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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (42 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Quizá lo haga —apunté—. O quizá no.

—Gault sabe lo de la manifestación —insistió Lucy, obstinada—. Sabe que la estación está cerrada, que la salida de emergencia que él ha manipulado está fuera de servicio... Sabe todo lo que nosotros queremos que sepa.

Con una mirada de escepticismo, le pregunté cómo podía estar tan segura. En los ojos de mi sobrina brilló un destello de cólera.

—He programado el ordenador para que me envíe un mensaje en el instante en que alguien accede a esos archivos. Sé que Gault los ha consultado todos y sé cuándo lo ha hecho.

—¿Y no podría tratarse de otra persona?

—Tal como he preparado las cosas, imposible.

—Kay —dijo la comandante—. Hay otro aspecto importante. Mira esto —dirigió mi atención a los monitores de televisión en circuito cerrado instalados sobre una mesa larga y alta—. Lucy, enséñaselo.

Mi sobrina pulsó unas teclas y los televisores cobraron vida. Cada uno mostraba una estación de metro distinta. Vi pasar gente con los paraguas cerrados y sujetos bajo el brazo y reconocí bolsas de compra de Bloomingdale, del mercado de alimentación Dean & DeLuca y de la charcutería Deli de la Segunda Avenida.

—Ha dejado de llover —comenté.

—Ahora, observa —dijo Lucy. Tecleó más órdenes y sincronizó el circuito cerrado de televisión con los diagramas informatizados. Cuando aparecía una estación en una pantalla, lo hacía el diagrama en la otra. Entonces, Lucy explicó—: Con esto me convierto en una especie de controlador de tráfico aéreo. Si Gault hace algo inesperado, estaré en contacto constante por radio con la policía y con los federales.

—Por ejemplo, si Gault, Dios no lo quiera, consigue escapar y escabullirse por la red de túneles siguiendo estas vías —explicó la comandante Penn señalando un punto del mapa—, Lucy podrá describir por radio a nuestra gente que allí hay, por ejemplo, una barrera de madera a la derecha, o el extremo de un andén o unas vías de trenes expresos, una salida de emergencia, un pasadizo o una torre de señales.

—Eso suponiendo que escape y tengamos que perseguirle a través de ese infierno donde mató a Davila —apunté—. O sea, si ocurre lo peor.

Frances Penn me miró:

—¿Qué es lo peor cuando una se enfrenta a ese hombre?

—Espero que ya lo hayamos visto —fue mi respuesta.

—Tú sabes que en Tránsito tienen un sistema telefónico por contacto en pantalla. —Lucy me lo enseñó—. Si el número está en el ordenador, puedes llamar a cualquier parte del mundo. Y lo realmente curioso es lo del 911, el teléfono de emergencias. Si se marca en la superficie, la llamada es atendida por el departamento de Policía Metropolitana. Si se marca desde el subsuelo, va a la policía de Tránsito.

Me levanté de la silla y me volví hacia la comandante.

—¿Cuándo se cerrará la estación de la Segunda Avenida? —le pregunté.

Ella consultó el reloj y respondió:

—Dentro de algo menos de una hora.

—¿Los trenes seguirán pasando por allí?

—Desde luego —asintió—. Pero no se detendrán.

20

L
a Marcha contra el Crimen se inició a la hora señalada con grupos procedentes de quince iglesias y un variado contingente de hombres, mujeres y niños que querían recuperar la paz de sus barrios. El tiempo había empeorado y un viento gélido formaba torbellinos de nieve empujando a la gente a tomar un taxi o el metro, porque hacía demasiado frío para caminar.

A las dos y cuarto, Lucy, la comandante Penn y yo estábamos en la sala de control con todos los monitores, pantallas y radios en funcionamiento; Wesley se hallaba en uno de los varios coches del FBI que el equipo especial de Rescate de Rehenes había camuflado como taxis amarillos y equipado con radios, rastreadores y otros aparatos de seguimiento y vigilancia; Marino patrullaba la calle con los policías de Tránsito y los agentes federales de paisano. El equipo de Rescate de Rehenes se había dividido entre el Dakota, la tienda y Bleecker Street. Ignorábamos la situación exacta de todos ellos porque ninguno de quienes actuaban fuera permanecía quieto y nosotras estábamos allí dentro, sin movernos.

—¿Por qué no ha llamado nadie? —se quejó Lucy.

—Porque todavía no le han visto —respondió la comandante, en apariencia firme, pero tensa.

—Calculo que la manifestación ya habrá comenzado —dije yo.

—Está en Lafayette y viene hacia aquí-me confirmó Penn.

Ella y Lucy llevaban unos auriculares conectados con la estación base de la consola, pero ambas estaban sintonizadas a canales diferentes.

—Muy bien, muy bien —dijo la comandante, y se irguió en el asiento—. ¡Lo hemos localizado! En el andén número siete —anunció, vuelta hacia Lucy. Los dedos de ésta volaron por el teclado—. Acaba de entrar desde un pasillo. Ha llegado a la red por un túnel que corre bajo el parque.

