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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (20 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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Me dijo: «No era mi propósito traerlo aquí, pero, a pesar de su comportamiento, ha sido por deseo de ellos. Dará a leer su sermón al intérprete y les hablará con toda libertad. Podrá salir del campo una vez a la semana para confesar con un sacerdote francés». Se reía al decir esto, pero yo estaba encantado porque había conseguido todo lo que quería. Dio órdenes de que me alojaran en un rincón, en una habitación que compartía con el pastor protestante. Ahora, sabía que mi victoria era completa. Tenía más de lo que había deseado.

El jefe de los prisioneros era directamente responsable de mi seguridad. Opinaba que en el campo había muy pocos hombres interesados en el cristianismo, y me dijo que yo no tenía autoridad alguna sobre los que no se dirigieran directamente a mi.

Iban a vigilar mi comportamiento con los que me necesitaban. Yo elegí una habitación a la que llegarían muchas gracias en los meses venideros.

CANCIÓN DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN

Cuando el viento mece suavemente las palmeras

Y nos despierta el toque de diana,

Miramos hacia el sur

Aunque nuestros pensamientos miran hacia el norte.

En el campo de Ksar-es-Souk

Pienso en mi patria y sueño

Con la felicidad del regreso que algún día será mía.

La blanca nube que se dirige al norte

Lleva un saludo para Alemania.

Radiante sol, con tu luz

Di a mis seres queridos

Espero mi regreso en el campo de Ksar-es-Souk,

Que alguna vez llegará…

Incluso para el campo de Ksar-es-Souk.

Cuando las estrellas empiezan a brillar en la noche,

Muchas miradas se alzan hacia ellas.

Y al cielo se elevan muchos suspiros y plegarias

Desde el campo de Ksar-es-Souk.

Capítulo 19

LA OPOSICIÓN NAZI

La noticia se extendió rápidamente por el campo, pues en ese mundo, como en cualquier prisión, ocurren muy pocas cosas que no lleguen enseguida al conocimiento general. Empezó la batalla. Los hombres me evitaban, pues Dönitz les había ordenado que boicotearan mi trabajo. Cuando caminaba por el campo, nadie me hablaba. Esta situación duró algún tiempo, hasta que, a altas horas de la noche, un hombre se aventuró a preguntarme si yo era un sacerdote católico. Yo estaba encantado porque, al fin, alguien tenía el valor de dirigirse a mí. Muy pronto vino con tres más. Una noche fueron siete los que se atrevieron a desafiar las órdenes del jefe que, al principio, parecía tranquilo. Pero a la noche siguiente, sábado, estaba programada una conferencia en el campo y el jefe, personalmente y con sospechosa cortesía, me invitó a asistir. El tema iba a ser «Una visión universal de las cosas». Huelga decir que yo no pude rehusar, pues formaba parte del campo, quisiera o no. El orador, maestro en la vida civil y joven miembro de las juventudes nacionalsocialistas, empezó su charla. Entonces comprendí el motivo de que me situaran en medio de la primera fila. Se dirigía, directa y exclusivamente, a mí. Yo tomé asiento y escuché la línea habitual de la escuela SS sobre la judía, una religión oriental y su inmoralidad; sobre una ramera llamada la Madre de Dios y su hijo ilegítimo; sobre una Iglesia cuyos papas eran corruptos en su mayoría, cuyos sacerdotes corrían tras las mujeres, y cuyas monjas, pretendiendo ser célibes, eran en realidad unas mujeres indecentes. Aquellas obscenidades duraron una hora, mientras los demás, sentados y en silencio, esperaban oír lo que yo tenía que decir.

Los dejé confundidos. No hablé, porque no serviría para mis propósitos; ellos se limitaron a mirarme, esperando la oportunidad de ponerme en ridículo, y yo me negué a darles aquella satisfacción. Al terminar, agradecí al jefe del campo en alta voz «su erudita exposición, que había oído a menudo durante los años en que fui miembro de las SS. Yo podía añadir muchos más detalles, pero se estaba haciendo tarde, y yo posponía mis comentarios para otro momento».

Con ello, cumplía un doble propósito: frustrar sus deseos de hostigarme, y dar a conocer a los que no lo sabían que yo era miembro de las SS.

Al día siguiente era sábado; yo celebré la Misa en mi cuarto, y por la tarde entregué al intérprete un resumen del sermón; luego, pedí a Dönitz una habitación para celebrarla y, como yo esperaba, me comunicó que no había ninguna disponible. Insistí, él persistió en su negativa, y todo quedó lo mismo. Él estaba obligado a anunciar el sermón, pues ya estaba en manos del intérprete, así que, por la noche, en tono de burla y desprecio, dijo que al día siguiente habría un servicio para los devotos. Algunos se echaron a reír, pero en general, las cosas estaban tranquilas.

