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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (20 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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No, no me costaba encadenar catástrofes y sustituir a un acompañante por otro como lo hubiera hecho con un electrodoméstico defectuoso, puesto que mantenía una trepidante y aparentemente muy divertida vida social. Todos parecían encontrarme graciosísima, pero cuando me despertaba por las mañanas con un estropajo en la garganta, un berbiquí en la sien, un agujero en la memoria y una clara sensación de haber hecho el ridículo la noche anterior, aunque incapaz de precisar cómo lo hice exactamente, ya no le encontraba tanta gracia al asunto. Como decía el tango y canturreaba mi tía Reme, habitaba en ese país que está de olvido, siempre gris tras el alcohol. La verdad es que muchos días me quería morir. Eso sí, había elegido una forma lenta, disimulada y socialmente aceptable de conseguirlo.

En el estreno de la película
Intacto,
y después de meterme entre pecho y espalda cinco o seis vodkatonics, me empeñé en organizar una orgía en los sofás de «El Cielo» de Pachá, una especie de reservado tranquilo que hay en la primera planta de la discoteca. Pese a que había reunido a un nutrido grupo de entusiastas que estaban más que dispuestos a seguirme, al encargado del local no le debió de parecer tan buena la propuesta, porque me
sugirió,
por utilizar un cortés eufemismo, que me marchara de allí, para gran consternación de mis fervientes acólitos, algunos de los cuales me siguieron en mi forzado exilio y abandonaron el local, y yo propuse continuar la juerga en mi piso. Como la calle Fuencarral estaba colapsada e iba encaramada a unos tacones altísimos, no cabía posibilidad alguna de llegar andando allí —porque mis pies no lo hubieran soportado—, ni en taxi—porque hubiéramos tardado la intemerata y nos hubiera salido por un ojo de la cara—. Así que cuando vimos llegar un autobús nocturno por la calle nos pareció que el cielo mismo nos lo había enviado (el cielo de los dioses, no el de Pachá) y allí nos subimos los cuatro (Consuelo, servidora y dos incondicionales decididos a seguirnos al fin del mundo en general y a mi casa en particular) . Mientras avanzaba por el pasillo hacia los asientos traseros, el vehículo pegó un frenazo que me hizo perder el precario equilibrio que mantenía sobre los tacones. Aterricé cuan larga soy en el pasillo y no hubo forma de levantarme, porque del ataque de risa tonta que me entró me quedé inmovilizada como un escarabajo patas arriba.

A la mañana siguiente me desperté con el cuerpo constelado de cardenales y descubrí que el par de botines carísimos que llevé al estreno habían quedado inservibles. A uno le faltaba un tacón y no hubo manera de saber dónde habría ido a parar, y el otro tenía un arañazo que no hubiera podido disimular el mejor betún ni el más hábil zapatero remendón.

Me metí dos paracetamoles en el cuerpo y le pedí a Consuelo que por favor me hiciera una taza de café, súplica rara en mí porque detesto el café y siempre tomo té, pero en aquel momento una especie de telaraña en las meninges me entorpecía la razón y me hacía difícil hasta traducir en palabras lo que quería. Me di cuenta de que había pedido una cosa por la otra pero no rectifiqué, porque pensé que el café me ayudaría a despejarme. Cuando Consuelo me acercó la taza, reparamos ambas en que las manos me temblaban, y no ciertamente de frío. Entonces Consuelo se sentó frente a mí en el sofá del salón y me miró con una expresión seria y preocupada que no había tenido ocasión de utilizar en las últimas semanas de fiesta y jolgorio. Me dijo que debía dejar de beber, y yo sabía que tenía razón. Ya me había rebozado en el hondo y bajo fondo donde el barro se subleva, que cantaba Gardel y tararearía mi tía Reme.

No podía caer más bajo.

Te enganchas a las drogas porque tienes un montón de problemas. Y después sólo tienes uno: las drogas. Sea coca, éxtasis, tranquilizantes o alcohol. Por supuesto, el problema real no era que bebiera. El problema real se llamaba inseguridad, depresión, endémica falta de autoestima... Pero el alcohol, que era en principio consecuencia de lo anterior, había dejado de ser síntoma para pasar a ser causa. La pescadilla que se muerde la cola: bebo porque no me aguanto, no me aguanto porque bebo. El paraíso artificial convertido en un infierno. El Síndrome
Enganchada.

