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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (22 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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Acabada y perdida la guerra, la Cruz Roja comenzó a enviar cada vez menos y menos alimentos; la comida era aún más escasa. Los franceses tuvieron noticias de Dachau y de algunos otros campos de concentración alemanes, y el lema en el campo de prisioneros llegó a ser «la venganza es dulce». El nuestro era un campo nazi, y sabíamos lo que nos esperaba: el castigo. El único modo de escapar consistía en salir del campo unidos a un grupo de trabajadores para no morir de hambre. Hasta este momento, la consigna del jefe del campo había sido la siguiente: «Un sargento alemán no trabaja, y especialmente, no trabaja para el enemigo». Solamente unos pocos se atrevieron a actuar de un modo distinto. Sin embargo, ahora el hambre obligaba a los hombres a presentarse voluntarios.

Mi nuevo encargo consistía en coordinar los grupos de trabajo. Yo había visitado ya algunos de ellos a unos cien kilómetros de distancia, en aquel mismo mugriento Midelt donde, dos años antes, me había dejado el enloquecido autobús. Las condiciones en ellos eran sorprendentes; los soldados, unos sesenta, hacían ver claramente que no necesitaban de la religión. Se sentían satisfechos de las cosas tal y como estaban, y se habían hecho fuertes. Todos eran artesanos —algo insólito en el desierto— y tenían buenos salarios. Las muchachas árabes recorrían el campo vendiéndose. Era un charco de corrupción, profundamente repugnante, donde el vicio se daba por supuesto.

Entristecido, dije Misa en una esquina en solitario. En Midelt había una iglesia atendida por un macilento franciscano. Aquel anciano se había vuelto débil e ineficaz, con el corazón destrozado tras largos años de piedad y abnegación: yo me compadecía de él, sintiéndome humilde ante su ejemplo de paz y de paciencia. Tenía que trasladarse todas las mañanas a una hora de distancia para decir Misa en un convento de Hermanas franciscanas, y se alegró de que yo me ofreciera a sustituirle. Yo había recibido, por fin, un hábito de franciscano y ahora podía recorrer la zona, y también visitar a las Hermanas. Era difícil para mí, más de lo que esperaba, pues yo no era más que piel y huesos. La primera mañana llegué al convento demasiado débil como para decir Misa. Después de descansar unos momentos, me recuperé, y entonces, me quedé sorprendido cuando las Hermanas me pidieron un sermón. Me arreglé, lo mejor que pude, para predicar en francés la palabra de Dios. Las Hermanas, Misioneras Franciscanas de María, llevaban el rostro cubierto, pero, al cabo de unos momentos, se alzaron los velos, sacaron los pañuelos, y, como a una señal, empezaron a llorar. Nuca me había ocurrido nada igual hasta entonces y estaba realmente admirado y desconcertado. Por fin, no pudiendo seguir, terminé sencillamente diciendo «Amén».

Después de la Misa, ante una bienvenida taza de café, pregunté a la Superiora por el motivo de aquellas lágrimas.

Me contestó: «Hace meses que no oímos un sermón; llorábamos porque, de nuevo, podíamos oír la palabra de Dios». Y parpadeando algo maliciosamente, continuó, «Además, había otra razón».

«¿Cuál era?».

«Llorábamos por el maltrato que sufría nuestra hermosa lengua francesa. Fue un martirio para la lengua y los oídos». (Eso no impidió que, cada vez que iba, me pidieran insistentemente la misma forma de martirio).

Aquel fue mi primer encuentro con las Franciscanas Misioneras de María, y significó mucho para mí, pues aquellas buenas Hermanas se compadecieron de nuestra pobreza y consiguieron una oleada de ayudas; enseguida llegaron coches cargados con buenos alimentos, ropa y otros artículos. Esta gran e inesperada ayuda del «enemigo» —pues todas eran francesas—, la auténtica caridad que demostraban las Hermanas, fue la mejor propaganda para nuestra religión. Yo era consciente de que muchos de los hombres que se alineaban para recibir alguno de aquellos valiosos regalos, estaban allí solo por lo que podían obtener, pero nosotros no hacíamos preguntas: lo repartíamos a todos sin atender a su religión o a su filosofía de vida; también aquello nos ganó muchos corazones.

