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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (12 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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La foto a la que la revista se refería cuando hablaba de «el cariñoso achuchón» reflejaba en realidad un momento bastante inocente en el que yo estaba hablándole al oído al «chico de moda» no llevada por ningún impulso amoroso o lascivo, sino por la sencilla razón de que el atronador chunda chunda del garito no permitía mantener una conversación a una distancia superior a quince centímetros del interlocutor. Y sí, David me pasaba el brazo por los hombros. No, no se trataba de un trato especial ya que idénticas atenciones había dispensado a la mitad de sus amigos y amigas aquella noche.

La otra foto a la que se refería la revista cuando hablaba de «el estado de semiinconsciencia» reflejaba en realidad el momento en que yo, borracha como estaba, tuve que sentarme en un sillón del local para no desmayarme. David, de lo más solícito, se sentó a mi lado y me apretó la mano con fuerza, y no era aquél tanto un gesto afectuoso como una manera de transmitirme que no me estaba dejando sola, que estaba dispuesto a sacarme a tomar el aire si hiciera falta.

Cosa que hizo, pero no a las seis de la mañana, sino más bien alrededor de la una. Momento inmortalizado también por el fotógrafo. De forma que la foto a la que la revista se refería cuando hablaba de «la pareja que abandonaba acaramelada el local» reflejaba en realidad cómo yo salía de Pacha agarrándome a David para no caerme.

La cuestión es que estuvimos en la calle tomando el fresco apenas cinco minutos, hasta que apareció Consuelo, a la que no habíamos podido encontrar dentro del follón de la discoteca pero que, convenientemente avisada mediante un sms, acudió presta y veloz para tomar el relevo de David, que volvió al local a seguir la juerga por su cuenta. Ignoro si él acabó a las seis de la mañana. Lo que sé es que yo a las dos estaba en mi casa, sola.

De hecho, ni siquiera sabía que David estaba casado ni tenía por qué saberlo, ya que nunca me lo dijo. Porque él se había casado en Bali por algún rito exótico de esos según los cuales lo estás a los ojos de Vishnú, Brama o Shiva y a los de los lectores de la revista que pagó por la exclusiva, pero no a los de Hacienda y el Registro Civil español, por si las moscas, no sea que en el futuro David quisiera divorciarse y a la otra le diera por intentar llevarse la mitad de sus bienes o por reclamar una pensión. Así que no nos invitó a ninguno de sus ex compañeros de clase y los que no leíamos prensa del corazón ni siquiera nos enteramos de la noticia de su matrimonio. Sí sabía que a él le encantaba la compañía femenina porque por entonces frecuentábamos los mismos bares y muy de cuando en cuando quedábamos en reuniones nostálgicas con los viejos amigos del instituto, y solía encontrármelo en ellas siempre con chicas muy jóvenes, evidentemente emocionadísimas de estar a su lado. Además, una vez nos había invitado a su apartamento, para tomar la última copa, y allí no había trazas, ni tan siquiera indicios, de una presencia femenina: el pisito estaba inmaculado como una habitación de hotel. Y tan inmaculado, como que no vivía allí. Tras casarse (o lo que fuera) había conservado su guarida de soltero a pesar de haberse ido con su mujer a un chalecito en una urbanización de la sierra madrileña. La excusa que a ella le ofreció para mantener lo que iba a ser su picadero era la necesidad de conservar un piso en el centro de la ciudad por razones de trabajo, puesto que él era actor y tenía que acudir a estrenos de cine y teatro para establecer contactos, hacerse ver y que se notara que seguía estando en el «candelabro» y no se veía capaz, tras las consabidas copas del estreno, de coger el coche y hacerse sesenta kilómetros en mitad de la noche y habiendo bebido. Por supuesto que su mujer le acompañaba a los estrenos siempre que podía, pero podía poco, porque ella trabajaba en el teatro y se pasaba la vida de gira por provincias. Y es que las obras en las que actuaba Verónica eran de esas que casi nunca llegan a estrenarse en la capital, y con esto supongo que ya se entiende que Verónica era más conocida por ser la mujer del chico de moda que por su talento como actriz. Pero de todo esto, claro, me enteré yo mucho más tarde.

