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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (41 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Y en ese momento escuché un rumor de grupo que se acercaba y me di cuenta de que el entierro debía de haber acabado ya. El cura ya habría leído el responso y a continuación habrían introducido el féretro en el panteón sin paletadas de tierra, como Gabi creía, porque no se trataba de ese tipo de sepultura. Alcé los ojos y vi cómo una especie de nube negra se acercaba hacia nosotros, y cuando se fue concretando más empecé a distinguir en medio de aquel borrón contornos y figuras familiares, el perfil inmediatamente reconocible de mi padre, de mis hermanos, de mis cuñados, y a figuras que no eran familiares, a perfectos desconocidos que no sabía reconocer pero a los que nadie había negado la entrada al cementerio. Y entendí que la imposición de Vicente nada tenía que ver con el hecho de que existieran unos lazos de familia que debían respetarse para compartir los rituales más íntimos, sino a la necesidad de dejar claro que nuestra madre era más suya que mía, pues nunca la sintió tan cercana como la sintió en la muerte, y a la de demostrar su poder, su superioridad, después de que una vez más yo le hubiera robado el protagonismo, bien que sin desearlo, de la misma forma que llevaba haciéndolo desde pequeñita, desde que ceceaba y llevaba coletitas y le quité el puesto al nene, aquel nene espectacular, el querubín rubio entre las dos hermanas morenas, el de los ojos azules inmensos y asombrados, el niño frente a cuyo cochecito se paraban todas las señoras de Alicante deshechas en alabanzas, triste príncipe destronado al que nadie volvió a hacer caso nunca más en cuanto nació una niña más pequeña y más rubia que él. Nadie volvió a llamarle rey de la casa, ni siquiera su madre, sobre todo su madre, la fue perdiendo desde pequeño, me temo, y cuando la tuvo que dar por definitivamente perdida hizo lo que ha venido haciendo desde siempre, lo que toda la vida había visto hacer a mi padre, traducir su dolor a gritos, porque los niños no lloran, o eso había escuchado él desde pequeño. Y me acordé de aquel documental que vi en la tele en el que un chimpancé al que sus cuidadores le arrebataban su juguete favorito la emprendía a mamporros con otro chimpancé más pequeño con el que compartía jaula.

La linda Laureta, bella como nunca en su traje negro (a primera vista diría un Sybilla, pero yo no tengo mucho ojo para estas cosas), que armonizaba divinamente con su figura de junco y su melena oriental, avanzó hacia nosotros como si lo hiciera por una pasarela.

—¿Pero qué haces aquí? ¿Cómo no has entrado? —me preguntó con tono indignado a la vez que me repasaba de arriba abajo con la mirada, dejando claro sin necesidad de decirlo que mi aspecto no le parecía el adecuado—. Ay, hija, Eva, cómo eres... Siempre a lo tuyo. —Y desvió entonces la mirada como si mi presencia la alterara.

—No se encuentra bien —le explicó Gabi.

Vicente se acercó para anunciar solemnemente:

—Nos vamos todos a comer a La Finca.

—Yo no voy, no me encuentro bien, y además no tengo hambre.

—Claro, la impresión... —intentó explicar Jaume.

—Ya, y las ganas de llamar la atención —respondió Vicente—. Eva siempre se tiene que hacer notar. Recuerda que a las cinco salimos hacia Madrid, algunos mañana tenemos que trabajar —recalcó el
algunos
con una voz de engolamiento campanudo, como si las demás, yo, no trabajáramos.

—A las cinco menos cuarto la tienes en el portal de la casa de tus padres —garantizó Manolo—. Yo la llevo.

—Eso espero. ¿Tú te quieres venir a comer con nosotros? —le dijo mi hermano a tu padre, que negó con la cabeza—. ¿No? ¿Prefieres quedarte con ellos?

Tu padre asintió con la cabeza, sin decir nada porque, supongo, le parecería obvio que no iba a dejarme sola.

