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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (24 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Como era de esperar, Laureta se pasó años quejándose de Serge, que la tenía a cuerpo de reina pero que cada vez paraba menos por casa, hasta que un verano conoció al que sería su segundo marido, también en Ibiza y esta vez alemán, y se lió la manta a la cabeza separándose de Serge casi al mes de conocer a Christian, que así se llama el nuevo.

Y es que su mente funciona de una forma intuitiva, no lineal, y los flechazos le llegan de golpe, de la nada. El problema es que Christian adora a Laureta y a los niños, pero no tiene un duro. En Ibiza se ganaba la vida limpiando barcos (limpiaba, por ejemplo, el yate de Serge; así fue como le conoció) y poniendo copas, y cuando se enamoró de ella se vino a Madrid porque mi hermana no quería cambiar a los niños de colegio y de rutinas, pero ya no pudo seguir trabajando de camarero porque su recién estrenada novia no quería que pasara las noches fuera de casa. De modo que Christian acabó encontrando un trabajo de profesor en el Instituto Alemán. Bien pagado, en mi opinión, pero que no da para mantener el nivel de vida al que mi hermana estaba acostumbrada. Así que se acabaron los veranos en Ibiza y hubo que vender uno de los coches y despedir a las chicas.

Y más tarde cambiar de casa, porque la antigua estaba alquilada, aunque en realidad fuera propiedad de Serge, que la había puesto a nombre de una sociedad. Y claro, una cosa es vivir una pasión prohibida en un entorno paradisíaco y otra muy distinta vivir una vida normal con un profesor de alemán que está buenísimo (porque lo está), pero no más que lo estuviera el primer marido, y que encima es, como buen alemán, bastante previsible y aburrido.

Hoy, en el hospital, nos han hecho esperar más que de costumbre y a Laureta le ha dado tiempo a desgranarse en confidencias, pasillo va pasillo viene, mientras esperábamos a que los médicos acabaran con lo que estuvieran haciendo dentro ¿un respirador que falla?, ¿un monitor cuyas constantes descienden? Laureta dice que se separaría ahora mismo si pudiera comprarle a Christian la mitad de la casa (que compraron a medias tras el divorcio de ella), pero no puede, y ¿adónde va a ir ella con dos niños y al precio que se han puesto los pisos? Como los hijos son de su primer marido y al segundo no le corresponde garantizar su bienestar, ella está segura de que un juez no le daría la casa, de forma que parece que la burbuja inmobiliaria es la responsable de que viva atrapada en un matrimonio infeliz.

—He estado tan desesperada que he llegado a pensar que si mamá muriera al menos podría separarme. Con la herencia, ya sabes.

—No, si te entiendo. A mí se me pasó lo mismo por la cabeza, que podría pagar la deuda de Hacienda y cancelar la hipoteca.

—Se lo dije a Vicente y me dijo que él pensó lo mismo, que con la herencia podría pagar por fin la reforma de su casa.

—Somos unos hijos horribles...

—Sí...

Es el síndrome de Pollyanna, la niña que vivía en un orfanato esperando una muñeca y que recibió, por equivocación, un par de muletas de regalo de Navidad: dijo que se sentía feliz porque no tendría que usarlas.

De todas formas, la herencia no daría para tanto.

O sí. Me esfuerzo en alejar malos pensamientos, la imagen, por ejemplo, de una comida familiar en la que, cotilleando sobre las peleas familiares de unos vecinos, mi madre le dijo a Reme: «Yo siempre pensé que mis hijos tenían sus diferencias, pero cuando me entero de cosas así, me doy cuenta de que no se llevan tan mal», y Vicente intervino, medio en broma, medio en serio: «Ya, ya, espera a que tú te mueras y nos empecemos a pelear por tu dinero.»

3 de noviembre.

Ninguno nos conocemos del todo, y hace falta una situación extrema para que descubramos lo poco que sabemos de nosotros mismos. A solas creemos vislumbrar a veces algo de nuestro yo esencial —soy nerviosa, soy sensible, nunca diría esto, nunca me pondría aquello, nunca probaría lo otro, nunca llegaría a hacer una cosa así, nunca me sentiría atraída por tal o cual persona, este límite nunca lo sobrepasaría...—, pero al final esto no es más que una parodia íntima y el día menos pensado, en la situación aparentemente más cotidiana, descubrimos que todos los límites son sobrepasables. Vivimos más o menos felices mientras no sabemos lo que somos, pero todo cuanto somos consiste en lo que no somos, porque siempre nos engañamos en lo que creemos verdadero.

Fue horrible. No conseguía conciliar el sueño porque me rondaban por la cabeza tanto mis problemas de dinero como la imagen de mi madre en el hospital, y cuando por fin parecía, a las tres de la mañana, que empezaban a pesarme los ojos de sopor, tú te pusiste a llorar reclamando biberón y cambio de pañal y al final nos dieron las cuatro entre una cosa y otra. Había quedado con mi padre a las nueve de la mañana en el hospital y a las siete y media tenía que levantarme para que me diera tiempo a maquillarme, peinarme y vestirme con cierto esmero para que tu abuelo no me soltara la consabida perorata sobre mis pintas y mi aspecto, que me soltó de todas maneras en cuanto me vio llegar por la puerta.