14 de octubre.

Soy una de esas incautas que creían que la maternidad no me iba a alterar el cuerpo lo más mínimo y que me iba a convertir en una cuarentona estupenda, una cincuentona impresionante, una sesentona magnética y una setentona incendiaria (Angela Molina, la Paredes, Pilar Bardem y Julieta Serrano, para entendernos). Se me había olvidado que la mayoría de los modelos de mujer que se nos ofrecen desde los medios de comunicación se han hecho reconstrucciones de todo tipo (pre y posparto), de forma que cualquier parecido entre esos clones de mujeres y la cruda realidad es mera coincidencia.

Me contó Sonia (la actriz, coletilla que hay que añadir siempre para no confundirla con las otras Sonias) que cuando ella dio a luz en la clínica Nuevo Parque vino una enfermera a preguntarle si iba a aprovechar para hacerse la liposucción. Al parecer es una práctica normal entre las modelos: cesárea y lipo, dos en uno, y sales de la clínica con los mismos vaqueros ajustados con los que te hiciste el Predictor. No me lo acababa de creer por más que ella me asegurara que era verdad, y verdad de la buena, lo que me contaba. Pero lo que sí me parecía increíble del todo era la costumbre, muy extendida en Hollywood según Sonia, de inducir una cesárea al iniciarse el octavo mes de gestación para evitar que se produzca el temido ensanchamiento del hueso de la cadera, que se da justo al final del embarazo, y asegurar así que la futura madre no rebasará jamás su talla 38. Sonaba casi a experimento nazi y no tengo constancia de que se realice de verdad, pero lo cierto es que sólo así puedo explicarme cómo salen en los programas del corazón tantos reportajes de madres de dos y tres niños exhibiendo modelito playero en Ibiza, modelito que apenas cubre un cuerpo que para sí lo quisiera tu prima Laurita (hija de Laura, el diminutivo en castellano para diferenciarla de su madre, a la que a día de hoy mucha gente aún llama Laureta) a sus diecisiete años (y eso que a tu prima Laurita siempre la toman por modelo).

Esta obsesión por mantener a toda costa un cuerpo pre-púber será todo lo vergonzosa que tú quieras, pero se ha convertido en una pandemia. Leí en el periódico anteayer que en Brasil, país en el que el sesenta por ciento de las cirugías que se realizan son estéticas, la mayoría de las mujeres no amamantan a sus hijos. Las razones que esgrimían las encuestadas para no hacerlo no se basaban en la comodidad, o en la necesidad perentoria de volver al trabajo, o en la indicación de su pediatra o ginecólogo, sino en el temor a la flacidez mamaria. En fin, sin comentarios. Intento decirme que el cuerpo no es tan importante y contagiarme un poco de la serenidad de Sonia, pero me temo que estoy demasiado condicionada por el bombardeo mediático y por años de asumir que toda la atención masculina que recibía estaba más concentrada en mis tetas que en mi ingenio o mi encanto, tanto, que me resulta muy difícil aceptar que una de mis principales monedas de cambio en el mercado de la interacción social se ha devaluado de la noche a la mañana.

La Bolsa cayó el día en que el Predictor dio positivo.

La cuestión es que si yo hubiese leído prensa del corazón o hubiera sido asidua a los programas de cotilleo, a aquellas alturas ya sabría que David se casó en su día (o lo había pretendido) con una actriz de poco prestigio pero bastante popularidad y que ambos eran tema recurrente del
couché,
siempre dando la imagen de pareja envidiable: jóvenes, guapos, exitosos y enamorados. Imagen que a ambos les convenía vender.

Y cuando esta imagen se desmoronó David lo pagó carísimo, porque Nutrespan, la compañía alimentaria que esponsorizaba la serie, y cuyo presidente y dueño absoluto era un
self made man
numerario del Opus Dei en la más rancia tradición Ruiz Mateos, exigió a la productora que rescindieran el contrato a la joven estrella para no continuar dañando la imagen del producto. Así que los guionistas le buscaron rápidamente a Rubén, su personaje, un máster y una novia en los Estados Unidos, poniendo punto final a su fulgurante carrera televisiva.

