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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (40 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Me gustaría poder decir que la tristeza se me había agarrado al estómago, pero mentiría. Ni siquiera sé si estaba triste, porque todo resultaba tan desconcertante y surrealista como para pensar que aquello no era sino un sueño, que antes o después volveríamos a la vida real en la que no habría habido ni muerta ni tanatorio. Y lo cierto es que para las diez ya tenía un hambre de náufraga, y no sólo yo, sino toda la familia. La tía Reme se quedó en la sala, porque se empeñó en que no podíamos dejar a mi madre sola y porque estaba enfrascada en una charla muy animada con la Mulá, y nos bajamos a la cafetería. Tu padre decidió volver hacia Alicante, con Laureta y sus niños y contigo. Entendimos que yo debía quedarme a hacer noche, o al menos parte de ella, en el velatorio.

La cafetería estaba hasta los topes y más animada que una
rave
en Kapital, pues allí estaban todos los que habían ido a acompañar al finado de los Paredes. Supongo que habrían empezado por los cafés, pero después ninguno había podido resistirse a la tentación de los solysombras a un euro veinte y los cubatas a dos cincuenta, con lo que más de uno y más de dos se estaban agarrando una tajada soberana aprovechando que se habían encontrado en el tanatorio con amigos a los que hacía tiempo no veían. Aquí me topé con el primo Gabi, que traía con él a Jaume y a Manolo, compañeros de correrías y aventuras en Santa Pola desde que teníamos ocho años, quienes parecían afectados de verdad por lo sucedido, porque al fin y al cabo mi madre les había hecho en aquellos veranos quién sabe cuántos bocadillos de Nocilla. Nada más vernos, los tres se dirigieron inmediatamente a la mesa donde estaba sentada mi familia a dar el pésame. Tanto mi padre como mis hermanos los recibieron con exquisita corrección (ya sabemos que los Agulló somos muy finos), y sin embargo se notaba cierta tensión en el intercambio de saludos, y es que a Vicente nunca le cayeron bien Jaume y Manolo. Lo cierto es que mi hermano estaría dispuesto a jurar a todo aquel que le escuchara que él de homófobo no tiene un pelo, pero el caso es que tampoco ha tenido un amigo gay en su vida, y ni Jaume ni Manolo van precisamente ocultando su condición. La situación no era tensa en apariencia, pero yo, que conozco bien a mi familia, entendí enseguida que lo mejor era retirarme, así que me levanté de la mesa y me fui a cenar a la barra un pincho de tortilla que compartí con mis amigos y que, a juego con el ambiente de tanatorio, parecía recién embalsamado.

Tras la cena subimos otra vez al velatorio. Allí estábamos Reme, Eugenia, mi hermano Vicente, mi padre, cuya expresión era casi tan rígida como la del cadáver que estaba velando, mis tres amigos y yo. Resultaba muy difícil iniciar una conversación de circunstancias, pero Jaume se esmeró y atacó con los tópicos de siempre, que si no somos nadie y que qué gran mujer era, como si no hablara un chico de treinta años sino una maruja de cincuenta. En algún momento mi padre intentó ser amable y recordar anécdotas de Santa Pola, cuando mi madre le limpiaba a Jaume los mocos, y me dio la impresión de que ese esfuerzo de buscar algo agradable que hiciera menos penosa la obligación de velar era una metáfora de la vida misma, que no es sino una lucha constante para intentar hacer menos duro lo que siempre lo es. Y en esto estaba pensando, cansada en lo físico y en el alma, con el cuerpo molido de vivir y la cabeza agotada ya de esa tristeza solemne que siempre habita en las reflexiones a deshora, cuando entró un señor desconocido, de unos cincuenta años, que se quedó mirando a mi madre con los ojos desmedidos y acto seguido se puso a llorar casi a gritos. Por un momento pensé si no sería el notario aquel con el que mi madre estuvo a punto de casarse en la juventud, pero luego caí en la cuenta de que si aquél era ya entonces mayor para mi madre, probablemente hacía tiempo que ya habría dejado este mundo. Sin embargo, aquel señor parecía no haber cumplido los sesenta. Miré a mi padre y, por su expresión, adiviné inmediatamente que tampoco él sabía quién era el visitante. En aquel momento el lloroso desconocido se desplomó sobre uno de los sillones de escay de la sala y casi de inmediato se puso a roncar con gruñidos tales que cualquiera habría dicho que había un cerdo suelto hozando por el tanatorio.

