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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (26 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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El rumano era aún más delgado y alto de lo que yo lo recordaba, más largo que un día sin pan, que hubiera dicho mi madre, o que un domingo sin alka seltzer, que hubiera dicho mi primo Gabi. Estaba esperándome cuando llegué desde el JFK en un taxi que me costó el presupuesto de la comida para tres semanas y nada más abrirme la puerta y enseñarme la distribución del piso y la habitación que me correspondía me comunicó, muy azorado, que había quedado con su novia y que, sintiéndolo mucho, muchísimo, me tenía que dejar sola. No me dejó teléfono donde localizarle. En cuanto él se marchó aparqué mis dos maletas y mi ordenador portátil en una esquina de la habitación y me tumbé cuan larga soy en el futón. No había dormido en el avión porque, al tratarse de un vuelo chárter, los asientos estaban reducidos a su mínima expresión y había viajado comprimida, con las rodillas prácticamente en la barbilla, así que entre las once horas de viaje (una de mi casa al aeropuerto, dos entre facturación y embarque y ocho de vuelo), más la hora que pasé de pie en la cola de inmigración, más la hora de taxi en pleno atasco neoyorkino, llevaba unas veinticuatro sin dormir y me dolían todos los huesos de mi baqueteado cuerpo, de forma que me quedé dormida sin darme cuenta siquiera, y cuando volví a abrir los ojos me encontré acurrucada en el futón vestida tal y como había llegado a NY, con las botas puestas y todo. En ese momento escuché el ruido de la puerta al abrirse, me levanté y encontré al rumano que llegaba. Como la luz del día todavía entraba a raudales en la casa, me figuré que su cita no había podido ser muy larga.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—Las doce —me anunció tras consultar su reloj de pulsera.

—Pues no has tardado mucho, ¿no?

—¿Qué?

—Eso, que ha durado poco la cita...

—Pero si me fui ayer, ayer por la mañana... —Me miró con cara de pensar que estaba loca.

Yo había estado durmiendo, vestida y con las botas puestas, durante veinticinco horas seguidas.

7 de noviembre.

Ayer por la noche ofrecimos una cenita que resultó un desastre gastronómico porque yo llegué a las nueve y media a casa desde el hospital y, teniendo en cuenta que tu padre tiene muy buena voluntad pero muy poca maña en la cocina, no nos dio tiempo a preparar nada especial aparte de los siempre socorridos espaguetis y ensalada. Habida cuenta de las circunstancias a nadie se le ocurrió quejarse, excepto a
«Suicide
Sonia», que se negó a probar algo más que dos hojas de lechuga, aduciendo que a ella, mientras hubiera vino, le daba igual comer. Eramos cuatro parejas: Consuelo y Jorge, Sonia la actriz
(«Sweet
Sonia») y Esteve, Sonia la guionista y un tal Ángel con el que se acuesta de cuando en cuando, tu padre y yo. Resultó muy deprimente comprobar cómo, una vez acabada la cena, nos dividimos, casi sin darnos cuenta, en dos sectores: el masculino, que salió en bandada a la terraza a fumar (no dejo hacerlo en casa porque me niego a convertirte en fumadora pasiva desde tan tierna edad) y de paso a examinar la planta de maría que allí había crecido y discutir sobre sus posibles usos y utilidades (pocos, me temo, porque está ya la pobre más muerta que viva); y el femenino, que permaneció en el salón teorizando sobre un único tema de conversación: ventajas y desventajas de la maternidad. Y digo lo de «teorizando» porque allí sólo había dos madres, y las que más hablaban eran precisamente las que no lo eran, así que sus argumentos no podían provenir, evidentemente, de la praxis.

Qué ironía, tanto ir de feministas y posmodernos y al final acabamos reproduciendo los esquemas tradicionales: los hombres al salón de fumar y las señoras a hablar de temas propios de su sexo alrededor del café.

