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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (44 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Aquella mañana me había despertado al lado del novio guitarrista, el mismo cuyo nombre está escrito en un trozo de pergamino encerrado dentro de una botella enterrada en un descampado de la zona de Cuatro Vientos. Eché un vistazo al reloj de la mesilla y me di cuenta de que casi era la una del mediodía y, si no me apresuraba, iba a llegar tarde a la comida. Me levanté de un salto y me dirigí al cuarto de baño. El preguntó a qué venía tanta prisa y yo le contesté que tenía que comer con mis padres, mis hermanos y mis sobrinos. Me dijo que no fuera, que llamara para excusarme, y yo le respondí que aquello no podía ser. No sé por qué sigues esforzándote por complacerlos, dijo él, si al fin y al cabo nunca te hacen ni caso, si no te tienen en consideración, si ni siquiera han querido conocerme, si sólo quieren apartarte de mí... Yo interrumpí: tú tampoco has insistido en que te presentara. Es cierto, dijo él, pero nunca ha salido de ellos. Además, yo noto que nunca te llaman, y he visto la mirada despectiva que me dirigió tu hermano cuando coincidimos a la salida de aquel cine, no me hace falta más. Anda, quédate en la cama, conmigo, y vamos a tener un domingo para nosotros solos... No me quedé en la cama y eso le sacó de sí. Y lo siguiente fue acusarme de egoísta, de manipuladora. No te importo, decía, sólo me haces caso cuando te intereso y cuando ya no te hago falta me tratas como a un
kleenex
usado. Sí me importas, argumentaba yo. Pues, si de verdad te importo, llama a tu familia y quédate aquí conmigo. No puedo, sabes que no puedo... Y así durante diez minutos, veinte minutos, media hora, hasta que él recogió sus cosas y se marchó pegando un portazo.

Los pensamientos empezaron a aparecer en mi conciencia como relámpagos. Trataba de apresar uno, pero los que venían detrás lo empujaban y hacían imposible que me concentrase en alguno. Intentaba canalizar la corriente, pero la resistencia cedía. No sabía cuál de las dos partes tenía razón, si el hermano que había contado a la familia que el chico que me acompañaba a la salida del cine tenía pinta de drogadicto; si el padre que me dijo en su momento que sólo le presentara a un novio si estaba segura de que la cosa iba a durar toda la vida porque, de lo contrario, prefería no enterarse de mis aventuras, pero que sin embargo se mostraba amabilísimo, excesivamente amable, casi al borde del flirteo, con la sucesión de Olgas, Mashenkas, Natalias y Tatianas que acompañaban a mi hermano; o si el novio al que tanto le molestaba que comiera con la familia y no con él, el chantajista sentimental que me ponía entre la espada y la pared, obligándome a elegir entre dos lealtades que tiraban de mí con idéntica fuerza. Como era de esperar llegué tarde al restaurante, y cuando me encontré con la escena que me esperaba empecé a pensar, por vez primera, si no había elegido a aquel hombre precisamente porque se parecía mucho a las dos figuras masculinas más importantes de mi vida, mi padre y mi hermano, pese a que no compartiera rasgos físicos, ni indumentarios, ni de estilo, ni religión, modos o creencias con ellos. Sólo había en común un rasgo de su carácter muy particular: el de creer que a él le asistía siempre la razón y que los demás estábamos desposeídos de ella por principio.

Aquella comida fue el detonante de la espectacular bronca que tuvimos sólo un día después en un bar debajo de mi casa, pues mi entonces pareja no me perdonaba que le hubiera dejado solo un domingo, y después de esa discusión fue cuando me bebí un litro entero de vodka yo sola, etcétera, etcétera, etcétera...

Los recuerdos invaden la cabeza como una marea negra.

En aquel Mercedes blanco, de camino a Madrid, me vinieron a la mente muchas cosas, muchos recuerdos que creía enterrados bajo una espesa capa de silencio, sueño y olvido, como todos esos años de infancia vividos junto a una madre siempre callada que juraba a quien quisiera oírla que su marido estaba loco por ella, como si necesitara repetirlo sin parar para poder creérselo. Pero qué sabía yo de mi madre si no sabía nada, si desconocía por completo que su cuñado, mi tío, estuvo enamorado de ella, si ya se había ido y nunca podré preguntarle si vivió feliz o infeliz, si se casó enamorada o eligió la renuncia por sistema y la resignación por destino, una especie de acomodo sin adaptación, por inercia. Años enteros en los que ella vivió persiguiendo la aprobación de otros como quien persigue el horizonte, que se intuye pero nunca se alcanza, y años enteros de mi vida en los que yo hice exactamente lo mismo. Y toda mi historia, dentro de aquel vehículo, se me confundía en un laberinto donde me extravié de mí. Porque había vivido lo que creía que era mi vida entre la confusión y el ruido, creyendo avanzar cuando sólo me movía en círculos, creyendo amar cuando no hacía sino chocar una y otra vez contra un espejismo del amor que interponía como un cristal entre yo misma y mi reflejo. Hubo quien vivió esa vida, y había sido yo, pero de pronto me sentí como si hubiera despertado de un sueño ajeno, y pensaba que nada de por lo que yo había luchado merecía la pena, ni siquiera mi familia, o quizá y sobre todo mi familia.