El escándalo fue mayúsculo. Todos los programas de cotilleo y las revistas del colorín se hicieron eco de la noticia. Media España sabía mi nombre y por unas semanas me hice más famosa que el perdido carro de Manolo Escobar.

Y me vi también en las mismas de David, porque la cadena de radio en la que yo colaboraba era propiedad de un grupo mediático católico, de forma que mi trabajo estuvo pendiente de un hilo. Y si no me echaron con cajas destempladas fue porque el director del programa, un sesentón católico y sentimental como Bradomín y al que sospecho ligeramente enamorado de mí, se negó en rotundo a firmar mi carta de despido y dijo que si me despedían a mí tendrían que despedirle de paso a él, y como el popular locutor y periodista tenía un contrato blindado y llevaba más de cuarenta años trabajando para aquella sacrosanta casa, a la cadena le podía salir carísimo prescindir de mis servicios, lo que hizo que se lo pensaran dos veces.

A mi madre casi le dio un infarto, literalmente, porque sufría del corazón, y hubo que ingresarla de urgencias aquejada de una taquicardia. Mi padre no me habló durante muchísimo tiempo. Dos editoriales dejaron de llamarme/atenderme. La editora de una de ellas me explicó, en
petit comité y
muy amablemente, que desde dirección le habían exigido que mi nombre no se relacionara con ellos, ya que querían mantener una imagen de «seriedad literaria». En cristiano: que ya podía despedirme de mis traducciones y mis encargos de edición. (Se trataba de la misma empresa que, en la entrevista para escoger a la editora de libros infantiles, había incluido la pregunta «¿Te consideras decente?». Esto me lo contó después la propia editora, que acabó contratada porque había respondido con un sí meridiano y sin asomo de titubeo, no tanto porque se considerase decente como porque necesitaba el trabajo.) De la otra editorial, directamente, nunca más supe. Y en la calle ocurría lo mismo: en el banco, en el que siempre me habían dispensado un trato exquisito, se portaban de lo más gélido conmigo, situación no muy agradable cuando estás en pleno papeleo de renegociación de la hipoteca y encima no tienes avalista y tus ingresos fijos demostrables son bastante exiguos. Y ojo, si estás pensando que por aquel entonces ya tenía el libro publicado, debo recordarte que apenas acababa de salir la primera edición y yo aún no me había revelado como una escritora supervendedora (me temo que el escándalo de
Cita
contribuyó a disparar las ventas del libro, y luego el boca a boca hizo el resto), por lo que debía seguir manteniendo mi trabajo semanal en la radio, llamar con insistencia a las editoriales proponiéndoles nuevos libros del tipo de
Enganchadas y,
por supuesto, pasarlas canutas para pagar las mensualidades de la hipoteca. Los vecinos, si me encontraban en el ascensor, miraban a otro lado. Incluso el portero del karaoke/bar de alterne que está al lado de mi portal me ponía mala cara y desviaba la mirada cuando yo pasaba frente a su local.

Hubo que desconectar los dos teléfonos, fijo y móvil, porque no dejaban de sonar. Hasta el correo electrónico se colapsó. De repente parecía que todo el país conocía mis números y mis direcciones, incluidos los becarios de
El Adelantado de Granada,
la presidenta, vicepresidenta tesorera y secretaria del club de fans de David y varias de sus antiguas amantes, que querían mostrarme su solidaridad. En la puerta de mi casa tuve apostados a varios
paparazzi
durante semanas, y no podía salir de casa porque me encontraba siempre con un reportero, micrófono en mano y la misma pregunta en los labios: «¿Qué hay de tu relación con David Muñoz?»

