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Authors: John Irving

Una mujer difícil (48 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Conducía en sentido contrario al de los automóviles que regresaban a la ciudad al final de la jornada festiva, y las luces del denso tráfico incidían continuamente en sus ojos, pero casi nadie iba en su dirección. En un par de ocasiones pisó el acelerador a fondo, sólo para ver la velocidad máxima que podía alcanzar el viejo coche. Alcanzó los ciento treinta y cinco en un par de ocasiones y ciento cuarenta y cinco otra vez, pero a esas velocidades se producía una vibración extraña en el morro del coche que la asustaba. Durante la mayor parte del trayecto respetó el límite de velocidad y pensó en el relato de la muerte de sus hermanos, sobre todo el momento en que su madre trataba de recuperar el zapato de Timmy.

Ted Cole no se despertó hasta que pasaban por Bridgehampton.

—¿Cómo es que no has tomado las carreteras secundarias? —le preguntó.

—Me apetecía estar rodeada por las luces de la ciudad y por los demás coches.

—Ah —dijo su padre, y pareció que iba a dormirse de nuevo.

—¿Qué clase de zapato era? —inquirió Ruth.

—Era una zapatilla de baloncesto, el calzado favorito de Timmy.

—¿Esas altas, más arriba del tobillo?

—Así es.

—Comprendo —dijo Ruth al tiempo que viraba por Sagg Main.

A pesar de que en aquellos momentos no había otros vehículos a la vista, Ruth había puesto el intermitente cincuenta metros antes de efectuar el giro.

—Has conducido bien, Ruthie —le dijo su padre—. Si alguna vez tienes que hacer un recorrido más difícil que éste, espero que recuerdes lo que has aprendido.

Ruth estaba temblando cuando por fin salió de la piscina, y sabía que debía calentarse antes de empezar a jugar al squash con Scott Saunders, pero tanto sus recuerdos de cuando aprendió a conducir como la biografía de Graham Greene la habían deprimido. Norman Sherry no tenía la culpa, pero la biografía de Greene había tomado un giro al que ella se oponía. El señor Sherry estaba convencido de que cada personaje importante en una novela de Graham Greene tenía un homólogo en la vida real. En una entrevista concedida a
The Times
, el mismo Greene le había dicho a V. S. Pritchett que era incapaz de inventar. No obstante, en la misma entrevista, si bien admitía que sus personajes eran «una amalgama de fragmentos de personas reales», Greene también negaba que tomara sus personajes de la vida real. «Los personajes inventados desplazan a las personas reales, que son demasiado limitadas», decía el escritor. Pero a lo largo de demasiadas páginas de su biografía, el señor Sherry hablaba una y otra vez de las «personas reales».

A Ruth le entristecía sobre todo la vida amorosa del joven Greene. Lo que su biógrafo llamaba «su amor obsesivo» por la «católica fervorosa» que llegaría a ser la esposa de Greene era precisamente una de las cosas que Ruth no quería saber acerca de un autor cuya obra amaba. «Hay una pizca de hielo en el corazón del escritor», había escrito Greene en
Una especie de vida
. Pero en las cartas cotidianas que el joven Graham escribía a Vivien, su futura esposa, Ruth sólo veía el patetismo de un hombre prendado de una mujer.

Ruth nunca se había sentido prendada, y era posible que su renuencia a aceptar la proposición matrimonial de Allan fuese su conocimiento de lo prendado que Allan estaba de ella.

Había interrumpido la lectura de
La vida de Graham Greene
en la página 338, el inicio del capítulo veinticuatro, titulado «Por fin el matrimonio». Era una lástima que hubiera dejado de leer ahí, porque cerca del final de ese capítulo habría encontrado algo que la habría congraciado un poco con Graham Greene y su novia. Cuando la pareja por fin contrajo matrimonio y partieron de luna de miel, Vivien entregó a Graham una carta cerrada que le había dado la entrometida madre de ella, «una carta con instrucciones sobre el sexo», pero Vivien se la dio a su marido sin abrirla. Él la leyó y la rompió de inmediato, sin que Vivien hubiera podido echarle un vistazo. A Ruth le hubiese gustado saber que la flamante señora Greene había llegado a la conclusión de que podía arreglárselas muy bien sin los consejos de su madre.

En cuanto a «Por fin el matrimonio», ¿por qué el título del capítulo, la frase en sí, la deprimía? ¿Acaso también podría decir eso cuando ella misma se casara? Parecía el título de una novela que Ruth Cole nunca escribiría y que ni siquiera querría leer.

Ruth pensó que debería limitarse a releer las obras de Graham Greene, pues estaba segura de que no quería saber nada más de su vida. Allí estaba ella, reflexionando sobre lo que Hannah llamaba su «tema favorito», que era su escrutinio infatigable de la relación entre lo «real» y lo «inventado». Pero le bastó pensar en Hannah para volver al presente.

No quería que Scott Saunders la viese desnuda en la piscina, todavía no.

