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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (43 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Cinco figuras vestidas de negro arrastrando un carrito de bebé bajo un sol de justicia en medio de un secarral. Cinco figuras que por fin llegan al coche de Jaume y emprenden camino a una terraza de Elche. A una de esas figuras, tu madre, la acometen accesos de llanto intermitentes. Todos la compadecen pensando que llora por su madre y ella no se atreve a explicar que llora por sí misma.

A las cinco menos cuarto en punto estamos en el portal de la que fuera casa de mi madre en Alicante. Nos toca esperar en el bar de enfrente porque mi familia no aparece hasta las cinco y media pasadas, sin ofrecer explicaciones, por supuesto. Nos despedimos afectuosamente de Gabi, Jaume y Manolo —quienes ni se dignan a mirar a mi hermano, por cierto, y son correspondidos con la misma glacial indiferencia— y subimos a recoger nuestras maletas, que habíamos dejado allí por la mañana. Después mi hermano, quién si no, decide la distribución de la comitiva de vuelta a Madrid. Mi padre, Eugenia y él, en su coche, uno de esos grandísimos y flamantes híbridos entre todoterreno y vehículo lunar, con relucientes faros y poderosos parachoques, de esos que casi reclaman escalerilla o taburete para acceder al interior, como bien notaron tanto Eugenia como mi padre, y que aupan al conductor, mi hermano, el bajito, en una especie de carroza desde la que puede observar desde arriba al resto de vehículos que pueblan la carretera —menos autobuses y camiones, claro—. En definitiva, el sueño de todo señor acomplejado por su tamaño, en una nueva interpretación, mucho más actual, de aquel refrán: «Caballo grande, ande o no ande», y es que no hay nada como un coche bien tremendo para curar complejos y epatar a los demás con la única grandeza de que sus dueños pueden presumir. Y suerte tuvo Reme de quedarse en Alicante, porque si no también habría tenido que auparse a semejante engendro galáctico y soportar, durante todo el camino, la humareda de tabaco negro y las fardadas de Vicente sobre velocidad, tracción, o válvulas del motor, discurso inteligible tanto para ella como para Eugenia.

Mis hermanas se repartieron cada una en sus coches con sus respectivos niños y a nosotros nos tocó ir en el coche de Julián, que no debe de haber oído hablar de cosas como la ecología o el desarrollo sostenible y que piensa que para qué va a viajar su familia en un coche cuando tienen dos. Conste que no ha traído el coche por mí, que a una lo mismo le daba volverse en tren, y de hecho él ha realizado el camino de ida a Alicante solo mientras nosotros lo hicimos con mi padre y Vicente, pero es que Julián dice que no le gusta viajar con los niños en el coche y por eso se los deja a Asun, aunque a veces pienso que lo que no le gusta es ese mareante deje a
L'Air du temps,
el aura a edulcorado paraíso que te inunda la nariz en cuanto pones un pie en el coche de su señora. Lo que no entiendo es por qué, si no quiere viajar con sus propios hijos, accede a viajar con un bebé, pero tampoco estoy yo como para preguntar mucho, porque yo sólo quiero subirme en el coche y largarme de una vez. Así que ahí estoy, plegando tu carrito para introducirlo en el maletero del flamante Mercedes (un maletero amplísimo, de esos que hacen pensar en películas de mañosos en las que el cuerpo del chivato recién ajusticiado viaja en el portaequipajes del coche de un Estado a otro), cuando se acerca mi hermano Vicente, purito en mano, como siempre y, a modo de despedida, intenta plantarme los dos besos de rigor. El olor a tabaco negro me asquea. No tengo ni ganas de besarle ni motivos para hacerlo. Y aparto la cara.

Y en ese momento mi hermano se vuelve loco.

O quizá, como decía Manolo, siempre lo estuvo, pero el caso es que ahora lo demuestra, porque se le va completamente la cabeza y empieza a gritar como un poseso.