—Pues allá tú. Pero te advierto que dentro de dos minutos ésta estará perfectamente y tú andarás muerto de hambre. Los numeritos de mi hermana nunca duran mucho, lo sabrás tú mejor que nadie, que vives con ella. En fin, hasta las cinco —concluyó Vicente, despidiéndose con una inclinación de cabeza.

—No le he dicho lo que se merece porque estamos donde estamos, pero hay veces en que tu hermano anda pidiendo una hostia a gritos —comentó Gabi al verle desaparecer—. No ha cambiado nada desde pequeñito, qué cruz de niño, por dios.

—Y que lo digas. El repelente niño Vicente —confirmó Jaume.

—Yo creo que está un poco tocado —opinó Manolo.

—No, qué va a estar tocado... Ése sabe muy bien lo que hace y lo que dice —le contradijo Gabi—. Lo que pasa es que es una malísima persona, aunque esté bueno de aburrir.

—¿Qué dices? —preguntó Jaime, alucinado—. Qué va a estar bueno...

—Pues claro que lo está, en su estilo pijo madrileño, pero lo está. Si no de qué iba a poder tener tanta novia.

—Pues por la pasta —le explicó Manolo—, porque yo le veo más bien enano.

—¿Y eso qué más da? Mira Tom Cruise... —insistía Gabi—. Lo que pasa es que lleva encima un complejo desde niño que le ha vuelto gilipollas, y lo digo con conocimiento de causa porque lo conozco desde pequeño, que para eso es mi primo. Siempre estuvo amargado... Claro, las nenas eran más altas que él, más lucidas, más llamativas... Y no ha sabido crecer con eso y así se ha vuelto: un neuras. Y a Eva, como es más pequeña que él y no ha tenido hasta ahora un marido al lado que, según su punto de vista machista, le haga cortarse un pelo, la ha visto siempre más indefensa y es a la que más caña le ha dado.

—No digas esas cosas, no seas bruto. —Manolo siempre conciliador—. El pobre, en el fondo, no es tan malo. Lo que pasa es que tiene sus cosas, como todos, y ese pronto tan bestia que ha heredado de su padre, todo hay que decirlo. Pero yo creo que no es malo, sólo que Vicente está un poco tocado, siempre ha tenido un punto raro, el pobre niño... Pero aparte de eso tiene muy buenas cualidades. A nadie, y menos a alguien de tu familia, lo puedes describir en blanco y negro...

—Mismamente, por ejemplo, Hitler adoraba a sus perros.

El apunte irónico provenía de Jaume.

—Pues ahí quería ir. Que hasta la peor persona tiene algo bueno. Y Vicente cualidades tiene, a montones. Es muy inteligente, eso todos lo sabemos, y por tu madre siempre se desvivió, nadie puede decir que no ha sido un buen hijo. Lo que pasa es que tiene ese pronto que le pierde, pero eso él no sabe evitarlo, y lo peor es que es a él a quien a la postre le pasa más factura, porque el pronto es tan horrible como para que oscurezca sus muchísimas virtudes, y al final todo el mundo acaba pensando que es un ogro, aunque en realidad, en el fondo, no sea tan malo como parece. No sé cómo te diría... no sabe cómo relacionarse, eso es lo que le pasa. Pero yo creo que en el fondo sufre más que el resto. Si fuera más feliz no fumaría tanto.

—Anda ya... —masculló Gabi, escéptico.

—No te hagas mala sangre, Eva, que eso nunca viene bien y menos en momentos como éste, en los que todo se exagera —Manolo seguía en sus trece—. Vicente se pone así por la sencilla razón de que no sabe expresarse. Se le sube el gallito sólo para disimular que está hecho polvo.

—Sí, pero es que me destroza...

