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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (32 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Los ojos se me cerraron tan deprisa que ni tiempo me dio a darme cuenta de que me quedaba dormida, y luego todo se confunde en sucesión de vigilia y duermevela, me despertaba un instante y me sentía incapaz de levantarme del futón, tenía la boca pastosa y los miembros entumecidos y sabía que no me convenía quedarme así, que al menos debería desnudarme y ponerme un pijama, pero el cuerpo me pesaba como si hubiera comido piedras y no conseguía moverlo, así que me volvía a dormir, y al rato me despertaba y me resultaba extrañísimo encontrarme allí, con un letargo que me pesaba como escamas sobre los ojos, me preguntaba qué hora podría ser, volvía a dormirme, me despertaba un instante, el tiempo justo para escuchar el crujido orgánico de la madera del suelo y calcular, por el cambio en la calidad de la luz que entraba por la ventana, que ya no era por la mañana sino por la tarde, o que ya no era la tarde sino la noche, y hacerme una idea aproximada por no decir remota de las horas que llevaba durmiendo. Volvía a dormirme y en mi sueño aparecía el FMN y mi cuerpo sentía el calor del suyo y cuando estábamos a punto de unirnos me despertaba, y sentía todavía el hueco de su figura en la sábana, su olor en mi cabello o el calor de su último beso en la mejilla, y poco a poco el recuerdo de aquel sueño se disipaba disuelto en otro sueño en el que había vuelto a sumirme, viajando a toda velocidad por el tiempo y el espacio sobre una cama que se había convertido en alfombra mágica, abandonando el plano del lugar en el que me quedé dormida de forma que, cuando me despertaba más tarde, después de haber estado sumergida durante un tiempo indefinido en una nada viscosa de la que iba emergiendo despacio, ignoraba dónde me encontraba e incluso quién era. Apenas recordaba que había atravesado vastas regiones para regresar de la nada, pero notaba en el centro de mi conciencia la certidumbre de una tristeza, y esa tristeza me recordaba quién era, alguien triste, sola, y entonces mis vestidos, colgados de la barra como figuras exánimes, fantasmas de otro tiempo reciente que ya era lejano, un tiempo mejor que ya era peor, venían en mi ayuda para sacarme de la nada de la que no habría podido salir sin ayuda y recordarme que estaba en Nueva York, en un apartamento del Bronx, efectivamente sola, y de ahí me transportaban a distintos dormitorios, al de mi casa en Madrid, al del apartamento del FMN, al del piso de mis padres, al de Santa Pola, diferentes alcobas en las que había dormido, recordando el estampado de las colchas, la orientación de las ventanas, el color de las paredes, días lejanos que en aquel momento parecían recientes e incluso actuales, evocaciones enroscadas y confusas que se amalgamaban y tiraban de nuevo de mí hacia el subsuelo del sueño, nostalgias a las que cedía porque me encontraba demasiado cansada para resistirme, y una dulzura laxa se iba apoderando de mis huesos y ablandándolos, por más que yo supiera que no debía dejarme llevar, que no podía dormir durante días seguidos. Pero nada parecía aliviar aquel cansancio infinito, y las horas de sueño, en vez de repararme, sólo me daban más sueño.

Estuve durmiendo dos días y medio, hasta que el rumano, que sí se pasaba de cuando en cuando por el apartamento, o al menos con la suficiente asiduidad como para reparar en mi presencia y para advertir que yo no me movía de la cama, se preocupó y me obligó a levantarme. Me duché, por supuesto, y comí algo, pero lo único que me apetecía era volver a la cama. Pensé que probablemente estaba incubando una gripe, así que volví al futón y el ciclo de sueño se reanudó.

Estuve cinco días prácticamente sin levantarme. Mi compañero de piso se asustó y me obligó a bajar a la calle, pero no llegué ni al Deli de la esquina y el trayecto lo tuve que hacer apoyada en él, porque no encontraba fuerzas ni para caminar. Resultaba evidente que aquello no podía ser una incubación de gripe, pues la gripe habría tenido tiempo más que de sobra para manifestarse. Todo apuntaba a una mononucleosis o una hepatitis, o eso opinaba el rumano, que no era médico pero sí biólogo, así que un mínimo de entendimiento sobre el tema se le suponía. Fuera lo que fuera había que llamar al médico inmediatamente, pero en su lugar a quien llamamos fue a Sonia. Sonia llamó a su vez al
Doctor Referral's Number
del Lennox Hill Hospital, en donde informaban de los especialistas más cercanos al domicilio de quien llamara. Le dieron tres números, a los tres números llamó y explicó lo que pasaba con su amiga y en los tres le vinieron a decir lo mismo, que la consulta eran cuatrocientos dólares pero que, seguramente, dado lo que estaba contando, habría que hacer análisis y pruebas, y que la cosa se pondría en seiscientos.

—¡Seiscientos dólares! ¡Tú estás loca! ¿Cómo voy a pagar yo seiscientos dólares? Pero si eso es lo que ha costado el billete de avión... Tiene que haber un médico más barato.

—Estás en Nueva York, bonita, no hay un médico más barato.