Mi familia de origen. Porque la primera familia había dejado de serlo desde que naciste tú.

¿El amor de mi padre? ¿El de mis hermanos? No sé si me quieren, no me atrevería a afirmarlo. Ni siquiera conozco si saben lo que es querer porque no creo que les hayan enseñado, si el amor es algo tan subjetivo como Dios o la literatura, conceptos que cada cual interpreta y aplica a su manera, ni siquiera yo sé lo que es querer si, hasta hace poco, sólo sabía obsesionarme por quien no me quería o por quien representaba lo socialmente aceptable, el sello que imprimir sobre el pasaporte que me permitiera cruzar la frontera que separaba mi mundo del de los otros.

Yo no quería a aquel famoso músico negro, sólo estaba alucinada, transportada y engañada, autoengañada, sólo me atraía el hecho de que el mundo le quisiera, de que miles de personas compraran sus discos, incluso de que los porteros de los
clubs
de lujo supieran su nombre. En algún rincón de mi cabeza suponía que su encanto se me contagiaría, que mientras estuviera a su lado no tendría que esforzarme como siempre por conseguir la aprobación ajena, que la adquiriría por ósmosis, por contacto.

¿Mi padre siente algo por mí? Ignoro lo que siente por mí, porque apenas lo conozco ni lo entiendo. Sé que dice que me quiere, como sé que yo nunca lo he sentido así, nunca. Sé que me hace daño, que me hunde, que cada vez que le veo vuelvo a mi casa odiándome. Pero también sé, porque te tengo a ti, que un hijo tira de tal manera del corazón de quien lo cría que sería imposible o muy difícil que mi padre hubiera olvidado ese lazo invisible y sólido que pese a todo nos une. Quizá lo que sucede es que, como el mono del documental, no puede impedir desahogar su frustración, y que el amor y el odio se encuentran íntimamente conectados en su cerebro, emociones que se basan en idénticos circuitos primarios, que atraviesan las mismas regiones en su camino hacia el hipotálamo. Qué puedo yo entender o aspirar de un hombre del que en el fondo todo ignoro, que vivió más de cuarenta años en un mundo en el que yo no existía, cuando yo no era ni una ilusión de futuro siquiera. Un hombre con sus propios miedos, angustias y sueños rotos que nada tienen que ver conmigo, un hombre cuya vida no gira a mi alrededor, por más que así yo lo deseara, tan intensamente, cuando era niña.

No, yo no fui muy feliz en la infancia. Ni mucho ni poco. De hecho, conozco poca gente que lo fuera. Los padres de Sonia se divorciaron cuando ella tenía cuatro años. Tania, por su parte, ni siquiera conoció a su padre, un señor casado que dejó a su madre embarazada. El conocimiento me ha hecho entender que las únicas familias felices son aquellas que no conocemos bien y que mi tragedia personal no es ni mejor ni peor que la de otros, sólo distinta. Pero es mía, es mi equipaje, mi recuerdo, mi memoria. Es el fardo con el que tengo que cargar o del que me tengo que deshacer. El caso es que no fui feliz. Desde que tuve uso de razón vi llorar a mi madre al menos una vez por semana por una cosa u otra, bien porque se había peleado con mi padre o porque se trataba de uno de aquellos días en que se encontraba demasiado fatigada y no podía levantarse de la cama. ¿Su corazón? Sí, era su corazón el que le impedía levantarse, pero nunca sabré si se trataba del órgano físico, el músculo que bombea la sangre a los tejidos del cuerpo a través de los vasos, ese que tiene dos atrios y dos ventrículos, o el metafórico, los sentimientos inexpresables que se guardan ahí y que afloraban en forma de síntomas físicos, el puro cansancio de cargar cada día con la culpa, la amargura y la frustración a las espaldas. No importaba lo que hiciéramos por ella, nunca era suficiente. Como los niños, exquisitos barómetros sensitivos, están tan bien sintonizados a la frecuencia emocional de sus padres, y como yo vivía en mi propio mundo y era incapaz de darme cuenta de que ella tenía un mundo ajeno, personal e intransferible, del que yo no formaba parte, vivía convencida de que, si mi madre no estaba bien, de alguna manera yo había sido la causante, y así estar cerca de ella se convertía en una experiencia de culpa constante y, consecuentemente, cuando crecí acabé por evitarla al máximo. Tenía por otra parte un padre guapo e inteligentísimo, pero también distante e imprevisible. Ya te he dicho que un día parecía encantado con nosotros y al siguiente nos prohibía entrar en su despacho bajo ningún pretexto y no salía de allí excepto para irse a la cama. Mi hermano, como bien dijo Jaume, era el repelente niño Vicente, un crío acusica y resentido, herido en el alma con el dolor agudo y puro que sólo los niños pueden sentir, un niño con el que no se podía jugar a nada porque no le gustaba perder y porque a la mínima se aprovechaba de su superioridad física para emprenderla a patadas o pellizcos. Y mis hermanas vivían en su propio universo exclusivo, en su habitación compartida de estampados florales y colchas y cortinas a juego, en una existencia paralela que se intuía brillante y armoniosa y a la que yo no tenía acceso porque, como la más pequeña, me hallaba siempre muy lejos de sus preocupaciones, adolescentes ellas cuando yo era niña y universitarias cuando yo era adolescente. A su lado me sentía incómoda y ridícula, poca cosa, insignificante, tonta. Y fea. Fea porque yo era una niña regordeta y torpe, mientras que a las dos las recuerdo siempre delgadas y espigadas, siempre con la barbilla apuntando al cielo. Sí, en algún tiempo ellas debieron de haber sido regordetas y torpes como yo, pero entonces yo no había nacido, o era muy pequeña como para darme cuenta.