Más importante que aquellos regalos materiales era el hecho de que las Hermanas rezaran por la conversión de los prisioneros. Delante del Santísimo Sacramento, no solo rezaban día y noche por la conversión de los nazis las Hermanas de Midelt, sino las de otros conventos. Muy pronto hubo una docena de ellos en el Norte de África en los que se rezaba y se ofrecían sacrificios por nuestro campo. Ante tal borrasca celestial, muchos dejaron de resistirse, arrancaron de sus corazones la incredulidad y el paganismo del credo nazi, y aceptaron la creencia en Dios.

Tras unos meses de aguijonearlos, se confesaron y recibieron la Segunda Primera Comunión.

Hubo un hombre en particular, un acérrimo nazi, muy conocido en Alemania. Su conversión fue tan excepcional, que merece la pena relatarla con más detalle.

Sucedió unos meses antes de aquel viaje a Midelt que culminó con mi encuentro con las Hermanas Misioneras. Me enteré de que, en un valle entre aquellas montañas, conocido como «Valle del Infierno» a causa de la intensidad del calor, vivía una Hermana completamente sola. Al principio, yo no lo creí, pues no había precedentes. Cuando, más tarde, tuve la oportunidad de ir hasta allí, en la hermosa montaña del distrito de Khenifra encontré a la Hermana Jeanne, aislada de los europeos, en medio de la soledad y de la penitencia. Gracias a un permiso especial del Papa, había conseguido residir en aquel lugar solitario, donde se alimentaba con un rigor casi inhumano. Los tres días que estuve con ella padecí hambre continuamente, ¡yo, que creía saber muy bien lo que eran privaciones! Ella cuidaba a los nativos enfermos, entrando de la mañana a la noche en sus sucias chozas para curar heridas espantosas y llagas infectadas. Todas las noches se arrodillaba durante tres horas, tan inmóvil como una estatua de piedra, ante el Santísimo Sacramento… Yo no podía creer lo que veían mis ojos. Gracias a un permiso papal, tenía el privilegio de guardar el Santísimo Sacramento en su reducida capilla, y un sacerdote-eremita, que vivía en una montaña aún más alta, bajaba cada tres o cuatro meses para renovar las Especies. Después, volvía a estar sola durante meses, dedicada a su trabajo y con el Señor en el Sagrario. Lo que vi y oí era increíble. Su cama, una tabla; su comida, una sopa aguada; ¡pero era feliz como un niño, y estaba mucho más fuerte y recia que yo!

Me reuní con ella por primera vez en su soledad —poco después de que me convirtiera en el capellán del campo nazi—, en una ocasión en que me sentía descorazonado a causa de la intensa oposición y de la persecución que padecía, además de que no lograba hacer progresos visibles. Cuando le anuncié que pensaba irme a otro campo donde el trabajo fuera más fácil y más gratificante, me replicó casi violentamente que yo iba a volver al campamento nazi.

«No puedo, Hermana Jeanne. Es demasiado para mí. He hecho todo lo posible, y he fracasado en mi empeño por llevar a Cristo a ese campo».

Me sorprendió asiendo mi hábito y mirándome a los ojos, mientras decía con una voz que atravesaba los huesos y los tuétanos: «¡Padre, en el Nombre de Dios, va a volver al campo inmediatamente!».

Cuando me recuperé de la sorpresa que me había producido semejante «orden», pues había sido dada de tal modo que sabía que no podría desobedecerla, me hizo escribir en un papel el nombre del peor enemigo de la Iglesia. «Deje el resto en mis manos, Padre», me dijo.

Hice lo que me pedía; le di el nombre de Kroch, un fanático nazi, acérrimo perseguidor de la Iglesia francesa y de su pueblo, y regresé al campo. En realidad, no tuve mucho tiempo para pensar en la Hermana Jeanne y, cuando a los tres meses Kroch vino a hablar conmigo, me preocupé. Estaba tan irritado por sus continuas infamias en contra de mí y por sus groseros comentarios en contra de Dios y de la Iglesia, que no quise verlo.