—¿Y éste quién es? —susurró Jaume, aunque bien lo podía haber preguntado a gritos, porque estaba claro que a aquel señor ya no lo movía ni una grúa.

—Yo no lo conozco de nada —aseguró mi padre—. ¿Y tú, Eva? —me preguntó, como dando por hecho que si algún indeseable se personaba en el velatorio de mi madre, el susodicho sólo podía haber llegado invitado por mí.

—De nada —respondí—. No lo conozco de nada.

—Este señor apesta —apuntó la tía Eugenia.

—A alcohol, entre otras cosas —añadió Reme.

—Yo creo que venía al otro velatorio y se ha equivocado —opinó Manolo.

—No sé, chico... Me extrañaría, parecía muy afectado... —Reme siempre tan ingenua, la pobre.

—Pues ahora a ver quién lo mueve de aquí —dijo mi padre, visiblemente enfadado.

Entretanto el señor seguía bramando como una segadora mientras la voluminosa tripa subía y bajaba al ritmo de sus estrepitosos resuellos.

Manolo se acercó al señor e intentó despertarlo, al principio golpeándole ligeramente en el hombro («¿Señor... ? ¡Despierte, señor!»), y al final zarandeándole sin contemplaciones, pero el tipo ni se inmutaba. Jaume sugirió avisar al amable Frankenstein que nos había recibido al llegar para que se lo llevara, pero el caso es que siempre cabía la posibilidad de que el señor fuera de verdad un pariente lejano o conocido de mi madre, y entonces no sería cuestión sacarle de allí a la fuerza. Ésa era la opinión de Reme, que no coincidía con la de mi padre, que pensaba que nadie, fuera o no pariente de la finada, podía ponerse a roncar en un velatorio así como así.

En ese momento llegó un nutrido grupo de amistades, ilicitanos todos ellos, a quienes conocíamos bien aunque tampoco fueran íntimos de la familia: Fina la verdulera, Marga la de la pescadería y Lucía Lozoya la del
delicatessen,
acompañados de un montón de caras que nos resultaban familiares pero a las que no sabíamos poner nombres. Venían todos ellos visiblemente achispados —o eso dedujimos de inmediato, porque ninguna persona sobria se pone a cantar
La Manta al Coll i el cabasset
en una ocasión así— y al minuto estaban arremolinados frente al féretro de mi madre, contemplándolo presos de lo que parecía hondo y colectivo pesar. En ese momento mi padre se levantó y anunció con determinación:

—Se acabó. Nos vamos a casa. Este velatorio se da por terminado.


Fill meu, qué fas?, que asó no pot ser
—dijo Reme en valenciano, para mi gran sorpresa porque la tía, que es de muy buena familia, siempre ha hablado en impecable castellano—. ¿No ves que no podemos dejarla aquí a la pobre?

—La pobre, como comprenderás, no está ya como para enterarse de si se queda sola o acompañada —dictaminó mi padre, tajante—. Y mañana tenemos que estar bien enteros para el entierro y el funeral. Así que nos vamos y no se hable más. —Y dirigiéndose al grupo de dolientes espontáneos—: ¿Han oído ustedes? ¡Que esto se ha acabado! —Y a nosotros—: Eva, hija, baja a avisar al señor de recepción de que nos vamos y de que hay que cerrar esta sala. Y vosotros, Jaume y Manolo, despertada... a ese señor, y sacadlo de aquí.

