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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (33 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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«Ya tenemos encima la Navidad. Bastante deprimente es la España que nos rodea como para no permitirnos soñar un poquito. Así que imagínate que:

»1) En primer lugar, adelgazas cuatro kilos gracias a tu super-dieta navideña.

»2) El fin de semana previo a la Navidad vas y ligas con un chico que lo tiene todo: guapísimo, riquísimo y conectadísimo.

»3) Tu chico te pide que te vayas a París con él.

»4) Allí os invitan a la superfiestaza de Karl Lagerfeld.

»5) Mario Testino te hace una foto.

»6) Tom Ford te pide que seas su musa. Y tu chico te pide en matrimonio. Y todo eso porque llevas un fabuloso Valentino.»

Y así se resumen, por lo visto, los sueños de las lectoras. Lectoras que pueden aspirar, como mucho, a conocer a un chico (y punto, bastante sería, porque los solteros no abundan... o sí abundan, pero los de la rama
politoxicómano-psicopática)
, a que les inviten a una fiesta no demasiado petarda y a que les quepa la
petite robe noire
de Zara después del atracón que se van a pegar en Nochebuena para compensar el estrés de las compras navideñas.

O peor: yo, que me voy a pasar la Navidad en un hospital si no la paso de velatorio. Y los millones de niños que no van a tener ningún tipo de fiesta.

Por cierto: ¿quién coño es Mario Testino?

Pero hablaba de la resistencia a la frustración porque esta mañana he salido a pasearte en el carrito y me he encontrado con una vecina a la que ni siquiera conocía. No me extraña que la gente se enganche al «Gran Hermano»: si vivimos en semejante sociedad alienada como para llevar tres años viviendo en un edificio y no haber visto nunca siquiera a la vecina del sexto, ¿cómo no nos vamos a enganchar a una comunidad virtual que promete un sucedáneo de intimidad y comadreo? En fin, la señora, que hasta hoy había ignorado mi existencia y ni me había dirigido la palabra cuando nos habíamos cruzado por la calle (yo ya me había fijado en ella, pues me llamaba la atención el abrigo de piel, un poco ajado pero no sintético, visón auténtico, algo que casi nunca se ve en este barrio), hasta el punto de que ni siquiera sabía que vivía en mi edificio (ella sí, sí lo sabía, se sabe mi vida y milagros, según he deducido de la conversación), y se ha embobado mirándote. Tu presencia me legitima: ya no soy la chica de vida dudosa y mala fama mediática, ahora me he convertido en toda una madre de familia, lo que me supone el honor de tener acceso a su conversación. Y me cuenta que tiene dos hijas, y que las dos han nacido por fecundación
in vitro.
La primera después de siete, ¡siete! intentos fallidos, a 4 200 euros cada uno, que son ¡29 400 euros!, o sea, cinco millones de pesetas de las de entonces. La segunda llegó después de tres. Pero añádele a este dinero los muchos costes varios de clínicas y médicos y análisis y pruebas y no te costará deducir que los felices padres se han endeudado hasta las cejas. Por las niñas, nada de vacaciones, coche de segunda mano, adiós salidas a cenar... Se han empeñado en unos créditos «que terminarán de pagar mis hijas», me dijo.

—¿Y por qué no adoptaste? —le pregunté yo (se me quedó en la punta de la lengua la frase que ya me borboteaba entre los labios: empeñar el visón).

—No, nada de eso, no es lo mismo. Yo quería sangre de mi sangre, tú ya me entiendes.

Pues no, no lo entiendo. Incluso me dan pena esas niñas que ya nacen endeudadas por su propio nacimiento, como una reinterpretación moderna del Pecado Original. Esas niñas que no se podrán permitir ser rebeldes, o vagas, o simplemente tontas porque sus padres han invertido tanto en ellas como para que no vayan a aceptar tan alegremente que les decepcionen. No sé por qué, pero imagino a dos veinteañeras neuróticas que ni siquiera podrán tener el consuelo de ir al psiquiatra porque bastante gasto tendrán con los plazos de universidad y los pagos del crédito que permitió que nacieran. Y me acuerdo de aquella frase típica de las disputas que viví en su día entre madre e hija adolescente, la respuesta a aquello que me solía decir la misma mujer que ahora duerme enganchada a tubos y máquinas en una cama de hospital, aquello que decía de
me debes un
respeto porque te traje al mundo:
yo nunca te pedí nacer.

Pues bien, esas niñas nunca pidieron nacer. Tú tampoco. Pero me parece que a ti te va a tocar pagar menos por el dudoso privilegio de haber llegado a esta tierra sin sentido.