Cuando volví a casa, a las tres, tu padre sacó el perro a pasear y me dejó sola en casa contigo. Y entonces, aún no sé por qué, te agarraste la primera rabieta de tu vida. No querías chupete, ni biberón, ni rorros, ni nanas, ni que te meciera, ni que te siseara, ni que te pusiera en el cuco ni que te paseara en cochecito por el pasillo, gritabas y gritabas cada vez más alto, la cara se te estaba poniendo roja como a un antiquerubín, un pequeño demonio de mes y medio, y pataleabas como si quisieras romper el aire. Yo estaba agotada y cansada, y parecía que tu llanto fuera un interruptor que hubiera activado de pronto lo peor de mí, todas mis inseguridades y mis miedos, y una voz interna me decía que no servía para madre y que no servía para nada, ni siquiera para algo tan simple como ocuparme de un bebé, y antes de que me diera cuenta me encontré zarandeándote. Las palabras del libro se me aparecieron de pronto, en letra negra impresa como si tuviera una pantalla blanca frente a mí: «Nunca sacuda al bebé, ni cuando se enoje ni cuando juegue. Sacudir a un bebé puede lesionarle el cerebro o causarle la muerte.» Entonces recuperé de pronto la cordura, te dejé en el cuco, todavía berreando, y me fui a otra habitación. Jamás me había apetecido tanto una copa.

Había leído en algún libro que si en cualquier momento me encontraba desbordada y fantaseando con maltratarte, debía llamar inmediatamente a una línea de ayuda.

Como creo recordar que el libro era yanqui, pues nunca he oído de líneas de ayuda para madres desbordadas en España, agarré un cojín del salón y lo aporreé con todas mis fuerzas hasta que me quedé exhausta. Al llegar a casa tu padre nos encontró a las dos hechas un mar de lágrimas.

No había pasado tanto miedo desde que vi
Tiburón
en el cine, a los ocho años.

En cuanto regresé a Madrid desde NY mi vida se convirtió en un frenético teclear de
mails,
todo encaminado a atar bien atado mi verano.
Mails
a Tania, que me aseguró que ya me tenía buscado y cerrado el trabajo para el verano como profesora de español para los cursos de Stony Brook.
Mails
a Sonia, que me buscó un
sublet,
un apartamento realquilado en Manhattan que pertenecía —no iba a ser de otra manera— a una
stripper
que en verano se iba a hacer la aventura japonesa (por lo visto en Japón las
strippers
blancas y rubias cobran sueldos astronómicos, muy en particular las aniñadas, razón por la cual esta chica era probablemente la única integrante de la muy boyante
sex industry
de Nueva York que no se había operado el pecho: caprichos del yen obligan).
Mails
al rumano, que me enviaba de vez en cuando notas muy cariñosas a las que yo respondía por educación y porque pensaba que me convenía contar con algún amigo en la ciudad más que porque el tipo me interesara demasiado o demasiado poco.
Mails
también al estudiante francés con el que había contactado por Internet y que me realquilaría el piso de Madrid durante el verano para, además de pagarme un dinero que me permitiera a mí pagar el plazo de la hipoteca, ocuparse de mantener limpia y viva la casa y cuidar de las plantas (aunque, por si acaso, Consuelo, que se quedaba con el perro, también tenía un juego de llaves y se pasaría cada semana a verificar si las cosas iban bien). Y
mails
finalmente a Claudia, una amiga de Paz que trabaja en una agencia de viajes y que se ocupó de buscarme el billete más barato en el vuelo chárter Madrid-Nueva York más cutre y casposo que se podía encontrar.

Así que a finales de junio lo tenía todo dispuesto y había hecho gala de una organización y una eficiencia dignas de mi hermano Vicente. Y de pronto, como si alguien me hubiera echado un mal de ojo, todo el presuntamente organizado plan se desbarató en cuestión de días.

Primero llegó un correo de Tania en el que me comunicaba que los cursos de español de Stony se suspendían por falta de solicitantes. Al parecer, no habían conseguido siquiera diez inscripciones, por lo que, sintiéndolo mucho, se veían obligados a prescindir de mis servicios, y como yo no había firmado contrato ninguno, no podía protestar ni recurrir. A los dos días me escribe Sonia. Las desgracias nunca vienen solas. La única
stripper
no operada de Nueva York se había caído al intentar realizar una voltereta sobre la barra de bombero (sí, esa barra vertical que todos hemos visto en las pelis yanquis) aterrizando abiertísima de piernas sobre el escenario, con lo cual se había roto la pelvis y tendría que guardar reposo absoluto durante meses. Adiós pues a su viaje a Japón y a mi
sublet en
NY. Me quedaba, eso sí, el billete. ¿Qué hacer? ¿Escribir al francés y contarle que la que se había roto la pelvis había sido yo y que me quedaba en Madrid durante el verano? Pero resulta que el francés ya había pagado el alquiler, y éste me lo había gastado entero en el billete de avión. Podía devolvérselo, claro, pero eso significaría vivir prácticamente a base de pan y agua durante dos meses puesto que, con vistas a mi estancia en NY y contando con lo que me iban a pagar por las clases (que, aunque fuera una miseria, algo era) había ido rechazando todos los encargos que me ofrecieran y hasta septiembre no se me ocurría de dónde sacar dinero.