—¿Pero tú quién te crees que eres? ¡Egocéntrica de los cojones! ¡Bastante jodida está esta familia para que vengas tú a joderla más! ¡Ya estamos hartos de ti y de tus numeritos histéricos! ¡Tú estás loca y siempre lo has estado!

Ni mi padre, ni mi compañero, ni mi cuñado, que han presenciado la escena, intervienen, y ante esa pasividad todo mi desasistido yo se repliega al interior de una única y absoluta sensación enferma de fatalidad inminente, y me quedo allí, contemplando a mi hermano con fascinado horror, plantada como una palmera más en una calle cualquiera de Alicante, frente a un maletero tan amplio como un armario, con un carrito de bebé a medio doblar en la mano. Mi hermano trepa a su coche y se planta en el asiento del conductor. Mi padre, sin decir palabra, se sienta a su lado. El coche arranca y desaparece por la avenida y Eugenia, desde el asiento de atrás, me dice adiós con la mano. Yo me miro las mías y noto que estoy temblando como un animal aterrorizado, con la misma violencia histérica con la que tiembla el perro cuando escucha truenos y se esconde bajo la mesa.

Recuerdo aquella terapia de grupo a la que asistí, la misma historia repetida en boca de tantas mujeres diferentes. Cómo había aprendido que si yo soportaba los gritos y las humillaciones era porque estaba entrenada para ello, porque aquél era el trato que había recibido toda la vida, porque había aceptado desde pequeña el papel de víctima. Mi hermano había seguido un patrón de libro, de manual de asistente social: primero se busca una falta que no existe, luego se ataca a la persona en razón de esa falta recurriendo al grito, a la humillación y al insulto y sin dejar posibilidad de réplica. Y si la atacada intentara defenderse se la desautoriza llamándola loca o mala persona. Y todo eso lo había aprendido de mi padre, que solía hacer lo mismo en aquellos tiempos en los que discutía con mi madre constantemente, cuando se empeñaba en repetir a todas horas aquello
del favor que le hizo al casarse con ella y
daba a entender —pero cómo podía saberlo yo por aquel entonces— que en el tiempo en que él la conoció ya era ella mercancía usada, de saldo, que se le había pasado el arroz y que sólo un viudo viejo podía querer llevársela; cuando decía lo
del favor que le hizo al traerla a Madrid
refiriéndose, me temo, a que la había apartado de las habladurías y los chismorreos; cuando vivía devorado por el monstruo de ojos verdes, los celos que sentía de Miguel, de un Miguel que seguía, efectivamente, enamorado de ella, de un Miguel que, según me confesó Reme con voz trémula en el velatorio de Alicante, ahora podría estar por fin bien a gusto, teniéndola cerca en el cielo, si es que el cielo existe, a su lado tal vez ya que siempre la había querido cerca aunque no pudiera tenerla, y por eso, por su ausencia, acabó matándose cuando mis padres se marcharon a vivir a la capital, porque ya nada tenía sentido para él si al menos no podía verla cada día.

Y es ahora, que sé todo esto, cuando me doy cuenta de que probablemente la bruja Juli siempre tuvo razón, de que mi padre estuvo más enamorado de mi madre que ella de él. Pero ¿se puede llamar amor a un sentimiento que le lleva a uno a destruir el objeto presuntamente amado?, ¿tenía razón Wilde cuando dijo aquello de que todo hombre acaba por matar a lo que ama? Me da vueltas la cabeza, no estoy en situación de desenmarañar este lío y a fin de cuentas aquélla era su historia, no la mía, por mucho que yo naciera a consecuencia de ella, y sé que nunca la conoceré del todo, que no entenderé sus mecanismos o resortes y no tiene sentido que me empeñe en descifrar un misterio que a mí no me pertenece.