En mitad de la conversación te oímos llorar de hambre y hubo que traerte a nuestro lado para darte el biberón. Tu padre, que te oyó desde la terraza, se presentó a echar una mano, gesto que despertó los admirados «oooooohs» y «aaaaaahs» de mis amigas, que no cesaban de repetir: «¡Es un padrazo, un auténtico padrazo! ¡Qué suerte tienes, Eva!» Excepto
«Suicide
Sonia», que ya se había metido ella solita media botella de Campo Viejo del 96 entre pecho y espalda y que soltó la frase de la noche: «O sea, que cuando ella se levanta a buscar a la niña porque llora y se la pone en el regazo para darle el biberón, os parece de lo más normal, mientras que él es un padrazo sólo porque se pasa a echar un vistazo. Pues vaya panda de feministas estamos hechas.» Sonia tiene razón: no hay peor machista que una mujer machista. Es como si un negro se afiliase al Ku Klux Klan.

8 de noviembre.

No me ha quedado otro remedio que llevarte al hospital porque tu padre tenía un compromiso ineludible: Gabi le invitaba al cine y yo no quería aguarles la fiesta. Pensaba que no sería tan complicado, pero ha resultado ser la proeza del siglo, porque el transporte público no está pensado para bebés. Yo no te puedo llevar en mochila porque ya pesas seis kilos y, como ya te conté, el embarazo y el consiguiente crecimiento del pecho acentuaron mi desviación de columna y el médico me ha prohibido cargar pesos, así que si sales conmigo vas en carrito. Pues bien, la estación de metro que conduce al hospital está llena de escaleras, pero ni una sola rampa. Y eso que se trata de la estación de un hospital, donde se supone que acudirá mucha gente en silla de ruedas. Al final he conseguido arreglármelas porque un joven fornido me ha ayudado a bajar el carrito. Conste que yo se lo he pedido, ojo, no vayas a creer que se ha ofrecido espontáneamente. Como el metro tampoco tiene rampas y sí muchas escaleras, no puedo plantearme salir contigo a la calle a hacer distancias largas, o al menos como para que no pueda cubrirlas a pie. Quienquiera que diseñara el transporte urbano de esta ciudad debía de ser amigo de Tibi y pensaba que mujer parida, en casa, tendida y con la pata quebrada. Y de paso pensaba también que los minusválidos harían feo en la calle.

A ti te gusta Asun, siempre sonríes cuando la ves. Probablemente te atrae su olor francés a flores, su voz dulce o sus maneras amables. Por ese motivo te he dejado con ella en la planta baja del hospital, porque los niños no pueden entrar más allá y alguien tenía que cuidar de ti. Allí había un montón de familias con críos de todas las edades que jugaban a perseguirse o se arrastraban debajo de las sillas de espera, de plástico, durísimas y bastante incómodas, por cierto. A los pequeños, al contrario que a sus padres, parecía darles igual estar en el hospital o en el cementerio. Había una señora que lloraba a lágrima viva mientras a su lado una niña de unos tres años le contaba historias a su muñeca con su lengua de trapo, tan feliz. Supongo que hay un montón de gente que tiene familiares en el hospital y que se llevan a los chiquillos porque no les queda otra, pero no debe de ser plato de buen gusto para nadie llevarlos a semejante sitio. Digo yo que tampoco costaría mucho habilitar un pequeño espacio para guardería. Pero deben de considerarlo como las rampas de la estación: un lujo prescindible.

Cuando llego a la planta nueve me llama la atención lo desértica que la encuentro con respecto a ayer. Al momento caigo en la cuenta del porqué de esa primera impresión: me falta el clan gitano. Pregunto a Caridad, a la que me encuentro al lado de la cama de mi madre, charlando con mi padre, y ella me cuenta que el joven gitano por el que la madre tanto se lamentaba sólo estuvo una noche en la UVI y al día siguiente ya estaba en su casa. Eso sí, su familia se la ha pasado entera haciendo guardia. Y cuando digo familia lo digo en el sentido más extenso de la palabra: madre, hermanos, primos, primos segundos, tías, tías abuelas... Por lo visto se trataba de un yonqui que se atragantó con su propio vómito. Dice que cuando un gitano ingresa en el hospital, el clan entero acude a su lado.

—En maternidad hemos tenido muchos problemas —nos explica—, porque aquí no nos importa que se queden pero allí molestan, y no hay forma de que entiendan que tantos no pueden estar. Nos han llegado a amenazar y todo.