Pienso en la tía Reme, que nunca tuvo hijos. Mi madre aseguraba que había sufrido mucho por eso. Y si sufrió, nunca lo exteriorizó. Ni una sola palabra al respecto, ni una sola queja o reproche a su marido. Desde luego, se notaba que los niños le gustaban porque siempre fue cariñosísima con nosotros y nos colmaba de besos y regalos. Recuerdo cuando, hace unos años, cruzamos a la perra de mi madre, una teckel de pelo largo, greñuda como una fregona, a la que llamábamos
Puxa
—pulga—, aunque en realidad se llamaba
Sandra von Lehrschen Forst
y no sé cuántos apellidos más, pues vino con unos papeles que así lo atestiguaban y que decían que era hija de campeones. Esta perra había sido el costoso regalo de Navidad para los niños que yo cuidaba por entonces, y los padres se gastaron una auténtica pasta en el regalito. Pero en cuanto la madre cayó en la cuenta de que el monísimo cachorro se hacía pis en las alfombras persas y mordisqueaba los cojines de los sofás de cuero del saloncito ideal, me ofreció quedármelo, digna y encastillada en su orgullosa antipatía, como si me estuviera haciendo el favor de su vida, una oferta hecha en el mismo tono de aburrido menosprecio que siempre usaba para dirigirse a mí, esa chiquilla vulgar que formaba parte del servicio. Y no acepté el perro porque fuera caro, me lo llevé porque me daba mucha pena y con la idea de buscarle una casa. Al final no hubo ni que buscarla, porque mi madre se encariñó inmediatamente con la cachorrita y se la quedó. Y con el tiempo la perra nos salió bien cara porque, como suele suceder en estos casos, para conseguir su pedigrí de generaciones el criador había cruzado a padres con hijos y a hijos con hermanos, y el resultado había sido un animal muy cariñoso, pero más delicado que un Borbón y que estaba siempre enfermo. Cuando por estricta recomendación veterinaria, para evitar un posible cáncer de mama, cruzamos a la perra, fue con otro hijo de campeón, un novio de buenísima familia que le buscó el de la clínica. Yo habría querido un pretendiente más golfo, sin tanto apellido, para que nos salieran unos cachorros fuertes, pero mi madre dijo que los cachorros nobles eran más fáciles de colocar y que ella no quería verse, de la noche a la mañana, con cinco perritos a los que nadie quisiera. Así que nos vimos con cuatro chuchos
von no sé cuantos
por los que nos ofrecían varios billetes de los azules. Cuando quisimos regalarle uno a la tía Reme nos dijo que no quería un cachorro, porque de lo contrario en el barrio iban a murmurar, dirían que se había buscado un perrito faldero sólo porque no podía tener hijos. Fue la única vez que le oí mencionar el tema. Y una de las muy pocas en toda su vida en la que detecté en su voz un poso de amargura.

Quizá por eso bebiese tanto en las cenas familiares.

Cuando la teckel tenía catorce años las cataratas le velaron los ojos con una telilla transparente. Ya casi no veía y se iba dando golpes con todos los muebles de la casa. Además, se hacía pis por las esquinas, como un cachorro. El veterinario nos sugirió sacrificarla, pero dijimos que no. Poco más tarde empezó a vomitar todo lo que comía y se pasaba el día tumbada en su cestita, gimiendo bajito, así que volvimos a llevarla al veterinario, que esta vez nos vino a decir que la perra tenía el hígado hecho migas y que no iba a sobrevivir, que en nuestra mano estaba evitar que sufriera y proporcionarle una muerte dulce. Así que le pusieron una inyección y ése fue su fin.

Y no sé por qué me acuerdo de aquella historia precisamente ahora, porque se me vienen las lágrimas a los ojos, y creo que no exactamente por la perra.

La misma resignación nos falta para aceptar la muerte. Esta tarde, en la UVI, había dos señoras venga a llorar. No me sonaban ni de lejos, estoy casi segura de que no las había visto antes. Estaban dando todo un espectáculo bastante incómodo, sobre todo para los que nos venimos esforzando en contener las lágrimas por no desanimar más aún a los que tenemos alrededor. Un señor que iba con ellas ha comenzado a amenazar a uno de los ATS con el puño, a gritos, y no me he enterado muy bien de lo que decía. Al final al señor se lo han llevado entre dos celadores y un guardia de seguridad. Después Caridad me ha explicado que a la madre del señor le habían ingresado de urgencia con unos dolores agudos en el estómago, algo que no parecía nada grave pero que ha resultado ser una peritonitis muy avanzada. Le habían hecho una intervención de urgencia, pero sufrió un
shock
séptico y la mujer no sobrevivió al postoperatorio. El hijo prefería culpar a los médicos que al destino, o a la madre naturaleza, o a la misma paciente o a su familia, a los que no se les había ocurrido visitar al médico antes, cuando la cosa aún se hubiera podido solucionar.

De la misma forma que no vemos gordas en las revistas de moda ni en los programas de televisión, tampoco vemos la muerte a nuestro alrededor. Ya nadie o casi nadie lleva luto y nunca se habla de los familiares muertos, como si no existieran. Sólo cuando cuentas que tu madre está en el hospital descubres que a la mayoría de tus amigos les falta un padre, o una madre o un hermano, una ausencia que hasta ahora nunca habían mencionado. Me recuerda un poco a lo que pasaba en el
Mundo Feliz
de Aldous Huxley, cuando de vez en cuando alguien vislumbraba el perfil o el humo de los crematorios pero no acertaba a recordar para qué servían aquellos edificios.

20 de noviembre.