En cinco minutos la reunión estaba disuelta, la sala cerrada y nosotros cinco, Vicente, Eugenia, Reme, mi padre y yo, de camino a Alicante.

Cuando llegué, a las cinco de la mañana, tu padre y tú dormíais en mi antigua habitación, tan profundamente que la luz no os despertó y ni siquiera os agitasteis. Y yo caí completamente derrotada, hundiéndome otra noche más en un reposo inmóvil y vacío de imágenes en el que se dormía pero no se soñaba.

El día siguiente fue catastrófico.

A las once menos veinte salíamos de nuevo hacia el tanatorio, pues el funeral se celebraría en la misma capilla del complejo funerario, sita en la ampliación del vestíbulo del edificio y evidentemente concebida por el mismo arquitecto que diseñó el adyacente horror mortuorio, con la misma composición de mármoles y adornada con profusión de idénticas flores de plástico polvorientas idénticas a las que componían el arreglo que habíamos visto en el vestíbulo el día anterior. El altar, por supuesto, también era de mármol valenciano, de un blanco refulgente, y estaba presidido por un crucifijo de hierro forjado neocubista de lo más setentón. En definitiva, por mucho que se diga que la estética es una cuestión subjetiva y que lo que es bello para algunos puede no serlo para otros, la fealdad de aquella capilla era incuestionable. Y aplastante, pues transmitía una extraña sensación de agobio, de opresión. Parecía que hubiera fuerzas hostiles e incorpóreas ejerciendo presión desde aquel recinto presuntamente sagrado.

La ceremonia transcurrió como suelen suceder las ceremonias de este tipo, una misa católica con sus repetidas letanías parecidas a las que yo recitaba en la infancia, pero renovadas. El Padrenuestro, por ejemplo, ya no era el mismo que yo aprendí, ni tampoco el Credo. Como el cura no había conocido a mi madre y por lo tanto no pudo hacer un panegírico de la finada, en vez de ello se fue perdiendo en tópicos y lugares comunes sobre la vida que les espera a los justos en el Reino de los Cielos y a la derecha del Padre. Hubiera podido resultar solemne de no haber sido tan amanerado, porque aquel cura tenía una pluma tremenda y, en cuanto empezó a hablar, Gabi, Jaume y Manolo, desde la tercera fila, no dejaron de dirigir miraditas y gestos cómplices hacia mí, que estaba en la primera intentando esquivarlas o no darme por enterada, pues me daba cuenta de que si mi padre sorprendía alguno de aquellos gestos se iba a enfadar de veras. La media hora de ceremonia se me hizo eterna, pero de alguna manera me encontré con que habíamos llegado al final sin advertirlo. Entonces llegaron unos señores vestidos de traje negro y corbata y se llevaron el féretro, que había permanecido allí, todo el rato, frente al altar, cubierto de una corona de flores blancas. Y naturales, gracias a dios.

Intenté avanzar como pude por el pasillo central hacia la salida, tarea harto difícil porque a cada metro me interceptaba una prima, una tía lejana, una vieja amiga de mi madre que me había oído en la radio o que había leído mi libro y que ardía en deseos de contarme qué gran mujer había sido mi progenitura o qué mona era yo de pequeña cuando ceceaba y llevaba coletitas. Se colgaban de mí como niños mendigos que abordaran a un turista en una capital árabe, reclamando mi atención y mis palabras como si yo fuera una celebridad, lo cual probablemente sí era, a sus ojos. Yo buscaba a tu padre con los míos, pero tu padre no estaba. Ni siquiera había asistido a la ceremonia, había permanecido todo el tiempo fuera de la capilla con la excusa de que debía atenderte a ti y enmascarando así la verdadera razón de su ausencia: que detesta las iglesias y los ritos. Por fin llegué a la entrada del recinto y alcancé a ver a lo lejos a la comitiva que se disponía a dirigirse al cementerio, situado a un tiro de piedra del tanatorio. En ese momento, mi hermano Vicente empezó a gritarme desde la distancia:

—¡Eva, por el amor de Dios! ¡Que llegamos tarde!