Mi padre asiente con la cabeza, interesadísimo. Ya trata a Caridad como si la conociera de toda la vida. A ella y a todo el personal de la UVI, médicos y enfermeras, de los que se ha hecho amiguísimo, al igual que de los familiares de los otros enfermos. Se sabe el historial de cada uno y les pregunta a todos que cómo va su hermano, su madre, su padre o quien corresponda, interesándose por la evolución del paciente y finalizando cada miniconversación con palabras de ánimo y/o consuelo. Esta sociabilidad exagerada la he heredado yo, que soy tímida pero no maleducada (tu padre no acaba de entender por qué cada vez que salimos a la calle tenemos que pararnos cada tres metros a saludar al quiosquero, al portero del bloque de al lado, a los del mercado y a cuarenta conocidos que me paran por la calle), y la has heredado tú también, que cuando sales en el carrito le dedicas una de tus radiantes sonrisas recién aprendidas a cualquiera de las múltiples viejecitas que se paran arrobadas a repetir aquello de «¡qué niño tan guaaaaapo!» porque, como no vistes de rosa ni llevas pendientes, ninguna te toma por niña. La ha heredado hasta el perro, que cada vez que llega a casa cualquiera, ya sea amigo, cartero, mensajero o cobrador del gas, saluda moviendo la cola desaforadamente y pegando unos saltos de campeón olímpico. Es el antiperro guardián.

Sí, mi padre es y siempre ha sido el hombre más sociable del mundo, el más atento y el más seductor, al menos de puertas para fuera. Y siempre ha caído bien allá donde estuviera, todos le encuentran siempre taaaaan fantástico. Porque él es Leo, el Sol, y los demás estamos condenados a ser planetas que giramos a su alrededor. De siempre se ha dicho en mi casa que mi padre estaba más enamorado de mi madre que ella de él, a pesar de que sus temperamentos fueran diametralmente opuestos y de que raramente coincidieran en cuestión ninguna, y en el pequeño universo en el que yo vivía esta afirmación era aceptada como dogma, e incluso era mi padre el primero en proclamarla. Nunca hubo al respecto la menor sombra de duda ni nadie se planteó que las cosas pudieran ser de otra manera. Esta alianza de afectos desparejos se hizo siempre evidente en las actitudes y en las conversaciones. A mi madre le gustaba repetir a quien la escuchara, por ejemplo, la historia de aquella vez en que se hizo echar las cartas por la bruja Juli, la vidente más famosa de Elche y de Alicante toda —provincia en la que probablemente haya más videntes, brujas, curanderos y espiritistas que en ninguna otra región de España, con la posible excepción de Galicia—, y cuyo prestigio subió como la espuma desde el día en que predijo acertadamente que el gordo de la lotería iba a caer en Elche, por mucho que la señora recete cosas tan raras como ese sortilegio para
ungar
—atraer hombres—, que consiste en darles en el café o el chocolate sangre de la menstruación (de la menstruación de la mujer que les quiere
ungar,
no de la bruja, se entiende). Cuántas veces le he oído contar cómo había ido a que le leyeran las cartas arrastrada por la tía Reme (porque ella, y eso le encantaba remarcarlo, no creía mucho en esas cosas, que por algo era católica, pero fue por no hacerle un feo a su cuñada, que tanta ilusión tenía por ver a la Juli) para que mi madre le preguntase que cuánto iba a durar su matrimonio, y ésta le echó las cartas en dos filas paralelas, una que representaba a la consultante y otra que representaba a su marido, y le respondió que la relación duraría lo que ella quisiera, porque la carta que presidía la fila opuesta a la suya era la de Los Enamorados, y eso significaba que su marido nunca iba a dejarla, porque estaba y estaría siempre loco por ella.

