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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (11 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Pues el escándalo lo dio, y mayúsculo, cuando su foto apareció en la portada de la revista
Cita.
Mejor dicho, más bien en una esquina, puesto que la portada lo ocupa cada semana, desde su primer número, la foto de una chica estupenda ligerita de ropa (generalmente aspirante a actriz o concursante de algún programa de telerrealidad) que promete un desnudo de la susodicha
starlette
en páginas interiores. Pues bien, en esa esquina en cuestión había una foto de mi ex compañero de clase bajo un titular que decía: «David Muñoz, ¡enganchado!»

Lo peor de todo es que en la foto David no estaba solo.

12 de octubre.

Como si quisieras compensarme por mis males, esta noche has sido buena como tú sola y apenas has llorado, igual que en tus mejores tiempos. Es más, esta mañana incluso te dignas a dormir a mi lado en tu cuco sin necesidad de que te coja en brazos ni nada, apoyando la cabeza en la manita como si estuvieras pensando en algo muy serio. Eso sí, tengo que estar ahí. Es matemático: se te deja durmiendo en cualquier parte, sea el cuco, encima de la cama, el cochecito e incluso el sillón, y ahí te quedas tan pancha, durante horas, siempre y cuando yo esté cerca. Pero supongamos que me ausento más de cinco minutos para ir a picar algo a la nevera. Entonces, no sé cómo, te enteras de que no estoy y arrancas a llorar según el procedimiento habitual: primero el gemidito interrogante, de aviso, que va
in crescendo
y que degenera, si no aparezco a consolarte, en berridos desgañitados que me hacen temer que los vecinos me denuncien por maltrato infantil. Pero ¿por qué lloras? ¿Porque abres los ojos y no me ves? En realidad es imposible que me veas, o al menos no a tanta distancia, ya que se supone que sólo diferencias los objetos cuando los tienes a treinta centímetros. ¿O acaso lloras porque no me oyes? Puede que eches de menos los ruidos del teclado, pero lo cierto es que a veces estoy leyendo sin hacer el más mínimo ruido y entonces no te quejas. También cabría la posibilidad de que disfrutaras de un sentido del olfato hiperdesarrollado o de un radar de murciélago que te permita captarme... En fin, el caso es que sólo duermes si estoy a tu lado. Una cuestión de supervivencia, supongo, porque un bebé que aún no ha cumplido el mes tiene muy pocas posibilidades de salir adelante si le dejan solo y no vuelven a por él.

Una pena no tener a mano uno de mis libros favoritos para explicar tu constante lloriqueo desde un punto de vista racional o científico. Es lo que pasa cuando una ha hecho casi quince mudanzas en diez años: que se hace budista zen por necesidad y aprende a prescindir de lo accesorio. Y no es que los libros fueran accesorios, pero no podía permitirme tener cientos de ejemplares e ir cargando con ellos de un lado a otro como un caracol con su concha, de manera que acababa por regalarlos con la convicción de que al menos harían tan feliz a otro como en su día me habían hecho a mí, autosugestión que atenuaba bastante el dolor de la pérdida. El libro que estoy echando de menos en este momento en particular se llama
Estoy aquí, ¿dónde estás tú? y
lo escribió el etólogo Konrad Lorenz, premio Nobel de Medicina 1973. Lo leí y releí innumerables veces desde los nueve años hasta los veintitantos, cuando lo regalé no recuerdo a qué afortunado mortal. (No me llames marisabidilla por leer libros de divulgación científica a tan temprana —tierna no era— edad. En mi descargo diré que el libro tenía unas ilustraciones preciosas y era muy divertido, aunque también es cierto que en casa mis hermanos, alucinados ante aquella cría que nunca salía a jugar a la calle porque prefería quedarse en casa leyendo todo lo que pillaba, lo mínimo que me llamaban era pedante, e incluso Laureta llegó a estar seriamente preocupada por mi salud mental, como me confesaría, o más bien me echaría en cara, años más tarde.) Creo que el libro está descatalogado en España, pero he visto en Amazon que existen un montón de ediciones sudamericanas y acabo de decidir que te lo compraré en cuanto seas mayor, aunque lo más probable es que me lo devuelvas asqueada por mis pretensiones de hacerte leer algo porque, como ya me advirtió Miguel Hermoso, los hijos acaban haciendo siempre lo que tú no quieres que hagan e interesándose especialmente por lo que a ti más te fastidie. Es lo que los psicólogos llaman «definición por oposición», razón por la que supongo que de mayor te harás torera, hincha del Real Madrid,
skin,
especuladora inmobiliaria o traficante de influencias.

