele relacionarse con otros bebedores; y la segunda: cuando una no se quiere sólo puede atraer a gente que la querrá menos aún.

Pero a los que me rodeaban les encantaba verme borracha, porque el alcohol desinhibe, transformando a la persona tímida que soy en un prodigio de sociabilidad. Sacaba a flote, además, mi parte más divertida y gamberra, y así me atrevía a contar los chistes más verdes y a hacer las bromas más sarcásticas, cuando no me subía en las barras de los bares y animaba a todo el personal a corear los estribillos de las canciones con nuevas letras que me inventaba para la ocasión. De forma que en cuanto entraba en un local no pasaban dos minutos sin que alguien viniera trotando desde bar adentro a ofrecerme una copa. Y yo nunca la rechazaba, porque el alcohol lograba que mi miedo a la gente se disolviera milagrosamente en un vasito con hielos. Ya no me sentía vulnerable ni acosada. Casi sería mejor decir que cuando bebía ya no me sentía, sin más.

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