A la mañana siguiente, coloqué mi inestable mesa en el patio del campo y, con mis siete leales seguidores, preparé la Misa. Los demás estaban pasmados, pues muchos de ellos no habían visto nunca nada igual. En el campamento eran numerosos los protestantes y los descreídos. El intérprete francés vio todo desde su habitación, y bajó para observarlo, haciendo imposible cualquier maniobra de mis adversarios. Donde anteriormente los prisioneros habían despedido a un capellán francés, ahora un soldado francés participaba en la Misa. Cerca del altar, se situaron escasamente diez hombres, pero cientos de otros formaron un amplio círculo para observar lo que sucedía. Era patente que esperaban algo desacostumbrado.

Entonces, sucedió. Ahora que estaba rodeado de un grupo numeroso, comencé mi primer sermón. Según el papel que había entregado al intérprete, tenía que hablar durante cinco minutos, pero no podía perder la oportunidad de decir la verdad a todos, así que lo prolongué hasta más de treinta. Como nunca tuve demasiadas dificultades para expresarme, y me ardía el corazón ante la posibilidad de responder a las mentiras de la noche anterior, lo hice con ardor e indignación. Conocía por experiencia el estilo de mentiras de las SS, y no tuve problemas en desarrollar el tema Cristianismo y Pueblo Alemán. Los asistentes permanecían atónitos mientras yo lo exponía con detalle, con argumentos históricos y luego filosóficos. Califiqué claramente de mentiras las falsedades de la noche anterior, y mencioné los nombres de Rosenberg, Schirach y otros. Al principio, muchos se reían y otros tomaron piedras y las hicieron rodar hacia el altar; me increparon, y yo me desahogué en una voz tan alta que alcanzaba hasta los límites del campo. Durante media hora, fue tal el torrente de mis palabras, que nadie pudo intervenir, aunque lo hubiera pretendido. Todos guardaron silencio escuchando hasta el final. Mi anterior formación con los Padres Jesuitas, mis clases de filosofía, pero sobre todo mi experiencia con las SS, me proporcionaban los datos históricos que necesitaba para citar fechas y sucesos. He de confesar que, además, añadí unas palabras en griego y en latín, por el mero placer de causar mayor impresión y demostrarles que sabía más de lo que decían los nazis. Mi primer sermón dio resultados. Yo era consciente de que no había versado mucho sobre la palabra de Dios, sino que había sido el discurso de un capellán irritado, pero, muchos años después, recibí una carta de uno de los presentes en la que me decía que, gracias a aquel sermón, había encontrado el camino de vuelta a la Iglesia.

La mayoría de los asistentes permanecía en silencio, pero durante la Misa se oyeron algunas frases despectivas. El intérprete habló conmigo a continuación: le había gustado mucho el sermón pero me aconsejaba que fuera prudente, porque lo que había dicho no figuraba en el papel y, si el comandante de la prisión quisiera atraparme, podría haber problemas. Aunque conocía todo lo sucedido la noche anterior, solo en esta ocasión aprobó el camino que yo proyectaba.

Mi reto a la dirección del campo y a sus policías nazis tuvo un resultado tremendo. Para decir Misa, me cedieron un rincón en un ángulo de un edificio nuevo. Durante algún tiempo, fue el único tema de conversación, pero el jefe del campo deseaba dejarlo caer y evitar que se repitiera cada sábado ante semejante audiencia.

La nueva habitación no tenía pared, así que cualquiera podía ver desde el exterior lo que sucedía dentro. Aunque por una parte no era adecuado, por otra era magnífico. Todas las mañanas, una larga hilera de hombres esperaba ante las letrinas, situadas justamente enfrente de los barracones. Esta fue la razón de que no solo asistían a Misa todas las mañanas mis diez fieles, sino todos los que esperaban para aliviarse, de modo que empecé a predicar un sermón diario. Entre ellos se encontraban agentes secretos de Dönitz, que escribían y le transmitían cada palabra que yo pronunciaba. Realmente llegó a contar con varios volúmenes de mis sermones, pero no le hicieron efecto, aunque paulatinamente fueron impresionando a muchos otros.

He de admitir que en mis sermones, especialmente en los del domingo, cuando había tantos curiosos presentes, me pasaba de la raya y decía ciertas cosas que, aunque fueran verdad, eran imprudentes y me crearon muchos problemas. Algunos presos me aconsejaron que fuera más cuidadoso y comedido, pero no podía contener mi afán por predicar y las relaciones con el jefe del campo empeoraron aún más. Durante la noche, golpeaban a algunos cristianos y ensuciaban mi cuarto con basura y porquerías, además de atentar contra mi vida. El general francés envió por mí y me preguntó si no querría vivir fuera del campo, una posibilidad que me ofrecía, pues la situación se estaba volviendo peligrosa.

«Sería mejor que abandonara usted el campo con vida y por la noche, que muerto por la mañana».

Tenía razón, y yo lo sabía, pero no podía permitirme aceptar su oferta: si dejaba el campo por las noches y volvía por las mañanas cuando estaba a salvo, me considerarían amigo de los franceses y enemigo de los alemanes. Yo me ocupé de que me acompañaran durante todo el día unos cuantos leales, mis «guardias de corps» como se llamaban a ellos mismos. Y cuando un pastor protestante vino a alojarse conmigo, no se atrevieron a usar la fuerza abiertamente.