En cualquier caso, el libro describía comportamientos idénticos a los tuyos: primero una llamada interrogativa, luego el gemido que aumenta en intensidad y, en cuanto el bebé comprueba que su madre no está, su degeneración en una crisis incontrolable de llanto. Los bebés cuyo comportamiento, tan similar al tuyo, se describía en el libro eran bebés gansos: ansarones, para ser más exactos. Un ansarón que ha perdido a sus padres no lo lamenta en silencio: llora con todas sus fuerzas, absolutamente incapaz de dedicarse a otra actividad. No come ni bebe, sólo vaga llorando desconsolado porque sabe que cuenta con escasas perspectivas de supervivencia mientras no encuentre a sus padres y, por eso, para el ansarón tiene pleno sentido el agotar hasta la última chispa de su energía para reunirse con quienes le faltan.

Supongo que, en tu caso, actúa ese mismo mecanismo instintivo de supervivencia que debes de llevar inscrito en alguno de tus genes. Respondes a ese precepto de la ciencia de que todo individuo está sujeto a leyes fatales, leyes a las que no se reacciona de forma consciente porque la reacción consiste en que ellas hayan hecho que reaccionemos, y ese precepto se adjunta a otro más antiguo, el del Plan Divino. Seas guiada por el Creador o por los genes, ya sabes que sin un adulto estás perdida, que tienes muy pocas posibilidades de sobrevivir si no cuentas con alguien que te ayude, y por eso gritas con tanta desesperación en cuanto notas que te has quedado sola. Es el gemido del abandono, que todos llevamos dentro. Por eso nos cuesta tanto afrontar la ausencia o la deserción de los que amamos, y no sólo cuando somos bebés.

El texto del reportaje que apareció en páginas centrales de
Cita
y que dinamitó en pedazos la imagen de buen chico de David Muñoz era el siguiente:

«Una ocasión especial bien vale una juerga salvaje. Y así se lo montaron David Muñoz y sus compañeros, entre otros su muy íntima amiga, la periodista Eva Agulló, en la celebración del cumpleaños del protagonista de "Los Arenales ". Un desmadre en el que, como bien muestran las fotos, no faltó de nada.

»David Muñoz, protagonista de esta conocida serie televisiva, se lo pasó verdaderamente en grande en la fiesta de su último cumpleaños. El chico de moda eligió una conocida discoteca para dar rienda suelta a su lado más salvaje. Un desmadre en toda regla al que David invitó a su amiga, la periodista Eva Agulló, que se convirtió en su mejor compañera de correrías.

»Mucho cachondeo para una noche loca en la que no faltó de nada, aunque sí hubo ausencias notables, como la de la mujer de David, la también actriz Verónica Luengo, que al día siguiente, muy profesional, presentó en Valencia la obra de teatro La importancia de llamarse Ernesto, con la que está realizando una extensa gira teatral por España que le ha obligado a permanecer lejos de su hogar durante la mayor parte de este año. Quizá Verónica, después de ver estas imágenes, debería calibrar "la importancia de hacer una gira ", y si ésta merece dejar al chico de moda solo y expuesto a las tentaciones de la gran ciudad.

»Las fotos muestran a un atractivo David más desinhibido que nunca, ajeno a las miradas indiscretas de las muchas personas que abarrotaban el local que eligió para celebrar su cumpleaños. Una juerga de cuidado en la que Muñoz se dejó querer por su acompañante acaso sin pensar en las consecuencias que tendría semejante jarana en su relación con Verónica, con la que este mismo verano posaba para la prensa en su casa de Mallorca anunciando su intención de tener su primer hijo en un futuro cercano.

»Alcohol, mucho alcohol, y otras sustancias, además de los cariñosos apretones a su acompañante, que disfrutó como nadie de las caricias de David, como bien se puede observar en la instantánea en la que se ve a ambos tortolitos enardecidos ante el rumbo que la noche, cada vez más caliente, comenzaba a tomar.

»Hubo cava y muchas cosas más. Risas y desparrame. Tanto que, por momentos, David y su compañera se dejaron ver más que aturdidos, como muestran las fotos, y en aparente estado de casi inconsciencia.

»No es la primera vez que el protagonista de "Los Arenales" (serie en la que da vida al carismático Rubén) acaba alguna noche en semejante o peor estado. De hecho, David ha ingresado dos veces en la clínica de la Concepción de Madrid para someterse a sendos procesos de desintoxicación tras haber sufrido en el pasado varios episodios graves de abuso de drogas, algunos de los cuales requirieron tratamiento de urgencia en el hospital Ramón y Cajal. En cuanto a su compañera de juerga, tampoco es ajena a semejantes avatares, y de hecho acaba de publicarse su primer libro, Enganchadas, en el que narra su relación con el mundo de las drogas. Enganchado estuvo ¿o está?David a la cocaína, y más que enganchado parece estar a su nueva acompañante.

»David y Eva se dejaron ver por el local en un estado de aparente embriaguez más que probable, resultado de la copiosa ingestión de alcohol y ¿ otro tipo de sustancias no tan públicas ni permitidas ? Pero se recuperaron, como muestran las imágenes, tras un cariñoso achuchón de los que despiertan a cualquiera y que sirvió como colofón de lujo para una parranda de cuidado que acabó muy de mañana, a eso de las seis y media, ya con las luces del alba. Como se ve en la foto de la página siguiente, la pareja abandonó muy abrazada el local tras una noche de marcha a tope de las que, seguro, David y Eva no olvidarán.»