Subí al coche en estado de
shock.
Tu padre y tu tío seguían sin decir nada. Nadie allí decía nada. Yo lloraba y quería dejar de llorar, pero no podía reprimir el torrente de sal picante de las lágrimas. Estuve sollozando durante kilómetros y horas. Quería parar, pero no podía: el miedo era como un motor enloquecido que, una vez puesto en marcha, no había forma de aplacar. Y todo ese tiempo no hacía más que pensar en cómo me iba a suicidan Fantaseaba con escribir un testamento en el que dejaría muy claro que mi hija —tú— debía mantener el mínimo contacto o ninguno con mi familia, para después inyectarme una sobredosis letal de heroína de forma que todo pareciera un accidente y no un suicidio. Te parecerá una fantasía infantil, Amanda, y cuando leas esta carta pensarás que tu madre estaba loca. Y lo estaba. Loca de atar, ida, completamente enajenada. A tu madre la estaba consumiendo una frustración infantil que le impedía distanciarse de los problemas de los otros y era incapaz de decirse a sí misma que podía vivir sin necesidad de la aprobación o el cariño de quienes no estuvieran en condiciones de dárselo, consumida por su propia obsesión narcisista, por esa manía de verse sólo reflejada en los ojos ajenos, de no saber explicarse a sí misma de otra manera que a través de las palabras de los demás y magnificando por ello situaciones que habría podido manejar sin esfuerzo de no estar empeñada en exagerar su importancia. Yo espero que cuando leas esta carta, si en algún futuro lejano llegas a leerla, hayas cumplido los veinticinco años, y sería muy feliz si no llegaras a entenderme, porque eso significaría que nunca habrás pasado por un momento parecido y, por ende, que algo habré hecho bien en la vida, que habré criado a una mujer con autoestima, entera, segura, a una mujer que no sea como yo, pero soy perfectamente consciente de lo peligroso que resulta proyectar en los hijos nuestras carencias y esperar que ellos consigan los triunfos que nosotros no fuimos capaces de alcanzar. Ojalá, Amanda, no heredes de tu madre este carácter depresivo y esta incapacidad para establecer distancia. Ojalá, Amanda, tú seas una mujer de acción y no de sentimiento, porque el que siente no avanza, se queda paralizado como yo en medio de una calle con un carrito de bebé en la mano a medio doblar, en medio de la vida, sin atreverse a avanzar, porque el mundo, Amanda, es patrimonio de quien impone su voluntad a sus emociones, porque la vida es una guerra y cada día una batalla. No debe uno quedarse quieto nunca, y mucho menos retroceder ni para tomar impulso. Espero que cuando leas esto, si lo lees, no simpatices con tu madre, no la entiendas, no la apoyes, espero que me odies cuando sepas que fantaseé con matarme y dejarte sola y sin mi apoyo, espero que de ninguna manera puedas comprender por qué cuando una se sume en un estado depresivo grave lo que al día siguiente encontraremos ridículo no nos lo parece en ese momento y sí se muestra, en cambio, como una solución justísima y de una claridad meridiana, espero que no comprendas un razonamiento que machaca en la cabeza diciendo así: «Es verdad, soy una inútil, y nunca voy a poder hacer nada bien jamás, y ya estoy tocada para siempre, porque vengo de una familia de locos y eso nunca se supera, y lo único que voy a conseguir en mi vida es hundirle la existencia a mi hija y a todo el que se acerque, y lo mejor es que acabe con esto de una vez de la manera más rápida posible. »

Me vino a la cabeza en aquel Mercedes, en aquel trayecto Alicante-Madrid, una bronca terrible que me montó una vez aquel novio que quería a su guitarra más que a mí y al que dejé de ver porque preferí creer lo que me habían predicho unas cartas y lo que simbolizaba una brújula que un borracho me entregó en un bar. Recordaba cómo en aquella bronca me había calificado de egocéntrica y loca. Tal y como había hecho Vicente conmigo, tal y como mi padre solía hacer con mi madre. Y pensé que cuando él me insultaba, ya sembraba sobre campo abonado, sobre todo porque trataba con una mujer sin arrestos, asustada de antemano. En fin, yo deseo, Amanda, que cuando crezcas nunca te conviertas en una idiota, en una idiota mayúscula como yo.