Haber mantenido una relación larga con un alcohólico me había hecho tener una idea bastante clara del tipo de persona en la que me podía convertir si no lo dejaba a tiempo, pero dos fuerzas contrarias me animaban, como esa tortura antigua en la que dos caballos tiraban de un condenado en direcciones opuestas para despedazarlo. Por un lado, quería dejar de beber. Por otro, me abatía una tristeza hecha de cansancios y renuncias, una amargura que me desbordaba, que se agarraba a la piel como una capa de mercurio, que parecía no caber en mí, como si necesitara extenderse hacia todo lo que tocara para envenenarlo. Pensaba que no tenía sentido esforzarse ni luchar por nada si cualquiera te podía hundir la vida en un momento, fuese un novio o un periodista; si conceptos como la justicia, la honestidad o el amor ya no tenían ningún sentido; si yo ya no me veía como otra cosa que como una débil y una inútil, tremendamente vulnerable y muy molesta para los demás.

Lo que empezaba a tener claro era que, de existir alguna posibilidad de que me centrara, ésta pasaba por cambiar de aires una temporada. Poner tierra de por medio. Ir a un sitio donde nadie me conociera y en el que, en soledad, pudiera enfrentarme conmigo misma y quizá decidir hacia dónde tirar. No pensaba en un cambio definitivo, fantaseaba más bien con unas vacaciones, una escapada.

Decidí aceptar la invitación de Sonia, la fotógrafa, la Sonia primigenia que en su día paseaba orgullosa por el barrio sus túnicas negras y sus muñequeras de pinchos, que llevaba años insistiéndome para que la visitara en Nueva York, ciudad a la que se había mudado poco después de acabar la carrera, dejándome sin más apoyo que una pulsera de plata azteca que sustituyó a los pinchos y alumbró mi muñeca desde entonces.

25 de octubre.

Volvía llorando en el metro desde el hospital, y la chica que estaba sentada enfrente de mí no hacía otra cosa que mirarme con cara de pena. Yo intentaba desviar la vista y fijarla en el cristal de la ventanilla. Cuando llegamos a Sol se levantó para apearse, pero antes de irse se dirigió a mí. Pensé que iba a preguntarme qué me pasaba, pero sólo me dijo: «Perdona, no quiero molestarte, pero he pensado que si yo hubiese escrito un libro y no me encontrase muy bien me gustaría que alguien me dijera que le había encantado leerlo.» Le di las gracias de corazón.

Otra que le quita la razón a Savater.

26 de octubre.

Tiempo sombrío todo el fin de semana. Unas nubes negruzcas de contornos rotos que oprimen el aire. Poco a poco las nubes se juntaron lentamente en una sola, implacable, que acabó deshaciéndose en tormenta, y al ruido de la calle vino a sustituirlo el de la lluvia como una voz de menos peso. El cielo negro, las calles grises, el clima a tono con mi estado de ánimo.

No hago más que recibir notas de gente que me dice algo así como: «Yo he pasado por lo mismo, y sé que la situación es dolorosa y estresante.» Es algo por lo que todos tenemos que pasar, por la enfermedad o la muerte de la madre. La ciencia médica ha conseguido que llegue más tarde, pero como contrapartida ha alargado el proceso. ¿Qué hubiera preferido yo, una muerte rápida o una espera angustiosa como ésta por mucho que en ella exista la posibilidad de sobrevivir? Además, ¿qué posibilidad existe? ¿Que tu abuela tenga que ir en silla de ruedas?

Mal de muchos no es consuelo de tontos, porque en realidad no sirve de consuelo.

Los médicos nos dejaban decidir. ¿Preferíamos, en caso extremo, que le retiraran las drogas a mi madre para que tuviera cinco minutos de lucidez antes del final y pudiera despedirse, o que no se enterara de nada? Yo prefería la primera opción, pero era la única de la familia que opinaba así. Puesto que a tu abuela, antes de entrar en quirófano, le ocultaron la gravedad de su condición, decía mi padre que para qué la iban a despertar en el último momento y hacerle saber que se moría, ¿por qué hacerla sufrir innecesariamente? Pero yo sí preferiría tener conciencia de la inminencia del fin, y preferiría disponer de la oportunidad de pronunciar todas las palabras no dichas, de marcharme en paz con los míos.