Enseguida, el andén número siete apareció en blanco y negro en un televisor. Observamos la silueta ataviada con un abrigo largo y oscuro. Llevaba botas, un sombrero y gafas de sol y se mantenía en el fondo del andén, apartado de los demás pasajeros. Lucy llevó a la pantalla otro plano del metro mientras la comandante se ocupaba de la radio. Vi a los pasajeros del andén, que mientras esperaban el tren caminaban, leían sentados en los bancos o permanecían plantados acá o allá. Un convoy entró en la estación con un estridente silbido y aminoró la marcha hasta detenerse. Se abrieron las puertas y nuestro hombre entró en un vagón.

—¿Hacia dónde se dirige? —pregunté.

—Hacia el sur. Viene hacia aquí —anunció la comandante con excitación.

—Está en la línea A —precisó Lucy, pendiente de los monitores.

—Bien. —La comandante conectó el micrófono de la radio—. Sólo puede ir hasta Washington Square —le dijo a alguien—. Desde allí, puede hacer trasbordo y tomar la línea E hasta la Segunda Avenida.

—Comprobaremos una estación tras otra —dijo Lucy—. No sabemos dónde podría apearse, pero tiene que hacerlo en alguna estación para poder volver a los túneles.

—Sí, tendrá que hacerlo, si viene por la Segunda —confió la comandante a su interlocutor—. Allí no puede ir en tren, porque hoy no para ninguno.

Lucy manipuló los monitores del circuito cerrado de televisión, que fueron mostrando a rápidos intervalos una estación diferente a medida que un tren que no veíamos se dirigía hacia nosotras.

—No está en la Cuarenta y Dos —dijo—. Tampoco lo vemos en Penn Station ni en la Veintitrés.

Los monitores parpadearon, mostrando andenes y gentes que ignoraban que estaban siendo observadas.

—Si se ha quedado en ese tren, debería estar en la calle Catorce —apuntó la comandante.

Pero si aún iba en el tren, no se apeó allí. O, al menos, no lo vimos. Después, de forma inesperada, nuestra suerte cambió bruscamente.

—Dios mío —musitó Lucy—. Está en la estación Grand Central. ¿Cómo diablos ha llegado allí?

—Debe de haberse desviado hacia el este antes de lo que pensábamos y habrá atajado por Times Square —apuntó la comandante Penn.

—¿Pero por qué? —dijo Lucy—. Esto no tiene sentido.

La comandante llamó por radio a la unidad dos, que era Benton Wesley, y preguntó a éste si Gault había llamado ya a la farmacia. Se quitó los auriculares y colocó el micrófono de modo que pudiéramos enterarnos de lo que hablaban.

—No. No ha habido ninguna llamada —fue la respuesta de Wesley.

—Nuestros monitores acaban de localizarlo en Grand Central —explicó ella.

—¿Qué?

—No sé por qué ha tomado ese camino. De hecho, podía haber escogido cualquier otra ruta. Puede apearse en cualquier sitio por cualquier razón.

—Me temo que así es —dijo Wesley.

—¿Qué tal las cosas en Carolina del Sur? —preguntó a continuación la comandante Penn.

—Todo está en orden. El pájaro ha volado y ha aterrizado —informó Wesley.

Aquello significaba que la señora Gault había enviado el dinero, o lo había hecho el FBI. Seguimos nuestra observación mientras el hijo de aquella mujer viajaba despreocupadamente con otras personas que ignoraban que era un monstruo.

La comandante continuó trasmitiendo información:

—Espere un momento. Ahora está en la Catorce y Union Square, en dirección al sur, directamente hacia usted.

El hecho de que no pudiéramos detenerlo me ponía furiosa. Lo teníamos a la vista pero eso no servía de nada.

—Parece que cambia de tren muchas veces —comentó Wesley.

—Ahí no ha bajado. El tren ya está en marcha. Tenemos Astor Place en la pantalla. Es la última parada donde puede apearse, salvo que siga adelante y salga en el Bowery.

—El tren ya está parando —anunció Lucy.

Observamos en los monitores a los viajeros que bajaban y no vimos a Gault.

—Muy bien, debe de seguir a bordo —dijo la comandante por el micrófono.

—Lo hemos perdido —murmuró Lucy. Cambió la imagen del monitor como una mujer frustrada que saltara de canal en canal en su televisor. Nuestro hombre no aparecía y mi sobrina masculló un juramento.

—¿Dónde podría estar? —se preguntó la comandante, desconcertada—. Si realmente se propone ir a la farmacia tiene que bajar en alguna parte. Y no puede utilizar la salida del edificio del sindicato. —Se volvió hacia Lucy—. Eso es: tal vez lo va a intentar por allí. Pero no podrá salir, porque está cancelada. Y él quizá no lo sabe...

—Tiene que saberlo —replicó mi sobrina—. Habrá leído los mensajes electrónicos que enviamos al respecto.

Continuó buscando, pero seguimos sin verlo y la radio mantuvo un tenso silencio.