Le hice gestos para indicarle que estaba con Gabi, Jaume y Manolo, y que les seguiría por mi cuenta en cuanto pudiera reunirme con tu padre y contigo. Y cuando por fin os tuve a todos a mi lado, nos dirigimos al cementerio.

En la puerta del camposanto los cipreses, caldeados por el sol, despedían una especie de aliento fúnebre, como un perfume denso, oscuro y profundo. Mi hermano nos esperaba echando llamas por los ojos. Avanzó hacia mí dando zancadas, me agarró del brazo con violencia y me apartó del grupo como si fuera un policía.

—¿Qué hacen ésos aquí?

—Pues vienen con...

—Ésos no pueden entrar porque no son de la familia y ésta es una ceremonia íntima, ¿me has entendido? Ya les estás diciendo que se vayan por donde han venido, ¡que eres gilipollas!

Y acto seguido, se dio la vuelta y se internó por un camino que serpenteaba, entre las tumbas, hacia el panteón familiar, sin permitirme réplica ni explicación, dejándome tirada en la puerta del cementerio con la palabra en la boca y lágrimas en los ojos.

Mis amigos se acercaron. Tu padre y tú os quedasteis algo rezagados.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ha dicho?

—No sé... —no me atrevía a decirles la verdad, pero tampoco a decirles que entraran al camposanto, pues la actitud de mi hermano me había asustado—, no me encuentro bien —dije, y era verdad: se estaba apoderando de mí un cansancio infinito—, quizá sea mejor que descanse.

—Claro nena, es normal, la impresión... —dijo Jaume.

—Sí, vamos a buscar un banco y te sientas —añadió Manolo, solícito.

—Igual lo mejor va a ser que no entremos al entierro —aventuró Gabi—, porque si no te encuentras bien puede que no te convenga la impresión. Lo de las paletadas de tierra sobre el féretro, ya sabes... es muy desagradable. Además, tampoco es cosa de entrar con la nena, que es un bebé —añadió señalándoos a tu padre y a ti, que teníais pinta de enteraros de lo mismo. O sea, de nada.

Nos sentamos en un banco en la misma puerta del cementerio. El sol caía a plomo y la luz lo inundaba todo de amarillo con exagerada lentitud. Y en ese momento fue cuando me eché a llorar, cosa muy rara en mí que, como buena Agulló, nunca lloro en público. Sin embargo, de repente noté cómo me ardían los ojos y me atravesaba un sollozo en la garganta que me impedía respirar, un torrente de rabia e impotencia que se solidificaba dentro del pecho. Gabi me abrazó y me hundí en su pecho, aspirando un aroma familiar, a infancia, a tardes jugando al escondite en Santa Pola y a primeros besos robados entre primos. Y yo sabía que Gabi pensaba que lloraba por mi madre, pero yo no lloraba por ella, lloraba por orgullo, lloraba por la humillación de haber asistido al momento en que mi propio hermano le negó la entrada a mis amigos y por no haber sabido defender mis derechos y los suyos, lloraba porque detesto que me griten y porque me he pasado toda la infancia escuchando gritos e imposiciones, jugando al papel de la hermana pequeña a la que nadie considera, lloraba porque pensaba que nadie me había visto como una adulta y que yo misma no había aprendido nunca a verme como tal, y que aún me comportaba como una niña que acepta órdenes y reprimendas. Pero ya no era una niña, acababa de perder a mi madre y no podía jugar ya el papel de hija, tenía que empezar a comportarme como madre, y no me sentía capaz, ni siquiera encontraba fuerzas para desenterrar la cabeza del pecho de Gabi o de levantarme de aquel banco.

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