Después de aquella bronca con aquel novio volví a casa y me puse a beber, yo sola, chupito tras chupito de vodka hasta que me ventilé una botella entera a palo seco, sin naranja ni limón. Y cuando acabé la botella se me ocurrió la feliz idea de sacar al perro a pasear a las cinco y media de la mañana. Y así me encontré en una plaza de Lavapiés desierta, sin coches. Creo que era lunes. El silencio, en comparación con el bullicio que de día y al sol reverbera en la plaza, parecía inmutable, y daba la sensación de que el aire de la noche se había quedado paralizado. Donde quiera que miraba, el paisaje nocturno sólo me sugería la negación del movimiento, la suspensión de la continuidad. Los coches estaban aparcados, el quiosco cerrado, las persianas de los cafés bajadas, las puertas candadas, las luces de las ventanas apagadas. No había nadie en la calle, nadie, ni siquiera algún borracho que volviera de un garito o cualquiera de los camellos que se apostan en las esquinas a vender material. Todo parecía quieto como la muerte. Pero de repente empecé a notar que la plaza se movía, que el suelo se agitaba bajo mis pies y que el cielo entero giraba de costado, con las estrellas revolviéndose como la purpurina de esos pisapapeles que parecen una bola de cristal rellena de agua y falsa nieve que cae sobre un paisaje de mentira.

Cuando abrí los ojos no recordaba nada más. Cada pensamiento, cada imagen, parecía tener una existencia arbitraria, como si se hubiera cortado la conexión entre unas cosas y otras. Estaba en una cama de una sala de hospital y allí, a mi lado, estaban mis padres y mis hermanas. Luego, cuando las cosas empezaron a tomar sentido, cuando me enteré de que me había desmayado o que quizá había sufrido un ataque epiléptico, que en cualquier caso me habían encontrado tirada inconsciente en una acera, sólo pude preguntar por el perro, que se había convertido en mi única obsesión. Quería saber qué había pasado con él una vez que el mundo había retornado al ámbito de lo posible. Y fue entonces cuando mi padre me preguntó cómo podía ser tan insensible, cómo podía preocuparme tanto por un animal y tan poco por ellos, por el susto que les había dado. Recuerdo claramente que me dijo: «¿Cómo has podido hacernos esto?»

Y en aquel momento lo acepté, acepté su palabra, acepté lo malísima que era por haberle pegado a mi familia semejante susto, por emborracharme hasta quedar sin consciencia y haber estado a punto de morir de una pulmonía tras pasar varias horas al raso de la noche, hasta que el dueño de un bar me encontró cuando se disponía a abrir su establecimiento y avisó al Samur. Él fue, por cierto, quien acogió al perro hasta que yo volví a casa, dato del que me enteré más tarde, cuando a mi padre se le pasó el enfado y por fin me lo explicó.

Pero en cuanto a su reproche, a esa pregunta enmascarada de acusación que flotó en el aire todo el tiempo que estuve ingresada y que se mantuvo hasta mucho después como un abismo entre nosotros, debo decirte que, ya recuperada, tuve la tentación de replicarle a mi padre que él no era tan importante como para que yo fuera a poner en peligro mi vida sólo por fastidiarle a él la suya. Y que si tanto le importaba lo que a mí me pasaba, entonces ¿por qué nunca parecía interesarse por mi vida, por mi trabajo, por mis problemas?, ¿por qué ni siquiera había pisado una sola vez mi apartamento desde que lo compré y me endeudé hasta las cejas en una hipoteca a treinta años que había acabado por convertirse en mi pequeña tortura mensual?, ¿por qué ni siquiera se había interesado por saber cómo se llamaba el hombre con el que yo llevaba cuatro años acostándome y peleándome?, ¿por qué sólo un día antes, cuando llegué tarde a la típica comida dominical en familia, nadie preguntó si había razones para mi retraso, si me encontraba bien o mal y, en vez de ello, lo primero que hicieron fue echarme en cara a gritos mi demora?

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