Este hombre bueno trajo al campamento un ambiente de paz y un afán de fraternidad; era un celoso hombre de fe y creó en el campamento una fuerte comunidad evangélica. Creo que nuestra convivencia en común durante algunos meses nos benefició a ambos. La moderación y la prudencia de aquel hombre me beneficiaron extraordinariamente, pues eran unas virtudes de las que yo carecía; a veces me ayudó a evitar unos incidentes que mi excesivo celo y mi precipitación habrían provocado.

Si disminuía la guerra abierta en el campo, aumentaban las maniobras secretas de los nazis. Atentaban contra todo el que pretendía emprender un camino cristiano de vida. Un día, encontré en los servicios un montón de Biblias destrozadas. Habían usado como papel higiénico cientos de aquellos magníficos volúmenes que nos habían enviado desde Estados Unidos. Examinaban cada libro que llegaba al campo y destruían todos los que, de algún modo, les parecían cristianos. Prepararon las llamadas «listas negras» y las enviaron a los hogares de los que figuraban en ellas; así, la gente sabría que aquellos hombres eran «alemanes traidores» por formar parte de una religión enemiga de Alemania. Por este motivo, muchos no tuvieron valor para unirse a nuestra comunidad religiosa, incluso aunque en su interior odiaban el liderazgo nazi.

La batalla se desarrollaba tanto a plena luz como en las habitaciones, donde en la noche cálida, seca e inhóspita del desierto, los nazis insistían en sus habituales bromas y mentiras sobre los cristianos y se burlaban de todo lo sagrado. Deseaban incitar a sus compañeros de cautiverio al odio y a las peleas. Algunos hombres maduros llegaban a mí llorando, angustiados por no poder soportar las burlas y obscenidades que seguían saliendo de la boca de los nazis, hora tras hora, en medio del calor y de la noche invadida por los insectos. Me preguntaron por lo que debían hacer y les respondí: «Manteneos en silencio, en un silencio absoluto. No se puede discutir con un estercolero. Tomad el rosario y recitadlo firme y serenamente. Si os preguntan por lo que estáis haciendo, decid: “Estamos rezando el rosario para que no vayáis al infierno”. Y aparte de eso, no habléis más». Siguieron mis instrucciones y asistieron diariamente a Misa para conseguir fuerzas para el día y la noche. Este reducido grupo de personas leales, con su fidelidad, nos ayudaron lentamente a ganarnos la atención de los demás, y así, muchos volvieron a la Iglesia tras años de ausencia. Me dijeron que el silencioso ejemplo de aquellos hombres les había infundido valor para confesar sus creencias.

Continuamos nuestros lentos esfuerzos por llegar a cada uno de los hombres. Yo celebraba la Misa del modo más atractivo y solemne posible. A lo largo del día, muchas manos se dedicaban a copiar las palabras y los cantos de un libro de oraciones. Un maestro de música austriaco organizó un pequeño coro que, en muy poco tiempo, alcanzó gran maestría.

Por las mañanas, el grupo de adoradores se colocaba alrededor del altar en la habitación sin paredes donde en los primeros días de invierno reinaba un frío helador. Los hombres se envolvían en sus andrajos para protegerse de las bajas temperaturas matutinas. Yo explicaba la Misa y en aquellas charlas les daba a conocer, por primera vez, los tesoros de la liturgia. Se mostraban felices y agradecidos. Uno de ellos me dijo: «¿Por qué he tenido que esperar sesenta años para entender la Misa?». Además, prediqué más de doscientos sermones sobre ese tema ante unos oyentes situados en filas en el exterior. Para impartir la Comunión tenía que dividir la Sagrada Forma en menudas partículas, pero suficientes para proporcionarnos fuerza para todo el día.

No obstante, enseguida desearon tener algo más que veinte minutos de sermón, de modo que empezamos lo que se convirtió en una pequeña escuela de teología. Disponíamos de mucho tiempo, así que lo empleábamos en estudiar. Un capellán francés me envió una serie de las mejores obras, que yo estudiaba día y noche. Empezamos con un grupo dedicado a la Sagrada Escritura y, en la lectura común y en las discusiones, la palabra de Dios se hizo vida en ellos. En total, dedicábamos por lo menos cuatro horas semanales a un estudio intensivo de la Sagrada Escritura. Luego, les instruí sobre la fe, la liturgia, la historia de la Iglesia, la moral y todos los apartados de teología que fueran de interés para aquellos seglares. Ante su entusiasmo, incluimos también en el programa el latín y el griego. En total, yo empleaba alrededor de cinco horas diarias en dar clases sobre un tema u otro. Iba adquiriendo cada vez más confianza en la predicación y les hablaba de temas que interesaban a todos. Asombré a los oyentes nazis cuando, durante la clase de historia de la Iglesia, di a conocer los escándalos que habían estallado en ciertas ocasiones. Como ellos habían insistido ávidamente y con frecuencia sobre ese tema, retorciéndolo con sus mentiras, yo traté de decirles la verdad, sin tratar de justificar muchas cosas, y explicando los hechos tal y como habían ocurrido en el contexto de su tiempo.

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