Al rumano le conté esta historia muy por encima, a ver si conocía a alguien que subarrendara un apartamento en verano. A vuelta de
mail
me respondió que su compañero de piso, el estudiante de danza, se iba en verano a trabajar a Ibiza como animador en Manumission, por lo que estaban pensando en realquilar su habitación, que me saldría exactamente por la mitad de lo que iba a costarme el apartamento de la bailarina accidentada, con lo cual compensaría en algo el dinero que iba a perder por las clases que al final no daría. El problema, añadía, era su novia —del rumano, no del gogó ibicenco—, a la que hasta entonces no había mencionado jamás. La chica, por lo visto, era muy celosa y no le iba a hacer ninguna gracia que él compartiera piso con una mujer. Lógicamente, semejante cuestión me desanimó: no me apetecía nada irme a vivir al Bronx para estar acosada por una neurótica que creía que me iba a tirar a su novio al que, para colmo, ni siquiera recordaba si me había tirado o no.

Escribí a Sonia de nuevo. Respuesta: a esas alturas imposible encontrar en NY ningún sitio donde quedarse a no ser que estuviera dispuesta a pagar precios astronómicos. No era la única española que pretendía pasar el verano en la ciudad. Ni la única europea tampoco. Pero el rumano vivía en el Bronx Norte, no en el Sur. El Bronx Sur es el peligroso, mientras que el Norte es un tranquilo barrio de judíos ricos, un remanso de solemnes edificios Victorianos. No había visto el apartamento pero creía que, si era por esa zona, no podía estar tan mal. De todas formas, se ofrecía para pasarse a verlo. Respuesta mía: hazlo. Y hazlo pronto, que el tiempo corre.
Mail de
Sonia a las veinticuatro horas: ha ido al Bronx y ha comprobado que el apartamento es maravilloso, enorme y con mucha luz. Y ni rastro de novia. Inspeccionó el cuarto de baño de arriba abajo en el tiempo en el que se suponía que debía de estar haciendo pis y no encontró ni un estuche de maquillaje ni un secador ni una caja de Tampax, nada. O la novia celosa se desplazaba con su neceser cada vez que iba a visitar a su amado, o no paraba mucho por esa casa, o el rumano se la había inventado, vete tú a saber por qué. En cualquier caso, concluía Sonia, siempre te puedes venir a mi casa, pero no sé si te apetecerá dormir dos meses enteros en el sofá.

No, no me apetecía nada. Aún me quedaban marcas en la espalda de mi última visita, y además y sobre todo, por mucho que supiera que Sonia era generosa y me hacía la oferta de corazón, también sabía que mi amiga, como buena artista, era y es una neurótica muy celosa de su espacio, y comprendía que invadir su intimidad equivaldría a poner en peligro de muerte una amistad que estaba a punto de cumplir veinte años.

Atrapada en un carrusel de dudas, e incapaz de decidir por mí misma, llamé al periodista esotérico, el mismo que en su día me leyera las cartas e interpretara el aviso de la brújula.

—Te va a parecer raro —le dije—, pero me pregunto si me podrías hacer una tirada de cartas telefónica de emergencia.

—Eva, que no soy un número 908. ¿Por qué no te pasas a verme, digamos el miércoles, nos tomamos un café y te echo las cartas tranquilamente?

—Me encantaría, pero es que el tema me corre prisa y no tengo hasta el miércoles para decidir. Necesito saberlo ahora.

—Un tema amoroso, como si lo viera...

—No, nada que ver. Es sobre un viaje que tenía atado y bien atado y que se ha descalabrado en el último momento. Es largo de contar, pero... Resumiendo: no sé si cancelar el viaje o no.

—De acuerdo, pues hagamos una cosa. Voy a tirar tres cartas. Si me dan una respuesta clarísima, entonces haz caso al Tarot. Y si no, no te digo nada, porque yo nunca he hecho algo parecido a tirar las cartas por teléfono.

—Pues Rappel lo hace.

—Él no lo hace, lo hace su equipo, y no me digas que te crees esas cosas...

—Vale, pues tira tres cartas a ver qué pasa.

—Espera, que voy a por la baraja... A ver, que ya he vuelto. Estoy barajando. Ahora concéntrate en lo que quieres saber y trata de proyectar esa energía sobre las cartas.

—Vale.

—Perfecto. Pues tiro.

Se sucedieron unos segundos que cayeron como bombas de silencio en el zumbido de la línea.

BOOK: Un milagro en equilibrio
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