«Si Kroch quiere hablar conmigo dígale que venga por la mañana, a la vista de todo el mundo, ¡y no en la oscuridad de la noche!». Fue un mensaje airado del que me arrepentí inmediatamente; pero lo dejé como estaba.

A la mañana siguiente, cuando esperaba en la fila para recibir la reducida ración de pan, Kroch se acercó a mí y, sin tratar de ocultar su petición ante los que esperaban junto a nosotros, me preguntó si podía confesarle: «Yo era católico, Padre. Incluso fui monaguillo; mi madre era una mujer piadosa que se sentiría feliz si supiera que he vuelto a la Iglesia». Apenas podía creer a mis oídos, pero así era. Yo conocía parte de su historia: durante muchos años, incluso antes de la guerra, había sido un líder de la juventud en contra de Dios, y desempeñaba un papel de dirigente en la Alemania nazi.

A pesar de sentirme afectado, a pesar de sentirme conmovido por aquella petición, su admisión en la Iglesia de nuevo no era un asunto sencillo. Debía hacer penitencia pública por sus muchos errores conocidos. Un domingo tras otro, durante varios meses, permaneció en pie ante el altar, un pobre penitente, un reconocido pecador. Por fin, llegó el día en que, ante cientos de hombres que escuchaban reteniendo el aliento lo que tenía que decir, reconoció su culpa y su vergonzosa historia…, desde un chaval piadoso a uno de los más acérrimos enemigos de la Iglesia. Contó de nuevo la historia de su regreso a la Iglesia y pidió perdón. Finalmente, recibió la absolución sacramental y la Comunión. Los hombres rodeaban el altar con lágrimas en los ojos, y después, fueron muchos los que esperaron pacientemente su turno delante del confesonario para dar por terminadas sus vidas de pecado.

En su soledad de Khenifra, la buena Hermana Jeanne había colocado junto al sagrario el papel con el nombre de Kroch y, noche tras noche, había pasado seis horas rezando por su conversión.

Capítulo 21

LAS AUTÉNTICAS FAUCES DE LA MUERTE

Habíamos perdido la guerra y, para escapar de la terrible hambruna, los prisioneros del campo tenían que presentarse voluntarios para los equipos de trabajo. El número de equipos disminuía cada vez más, pues muchos católicos se negaban a acudir a lugares lejanos: preferían pasar hambre en el campo. ¿Por qué?

Uno me dijo: «Si tenemos que ir a trabajar a cien kilómetros de aquí, no tendremos sacerdote. Y sin sacerdote no hay Misa, no hay Comunión. Es mejor padecer hambre física que dejar morir el alma. Por fin hemos aprendido lo que significa la Comunión, y ¿cómo abandonarla?». ¡Realmente era una fe sorprendente, fuerte y auténtica!

Y, como Dios ha prometido dar todo lo necesario a los que creen en Él, premiaría ese sacrificio, llevado a cabo conscientemente en su nombre. Habían marchado cientos de hombres, los mejores equipos estaban completos, cuando, de repente, aparecieron las Hermanas francesas buscando buenos católicos para trabajar en sus conventos. Les recomendé a mis hombres, que consiguieron el mejor trabajo que se podía encontrar en África: el cuidado de alegres jardines, buena comida, ropa nueva y domingos libres. Tenían Misa diaria y, para edificación de las Hermanas, comulgaban todos los días, recogidos, rezando y dando gracias a Dios por su gran bondad. Las Hermanas me informaron de lo gratificante que era ver a aquellos conversos manteniéndose fieles a su fe cuando no había nadie que los estimulara.

A finales del otoño de 1945, vino a visitarnos un capellán de otro campo que, en una ocasión, había sido capellán de Ksar-es-Souk. Había intentado en vano formar un grupo de gente piadosa, y se había marchado por culpa de las burlas y los insultos. No daba crédito a sus ojos cuando vio a tantos hombres comulgando todas las mañanas. Se alegró sinceramente, pero al marchar, me dijo: «Pida que le sea concedido llevar valerosamente la cruz que le ha de llegar».