—Mira, Eva, a nadie se le puede definir en blanco y negro, ya lo he dicho, siempre hay infinitos matices de gris. Ni tu hermano es un ogro ni tú eres una mártir, sólo que a veces os da por interpretar esos papeles. Pero tú sólo serás la mártir si a ti te da la gana, porque él únicamente te puede hacer daño en la medida que tú le dejes, ¿no lo entiendes? Si dejas que esto te afecte, te dolerá. Pero si no le das importancia, le quitarás todo el poder sobre ti. Además, ya sabes que en todas las familias siempre acaba habiendo broncas en los momentos de más estrés.

—Por eso dice tan sabiamente el dicho alicantino: «Familia y trastos viejos, pocos y lejos» —apuntó Gabi.

—Oye... ¿tú crees que el rumano éste se ha enterado de la movida? Como no habla patata de español... —Manolo intentando cambiar de tema.

—No estoy tan segura, a veces no sé si de verdad no se entera o si finge no enterarse —dije yo.

—¿Y a ti eso no te importa? —preguntó Manolo.

—Pues no me debe de importar, supongo.

—Pero, ¿tú estás enamorada de este chico?

Éste era Jaume.

—Es el padre de mi hija. Lo de estar enamorado no es más que una ilusión pequeñoburguesa.

—Anda, vamos a dar un paseo —Gabi terminó la conversación porque sabía bien que a mí no me apetecía dar más explicaciones—, y a picar algo.

Y al fin y al cabo, qué es el amor sino una invención. No, no hablo del amor que siento por ti, ni del que sentía por mi madre, un sentimiento que se va construyendo poco a poco, contradictorio pero firme porque se asienta sobre unos cimientos muy profundos, sino de ése que causa vértigos, euforia, mareos, falta de apetito y una total necesidad de otra persona, algo así, por ejemplo, como lo que sentí yo en su día por el FMN y que era, entonces sí, una ilusión, un producto de la química cerebral y de la oxitocina, pero también de mi propia imaginación, de la que brotó un amor inventado por el que me dejé llevar, que inhalé en una respiración ansiosa y que retuve, porque pensaba que ese arrebato romántico significaba el preludio de un cambio en el que el FMN tomaría las riendas de mi destino y lo encaminaría por derroteros mucho más plenos e interesantes que los que hasta entonces hubiera conocido; la misma imaginación que proyectó, como si de una pantalla en blanco se tratase, todas mis carencias, mis frustraciones y mis necesidades por resolver y que se fueron a aplicar como un barniz sobre el objeto de mis ilusiones, ocultándome por entero al hombre que había debajo al confundirse con él, como dos figuras superpuestas que no formaran más que una. Ya lo dijo mi admirada Virginia, esa mujer capaz de consignar en sus cartas el restablecimiento de la salud de un hermano que ya había muerto:
el amor es una ilusión,
una historia que una construye en su mente, consciente todo el tiempo de que no es verdad, y por eso pone cuidado en no destruir la
ilusión, y por eso mi pensamiento no era capaz de ver lo que de verdad hubiera debido apreciar, porque no tenía el campo libre, ya que la perspectiva de una vida fácil en Nueva York, lejos del Madrid que tenía asociado a tantas decepciones y dolores, y la admiración que yo sentía por la música de aquel hombre se plantaban allí, obstruyendo la entrada de mi conciencia, estimulando las riendas de mi imaginación y taponando los conductos de mi percepción, porque yo reaccionaba desde el pasado, desde lo que temía y de lo que huía, en un intento desesperado de modelar la forma, aún libre, de mi porvenir. Y de esa manera el FMN que yo me creé y creí, a quien, incluso antes de conocerle, yo había ido elaborando delicadamente a través de la transparente belleza de su música, el FMN imaginado (un prodigio de encanto y sensibilidad, además de un genio musical) que superpuse sobre el FMN real y tangible (un excelente músico —eso era cierto— pero también un tipo soso, cobarde y bastante inculto), resultó ser tan falso como la novia del rumano, quien por fin, en una de nuestras conversaciones en la cena, acabó por confesarme que nunca hubo tal novia. Se la había inventado, tal y como Sonia supuso desde el primer momento, y las noches de ausencia las había pasado en el laboratorio, comprobando resultados de no se qué experimentos y encadenando sueñecitos de cuando en cuando sobre una camilla.