Me llamaron también desde la mismísima revista en la que se había publicado el reportaje ofreciéndome una millonada por un desnudo. Y desde dos programas de televisión directamente relacionados con ella, pues compartían colaboradores. Les mandé sin contemplaciones a la mierda a gritos y les advertí que iba a denunciarlos. Aún me acuerdo de la respuesta, al otro lado del teléfono, del subdirector de uno de los programas: «Si eres lista y sabes lo que te conviene, no lo hagas.»

Después recibí llamadas de todos los programas sensacionalistas habidos y por haber ofreciéndome cantidades de seis ceros por mis declaraciones, cantidades que me hubiesen permitido cancelar la hipoteca y comprarme de paso un chalet en una urbanización de lujo. Y cuantas más ofertas rechazaba, más me llegaban y a más iba ascendiendo el montante de las mismas. Calculo que si hubiera hecho la gira de rigor por todos los programas de la tele, habría sacado limpios alrededor de cien millones de pesetas de las de entonces.

Pero no la hice por tres razones básicas:

La primera porque a mi madre, que siempre había mantenido la consigna de que una dama sólo debe aparecer dos veces en la prensa, el día de su nacimiento y el de su boda, la habría matado del disgusto.

La segunda porque, si bien era consciente de que mis posibilidades de acabar labrándome una carrera literaria eran escasas, tenía muy claro que si participaba en semejante circo iban a dejar de ser remotas para pasar a ser sencillamente inexistentes.

Y la tercera, porque a mí me educaron en el respeto a conceptos como la ética y la dignidad, y me resultaba imposible librarme de semejante condicionamiento. Todo lo que ganara me lo iba a gastar después en psiquiatras, pues no iba a poder perdonármelo.

Así que opté por una solución muy distinta: la de cumplir la amenaza que le había hecho al gilipollas con el que hablé. Llamé a Paz y le dije que quería interponer una demanda contra el semanario.

15 de octubre.

He tenido que interrumpir mi teclear frenético porque a las doce has abierto los ojos y te has empeñado, para variar, en que te coja en brazos. Y me he pasado el resto de la mañana cantándote nanas desafinadas. Hasta las dos, hora en que ha venido tu padre y te has puesto a dormir. Es un patrón de conducta. Empiezo a darme cuenta de que lo haces todos los días. A las doce de la mañana y a las ocho de la noche abres los ojos y gimes. No quieres el chupete ni el biberón ni que te cambie el pañal. Sólo quieres que te coja en brazos. Son tus horas brujas.

Lo que pasa es que por la noche aprovechamos para bañarte y resulta menos pesada la obligación de entretenerte (dejando al margen que por la mañana siempre recibo alguna llamada importante justo cuando empiezas con tus exigencias. Es matemático, una prueba empírica de la Puta Ley de Murphy). O más bien aprovecha para bañarte tu padre, porque no te gusta nada la esponja y siempre que te la pasan por el cuerpo montas un escándalo digno de la Castafiore, y tu papá o bien tiene los tímpanos menos sensibles que yo o la virtud de la paciencia más desarrollada (esto último no es que sea muy difícil). Conste que te perdono la brasa que me das porque la verdad es que eres muy mona y muy divertida (y no es pasión de madre). Por ejemplo, sonríes si te hago cosquillas, y pones cara de profunda concentración cada vez que te canto, como si intentaras identificar la melodía (tarea imposible no sólo porque seas un bebé: de mayor te va a costar igual, porque desafino mucho, aunque comparada con tu padre sea la Callas). Tu padre te llama «la esponja de amor» porque estás diseñada para gustar. Me acuerdo que en uno de estos días en los que me estaba quejando me dijo algo así como: «Venga, no te puedes deprimir... Mira esta niña: es Prozac natural.» Y es verdad, sea porque todos los bebés sois así o sea porque el día en que tú naciste
(nacieron todas las flores)
Venus estaba en su regencia de Libra, lo que significa que los astros te conceden tal belleza y talento artístico que resultará muy difícil sustraerse a tu encanto. En esa novela que he dejado a medio escribir y cuya acción sucedía en Santa Pola, la protagonista (que lleva tu mismo nombre) también había nacido bajo la misma conjunción planetaria. Y por eso resultaba irresistible.

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