—Maldita sea —dijo Lucy—. Debería estar en la línea número seis. Busquemos de nuevo en Astor Place y Lafayette.

Fue inútil.

Nos quedamos sentadas sin decir palabra durante un rato, con la mirada fija en la puerta de madera que conducía a nuestra estación vacía. Encima de nosotras, cientos de personas recorrían las calles mojadas para manifestar que estaban hartas de criminalidad. Empecé a estudiar un plano del metro.

—Ya debería estar en la Segunda Avenida —apuntó por último la comandante—. Debería haber bajado en alguna parada anterior o posterior y recorrer el resto del camino andando por el túnel.

Un pensamiento terrible me asaltó de repente:

—Podría hacerlo aquí. No queda tan cerca de la farmacia, pero también estamos en la línea número seis.

—Sí —Lucy se volvió a mirarme y comentó—: El trayecto desde aquí hasta Houston no es nada.

—Pero la estación está cerrada —argüí.

Lucy ya pulsaba las teclas otra vez. Me levanté de la silla y me volví hacia la comandante.

—Estamos las tres solas. No hay nadie más. Los trenes no paran aquí los fines de semana y todos los demás están en la calle y en la farmacia.

—Puesto base a unidad dos —llamó Lucy por la radio.

—Unidad dos —respondió Wesley.

—¿Todo va bien? Porque lo hemos perdido...

—Manteneos alerta.

Abrí el portafolios y saqué mi pistola. La amartillé y puse el seguro.

—¿Cuál es su posición? —preguntó la comandante.

—Esperando en la farmacia.

Las pantallas parpadearon alocadamente mientras Lucy persistía en localizar a Gault.

—Un momento. Un momento —nos llegó la voz de Wesley.

Entonces oímos a Marino:

—Parece que lo tenemos.

—¿Que lo tenemos? —preguntó la comandante, incrédula—. ¿Dónde está?

—Está entrando en la farmacia. —Era Wesley otra vez—. Esperen un momento. Un momento...

Se produjo un silencio. Luego, Wesley siguió informando:

—Está en el mostrador, recogiendo el dinero. Esperen...

Aguardamos en frenético silencio. Transcurrieron tres minutos y Wesley volvió a comunicar.

—Ahora sale. Vamos a intervenir tan pronto entre en la terminal. Esperen.

—¿Qué lleva puesto? —pregunté—. ¿Estamos seguros de que es la persona que subió al metro en el museo?

Nadie me prestó la menor atención.

—¡Oh, Señor! —exclamó Lucy de improviso, y las tres nos volvimos hacia los monitores.

Vimos los andenes de la estación de la Segunda Avenida y a los hombres de Rescate de Rehenes irrumpiendo en ellos desde la oscuridad de las vías. Vestidos con ropa de campaña negra y botas de combate, cruzaron el andén a la carrera y tomaron las escaleras que conducían a la calle.

—Algo ha salido mal —dijo la comandante—. Lo van a capturar en la superficie.

Unas voces resonaron en la radio.

—¡Lo tenemos!

—¡Intenta escapar!

—Está bien, está bien, tenemos su arma. Ha caído.

—¿Le habéis esposado?

En la sala de control se disparó una sirena. Las luces del techo empezaron a lanzar destellos de color rojo sangre y en una pantalla de ordenador empezó a titilar un número, 429, en rojo.

—¡Emergencia! —exclamó la comandante—. ¡Un agente está herido! ¡Ha pulsado el botón de emergencia de su radio!

Miró fijamente la pantalla del ordenador, incrédula y confusa.

—¿Qué está pasando? —preguntó Lucy por la radio.

—No lo sé —dijo la voz de Wesley entre crepitaciones—. Algo ha salido mal. Espera.

—¡Pero no es ahí! La emergencia no es en la estación de la Segunda Avenida —indicó la comandante Penn, con cara de asombro—. El código que aparece en la pantalla es el de Davila.

—¿Davila? —repetí, desconcertada—. ¿Jimmy Davila?

—El código 429 era el suyo. Todavía no se lo han asignado a nadie. Ahí lo tenéis.

Volvimos la vista a la pantalla. El número rojo que parpadeaba en ella iba cambiando de posición sobre un plano informatizado. Me asombró que nadie hubiese reparado en aquello hasta entonces.

—¿Davila tenía consigo su radio cuando encontraron el cuerpo? —pregunté.

La comandante no reaccionó.

—¡La tiene él! ¡Gault tiene la radio de Davila! —exclamé.

Volvimos a oír la voz de Wesley. Este no podía conocer nuestro problema. No podía saber lo de la llamada de emergencia.

—No estamos seguros de haberle cogido —dijo—. No estamos seguros de a quién tenemos.

Lucy me miró con ansiedad.

—Carrie... —murmuró—. No están seguros de si han cogido a Gault o a Carrie. Probablemente, los dos vuelven a vestir igual.

En la pequeña sala de control sin ventanas, sin nadie más en las cercanías, seguimos el avance de la luz parpadeante que, en la pantalla del ordenador, se aproximaba cada vez más a nuestra sede.

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