De todas formas, la opinión de mi padre es la que prevalece.

Horas de visita en la UVI: mañanas de doce y media a una, tardes de siete y media a ocho. Por la mañana hay que llegar a las doce porque es cuando se nos da la información médica, que siempre es más o menos la misma: situación crítica, muy grave, estable dentro de la gravedad. De nuevo la pescadilla que se muerde la cola: hay que recurrir a los antibióticos para intentar atajar la infección, pero los antibióticos son tóxicos y están dañando los órganos vitales. Sin antibióticos se muere, con ellos también.

En los turnos de visita de la mañana sólo pueden acompañar al enfermo dos personas, por la tarde pueden acudir más, siempre que los familiares se vayan distribuyendo de a dos. Así las cosas, cada mañana acude mi padre con su inseparable Vicente (y éste acude a su vez con su inseparable pitillo negro prendido en la comisura de los labios), mientras que nosotras, por la tarde, debemos esperar entre treinta minutos y una hora a que nos dejen ver a nuestra madre (la cita es a las siete y media pero, por las razones que sea, nunca se puede entrar en punto) en una sala sin decoración, con las paredes desnudas y a todas luces necesitadas de una mano de pintura, bajo unas luces de neón fantasmales y amarillas que subrayan las ojeras y nos dan un tono cetrino, rodeados de otros familiares desconocidos entre sí pero hermanados por la misma expresión angustiada en los ojos. Durante la media hora de visita que se nos permite, mis hermanas y yo tenemos que ir turnándonos para entrar, de modo que apenas podemos verla más de cinco minutos. A veces me pregunto si merece la pena visitarla si, según nos dicen, ella no puede oírnos ni enterarse de nada. Pero mi padre acude religiosamente mañana y tarde. Permanece a su lado, la acaricia, le coge la mano y le habla en un tono cauteloso y solícito, ligeramente afectado, incluso infantil. No puedo evitar pensar que yo nunca los había visto cogerse la mano, casi nunca intercambiar gestos ni palabras cariñosos.

Yo también le hablo y la acaricio, pese a que el médico nos asegure que no siente nada. La enfermera dijo: «Nunca se sabe.» Nunca se sabe.

Mi madre está conectada a seis máquinas, seis, que crepitan en infinidad de lucecitas de colores. Un respirador, dos ordenadores en cuyas pantallas pueden leerse las constantes vitales, tres máquinas que no sé ni qué son... e infinidad de tubos prendidos a otros tantos goteros: glucosa, creatinina, dopamina, morfina... Lo que más impresiona es el tubo que sale de la nariz por el que circula un líquido de color pardo.

A ratos el ánimo y la fe me fallan, creo antes al médico que a la enfermera y no puedo evitar pensar: ¿qué sentido tiene todo el viaje y la espera para poder contemplar a un
cyborg
inerte durante cinco minutos?

Yo voy a la UVI por mi padre, no por ella. Porque si de verdad cree que ella puede escucharle, mejor que parezca que los demás también nos lo creemos.

Caridad señaló uno de los goteros y me dijo: «¿Ves?, esto son los antibióticos. El problema es que tienen efectos secundarios... eso ya os lo habrán explicado los médicos, ¿no? una cuestión de iatrogenia como tantas otras.» «¿De qué?», pregunté yo. «Ay, perdona. Es que trabajando aquí acaba una por usar tecnicismos a todas horas. Iatrogenia es... cómo te lo explico... cuando para salvar un mal mayor se produce un mal menor. O sea, que le tenemos que dar antibióticos para atajar la infección a pesar de que sepamos que los antibióticos pueden dañarle.»

En cuanto llegué a casa me lancé a buscar la palabra en el diccionario. Como no la encontré accedí desde Internet a una enciclopedia médica. Y allí estaba.
Iatrogenia:
el ámbito de aquellos casos en que se produce un daño como consecuencia de la gestión inculpable debida a un error excusable del médico. Por ejemplo, cuando se realiza una intervención quirúrgica que sea como fuere tiene secuelas menores. Así descubrí que el estrés entra en la condición de iatrogenia.