Y sin embargo, y por mucho que esta afirmación nunca se discutiera y por mucho que repitiera la tía Eugenia que no entendía cómo su Eva había acabado casándose con semejante pelagatos cuando, con lo guapísima que había sido (ya se sabe a quién ha salido Laureta), hubiera podido elegir entre los mejores partidos de la provincia, que ofertas nunca le faltaron, el caso es que, de puertas afuera, habría parecido siempre que mi padre tenía cualidades suficientes, por no decir más que de sobra, para enamorar a cualquier mujer. Tan alto, tan fornido, tan rubio (a él he salido yo, con la sutil pero nada irrelevante diferencia de que el adjetivo
fornido
sólo queda bien cuando se aplica al varón), tan
hombre,
tan brillante e ingenioso (si bien su ingenio, de un agudo que acaba a veces por ser afilado, tiende a desembocar en el sarcasmo mordaz e inmisericorde con excesiva frecuencia, excesiva sobre todo si se tiene en cuenta que muchas veces la destinataria de sus puyas he sido yo), tan amigo de sus amigos (frase que me resulta un poco absurda, es obvio que amigo de sus enemigos no va a ser), tan, tan, tan... En fin, la lista de sus muchas cualidades, siempre destacadas en boca de los que de toda la vida le conocen, sería tan larga como su propia estatura: a mi padre le recuerdo desde la infancia rodeado perennemente de incondicionales —ellos y ellas— dispuestos a reírle las salidas y a ignorarle las mezquindades. Y mentiría si dijera que no he sospechado alguna vez que algunas de las amigas de su círculo (por lo general mujeres de sus amigos) le veían con unos ojos más tiernos de aquellos con los que se supone que está bien visto mirarse entre parejas casadas.

En fin, que qué voy a decirte. Mi padre, tu abuelo, ha sido el rey de su casa, y sus deseos eran órdenes para todos los demás, muy en particular para mi madre, que nunca jamás le ha discutido ninguna de sus decisiones, expresadas en una voz masculina, tajante, posesiva, palpante como una mano y envolvente como una bofetada de calor, seductora o amenazadora según el matiz que su dueño le imprimiera, pero siempre, en sustancia, la misma. Se trata de un hombre que ha vivido acostumbrado a imponer disposiciones con el aplomo de quien se asombra de que no se cumplan aun antes de haber sido dadas. Si íbamos a veranear a Santa Pola, por mucho que mi madre dijera que allí se aburría, era porque él compró el apartamento a través de un conocido suyo que era constructor. Si vinimos a vivir a Madrid fue porque él quiso (y porque encontró un trabajo aquí, claro), cuando se empeñó en que Alicante se le había quedado pequeño y él quería vivir en una ciudad grande, pese a que mi madre no se cansara de repetir a quien quisiera escucharla que así pasaran cien años ella nunca se acostumbraría a los inviernos castellanos. Si en nuestro apartamento de Santa Pola no se podía beber otra horchata que no fuera la que hacía Melchor —el
orxatero
de Almussafes—, traída expresamente en
gelaora
de veinte litros, era porque mi padre insistía en que no había otra mejor, y que constituía un sacrilegio probar siquiera una horchata que no se hubiera hecho conforme a la tradición artesana de siglos, y que en Alicante la costumbre ya se había perdido. Si en la despensa de casa siempre hubo reservas de botes de berenjenas en salmorra que casi se podían calificar de industriales era porque a él le gustaban, y si nunca se sirvió arroz en nuestra mesa—sacrilegio imperdonable, tratándose de una familia de alicantinos— fue porque él no lo podía ni ver (yo probé el arroz por primera vez a los seis años, en el comedor del colegio), después de que a los veinte se intoxicara por culpa de una
paella d'arpó
que le sirvieron en una excursión en un
motor de
la Albufera y le tuvieran que ingresar en el hospital. Y por eso mi madre, en las contadas ocasiones en las que salía a comer sin mi padre, acompañada por Reme o Eugenia, pedía siempre arroz, y esto lo sé porque mi tía biológica y mi tía postiza me lo contaron, cada una por su lado, rogándome que no delatara a la una frente a la otra. Y ahora, por primera vez, las cosas no le salen a mi padre como él quiere, porque en más de una y de dos ocasiones le he oído decir que él querría morir antes que mi madre, que no se imaginaba cómo viviría sin ella. Y claro que no podría vivir sin ella... ¡Si ni siquiera sabe freír un huevo o calentarse un café! De hecho, lo primero que hizo mi hermano en cuanto a mi madre la ingresaron —más bien lo segundo, lo primero fue cambiar la titularidad de las cuentas— fue hablar con la asistenta que trabaja en casa de mi madre y ofrecerle un sobresueldo para que le haga a mi padre el desayuno y la comida y le deje hecha la cena antes de marcharse.

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