Le respondí que en aquel campo había muchas cruces que llevar, pero insistió en que yo, como sacerdote, tendría que cargar con una especial, porque el pago de tantas bendiciones y gracias exigiría un sacrificio extraordinario.

Dejó el campo, pero volvió de nuevo y me pidió que me preparara, y preparara a mis hombres, predicando sobre el Vía Crucis. Lo expliqué, decidimos hacer lo que nos pedía, y el 17 de enero de 1945 prediqué sobre la undécima estación durante la Misa vespertina.

Acababa de volver de un corto viaje para visitar a un equipo de trabajo. Al regresar al campo a última hora del 17 de enero, me enteré de que algo se preparaba, no por parte de los alemanes esta vez, sino de los franceses. Habían estado interrogando a muchos buenos católicos y también a varios protestantes, así como a su capellán. Se trataba de mí, pero yo estaba muy ocupado respondiendo a una serie de preguntas insignificantes del líder del campo, de modo que no tuve tiempo de hablar tranquilamente con alguien o investigar sobre lo que sucedía.

Empecé a celebrar la Misa y hablé sobre mis experiencias del último viaje. Inmediatamente después de la Consagración, irrumpieron los soldados franceses con las espadas desenvainadas. Yo continué celebrando y, antes de que los soldados me arrancaran del altar y me maniataran, tuve tiempo de administrar la Comunión y de guardarme en el bolsillo las Formas sobrantes. Me condujeron a través del campo en cuya verja encontré reunidos a los nazis y a los demás enemigos de la Iglesia, alegrándose de que su enemigo y «Jefe Nazi» del campo, como me llamaban, fuera a recibir su merecido castigo.

No podía imaginarme dónde estaba el error. Las siguientes horas no me dieron la solución, pero me demostraron que había serios cargos en contra mía. Me examinaron e interrogaron de la forma más humillante posible. Por encima de todo, buscaban las marcas que las SS grababan en el brazo izquierdo de sus hombres; pero yo no las tenía porque, en el momento en que se hicieron, estaba en el hospital. Me visitaron unos veinte soldados, pero estaban bebidos casi todos, y tuve grandes dificultades para evitar que profanaran las sagradas especies. Por fin, uno de ellos, un católico, se guardó la píxide de oro, que me devolvió más tarde sin abrir.

Después de unas horas de un tratamiento irreverente, me encerraron desnudo en una celda helada, sobre un suelo de cemento, sucio y mugriento, y sin comida. Recordé la advertencia del sacerdote advirtiéndome que el precio de tantas bendiciones sería una cruz especial. Desde una de las celdas próximas me llegó el sonido de los gritos de un hombre al que golpeaban, y desde otra, oí a alguien que rezaba en voz alta y cantaba el
Te Deum
.

A la mañana siguiente, un coche celosamente vigilado me trasladó por última vez hacia el norte, a través de las altas montañas. Yo había hecho ese mismo viaje más de veinticinco veces, subido en el techo de aquel fantástico autobús, incómodo por cierto, pero protegido por mi hábito franciscano. Ahora iba tendido en el suelo boca abajo en un coche, vigilado por un guardia armado que, según algunos de sus comentarios, me hizo ver que no tenía muy buena opinión de mí. Yo estaba muerto de hambre. El verano anterior había estado gravemente enfermo, y los Padres Franciscanos de Marruecos consiguieron llevarme a su hermoso monasterio de Rabat Agudal donde, gracias a los cariñosos cuidados de la comunidad, en tres semanas recobré la salud. Pero desde entonces, había padecido hambre durante largo tiempo y, después de muchos trabajosos viajes, volvía a ser un manojo de piel y huesos. En el otoño contraje una infección pulmonar de la que no me había recuperado. Durante la noche que pasé desnudo, tendido sobre el cemento frío, empecé a toser de nuevo y, cuando llegué a Mequinez tenía fiebre alta. Me introdujeron, con únicamente una manta raída para taparme, en una sucia celda por la que corrieron durante la noche ratas y toda clase de bichos.

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