Porque le di miedo, porque le atraje tanto como le aterré, porque aquella escena que vivió la primera mañana que se despertó a mi lado ya la había vivido muchas veces, demasiadas veces, y de ahí que supiera tan bien lo que debía hacer para ayudarme a sobrellevar una resaca que no era proporcional a lo que yo había bebido ni, evidentemente, una de tantas. Desde el principio se dio cuenta que allí había un problema, o más bien reconoció un problema con el que ya había tratado, pues no en vano había convivido muchos años con una mujer que bebía: su madre, que empezó a copear en serio después de que su padre les dejara hacía mucho tiempo, el suficiente como para que apenas le recordara, pues el señor había emigrado a Canadá y de él no sabía más que a través de pocas cartas y menos llamadas, enviadas y recibidas muy de cuando en cuando. Inmediatamente tuvo que asumir el papel de hombre de la casa, y de paso el de enfermero y asistente de su madre, que trabajaba de camarera y solía llegar tan borracha como para que su hijo tuviera que desvestirla, meterla en la cama y prepararle al día siguiente un desayuno a base de remedios anti resaca que había acabado aprendiendo de memoria. Se acostumbró a sus cambios de humor, a sus lagunas de memoria, a su desorden, a que nunca estuviera despierta cuando él se levantaba, a que no hiciera nada, ni el desayuno ni la comida ni la cena, a que contara con su hijo para hacer camas o fregar platos, labores que en su día ella había monopolizado y de las que se había ido poco a poco desentendiendo hasta olvidarlas por completo; dejó de sorprenderse al encontrar vómitos por la mañana en el cuarto de baño y aprendió a limpiarlos sin decir palabra ni quejarse; se hizo a los gritos, a las lágrimas y a las canciones, todos exagerados y todos convocados sin ningún motivo y a veces alternados en rapidísima y absurda sucesión, pues la bebida provocaba en su madre cambios de humor sinusóidicos.

A veces llegaba tan borracha que deliraba, y se ponía a insultar al padre desaparecido como si nunca se hubiese marchado y estuviese allí, delante de las mismas narices, sentado a la mesa de la cocina, o se reía con él de chanzas antiguas, privadas, remanentes de una complicidad amorosa vivida hacía muchos años y después perdida, chistes que el hijo no podía ni quería entender, bromas de aquellos años en que ella había sido guapa, antes de que el alcohol la hinchara como un sapo, le enrojeciese la nariz y le abotargase las facciones. De vez en cuando un hombre la subía a casa, arrastrando su cuerpo inerte por las escaleras, o habría que decir hombres, porque no siempre era el mismo, eran más bien individuos distintos pero muy parecidos entre sí, con la misma nariz roja e hinchada de su madre, los mismos ramales de venillas tiñéndoles las aletas, la misma lengua floja, el mismo aliento agridulce y el mismo falso aire festivo, una necesidad de risas y canciones bajo las que se detectaba fácilmente la desesperación. La mayoría se quedaban, pero algunos, al encontrarse en la casa a un niño que les miraba con ojos grandes y acusadores, se marchaban por donde habían venido después de pasarle al niño la mano por la cabeza como lo harían con un animalito doméstico extraviado. Cuando alguno se quedaba, Anton se tapaba la cabeza con la almohada para no oír los golpes del cabecero contra la pared, los chirridos de los muelles del somier y, sobre todo, unos gruñidos y resoplidos que le recordaban a los de los cerdos que había conocido de pequeño en la granja de su abuela paterna, a la que no había vuelto a ver desde que su padre se marchó. Lo peor es que él quería a su madre, y ella le hacía sentirse querido, por necesitado, y pese a que entendía que la situación era insostenible, sabía de sobra que nunca cambiaría, y sentía una nostalgia casi asesina de su primera infancia y unas ganas desesperadas de largarse lejos de allí, adonde fuera.

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