Entró en la casa y se puso unas prendas limpias y secas para jugar al squash. Introdujo polvos de talco en el bolsillo derecho de los pantalones cortos. Le mantendría seca y suave la mano que sujetaba la raqueta, y así evitaría el riesgo de que le salieran ampollas. Ya había enfriado el vino blanco, y ahora preparó el arroz, lo lavó y, con la cantidad adecuada de agua, lo depositó en el recipiente del vaporizador eléctrico. Todo lo que tendría que hacer más tarde era apretar el botón que pondría el aparato en marcha. Ya había puesto la mesa con dos servicios.

Finalmente trepó por la escala hasta el piso superior del granero y, tras hacer unos ejercicios de estiramiento, empezó a practicar con la pelota.

No le costó adquirir el ritmo: cuatro golpes directos a lo largo de la pared y alcanzaba la chapa reveladora; cuatro reveses y alcanzaba de nuevo la chapa. Cada vez que golpeaba la chapa, apuntando bajo ex profeso, le daba a la pelota con fuerza suficiente para que el golpe contra la chapa resonara estrepitosamente. En el juego real, Ruth casi nunca golpeaba la chapa. En un partido difícil, tal vez la tocaba dos veces, pero quería asegurarse de que, cuando llegara, Scott Saunders le oyera golpear la chapa. Así, cuando subiera por la escala para jugar con ella, pensaría: «Para ser una presunta buena jugadora, toca mucho la chapa». Después, cuando empezaran a jugar, le sorprendería ver que la pelota de Ruth casi nunca alcanzaba la chapa.

Cada vez que alguien trepaba por la escala hasta el piso del granero, se percibía un ligero temblor en la pista de squash. Cuando Ruth notó ese temblor, contó cinco golpes más, y al quinto alcanzó la chapa. Podría haberla tocado fácilmente con los cinco golpes en el tiempo que tardaba en decir: «¡Papá con Hannah Grant!».

Scott golpeó un par de veces la puerta de la pista de squash con la raqueta, y después la abrió cautamente:

—Hola, espero que no estés practicando por mí —le dijo.

—Bueno, sólo un poco —respondió Ruth.

Estuvo observando a Scott durante los cinco primeros puntos, pues quería ver cómo se movía. Era razonablemente rápido, pero manejaba la raqueta como un tenista y no movía la muñeca. Además tenía un solo servicio, duro, directo hacia ella. Solía ser demasiado alto, y ella se apartaba de la trayectoria y devolvía la pelota a la pared del fondo. El servicio de revés de Scott era débil y la pelota caía al suelo a mitad de la pista. Normalmente Ruth podía rematarla dirigiéndola hacia una esquina. Obligaba a correr a su oponente ya desde la pared del fondo a la frontal, ya desde una esquina a la otra.

El resultado del primer juego fue de 15 a 8, antes de que Scott se percatara de lo buena jugadora que Ruth era en realidad. Scott era uno de esos jugadores que sobrestiman su capacidad. Cuando perdía, pensaba que no acababa de jugar bien, pero, hasta el tercer o cuarto juego, no se le ocurrió pensar que su contrincante era superior. Ruth intentó mantener la puntuación bastante igualada en los dos siguientes juegos, porque disfrutaba viendo correr a Scott.

Ganó el segundo juego por 15 a 6 y el tercero por 15 a 9. Scott Saunders estaba en muy buena forma, pero después del tercer juego necesitó la botella de agua. Ruth no bebió ni una gota. Scott era el único que corría.

Aún no había recobrado el aliento cuando falló el primer servicio del cuarto juego. Ruth percibió su frustración, como un olor repentino.

—Es increíble que tu padre todavía te gane —le dijo con la respiración entrecortada.

—Algún día le ganaré —replicó Ruth—. Quizá la próxima vez.

Ella venció por 15 a 5. Mientras perseguía una pelota baja en una esquina, Scott resbaló en un charco de su propio sudor, se deslizó sobre la cadera y su cabeza golpeó contra la chapa.

—¿Estás bien? —le preguntó Ruth—. ¿Quieres que lo dejemos?

—Juguemos otro juego —respondió él con brusquedad.

A Ruth le desagradó esa actitud. Le venció por 15 a 1, y Scott obtuvo su único punto cuando ella (en contra de lo que le aconsejaba su buen juicio) intentó un revés en la esquina que alcanzó la chapa. Fue la única vez que tocó la chapa en cinco juegos. Se enfadó consigo misma por intentar aquel golpe de revés, que confirmaba su opinión sobre los golpes de bajo porcentaje. De haber mantenido la pelota en juego, estaba segura de que en el último juego hubieran quedado 15 a 0.

Pero perder por 15 a 1 ya había sido bastante desgracia para Scott Saunders. Ruth no estaba segura de si él hacía pucheros o si tenía la cara desencajada porque intentaba recobrar el aliento. Estaban a punto de abandonar la pista cuando una avispa entró por la puerta abierta y Scott la atacó con un torpe raquetazo. Falló y el insecto zigzagueó, como era natural, cerca del techo, donde estaría supuestamente a salvo. A pesar de su vuelo rápido y errático, Ruth la alcanzó con su golpe de revés. Hay quien afirma que la volea alta de revés es el golpe más difícil en el squash. El cordaje de su raqueta partió por la mitad el cuerpo de la avispa.