No sé si el estrés de los familiares cuenta.

Siempre llego del hospital agotada, como si me hubieran pegado una paliza. Añádele a esto la falta crónica de sueño resultado de tener que levantarme cada tres horas para darte el biberón. En teoría hago turnos con tu padre, pero el llanto nos despierta a ambos. La única solución consistiría en dormir en habitaciones separadas, pero no tenemos otra habitación más que la tuya, y el sofá del salón no es exactamente un prodigio de comodidad, pese a lo cual mi primo Gabi, que ha venido a Madrid a gestionar no sé qué papeleo de sus cursos de doctorado, ha dormido en él algunos días. Ayer me quedé dormida sobre la mesa de la cocina mientras intentaba leer un libro de cuya primera página no pude pasar, fuera por el cansancio o fuera porque el libro era un muermo, que lo era, y como no hubo forma humana de moverme, allí pasé toda la noche. Hoy me he quedado dormida ¡en el suelo! No sé cómo he llegado a él, quizá me haya desmayado. El perro estaba tumbado al lado, custodiándome.

Ya no bebo, no me drogo, no tengo crisis de ansiedad ni ataques de pánico. No sufro como sufría pero tampoco soy feliz. La palabra del año: «Estable.» Estable dentro de la gravedad.

27 de octubre.

Ayer por la noche hacía un frío del carajo. Cuando llegué a casa desde el hospital, a las diez, Tibi me saludó amabilísimo y me preguntó por ti. Le respondí que no te sacábamos con este frío y que no entendía cómo podía aguantar a la intemperie toda la noche. «Llevo treinta años trabajando de portero», me dijo. «Uno se hace a todo.»

Gabi lleva varios días instalado en casa, durmiendo, el pobre, sobre un lecho improvisado encima de unos cojines. A la segunda noche se negó a dormir en el sofá porque asegura que huele a perro y le da alergia. Yo ya estoy tan acostumbrada al perro que ni lo noto, probablemente porque yo también huela a urinario público con eso de la incontinencia posparto, pero mi primo es demasiado educado como para hacerme notar que yo huelo peor que el sofá.

Cada mañana de esta semana Gabi te ha metido en la mochila portabebés y se ha largado a ver exposiciones por ahí. Para mí ha sido maravilloso, porque he podido llamar al banco y al asesor sin temor a que tu llantina me obligara a interrumpir la conversación para atenderte (no sé qué radar tienes que sabes cuándo llorar en el momento más inoportuno, y no puedo acabar de saber si el asesor entenderá mis compromisos de madre atribulada). Cada mañana, tú has ido, tan feliz de la vida, calentita y abrigada dentro de su zamarra, acunada por el movimiento de su caminar, escuchando los latidos de su corazón. Debía de ser una perfecta imitación del útero que recientemente te forcé a abandonar. Gabi se pega caminatas de tres horas durante las que no abres los ojos, con lo cual ni te has enterado de que eras el bebé más culto de Madrid, porque te has pateado el Conde Duque, el Reina Sofía, el Thyssen, el Museo de Arte Contemporáneo y la Juana Mordó. Pues bien, desde que se ha ido, cada mañana empiezas a berrear, minuto más minuto menos, a las once en punto. Ni el chupete ni el biberón, ni el arrorró ni las canciones de cuna te calman: no te callas hasta que te ponen el gorrito y te pasean en la mochila. Y no vale pasearte por el pasillo, porque vuelves a berrear. No te duermes hasta que estás en la calle. Le pregunté a Sonia (Sonia la actriz, también conocida como
«Sweet
Sonia» por lo cariñosa que es, no confundir con Sonia la DJ, también conocida por
«Senseless
Sonia» por su afición a los éxtasis, ni tampoco con Sonia la guionista, alias
«Suicide
Sonia» debido a su conducción temeraria, nada que ver con mi antigua compañera de clase, Sonia la fotógrafa, llamada a veces
«Slender
Sonia» por lo delgadísima que está) si un bebé de un mes podía tener tan claro lo que quería. Me aseguró que sí.

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