—Eso es imposible. Tiene que haber servicios sociales o algo. ¿Quieres decir que cada vez que tú te coges una gripe o unos hongos te gastas seiscientos dólares?

—Aquí, si yo tengo una gripe o unos hongos no voy al médico, me voy a la farmacia y me compro un bote de antibióticos, y si tengo algo más serio pago lo que haya que pagar porque me saqué en España un seguro médico internacional que luego me reembolsa lo que haya gastado.

—¿Y por qué no tienes un seguro aquí?

—Porque aquí sólo tienen seguro los millonarios.

—Pero hay seguridad social, ¿no?

—No. Hay seguro médico si trabajas para una empresa y la empresa lo costea, porque cuando yo trabajaba para la Black Star sí tenía uno, pero si trabajas
freelance,
como es mi caso ahora, pues no. Y ya casi todo el mundo trabaja como autónomo porque prácticamente ninguna empresa hace contratos.

—Y entonces, si una persona normal, un camarero pongamos por caso, se encuentra con un problema médico serio, ¿qué hace?

—Pues cruza los dedos para no encontrárselo, porque si tienes un accidente te endeudas hasta las cejas. O si no se busca la vida, o no vive en Nueva York. A mí qué me cuentas. Oye, que si quieres una reforma del sistema sanitario americano llamas a Hillary Clinton, a mí no me líes.

Yo insistía en que era imposible que todos los médicos fueran tan caros y que tenía que haber algún otro sistema, pero el rumano me confirmó que la cosa era así, que cuando su compañero de piso, el gogó cuya habitación yo ocupaba, pilló la hepatitis, estuvieron buscando por todos lados la manera de encontrar un médico más barato y que al final acudieron a un servicio para gays y lesbianas en Chelsea, que era más barato pero no tanto y que en realidad se ocupaba más de enfermos de sida que de otra cosa. También podíamos intentar que me aceptaran en urgencias, pero en urgencias sólo te admitían si te habían pegado un tiro o te habías roto una pierna, no porque te encontraras cansada y adormilada, y además me lo cobrarían igualmente.

—Aunque cobrarlo, tanto como cobrarlo... —dijo el rumano—, te vas sin pagar y punto. Que te busquen luego para cobrarte la factura.

—Ya, pero te repito que no puedes presentarte en urgencias sólo porque estés fatigada —me apuntó Sonia.

—¿Cómo que no? ¡Si tiene hepatitis!

—¡Qué va a tener hepatitis! ¡Si tuviera hepatitis estaría amarilla!

—Pues yo no tengo seiscientos dólares. O sea, los tengo, pero entonces me quedo en bragas —dije yo—, además, es que no me lo creo, no me puedo creer que sea tan caro.

—Mira guapa, cada uno de esos modelitos horteras que tienes ahí —se refería a los mini vestidos de Versace que colgaban de la barra bien visibles puesto que, como ya he dicho, en aquella habitación no había armarios— ya vale mil dólares, así que algo tendrás.

Y entonces caí en la cuenta de algo que me había dicho el rumano y a lo que hasta entonces no había prestado más atención: que en el contestador había acumulados diez mensajes del FMN en tonos que iban desde la amabilidad hasta la amenaza pasando por la simple exasperación.

18 de noviembre.

Muy a mi pesar, he tenido que volver a la famosa tienda de ropa infantil de la calle Carretas porque hace un frío pelón y tú no tienes guantes. Así que entro con tu carrito por delante y pregunto si tienen manoplas para bebés.

—Sí, claro —la dependienta mira al ocupante del carrito, un bebé cuyo mono a rayas verdes y amarillas poco revela de su género—. ¿Es niño o niña? Niño, ¿verdad?

—Niña.

La dependienta se dirige inmediatamente a una estantería repleta de prendas rosas y me tiende unas minimanoplas. Rosas.

—¿No tenéis de otro color?

—Sólo azules.

—Vale, pues me las llevo azules.

—Ah, que no son para tu niña... ¿Es un regalo?

—No, son manoplas para mi hija, y las quiero azules —aclaro contundentemente pero haciendo acopio de paciencia, aunque no sé por qué me rebajo a proporcionarle ninguna aclaración a la señora.

Salgo de la tienda indignadísima porque unas manoplas de apenas diez centímetros de largo me han costado cinco euros. Las podía haber hecho yo, con estas manitas y mis abalorios, en diez minutos y no creo que la lana hubiera llegado al euro. De hecho, estoy pensando seriamente en hacerte unas manoplas verdes. Y otras amarillas, y naranjas, y moradas...

Recuerdo un estudio muy difundido de alguna universidad norteamericana sobre indumentaria, género y roles. A un mismo bebé se le había vestido primero de niño y luego de niña. Del color de su ropa dependía el diferente trato de las personas que lo visitaban. Los adultos que se acercaban a la «niña» se mostraban más cariñosos, pero cuando lo hacían al «niño» eran más reacios al contacto físico y le hablaban con voces más profundas y fuertes.