—Bien cazada —dijo Scott, quien por su tono parecía a punto de vomitar.

Ruth se sentó en el borde de la plataforma junto a la piscina, se quitó los zapatos y los calcetines y se refrescó los pies en el agua. Scott parecía inseguro de lo que debía hacer. Estaba acostumbrado a desvestirse por completo y ducharse al aire libre con Ted. Ruth tendría que hacerlo primero.

La joven se puso en pie y se quitó los pantalones cortos y la camiseta de media manga, temerosa de la posible torpeza, la acrobacia habitual e involuntaria, de librarse del sudado sujetador deportivo, pero lo consiguió sin un forcejeo embarazoso. Finalmente se quitó las bragas y se puso bajo la ducha sin mirar a Scott. Ya se había enjabonado y estaba bajo el agua, cuando él subió al plato de la ducha y abrió el grifo de su cabezal. Ruth se lavó la cabeza, eliminó la espuma del champú y entonces le preguntó si era alérgico a las gambas.

—No, me gustan —respondió Scott.

Con los ojos cerrados, mientras se aclaraba la cabeza, ella supuso que él tenía necesariamente que estar mirándole los pechos.

—Me alegro, porque eso es lo que vamos a cenar.

Cerró la ducha, salió a la plataforma y se lanzó a la piscina en el extremo profundo. Cuando salió a la superficie, Scott estaba inmóvil en la plataforma y miraba algo más allá de ella.

—¿No es una copa de vino eso que está en el fondo de la piscina? —le preguntó—. ¿Has dado hace poco una fiesta?

—No, fue mi padre quien la dio —dijo Ruth, mientras pedaleaba en el agua.

Scott Saunders tenía el pene más grande de lo que ella había imaginado. El abogado se zambulló hasta el fondo de la piscina y recogió la copa.

—Debió de ser una fiesta moderadamente alocada —comentó.

—Mi padre es más que moderadamente alocado —replicó Ruth.

Flotaba boca arriba; cuando Hannah lo intentaba, apenas conseguía mantener los pezones por encima de la superficie.

—Tienes unos senos muy bonitos —le dijo, zalamero, Scott, quien pedaleaba en el agua a su lado.

Llenó la copa de agua y la vertió sobre sus pechos.

—Probablemente mi madre los tenía mejores —dijo Ruth—. ¿Qué sabes de mi madre?

—Nada…, sólo he oído rumores —admitió Scott.

—Lo más probable es que sean ciertos. Quizá sepas casi tanto como yo.

Nadó hasta la zona que no cubría y él la siguió, sosteniendo todavía la copa. De no ser por la dichosa copa, ya habría tocado a Ruth. Ella salió de la piscina y se envolvió en una toalla. Antes de encaminarse a la casa, con la toalla alrededor de la cintura y los pechos al descubierto, vio que Scott se secaba minuciosamente.

—Si metes la ropa en la secadora, estará seca después de cenar —le dijo. Él la siguió al interior, también con la toalla alrededor de la cintura—. Si tienes frío, dímelo. Puedes ponerte algo de mi padre.

—Estoy bien con la toalla.

Ruth puso en marcha el vaporizador de arroz, abrió una botella de vino blanco y llenó dos copas. Tenía muy buen aspecto con tan sólo la toalla alrededor de la cintura y los senos al aire.

—También yo estoy bien con la toalla —le dijo ella, y entonces le permitió que se los besara.

Él le rodeó un seno con la mano.

—No esperaba esto —admitió Scott.

Ruth se preguntó si lo decía en serio. Cuando tomaba una decisión acerca de un hombre, esperar a que la sedujera era algo que la hastiaba sobremanera. No se había relacionado con ninguno desde hacía cuatro, casi cinco meses, y no tenía ganas de esperar.

—Voy a enseñarte una cosa —le dijo Ruth, y le condujo al cuarto de trabajo de su padre, donde abrió el cajón inferior del llamado escritorio de Ted.

El cajón estaba lleno de fotografías Polaroid en blanco y negro, centenares de ellas, así como una docena de recipientes tubulares que contenían líquido para revestimiento de positivos. Esa sustancia hacía que las fotos y todo el cajón olieran mal.

Ruth le tendió a Scott un rimero de Polaroids sin hacer ningún comentario. Eran las fotos que Ted había hecho a sus modelos, tanto antes como después de dibujarlas. Decía a las mujeres que las fotos eran necesarias a fin de poder seguir trabajando en los dibujos cuando ellas no estuvieran presentes, que las necesitaba «como referencia». Lo cierto era que nunca seguía trabajando en los dibujos y tan sólo quería hacer las fotografías.

Cuando Scott terminó de mirar un rimero de fotos, Ruth le mostró otro. Las fotografías tenían ese aire de amateurismo que suele poseer la mala pornografía, y el motivo no estribaba tan sólo en que las modelos no eran profesionales. La torpeza de sus poses indicaba que se sentían avergonzadas, pero las mismas fotografías daban una sensación de apresuramiento y descuido.

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