Sigue igual. Abre un pelín los ojos si se le grita al oído y de vez en cuando ladea la cabeza ligeramente o mueve la boca. Eso no quiere decir que nos entienda o que sepa que estamos ahí: puede tratarse de simples actos reflejos. Aunque Caridad intentó animarme y me dijo que estaba segura de que entendía, porque por la mañana le había preguntado si le dolía mucho y ella movió la cabeza para decir que no. Me gustaría creer a Caridad, pero a nosotros no nos ha hecho ningún gesto revelador. Sé que sabe que estamos ahí, pero su percepción podría ser tan limitada como la tuya, que sabes quiénes somos y entiendes nuestro tono, pero no comprendes nada de lo que te estamos contando.

Resulta curioso cómo la vejez acerca a los humanos al estado de bebé. Porque ahora ella es como tú: incapaz de moverse o incluso de sobrevivir sola. Y, sin darnos cuenta, sin querer, sin pensarlo, todos le hablamos como a un bebé, empleando un tono agudo al dirigirnos a ella y moviendo exageradamente la boca.

Me ha sorprendido ver que alguien ha colgado en la cabecera de su cama una estampita de la Virgen de la Asunción. Le he preguntado a Caridad quién la ha puesto ahí y me ha contestado que no está segura, pero que juraría que mi padre, lo que me ha sorprendido todavía más, porque de toda la vida siempre fue muy escéptico con respecto a lo que consideraba supercherías.

Mi madre sufría una cardiopatía congénita que los profesionales no supieron diagnosticarle hasta los veintitantos años. Cuando ella era pequeña, en Alicante, el médico aseguró que sufría fiebres reumáticas. Le costaba muchísimo hacer esfuerzos, se ahogaba si tenía que ascender por un tramo de escalones, no podía cargar con las bolsas si iba a la compra y siempre estaba sufriendo de palpitaciones. Sus manos, desde que yo las recuerdo, llamaban mucho la atención porque eran blancas como la cera, exangües, consumidas, de dedos largos y frágiles como pequeñas cañas de bambú y surcadas, desde las muñecas a los nudillos, de finos ramales verdiazules. Cuando tenía una crisis de palpitaciones los labios se le ponían de color violeta y parecía una resucitada. Por eso había adquirido el hábito de llevarlos siempre pintados y de no salir a ninguna parte sin un pintalabios y un espejito de bolsillo. Este aspecto lánguido y enfermizo no mermaba su belleza, más bien al contrario: de la enfermedad le venía la extrema delgadez y el aire elegante y delicado.

En cualquier caso, le dijeron que no podía tener hijos porque dada su condición un embarazo suponía un riesgo mortal tanto para la madre como para el hijo. Pero ella, siguiendo la tradición, se encomendó en las fiestas de Elche a la Virgen de la Asunción, que dicen que asegura la descendencia, y acabó teniendo tres niñas y un niño, nada menos, y todo, según aseguraba, gracias a la intercesión de la Santísima Virgen, a la que había rezado devotamente implorando protección. Cada quince de agosto se iba a Santa María a la misa de ocho —porque en esa fecha la basílica está a rebosar, y la única misa que no está hasta los topes de fieles es la primera— y le ofrecía a la Virgen un rosario, con el pañuelo bien sujeto en la cabeza, un traje con las mangas por debajo del codo y la falda por debajo de la rodilla y hasta ¡medias!, haciendo como hace en Elche en agosto un sol de castigo, porque entonces los curas exigían que las mujeres entrasen en el templo bien tapadas para «no despertar la lascivia masculina» y le decían a los hombres que les hacían responsables de que sus mujeres y sus hijas fueran decentemente vestidas (porque correspondía al varón, según no sólo la Iglesia sino el Código Penal, corregir a «su» mujer), y también se obligaba a que unos y otros entrasen y saliesen al templo por diferentes puertas, para evitar la fatídica tentación. El caso es que uno de sus médicos me dijo una vez que no nos tomáramos la devoción de mi madre en broma, que hubiera intercedido o no la Virgen, él estaba convencido de que no había mejor medicina que la fe, y que si un enfermo confiaba a ciegas en su curación ya llevaba el médico la mayor parte del camino ganado. Seguro que si su abuelo, mi bisabuelo, hubiera levantado la cabeza la habría vuelto a agachar, avergonzado, por más que lo de mi madre fuera más superstición que otra cosa, porque el resto del año no se comportaba como católica practicante estricta, sino que aparecía por la iglesia cuando quería y podía, no cada domingo como el catecismo exigía.

A la primera niña la llamó, como era menester, Asunción. Cuando se quedó embarazada de mí (cuarta gestación) el peligro se disparó, dado que a la cardiopatía se sumaba la edad de mi madre, dos factores de riesgo combinados. Se pasó todo mi embarazo en la cama, rezando entre susurros y manoseando una estampita de la Virgen. Y es por eso que yo me llamo Eva Asunción (agárrate), aunque no sea normal que dos hermanas compartan el mismo nombre. Y cuando escribo esto me doy cuenta de que ninguno de mis dos nombres es sólo mío, que desde la misma cuna mi identidad descansaba en un préstamo.

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