Puede que hubiera una parte feliz en mi infancia, sin duda la hubo (las tardes sesteando al calor de la playa, la espuma rizada del mar caliente, la luz reverberando en las crestas de una agua limpia y turquesa que parecía jarabe de sol, un bañador de lunares y un flotador con forma de foca, las monas de Pascua, las lagartijas dormidas en el borde de la tapia, la sorpresa que una vez me tocó en el roscón de Reyes o el día en el que hice de arcángel san Gabriel en una función del colegio porque la profesora dijo que con esos ricitos rubios parecía clavadita a un ángel) y te juro que he intentado recordarla muchas veces, porque ésa era mi única forma de sobrevivir, pero el caso es que los malos recuerdos envenenan todos los demás porque, incluso cuando las cosas parecían ir bien y mis padres no se peleaban y mi padre no se encerraba en el despacho y mi madre se levantaba de la cama, yo vivía sabiendo que eso no iba a durar, que antes o después iba a haber otra bronca, y nunca me sentí protegida, ni sentí que yo sirviera para nada, ni que el mundo fuese un lugar agradable o acogedor.

Tampoco fui feliz de mayor y, si has llegado hasta aquí, no hace falta que me embarque en más explicaciones. Y justo cuando empezaba a pensar que mi vida se iba a arreglar y que las cosas se enderezarían, bum, apareció una bomba dispuesta a dinamitar los cimientos del edificio que había empezado a construir y en cuya primera planta me había instalado. Porque yo he buscado la felicidad por muchas vías y me he equivocado en todas. Ni las drogas ni el alcohol ni la escritura ni los amores apasionados proporcionan felicidad. Proporcionan ciertos momentos de exaltación, pero, en el fondo, cuando bebía o me drogaba o me ponía a escribir compulsivamente o me liaba con locos de atar sólo porque decían que me adoraban y que no podían vivir sin mí me sentía igual a como me sentía en la infancia, perdida, porque siempre subsistía la certeza de que se trataba de algo transitorio, de que antes o después bajaría el efecto del alcohol o de las drogas o se ralentizaria el rapto amoroso, o el libro se acabaría y habría que volver a enfrentarse a la cruda realidad. Pero ahora, por primera vez, siento que tengo algo estable y duradero y que incluso puede crecer e ir a más, y no puedo permitir arruinarlo.

Cualquier psiquiatra te dirá que en una familia el único que duda sobre su cordura resulta ser, paradójicamente, el miembro más lúcido. Los demás se instalan en su propia locura y viven en ella más o menos confortablemente mientras que el lúcido es quien paga el pato, pues cuando ve lo que los demás no ven y lo dice, se encuentra con un grupo compacto empeñado en convencerle de que cambie, y es que su visión pone en peligro la visión de los otros al contraponerse a ella enfrentándola a una verdad que no es mejor, ni más pura, ni más útil, ni más fiable, pero que es, eso sí, distinta. Una verdad alternativa.

Que yo recuerde, en mi infancia y adolescencia mi padre y mi madre criticaban por sistema cualquiera de mis actuaciones. Esto es algo que pasa en todas las familias, en las que la personalidad del adolescente ha de construirse por oposición a la de sus padres. Para los míos, las túnicas negras y las muñequeras de pinchos eran uniformes satánicos, mis amigas unas malas influencias y la decisión de estudiar letras puras una ventolera de tantas que sencillamente no podía entenderse. Si iba a la universidad, ¿por qué no iba a estudiar algo serio, como Empresariales, en lugar de perder tiempo y dinero en tonterías? Al final parecía que la única forma de tratar con ellos consistía en renunciar a ser yo misma, con lo cual reduje el contacto a lo imprescindible, consciente como era de las buenas cualidades de mi padre: inteligente, atractivo, socialmente respetado, encantador... (y utilizo la palabra encantador en muchos sentidos, porque es encantador como un encantador de serpientes, porque su encanto es de los que obliga a los demás a danzar al son de su música), pero también conocedor de su carácter colérico que convertía cualquier intento de acercamiento en lo más parecido a avanzar por un campo minado: una nunca sabía cómo o dónde iba a explotar la bomba.

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