Las fotos que acompañaban al reportaje no tenían desperdicio. En una se nos veía a David y a mí abrazados y acarameladísimos. En la otra aparecía yo desmayada en un sillón con David a mi lado. Y en la tercera se nos veía salir del local, e íbamos amarraditos los dos, espumas y terciopelo, que diría la Pradera.

El subtítulo de la última foto rezaba: «David y Eva, enganchados.»

13 de octubre.

Ayer vino Sonia la actriz a verme (repito: Sonia la actriz, también conocida como
«Sweet
Sonia» por lo cariñosa que es, nada que ver con mi antigua compañera de clase, Sonia la fotógrafa, también conocida como
«Slender
Sonia» por lo delgadísima que está, ni con Sonia la guionista, también conocida como
«Suicide
Sonia» debido a su conducción temeraria; ni con Sonia la DJ, llamada
«Senseless
Sonia» por su afición a los éxtasis... ¿Te aclaras?), o más bien a verte a ti, y me encontró hecha un guiñapo, más triste que un entierro en un día lluvioso, bajo los efectos de la falta de sueño y la incubación del virus. Completamente olvidada del momento aquel en el que leí la nota de mi lectora y pensé que era una frívola por preocuparse tanto de que el cuerpo se le deformase, acribillé a Sonia a preguntas sobre cuándo iba a recuperar mi antigua figura, como si ella fuera una experta en
fitness,
endocrinología o dietética, que no es: su única credencial consiste en haber tenido ya un hijo. «Nunca», me dijo Sonia, «nunca se recupera». Iba a escribir que lo dijo «resignada», pero no fue así. Más bien lo dijo contenta, como si estuviera encantada de haber perdido para siempre la cintura y el culito respingón, ilusionada ante la perspectiva de que por fin dejen de acosarla los productores rijosos en los estrenos y en los platos.

Lo veo en mis hermanas: una y otra lucen mejor o peor tipo según quién se cuide más o menos o quién haga más o menos ejercicio (Laureta prácticamente vive en el gimnasio y Asun asiste tres veces por semana), pero, desde luego, ninguna de las dos tiene el tipo que tenía antes de parir, ni siquiera
La Triple Ele o La Linda Laureta
(así conocida desde su adolescencia en su círculo de amigos en razón de su elegancia, su altura y su figura juncal), a la que de todas formas creo que lo de la maternidad le vino bien, porque antes estaba demasiado esquelética, y es que Laureta no ha vuelto a comer un bollo de chocolate desde los quince años, cuando mi hermano Vicente la llamó culigorda en medio de una encendida discusión a cuenta de un jersey que no sé quién de los dos le había quitado al otro. Es la típica hermana que ha nacido para acomplejar a las que le rodean. Acaba de cumplir cuarenta y cinco años y sigue teniendo un tipo que yo no he tenido ni tendré nunca y una larga melena negra y lacia, como oriental, de anuncio de champú, que le cae por debajo de los hombros. (La melena se la alisa, eso sí, al igual que Asun, y las dos van por la vida siempre como recién salidas de la peluquería —¿o sin el como?—, con lo cual marcan aún más la diferencia con su hermana pequeña, rubia de pelo rizado, casi siempre enmarañado, con cierto aspecto de estropajo de fregar.) Los que no nos conocen mucho piensan a menudo que Laureta es más joven que yo, y Todo El Mundo afirma que es clavada a mi madre, pero como yo nací cuando tu abuela ya era mayor, siempre he conocido a mi madre con el pelo blanco y corto, o al menos no recuerdo otra cosa. Desde luego, en las fotos de la boda sí se aprecia el parecido: los mismos ojos negros, la misma cara de talla de Salzillo, sencilla, espiritual, esa cara de virgencita ensimismada que nunca ha roto un plato. Los que la conocieron de joven dicen que mi madre era un bellezón que se llevaba de calle a medio Alicante, e incluso una vez le escuché a la tía Eugenia decir, después de una de las algaradas más sonadas que mis padres tuvieron y de que mi madre se fuera a pasar tres días a su casa, que no entendía cómo su Eva había acabado casándose con semejante pelagatos cuando, con lo guapísima que había sido, hubiera podido elegir entre los mejores partidos de Alicante, que ofertas nunca le faltaron.

A tu madre tampoco le faltaron ofertas en su día, te lo juro. Lo que pasa es que casi siempre se decidía por las peores.

El caso es que David y yo ni siquiera nos habíamos besado aquella noche y no nos habíamos metido una sola raya de cocaína. O al menos yo. Sí era cierto que él había celebrado su cumpleaños y que yo era una de las invitadas. No era cierto que nuestra amistad pudiera calificarse de íntima (o no al menos en el sentido de intimidad que la revista sugería), ni que yo hubiese alcanzado en ningún momento de la noche un estado de semiinconsciencia.

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