En el hospital me he encontrado con la tía Eugenia, que ha venido a visitar a mi madre. La tía Eugenia en realidad no es mi tía, de hecho no nos une ningún vínculo de sangre, pero es una de las amigas más antiguas de mi madre, y también de las más íntimas. Tan íntimas que habían desarrollado una especie de código privado para entenderse entre ellas en presencia de terceros. Por ejemplo, si iban a una reunión en la que alguien llevaba un traje espantoso, la una le decía a la otra: «¿Has visto el vestido de Maruchi, qué bonito?» Y la otra respondía: «Sí, tan bonito como Fátima.» Y es que años atrás hicieron un viaje a Portugal del que volvieron algo magulladas (ya te he dicho antes que tuvieron un accidente en el camino de vuelta) y afirmando tajantemente que la basílica de la Virgen de Fátima era el edificio más feo que habían visto en su vida, lo cual no le impidió a mi madre traerse un muestrario de medallitas y escapularios varios y unas cuantas botellas de agua bendita, porque el sitio podía ser feo, pero eso no tenía por qué quitarle lo milagrero.

Mi madre estuvo siempre muy orgullosa de su amiga porque era una de las pocas mujeres de su generación que había hecho una carrera, Farmacia, pues por entonces la tónica general se ajustaba a lo que había dicho el obispo de Orihuela de que «la educación de las mujeres es un lujo innecesario», y a la menor ocasión proclamaba que Eugenia era la mujer más inteligente que conocía.

La tía Eugenia se ha empeñado en volver conmigo en el metro porque no pasó el último test de renovación del carnet de conducir: casi no ve. A veces me resulta un poco fatigosa la señora porque habla y habla sin parar, en un tono exageradamente pausado, como si tuviera que tomar aliento entre una palabra y otra, pero esta vez he hecho el mayor de los esfuerzos para resultar agradable y solícita, supongo que porque he sentido complejo de culpa al darme cuenta de que a mi madre últimamente tampoco le prestaba mucha atención. Me debato entre la compasión y el hastío, porque sé que Eugenia vive muy sola y probablemente no tenga muchas ocasiones de hablar con alguien. Su única hija, una moderna que se las da de artista conceptual, vive en Berlín, creo, y por eso la tía aprovecha para largarme uno de sus monólogos inacabables. Me cuenta que hace poco se hizo una revisión y que el médico le dijo que tenía que hacerse una serie de pruebas y le iba firmando volantes para cada una de ellas. Pero cuando le preguntó por su edad y ella le respondió que ochenta, el médico rompió todos los volantes y le dijo que se olvidase de las pruebas.

—Debió de pensar: «Esta vieja se me muere pasado mañana de todas formas, así que para qué nos vamos a gastar el dinero en pruebas.» Y entonces yo me levanté toda seria en su consulta y le dije:
«Ave Caesar, morituri te salutant.»
Supondría que era una vieja chocha, porque se me quedó mirando de hito en hito, como si no entendiera la broma.

—Igual lo que no entendía era latín, tía.

19 de noviembre.

Ya tienes dos meses. Ya me sigues con la mirada cuando te hablo, y sonríes cuando se te dicen cosas. Alzas la cabeza y la mantienes en alto durante unos épicos segundos cuando te colocamos boca abajo, pero no puedes sostenerla muy bien cuando te siento, y te empeñas en heroicos esfuerzos por mantenerte erguida, tanto que, cuando no lo consigues, te enfadas y berreas. Ya has aprendido a agarrar objetos: cuando te damos un minianimalito de peluche lo ases con una avaricia digna de Lady Macbeth y te lo llevas a la boca de inmediato: ¡mío! Si te emocionas mucho, pedaleas. También ríes y sonríes. A cualquiera, no sólo a tus papás, como antes. Y has desarrollado un repertorio de expresiones faciales digno de la Duse: me enfado, me sorprendo, me inquieto, me pregunto, me canso, me emociono, me aburro, me entristezco... Cuando te cambio, me dedicas unos piropos increíbles. Te ríes sin parar y me hablas en una entusiasta mezcla de gemiditos y gorjeos para contarme que te alegras mucho de haberte despertado, que te parece estupendo que te cambien el pañal y que, en resumen, estás encantada de haberte conocido.

Como contrapartida, también eres mucho más exigente que antes. No, ya no vale dejarte en el cuco así como así, porque no te gusta que te dejen sola y lo haces notar a gritos. Te enfadas muchísimo cuando no se te hace caso y reclamas atención constante. Además, ya apenas duermes de día. En estos momentos escribo porque he logrado engañarte con un móvil de animalitos, pero no sé cuánto va a durar la calma.

Me he acordado de lo que dijo aquel médico cuando habló de la resignación que nos falta en la sociedad occidental. El profesor que me envió al grupo de terapia me dijo que una de las claves de la felicidad estriba en la resistencia a la frustración, y creo que esta sociedad no sólo no nos enseña nada de esto, sino que nos condena a la frustración misma. Como te pases un rato viendo la tele u hojeando una revista de moda acabas con una depresión del quince, convencida de que nunca vas a ser lo bastante delgada, lo bastante estilosa, lo bastante rica. Lo bastante nada. Por ejemplo, el cómic de la revista para la que trabajo dice textualmente:

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